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Dame más gasolina

Por 10 de septiembre de 2007 Sin comentarios

Xavier Velasco

En portugués, la palabra sobremesa significa postre. Algo que casi a todo el mundo le gusta, si bien no siempre hay tiempo, presupuesto y salud para gozarlo. En español, en cambio, es un término ambiguo, pues alude a ese tiempo de nadie cuya extensión ninguno conoce de antemano, y que bien puede ser deleite o martirio, según la compañía, la ocasión, el humor, el licor. En México, las sobremesas llegan a durar horas, y algunas hay que invaden el día siguiente. No pocas entre las mejores fiestas arrancan a partir de una sobremesa incontrolable que asciende felizmente a bacanal. Debe de haber legiones de personas que fueron engendradas a partir de uno de esos nunca mejor llamados postres, donde en cuestión de horas ocurre el espectacular salto cualitativo entre la sobremesa y la sobrecama.

  —¿Todavía me quieres… asesinar? —lo dice entre sonriendo y ronroneando, con la almohada apretada entre ambas manos, acaso decidida a asfixiar a mi tímido canalla interior.

  —No hasta mañana, al menos —contra lo que uno cree en la adolescencia, la sobrecama puede no ser tan confortable como se habría esperado durante las etapas previas al gran encontronazo. Según Bataille, el erotismo dura mientras vive el tabú que le dio aliento, pero este asunto es algo más complicado. Hay una desazón flotando en el ambiente, como lo hacía la bruma final de Casablanca. Un tufillo de triunfo percudido que no tiene que ver con las dudas que asaltan al conquistador, sino con la zozobra propia del conquistado.

  —¿No fuiste tú, Querido, quien me advirtió una vez que aceptaría todo menos desembocar en una situación scherezadiana? ¿Necesito dictarte tres páginas por noche para que no me lances al patíbulo? —ahora me mira con los ojos gatunos de quien a duras penas consigue dominar el impulso de arrancarme el pellejo de un zarpazo.

  —Fue una provocación desesperada. Tal vez lo que buscaba era precisamente lo que decía querer evitar. Uno sueña con musas para compensarse porque, ay, no consigue dormir junto a ellas.

  —¿Ahora vas a salirme con que tienes sueño, Darling? —la tigresa da un paso táctico hacia atrás, recapacita y vuelve al ronroneo. Conoce su poder y mi debilidad, sabe que tras el miedo de estar donde estoy se oculta ya el deseo de nunca más estar en otra parte.

  —¿Estás segura que eres musa, Afrodita? ¿Cómo sé que no trato con una bruja mal camuflada? —hay algo que no encaja en esta escena. Es como si me visitara un arcángel con cuernos, un demonio con arpa, una creatura rica en capacidades nunca especificadas en el manual.

  —De todos los posibles sentimientos humanos, hay uno especialmente repugnante, y es el que ahora te tiene pescado del cogote. La culpa, ¿no es verdad? Le estás poniendo astas a tu cuaderno, ¡conmigo!, y eso te martiriza como a cualquier beatito pueblerino —ahora sube la voz, toma distancia, sus ojos lanzan dardos envenenados que no puedo esquivar, ni me interesa.

  Al fin se hace el silencio. Una oportunidad para reflexionar que ninguno aprovechará porque de pronto no son ya reflexiones, sino meras flexiones lo que nos interesa. Hemos caído en un remolino cuya fuerza centrípeta flexibiliza todo cuanto era rígido, y viceversa. Por eso ahora me mira así, rígidamente, y tampoco puede uno esquivar el rigor del deseo cuando cada una de las verjas otrora infranqueables parece suplicarle: ¡Sáltame una vez más! O en fin, eso es lo que prefiero pensar. Me acomoda creer que ella es la araña y yo caí en su red, como cualquier mosquito rinconero. Y de repente no quiero otra cosa que estrecharla y pedirle que me chupe la sangre hasta secarme, pero ella y yo sabemos que ciertas cosas jamás se piden y esa es la mejor forma de exigirlas.

  —¿Y esa cara de postre, Darling? ¿Quieres pastel de queso, tarta de zarzamora o fresas con crema? —quiero todo, y lo sabe, por eso me contempla y baja la mirada, como anunciando la interrupción del coloquio en favor de una comunicación más entusiasta. Que equivale a dejar la sobremesa para pedir de nuevo que traigan el menú.

  —¿Y si te pido un exquisito Strudel de gasolina a la ponzoña? —alguien dentro de mí suplica que me aisle y me intoxique como sólo ella sabe…

  —¿Frío, tibio o caliente, Mi Amor? —…y que nadie me culpe si mañana no hay blog.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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