Javier Rioyo
Me estoy haciendo mayor. Es decir, soy mayor. No vale mirar para otra parte, nada se soluciona. Ayer sufrí la evidencia de las molestias que las fiestas de un pueblo pueden causar a un mayor. No era fácil ser ajeno a los ruidos tan burdos, a la grasa en venta desde los chiringuitos, a sus tómbolas populares y a esos juegos pensados para intentar que los niños se abran la cabeza. Todo eso mostrado en un pueblo castellano, más pobre que rico, entre el abandono y la despoblación pero, eso sí, engalanado con lucidas y deslucidas banderas españolas -y otras banderas de entidades menores o mayores– amenizado con orquestas, socializando -pero no demasiado- con bailes populares, comidas grupales, romería, procesión, ofrenda a la patrona, fuegos artificiales… y los toros. Nunca pensé que los toros pudieran aburrirme tanto. Y algo peor que aburrirme, entristecerme y molestarme.
Es posible que este síndrome de rechazo a la fiesta nacional sea pasajero, que vuelva a mi afición por la tauromaquia, mi pasión por la emoción sentida algunas tardes, con algunos toreros. Pero no creo que los toros, al menos los que se pueden ver en la mayoría de los pueblos en fiesta, me ayuden en estos momentos de crisis con mis propios gustos.
Vengo de asistir a una corrida de toros en un pueblo segoviano. Una tarde de fiesta que prometía diversión aún en su rudimentaria manera de entender la fiesta de los toros. Y nada. Lo mejor era la curiosa vieja plaza, su popular construcción con piedra negra. El resto era un pequeño drama que pudo ser una tragedia. El drama de unos toros inadecuados, unos toreros ineficaces y una cuadrilla temerosa. Había poco dinero y eso se nota. Me horrorizó una carnicería, una matanza caótica, una tarde llena de desastres, en directo con unos toros grandes mansos y peligrosos frente a unos toreros jóvenes, inexpertos e inconscientes. Lo peor era el voluntarismo, las ganas de triunfar de esos jóvenes desconocidos que deben cobrar muy poco dinero. De esa cuadrilla que todavía se enfrenta a un torpe animal de más de 500 kilos, porque tendrán que hacer frente a la hipoteca o los colegíos de los niños.
Se me calló la fiesta de los toros en una feria de un pueblo de Castilla. Intentaré recuperarla en el otoño madrileño. En la “seriedad” de la plaza de las Ventas. O con toreros que sean o quieran parecerse a José Tomás. Con toros que sean, o se parezcan, a esos que algunas tardes pudimos ver. Es decir, prefiero la irrealidad de la fiesta de unos pocos. De pocos momentos, pocas tardes, pocos toreros y pocos toros que la realidad de la fiesta tal y cómo suele ser en los pueblos españoles. Me borro de esas fiestas populares.