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Los Trías de Barcelona

Todos: jóvenes, viejos, hombres, mujeres, sedentarios, nómadas, tenemos una geografía anímica sin la cual no podríamos pensar en nosotros mismos. Ésa es nuestra patria. En el paisaje biográfico de cada cual van entrando, desde que nacemos, muebles, rostros, panoramas, edificios, avenidas, cuerpos, monumentos, habitaciones, climas, parques, y cada uno de esos lugares está habitado de un modo peculiar. Para uno, los signos primeros de un espacio propio vendrán por el camino de la escuela entre choperas y junto a un arroyo. Para otro será el autobús del colegio donde una docena de niños le miran subir con ojos soñolientos. O bien el cuarto de jugar con todas las posibilidades dispersas por el suelo y la lluvia de domingo en las tediosas ventanas.

Luego se van añadiendo nuevos lugares y nuevos habitantes. La cafetería de la facultad, con medio centenar de ingeniosos colegas tratando de imponerse. El taller donde un bronco maestro nos enseña el ensamblaje de las maderas recién aserradas. La primera caza del pulpo. Un viaje en tren nocturno. Todos los lugares van fundiéndose con las personas que les dan sentido y al cabo de los años apenas hay un rostro que no se encuentre unido a un paisaje. No hay un solo espacio de la memoria que no esté habitado por un rostro.

También llega el día en que esos paisajes, esos lugares, esos espacios que nunca estuvieron quietos (sólo en nuestra memoria están detenidos), comienzan a esfumarse prontamente de tal modo, que al cabo de muy poco sólo la memoria de los veteranos mantiene intacto el lugar, el paisaje, el espacio tal y como fue alguna vez. Para mucha gente de mi generación, la Barcelona que puso escenario a nuestras vidas primeras apenas existe. No es sólo que se alcen bloques de viviendas, grandes almacenes, hoteles o escuelas técnicas allí en donde antes jadeábamos sobre la bicicleta por terrenos baldíos en los que pastaban mulas; es que también el centro histórico cuenta ahora una historia que no es la nuestra. Así, donde antes había una rambla abigarrada y popular, pecadora y lumpen, hay ahora un intestino grueso que digiere turistas. Aunque sin duda ésa es ahora la fuente de nuevas memorias.

Los escenarios se transforman, pero lo que fueron queda fijo en la memoria de quienes los vivieron. Su testimonio es la única prueba de que alguna vez hubo vacas que mugían por la noche en la calle Muntaner. Por eso, cada vez que desaparece una memoria, desaparece también una parte del paisaje y del espacio. La ciudad en la que aún vivo, Barcelona, es para mí inseparable de unas cuantas personas. Y una parte importante de ese grupo de ciudadanos lo forman los Trías, familia extensa e intensa. El pasado 20 de agosto hubimos de amputarnos un Trías. Fue como si a la ciudad le hubieran arrancado el mar. Sin mar, Barcelona podrá ser una ciudad interesante para quienes nazcan a partir de ahora, pero ya no puede serlo para quienes hemos conocido la Barcelona marítima. Sin Carlos Trías, la ciudad parece haber perdido el mar.

Casi todos los que le han recordado estos días han subrayado su estupenda presencia. Daba gozo verle. Alto, desgarbado, cargado de espaldas como para hacerse perdonar los casi dos metros de estatura, con un mechón de pelo siempre en guerra entre los ojos y el humo del cigarro, la voz de bajo ruso, la cerveza peligrosamente inclinada, el tartamudeo a la inglesa, los cabezazos y el índice alzado cuando repetía con entusiasmo deportivo "¡e-xac-to, e-xac-to!" cada vez que su interlocutor decía algo tan sólo razonable: era el hombre feo más guapo que he conocido.

Algunos privilegiados muestran tanto espíritu en el cuerpo como en el alma, de modo que es perfunctorio alabarles el intelecto. Los libros de Juan Benet son muy buenos, pero no son nada comparados con haberle visto en vivo con un mazo de folios en la mano y perorando sobre la teodicea de Leibniz, sobre la que no tenía ni puñetera idea. Carlos Trías era uno de estos individuos magníficos, y por eso su ausen

-cia física es más dura de sobrellevar que la de otros que también han escrito libros, pero que eran más cansados de mirar.

