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LA CRUELDAD DE LOS MEDIA

Un constante espectáculo de la crueldad humana se representa en sesión continua dentro del periodismo. En la radio, en los telediarios, en todos los medios de información, se pasa tajantemente de ofrecer una noticia trágica a un frívolo espacio de entretenimiento, de una masacre o una hambruna a la anécdota de una mascota o a la crónica de un encuentro de primera división.

La brusquedad con que el mismo locutor salta de un asunto a otro, de un gesto alicaído y triste al júbilo de un buen resultado de la selección, ilustra sobre la vanidad general de la vida o, en general, sobre la banalidad de nuestra historia y nuestra humana condición. No hay trascendencia capaz de trascender sobre los diferentes órdenes y capítulos de la información. El formato del periódico o del telediario se impone al valor del suceso o, más aún: el valor del suceso se decide mediante las reglas de los medios de información.

¿Conclusión? Nada parece más deletéreo que el poder de los media, nada parece menos constructivo que los cimientos de nuestra sociedad de la información.

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10 de septiembre de 2007
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New York, New York (revisitada)

Llegué a la ciudad desde abajo. Por lo general uno arriba a las ciudades en avión, en tren o en barco, lo cual permite una visión panorámica o al menos face to face. Pero yo me quedé en uno de los hoteles del aeropuerto y así fue que llegué al corazón de Manhattan en metro. Salí de un tunel a la Calle 53 y Quinta Avenida. Nada mejor, para apreciar una de las ciudades más verticales del mundo, que emerger desde las profundidades.

Supongo que hice lo que cualquiera al cruzarse con una ex novia a la que no ha visto en años. Lo primero es atender a sus rasgos más conocidos, para ver si resiste la confrontación con el recuerdo. Rodé sin pensarlo por aquellos sitios que ya había visitado a solas tantas veces y también junto a mis hijas: el Rockefeller Center, Times Square, Broadway, las tiendas de Madison (es como meterse en un capitulo de Sex and the City), el Central Park. (Donde me topé con Cameron Diaz y Ashton Kutcher, dicho sea de paso, que rodaban una película bajo el sol radiante. Y sí, ella es tan linda como parece.Y se ríe con la misma, contagiosa risa que le conocemos de la pantalla.) El primer round fue para la ex novia: maldición, estaba más bella que antes.

Pero enseguida empezó a mostrar las señales del tiempo, o lo que es igual: las marcas de la Historia. No fui al Ground Zero, donde estaban las Torres Gemelas (para qué contemplar el vacío, tanta ausencia: de cemento, de cristal, de vidas?), pero las consecuencias del 11/9 se encargarían de venir hasta mí. En la superficie la ciudad sigue siendo espléndida como siempre. Pero cuando uno afina la mirada percibe al fin el mensaje que está impreso en todas partes y en todos los tamaños, desde los billboards de los omnibus hasta la letra chica de los pasajes del metro: Si ve algo extraño, dígalo. Casi 2000 personas lo han hecho ya. La campaña pública apunta a concienciar a la gente, para que denuncie ante las autoridades la existencia de paquetes extraños y de "actitudes sospechosas". ¿Qué define una actitud sospechosa, para hacerla merecedora de la denuncia? ¿Un color de piel? ¿Una forma de mirar, de moverse, que al menos en el exterior sea distinta a la del común?

New York ha sido herida por el miedo. Lo disimula bien, lo lleva con galanura, pero la cicatriz está. Y es imborrable.

Superados estos escarceos empecé a buscar sitios, cualidades que no le conociera desde antes. Apenas entre en la Catadral de San Patricio me encontré con una estatua de Santa Brígida, la irlandesa que le dio nombre al pueblito de La batalla del calentamiento. Me pareció un signo; le encendí una vela. Después me fui hasta el Dakota y visite Strawberry Fields, algo que nunca había hecho en todos estos años a pesar de mi lennonismo irredento. Supongo que el dolor era demasiado grande. Ahora el dolor es un jardín, donde crecen 161 especies, una por cada país del orbe.

Cuando llegué a la fuente de Bethesda me sentí feliz. Empezaba a encontrar a mi personaje, ese hombre ficticio con cuyas raíces deseaba toparme en su Manhattan natal. La fuente rodea una estatua, El Ángel de las Aguas, que remite al ángel sanador que se apareció en el oasis de Bethesda, en Jerusalen. En un brazo el ángel sostiene una rama viva, símbolo del poder que representa. Pero la mano derecha se tienda hacia adelante, y los dedos índice y pulgar se extienden aún más, como si buscase la sintonía fina de lo invisible. Así me siento yo ahora: manipulando lo inefable entre mis dedos, tratando de sintonizar la estación correcta.

