Marcelo Figueras
Escuché el relato en silencio. A pesar de que habían transcurrido tantos años, ella refería la historia como si le estuviese ocurriendo en ese mismo momento, con la intensidad de lo que se está viviendo en directo –y por ende con la misma tristeza.
Su abuelo ya había muerto. La vieja casa había sido puesta a la venta, los juguetes de la infancia permanecían arrumbados en el garage, encerrados en bolsas negras. El vecino a quien le encargaron la supervisión del proceso pensó que lo que había quedado adentro era puro desecho. Abrió las bolsas y encontró los juguetes. Todavía servían, a pesar de la mugre y de sus mutilaciones. Sus propios nietos reaccionaron con alegría ante la dádiva llovida del cielo. Cuando ella advirtió la maniobra, ya era tarde. No tuvo corazón para despojar a aquellos niños. Todo lo que pudo rescatar fue el viejo automóvil de las Barbies, al que le faltaba –al que todavía le falta- una rueda.
No pude evitar el recuerdo de mis propios tesoros perdidos en el tiempo. Los villanos de estas historias suelen ser gente a la que por lo demás queremos: en este caso, por ejemplo, mi propio padre. Fue él quien se deshizo de los soldaditos con que yo jugaba, tenía muchísimos: combatientes de la Segunda Guerra, cowboys, indios, guerreros medievales, superhéroes, acuanautas. Fue él quien despachó mi colección de autitos, tantos Matchbox, el Dino Pininfarina y el Rolls que me había regalado mi abuelo. (Muchos de estos juguetes, justo es decirlo, fueron destrozados por mi hermano menor. El Enano de Kamchatka, con su poder desintegrador de juguetes al simple toque, le debe la vida a su triste ejemplo.)
También recordé las revistas de historietas que yo guardaba con tanto amor, tomándome a veces hasta el trabajo de encuadernarlas. Toneladas de Batman, Superman, Flash, Linterna Verde. (Todas estas de origen mexicano, vía la Editorial Novaro.) Toneladas de D’Artagnan, El Tony y Fantasía, además de las ediciones individuales de las aventuras de Nippur de Lagash y Dennis Martin. (Todas estas de la Editorial Columba.) Bosques enteros de mi alma, arrasados por completo. Por fortuna los libros se salvaron. Imagino que los prejuicios de mi padre funcionaron aquí. Tratándose de un tipo sencillo, que admiraba la formación intelectual de mi madre, debe haber preservado los libros por respeto al ícono cultural por antonomasia, disponiendo en cambio de aquellos objetos que identificaba con lo popular: los juguetes, las historietas. Amo a mi padre y siempre lo amaré, eso está claro. A pesar de que nunca deje de lamentar esa pérdida, que seguiré reprochándole como el César reprochaba a Varo el sacrificio de sus legiones. Ah, Jorge, Jorge: ¡devuélveme mis soldaditos!
De cualquier modo, recordar aquellos viejos objetos (algunos soldaditos en especial, algunos autitos, algunas revistas) me llena el alma de tibieza.
Estoy seguro de que todos podrían confeccionar listas de lo que han perdido.
Por las dudas, no tiren las cosas de sus hijos. Nada. Nunca.