Conocí a Carlos Trías cuando yo tenía nueve años y él seis. En una pelea a pedradas entre bandas de ambos lados de la riera de Vilasar, coincidí con el otro gran Trías de Barcelona, Eugenio, cuando por poco me descalabra de un cantazo uno de su banda. Eugenio era someramente pacífico y medió para que ambos bandos hiciésemos las paces. No deseábamos otra cosa, así que nos fuimos todos con Eugenio, que siempre ha sido el mayor, hasta la verja de su casa. Una vez allí, nos invitó a sentarnos por el suelo y dijo que iba a llamar a su hermano para que le conociéramos. Al rato llegó Carlos, que ya entonces era larguirucho y (aunque es imposible) lo recuerdo con una colilla en la boca. Eugenio dijo: "Éste es Carlos, mi hermano. Saluda, Carlos". Y Carlos dijo: "Caca, pedo, culo, pis". Y se fue. Eugenio, feliz, sonreía como si ya llevara bigote. De entonces dura nuestra admiración. No sabíamos que pudieran decirse esas palabras, ni mucho menos todas juntas, sin caer fulminados por un rayo celeste; tan delicada era la infancia de aquel siglo. Desde entonces, ya no hemos dejado de decirlas. También cuando militó en la extrema izquierda más tremenda, Carlos seguía diez años por delante de los demás diciendo lo que no se debe decir, pero que más tarde dice todo el mundo.

El día de la despedida, Eugenio confesó que no se le había escapado un hermano, sino un amigo. En efecto, Carlos sólo sabía ser amigo. Era amigo incluso de Cristina Fernández Cubas, la chica más interesante de Arenys de Mar, con quien había vivido cuarenta años y eran íntimos. Cuarenta años de amistad, Dios mío, indica una capacidad amistosa descomunal. Por ambas partes. Pero es que era inútil tratar de enemistarse con Carlos. Alguno que lo intentó se enfurecía cada vez que lo cruzaba por la calle, porque Carlos, que evidentemente había olvidado por completo la pendencia, se avanzaba con una enorme sonrisa para abrazarle y, cuando el otro salía huyendo, bermejo y apoplético, Carlos nos miraba atónito. "¿Qué le pasará a este tío?", musitaba, alzando unas cejas a lo Breznev.

Eugenio nos hizo llorar a mares el día 20. Por pura coincidencia, yo estaba leyendo un monumental libro suyo sobre filosofía de la música que prepara para este otoño. La pasión de Eugenio por la música ha dirigido su vida. Aunque no soy buen juez dada mi amistad hacia él, creo que el libro culmina una obra inmensa del modo más extraordinario: escapando de las palabras. Muestra Eugenio en su ensayo la concordia de la matemática y la música, la preeminencia de la música sobre la palabra, la necesaria presencia de un orden anterior al lingüístico en cuyas moradas y recintos puedan acomodarse los conceptos cuando se hagan palabra. De Monteverdi a Xenakis, la historia de la música que cuenta Eugenio es la de una armonía posible cuyo significado puede oírse, pero no hablarse.

Tras la despedida sonó una canción de Schubert y pensé que Eugenio debía de estar considerando la vicisitud del amigo, su disolución en sonidos aún audibles, su entrada en una armonía alejada de nosotros, pero no separada. Luego hubo que hacerse a la idea de que todo había concluido, excepto el paisaje que en nuestra memoria siempre será inseparable de aquel rostro. Salimos de allí abatidos, porque la vida había perdido a Carlos Trías.

Artículo publicado en: El País, 10 de septiembre de 2007,

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11 de septiembre de 2007
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LA FIESTA

Me estoy haciendo mayor. Es decir, soy mayor. No vale mirar para otra parte, nada se soluciona. Ayer sufrí la evidencia de las molestias que las fiestas de un pueblo pueden causar a un mayor. No era fácil ser ajeno a  los ruidos tan burdos, a la grasa en venta desde los chiringuitos, a sus tómbolas populares y a esos juegos pensados para intentar que los niños se abran la cabeza. Todo eso mostrado en un pueblo castellano, más pobre que rico, entre el abandono y la despoblación pero, eso sí, engalanado con lucidas y deslucidas banderas españolas -y otras banderas de entidades menores o mayores– amenizado con orquestas, socializando -pero no demasiado- con bailes populares, comidas grupales, romería, procesión, ofrenda a la patrona, fuegos artificiales… y los toros. Nunca pensé que los toros pudieran aburrirme tanto. Y algo peor que aburrirme, entristecerme y molestarme.

Es posible que este síndrome de rechazo a la fiesta nacional sea pasajero, que vuelva a mi afición por la tauromaquia, mi pasión por la emoción sentida algunas tardes, con algunos toreros. Pero no creo que los toros, al menos los que se pueden ver en la mayoría de los pueblos en fiesta, me ayuden en estos momentos de crisis con mis propios gustos.

Vengo de asistir a una corrida de toros en un pueblo segoviano. Una tarde de fiesta que prometía diversión aún en su rudimentaria manera de entender la fiesta de los toros. Y nada. Lo mejor era la curiosa vieja plaza, su popular construcción con piedra negra. El resto era un pequeño drama que pudo ser una tragedia. El drama de unos toros inadecuados, unos toreros ineficaces y una cuadrilla temerosa. Había poco dinero y eso se nota. Me horrorizó una carnicería, una matanza caótica, una tarde llena de desastres, en directo con unos toros grandes mansos y peligrosos frente a unos toreros jóvenes, inexpertos e inconscientes. Lo peor era el voluntarismo, las ganas de triunfar de esos jóvenes desconocidos que deben cobrar muy poco dinero. De esa cuadrilla que todavía se enfrenta a un torpe animal de más de 500 kilos, porque tendrán que hacer frente a la hipoteca o los colegíos de los niños.

Se me calló la fiesta de los toros en una feria de un pueblo de Castilla. Intentaré recuperarla en el otoño madrileño. En la “seriedad” de la plaza de las Ventas. O con toreros que sean o quieran parecerse a José Tomás. Con toros que sean, o se parezcan, a esos que algunas tardes pudimos ver. Es decir, prefiero la irrealidad de la fiesta de unos pocos. De pocos momentos, pocas tardes, pocos toreros y pocos toros que la realidad de la fiesta tal y cómo suele ser en los pueblos españoles. Me borro de esas fiestas populares.

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10 de septiembre de 2007
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MANAGUA, NICARAGUA IS A BEAUTIFUL TOWN…

Managua Nicaragua
is a beautiful town,
you buy an hacienda
for a few pesos down…

decía la pegajosa letra del boogy que puso de moda en los años 40 la orquesta de Guy Lombardo, y que en la película de Carol Reed,  El tercer hombre, una bailarina ensaya sobre la plancha de una mesa en un café desierto en la Viena de la posguerra. Esa vieja canción fue traducida al español en el sonsonete no menos idílico de

Managua Nicaragua
donde yo me enamoré,
tenía mi vaquita,
mi ranchito y mi buey…
y mi mujer también…

El himno perfecto para la capital de una banana republic centroamericana.

Era la Managua de tarjeta postal, entre rural y provinciana, de casas de adobe y tejas de barro, que envuelta en colores de arrebol tropical se extendía al lado de un lago de cristal, y entre lagunas de celofán, como decía la letra de otra canción, esta vez del compositor nicaragüense Tino López Guerra, un corrido a lo mexicano que ensalzaba las glorias de la capital.

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10 de septiembre de 2007
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LA CRUELDAD DE LOS MEDIA

Un constante espectáculo de la crueldad humana se representa en sesión continua dentro del periodismo. En la radio, en los telediarios, en todos los medios de información, se pasa tajantemente de ofrecer una noticia trágica a un frívolo espacio de entretenimiento, de una masacre o una hambruna a la anécdota de una mascota o a la crónica de un encuentro de primera división.

La brusquedad con que el mismo locutor salta de un asunto a otro, de un gesto alicaído y triste al júbilo de un buen resultado de la selección, ilustra sobre la vanidad general de la vida o, en general, sobre la banalidad de nuestra historia y nuestra humana condición. No hay trascendencia capaz de trascender sobre los diferentes órdenes y capítulos de la información. El formato del periódico o del telediario se impone al valor del suceso o, más aún: el valor del suceso se decide mediante las reglas de los medios de información.

¿Conclusión? Nada parece más deletéreo que el poder de los media, nada parece menos constructivo que los cimientos de nuestra sociedad de la información.

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10 de septiembre de 2007
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New York, New York (revisitada)

Llegué a la ciudad desde abajo. Por lo general uno arriba a las ciudades en avión, en tren o en barco, lo cual permite una visión panorámica o al menos face to face. Pero yo me quedé en uno de los hoteles del aeropuerto y así fue que llegué al corazón de Manhattan en metro. Salí de un tunel a la Calle 53 y Quinta Avenida. Nada mejor, para apreciar una de las ciudades más verticales del mundo, que emerger desde las profundidades.

Supongo que hice lo que cualquiera al cruzarse con una ex novia a la que no ha visto en años. Lo primero es atender a sus rasgos más conocidos, para ver si resiste la confrontación con el recuerdo. Rodé sin pensarlo por aquellos sitios que ya había visitado a solas tantas veces y también junto a mis hijas: el Rockefeller Center, Times Square, Broadway, las tiendas de Madison (es como meterse en un capitulo de Sex and the City), el Central Park. (Donde me topé con Cameron Diaz y Ashton Kutcher, dicho sea de paso, que rodaban una película bajo el sol radiante. Y sí, ella es tan linda como parece.Y se ríe con la misma, contagiosa risa que le conocemos de la pantalla.) El primer round fue para la ex novia: maldición, estaba más bella que antes.

Pero enseguida empezó a mostrar las señales del tiempo, o lo que es igual: las marcas de la Historia. No fui al Ground Zero, donde estaban las Torres Gemelas (para qué contemplar el vacío, tanta ausencia: de cemento, de cristal, de vidas?), pero las consecuencias del 11/9 se encargarían de venir hasta mí. En la superficie la ciudad sigue siendo espléndida como siempre. Pero cuando uno afina la mirada percibe al fin el mensaje que está impreso en todas partes y en todos los tamaños, desde los billboards de los omnibus hasta la letra chica de los pasajes del metro: Si ve algo extraño, dígalo. Casi 2000 personas lo han hecho ya. La campaña pública apunta a concienciar a la gente, para que denuncie ante las autoridades la existencia de paquetes extraños y de "actitudes sospechosas". ¿Qué define una actitud sospechosa, para hacerla merecedora de la denuncia? ¿Un color de piel? ¿Una forma de mirar, de moverse, que al menos en el exterior sea distinta a la del común?

New York ha sido herida por el miedo. Lo disimula bien, lo lleva con galanura, pero la cicatriz está. Y es imborrable.

Superados estos escarceos empecé a buscar sitios, cualidades que no le conociera desde antes. Apenas entre en la Catadral de San Patricio me encontré con una estatua de Santa Brígida, la irlandesa que le dio nombre al pueblito de La batalla del calentamiento. Me pareció un signo; le encendí una vela. Después me fui hasta el Dakota y visite Strawberry Fields, algo que nunca había hecho en todos estos años a pesar de mi lennonismo irredento. Supongo que el dolor era demasiado grande. Ahora el dolor es un jardín, donde crecen 161 especies, una por cada país del orbe.

Cuando llegué a la fuente de Bethesda me sentí feliz. Empezaba a encontrar a mi personaje, ese hombre ficticio con cuyas raíces deseaba toparme en su Manhattan natal. La fuente rodea una estatua, El Ángel de las Aguas, que remite al ángel sanador que se apareció en el oasis de Bethesda, en Jerusalen. En un brazo el ángel sostiene una rama viva, símbolo del poder que representa. Pero la mano derecha se tienda hacia adelante, y los dedos índice y pulgar se extienden aún más, como si buscase la sintonía fina de lo invisible. Así me siento yo ahora: manipulando lo inefable entre mis dedos, tratando de sintonizar la estación correcta.

La otra parte del pasado de mi personaje la encontré en el punto de New York que es puro Tercer Mundo: el Lower East Side, que alguna vez fue refugio de las primeras colonias judías -la sinagoga de la calle Eldridge esta cubierta por velos, en plena restauración- y que hoy es Chinatown desde los cangrejos que se venden en las calles a las bellezas asiáticas que, semidesnudas, me sonríen desde el stand de las revistas. Quizá sea ése uno de los motivos del encanto de la ciudad: el hecho de que sea producto de todas las etnias -polacos e irlandeses, latinos y orientales, africanos y judíos- y de que conserve en algún punto de la isla un espejo en el que nos reconocemos, una esquina que sentimos nuestra, un rincón que bien podría ser nuestro hogar.

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10 de septiembre de 2007
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Dame más gasolina

En portugués, la palabra sobremesa significa postre. Algo que casi a todo el mundo le gusta, si bien no siempre hay tiempo, presupuesto y salud para gozarlo. En español, en cambio, es un término ambiguo, pues alude a ese tiempo de nadie cuya extensión ninguno conoce de antemano, y que bien puede ser deleite o martirio, según la compañía, la ocasión, el humor, el licor. En México, las sobremesas llegan a durar horas, y algunas hay que invaden el día siguiente. No pocas entre las mejores fiestas arrancan a partir de una sobremesa incontrolable que asciende felizmente a bacanal. Debe de haber legiones de personas que fueron engendradas a partir de uno de esos nunca mejor llamados postres, donde en cuestión de horas ocurre el espectacular salto cualitativo entre la sobremesa y la sobrecama.

  —¿Todavía me quieres… asesinar? —lo dice entre sonriendo y ronroneando, con la almohada apretada entre ambas manos, acaso decidida a asfixiar a mi tímido canalla interior.

  —No hasta mañana, al menos —contra lo que uno cree en la adolescencia, la sobrecama puede no ser tan confortable como se habría esperado durante las etapas previas al gran encontronazo. Según Bataille, el erotismo dura mientras vive el tabú que le dio aliento, pero este asunto es algo más complicado. Hay una desazón flotando en el ambiente, como lo hacía la bruma final de Casablanca. Un tufillo de triunfo percudido que no tiene que ver con las dudas que asaltan al conquistador, sino con la zozobra propia del conquistado.

  —¿No fuiste tú, Querido, quien me advirtió una vez que aceptaría todo menos desembocar en una situación scherezadiana? ¿Necesito dictarte tres páginas por noche para que no me lances al patíbulo? —ahora me mira con los ojos gatunos de quien a duras penas consigue dominar el impulso de arrancarme el pellejo de un zarpazo.

  —Fue una provocación desesperada. Tal vez lo que buscaba era precisamente lo que decía querer evitar. Uno sueña con musas para compensarse porque, ay, no consigue dormir junto a ellas.

  —¿Ahora vas a salirme con que tienes sueño, Darling? —la tigresa da un paso táctico hacia atrás, recapacita y vuelve al ronroneo. Conoce su poder y mi debilidad, sabe que tras el miedo de estar donde estoy se oculta ya el deseo de nunca más estar en otra parte.

  —¿Estás segura que eres musa, Afrodita? ¿Cómo sé que no trato con una bruja mal camuflada? —hay algo que no encaja en esta escena. Es como si me visitara un arcángel con cuernos, un demonio con arpa, una creatura rica en capacidades nunca especificadas en el manual.

  —De todos los posibles sentimientos humanos, hay uno especialmente repugnante, y es el que ahora te tiene pescado del cogote. La culpa, ¿no es verdad? Le estás poniendo astas a tu cuaderno, ¡conmigo!, y eso te martiriza como a cualquier beatito pueblerino —ahora sube la voz, toma distancia, sus ojos lanzan dardos envenenados que no puedo esquivar, ni me interesa.

  Al fin se hace el silencio. Una oportunidad para reflexionar que ninguno aprovechará porque de pronto no son ya reflexiones, sino meras flexiones lo que nos interesa. Hemos caído en un remolino cuya fuerza centrípeta flexibiliza todo cuanto era rígido, y viceversa. Por eso ahora me mira así, rígidamente, y tampoco puede uno esquivar el rigor del deseo cuando cada una de las verjas otrora infranqueables parece suplicarle: ¡Sáltame una vez más! O en fin, eso es lo que prefiero pensar. Me acomoda creer que ella es la araña y yo caí en su red, como cualquier mosquito rinconero. Y de repente no quiero otra cosa que estrecharla y pedirle que me chupe la sangre hasta secarme, pero ella y yo sabemos que ciertas cosas jamás se piden y esa es la mejor forma de exigirlas.

  —¿Y esa cara de postre, Darling? ¿Quieres pastel de queso, tarta de zarzamora o fresas con crema? —quiero todo, y lo sabe, por eso me contempla y baja la mirada, como anunciando la interrupción del coloquio en favor de una comunicación más entusiasta. Que equivale a dejar la sobremesa para pedir de nuevo que traigan el menú.

  —¿Y si te pido un exquisito Strudel de gasolina a la ponzoña? —alguien dentro de mí suplica que me aisle y me intoxique como sólo ella sabe...

  —¿Frío, tibio o caliente, Mi Amor? —…y que nadie me culpe si mañana no hay blog.

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10 de septiembre de 2007
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Invitación a una larga lectura

Algunos sucesos históricos como la revolución francesa, las campañas napoleónicas o las dos guerras mundiales han tenido una apreciable traducción literaria. En cambio, un capítulo nefasto de la civilización cristiana, el genocidio de los judíos por obra del pueblo alemán con la colaboración de franceses, holandeses, italianos, polacos, rusos, ucranianos y demás admirables naciones, parece imposible de trasladar a la literatura. Durante la última mitad del siglo pasado, la dificultad de un relato o un poema convincente sobre el Holocausto fue tema frecuente de discusión filosófica. La frase era: ¿Para qué poesía después de Auschwitz? Yo no creo que hasta el momento haya habido nada superior al muy reciente Les Bienveillantes, de Jonathan Littell.

Mientras tenía lugar la destrucción del pueblo judío se estaba produciendo otra gigantesca matanza, la que llevó a cabo el estalinismo. Esta segunda barbarie comenzó a dar fruto literario con Soljenitzin, pero fue ocultada hasta hace pocos años por la disciplinada red de los partidos comunistas. Como por milagro, un comunista, Vasili Grossman, que había sido oficial en la batalla de Stalingrado y conocía de primera mano la alianza de heroicidad popular y criminalidad de los jefes políticos que dio la victoria a los rusos, era uno de los mejores escritores del siglo XX. Su relato de la batalla decisiva es un monumental documento sobre las atrocidades de los estalinistas y de los nazis.

Con seráfica fe en el Partido, Grossman trató de editar su colosal novela (más de mil páginas) durante los años 60. Y es posible que el feroz ataque de que fue objeto por parte de los funcionarios bolcheviques le sorprendiera tanto como él dice. ¿Creyó de verdad que se publicaría un testimonio que ponía en paralelo los campos de concentración nazis y los soviéticos? El libro no se editó, evidentemente, hasta 1980 y en Occidente. En España tuvo una primera salida frustrada y solo ahora, gracias a Galaxia Gutenberg, aparece por fin el texto completo y traducido del ruso. Se titula Vida y destino. Y es una de las mejores novelas de los últimos cien años.

Artículo publicado en: El Periódico, 8 de septiembre de 2007.

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10 de septiembre de 2007
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Los fantasmas jamás sangran

Amok, se nombra el libro que ha llevado a la cárcel al novelista polaco Krystian Bala, recientemente condenado a 25 años de riguroso encierro por el secuestro, tortura y homicidio de Dariusz Janiszewski, publicista y amigo de su ex esposa, hasta su intempestiva desaparición en el otoño de 2000. Publicada en abril de 2003, Amok ocurre entre París y México, sitios en los que el narrador —un traductor profundamente afecto a los lances de alcoba— abusa del alcohol y el sexo extremo durante sucesivas conquistas, hasta que acuchilla a una de sus amantes, tras atarle las manos a la espalda y amarrarle un lazo en el cuello. Que fue precisamente lo que le sucedió al difunto Janiszewski, antes de que su cuerpo fuera extraído así —maniatado, con el lazo al pescuezo— por unos pescadores de las aguas del río Oder.

En su momento, Amok gozó de un cierto éxito local, pero eso a Krystian Bala no le bastó. Ansiaba, por lo visto, una dosis extrema de crédito, de modo que en un viaje por Japón, Singapur y Corea del Sur envió sendos e-mails a un canal de televisión polaco donde recién se había transmitido la historia del asesinato irresoluto; en ellos subrayaba la “genialidad” del autor y daba algunas pistas juguetonas que a la postre sirvieron para instruir el sumario, junto al dato mezquino de que fue el mismo Bala quien remató el teléfono del muerto en una subasta online; más la anónima sugerencia que condujo a fiscales y detectives a leer la novela y atar cabo tras cabo, como quien sigue una línea punteada. Y ahí está Bala al fin: dueño de todo el crédito, mundialmente famoso a sus 34 años gracias a una novela jamás traducida y acaso predecible como su autor.

Dudo entonces que Krystian Bala —cuyo orgullo de matón parece superar al de narrador— haya escrito una obra maestra, para lo cual tendría que haber hecho algo más que confesarse, pero igual adivino que el muy zopenco se equivocó de víctima. ¿Qué podía ganarse con masacrar al modelo y refundir al escritor en la cárcel? ¿No habría sido más sencillo y económico terminar antes con la vida de la musa y entregarse a escribir sin apelación? Ahora bien, pocos quehaceres hay tan laboriosos, y encima ingratos, como el de asesinar a una musa. No es, contra lo que cualquiera pensaría, un quehacer propio de carniceros, sino una estricta labor de la relojería. Si a otros hay que salir a acuchillarlos y es preciso tomar las más extremas precauciones para eludir el pago por el desaguisado, en esta situación no hay ni que levantar el cuchillo, pero es trabajo fino y toma tiempo.

De “patológicamente celoso” calificó el juez al retorcido Bala, apuntando hacia su más grande problema: carece, el infeliz, de la mínima idea sobre cómo dar cuenta de un fantasma. Si no pudo con el fantasma de la ex, menos iba a enfrentarse a esa musa resuelta a desgraciarle la existencia por una fama efímera y, ay, extraliteraria. Habituados a reencarnar y resucitar a la primera provocación, a más tardar, los seres fantasmales no suelen andar sueltos, sino que viven cómodamente instalados en la cabeza de quien los invoca. Y es ahí donde hay que cazarlos, no en casa del amante de la ex.

No es lícito, cuantimenos necesario, matar dos veces a la misma persona. ¿Quién, que ya se haya despachado al fantasma de su antípoda, va a ir a perder el tiempo apuñalando al original de carne y hueso? La idea parece casi tan idiota como hacerse homicida y autobiógrafo en virtualmente un solo movimiento, vulnerando con ello el primer mandamiento del narrador, que consiste en sobrevivir a la experiencia para poder contarla. Y Bala no lo ha hecho, aunque lo crea. Si matar a un fantasma con los filos helados del olvido deja marcas mortuorias permanentes en el ejecutor, imaginemos las heridas terminales impresas en el alma de quien ha fabricado un genuino cadáver.

  —¿Me llamabas, Cariño? ¿Me extrañaste? —lo dicho: musas y fantasmas regresan de la tumba en menos tiempo del que toma enjuagar el cuchillo. Queda mucho trabajo por hacer. Afortunadamente, mañana es sábado: sobra tiempo para ir a comprar una pala.

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7 de septiembre de 2007
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LA TAQUICARDIA DE LO INCIERTO

El 6 de septiembre, cuando vuelve a subir el euribor y se desploma la bolsa, se conoce que Solbes, el ministro de Economía español y vicepresidente del Gobierno, ha declarado que la incertidumbre es lo que peor sienta a la economía. ¿Qué incertidumbre? Especialmente la incertidumbre que podría llegar a certificar la autoridad económica.

La inseguridad, la vacilación, lo incierto, sería menor si el ministro de Economía convocara a la confianza y la serenidad.

La tranquilidad o la intranquilidad no son estados totalmente objetivos sino que se regulan de acuerdo al grado de nitidez en la visión del  porvenir.

Los agentes económicos debaten y manotean sobre esa visión, entrecruzan sus diagnósticos o sus prospectivas y, en la controversia, esperan que comparezca la autoridad económica y exponga la deseable verdad del futuro. La autoridad económica tiene así en sus manos, cuando reina la confusión y la incertidumbre que perjudica los mercados, la benéfica oportunidad de esclarecer la situación. Pero ¿qué hace nuestro ministro de Economía? Venir a emborronarlo más. O incluso, comparecer para inquietar adicionalmente la inquietud.

No dice ni que sí ni que no, no declara que la coyuntura significa esto o lo otro, sino que incide en la incertidumbre, punto álgido del temblor o el terremoto próximo, centro neurálgico de la crisis. La incertidumbre es lo peor y él se recrea en pronunciarla. Con lo cual el círculo vicioso se vuelve incandescente. Aquel mandatario que con su carisma podría sanar o sosegar se comporta como una pieza unida al mismo estado de ánimo incierto de los productores, consumidores, hipotecados e inversores, acentuando con ello el insano pulso de lo económico: el pulso donde no impera ni el sí ni el no si el susto de la ignorancia.

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7 de septiembre de 2007
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New York, New York

Los libros son como los buenos amigos: nos tienen la paciencia que no solemos tenerle a nadie -ni siquiera a ellos mismos.

Hace algunos meses una amiga me regaló Historias de New York, de Enric González. El libro me siguió de Madrid a Buenos Aires y fue a parar al estante de los volúmenes pendientes. (También tengo estantes para aquellos que Perdieron el Encanto con el Tiempo, los que No Pienso Releer, los que Nunca Se Sabe y un largo etcétera. Sigo.) Supongo que lo postergué porque New York estaba muy lejos de mi mente por entonces. Hacía casi diez años que no la visitaba; mi recuerdo era el de una ciudad que ya no existía. La última vez que estuve allí mis hijas y yo pasamos un largo rato contemplando Manhattan desde el Observation Deck de las Torres Gemelas, a una altura que hoy sólo frecuentan los pájaros.

Las cosas pasan. Se me ocurrió una historia con varios protagonistas, uno de los cuales es oriundo de New York, y elipsis mediante terminé sentado en un avión con Historias de New York en mis manos.

Es un libro encantador, que devoré de una sentada -literal, puesto que el avión me conminaba a semejante postura- y que me preparó para el (re)encuentro con esta ciudad a la que tanto había amado y de la que me sentía distante, un poco por el dolor y un poco por la incomprensión. (Supongo que sería injusto culpar a los neoyorquinos por el presidente que se echaron. En todo caso, se trata de una responsabilidad compartida. Sigo.)

Además de darme una envidia horrorosa por haber entrevistado a Oliver Sacks y a Lou Reed, entre otros, González concibió un libro que funciona como un Aleph: permite ver todos los momentos de la ciudad y todos sus rincones al mismo tiempo. Sin embargo la coexistencia de tantas facetas (los ricos y los pobres, el pasado y el futuro) no confunde: por el contrario, convierte al relato en un diamante, un objeto contradictorio, preciso y precioso, que sólo puede parecerse a sí mismo.

Andando nuevamente por las calles de New York -ese es uno de sus encantos: más allá de su monumentalidad ineludible, New York sigue siendo una ciudad caminable-, se me ocurrió que Enric González me había prestado su mirada, esos ojos lúcidos que permiten ver los defectos sin que suponga mengua en el amor; porque vi muchas cosas que nunca antes había visto, mi mirada no suele ser tan filosa.

Ahora González está en Italia, dándome nuevas envidias con sus crónicas sobre el Festival de Venecia para el diario El País. Me hubiese gustado cruzármelo en New York e invitarlo a una cerveza en el Blind Tiger, para sonsacarle nuevas historias sobre la ciudad que amamos sin dar excusas ni explicaciones. New York es tan bella, que la noción de integrarme al rebaño de sus adoradores me tiene sin cuidado.

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7 de septiembre de 2007
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