La otra parte del pasado de mi personaje la encontré en el punto de New York que es puro Tercer Mundo: el Lower East Side, que alguna vez fue refugio de las primeras colonias judías -la sinagoga de la calle Eldridge esta cubierta por velos, en plena restauración- y que hoy es Chinatown desde los cangrejos que se venden en las calles a las bellezas asiáticas que, semidesnudas, me sonríen desde el stand de las revistas. Quizá sea ése uno de los motivos del encanto de la ciudad: el hecho de que sea producto de todas las etnias -polacos e irlandeses, latinos y orientales, africanos y judíos- y de que conserve en algún punto de la isla un espejo en el que nos reconocemos, una esquina que sentimos nuestra, un rincón que bien podría ser nuestro hogar.

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10 de septiembre de 2007
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Dame más gasolina

En portugués, la palabra sobremesa significa postre. Algo que casi a todo el mundo le gusta, si bien no siempre hay tiempo, presupuesto y salud para gozarlo. En español, en cambio, es un término ambiguo, pues alude a ese tiempo de nadie cuya extensión ninguno conoce de antemano, y que bien puede ser deleite o martirio, según la compañía, la ocasión, el humor, el licor. En México, las sobremesas llegan a durar horas, y algunas hay que invaden el día siguiente. No pocas entre las mejores fiestas arrancan a partir de una sobremesa incontrolable que asciende felizmente a bacanal. Debe de haber legiones de personas que fueron engendradas a partir de uno de esos nunca mejor llamados postres, donde en cuestión de horas ocurre el espectacular salto cualitativo entre la sobremesa y la sobrecama.

  —¿Todavía me quieres… asesinar? —lo dice entre sonriendo y ronroneando, con la almohada apretada entre ambas manos, acaso decidida a asfixiar a mi tímido canalla interior.

  —No hasta mañana, al menos —contra lo que uno cree en la adolescencia, la sobrecama puede no ser tan confortable como se habría esperado durante las etapas previas al gran encontronazo. Según Bataille, el erotismo dura mientras vive el tabú que le dio aliento, pero este asunto es algo más complicado. Hay una desazón flotando en el ambiente, como lo hacía la bruma final de Casablanca. Un tufillo de triunfo percudido que no tiene que ver con las dudas que asaltan al conquistador, sino con la zozobra propia del conquistado.

  —¿No fuiste tú, Querido, quien me advirtió una vez que aceptaría todo menos desembocar en una situación scherezadiana? ¿Necesito dictarte tres páginas por noche para que no me lances al patíbulo? —ahora me mira con los ojos gatunos de quien a duras penas consigue dominar el impulso de arrancarme el pellejo de un zarpazo.

  —Fue una provocación desesperada. Tal vez lo que buscaba era precisamente lo que decía querer evitar. Uno sueña con musas para compensarse porque, ay, no consigue dormir junto a ellas.

  —¿Ahora vas a salirme con que tienes sueño, Darling? —la tigresa da un paso táctico hacia atrás, recapacita y vuelve al ronroneo. Conoce su poder y mi debilidad, sabe que tras el miedo de estar donde estoy se oculta ya el deseo de nunca más estar en otra parte.

  —¿Estás segura que eres musa, Afrodita? ¿Cómo sé que no trato con una bruja mal camuflada? —hay algo que no encaja en esta escena. Es como si me visitara un arcángel con cuernos, un demonio con arpa, una creatura rica en capacidades nunca especificadas en el manual.

  —De todos los posibles sentimientos humanos, hay uno especialmente repugnante, y es el que ahora te tiene pescado del cogote. La culpa, ¿no es verdad? Le estás poniendo astas a tu cuaderno, ¡conmigo!, y eso te martiriza como a cualquier beatito pueblerino —ahora sube la voz, toma distancia, sus ojos lanzan dardos envenenados que no puedo esquivar, ni me interesa.

  Al fin se hace el silencio. Una oportunidad para reflexionar que ninguno aprovechará porque de pronto no son ya reflexiones, sino meras flexiones lo que nos interesa. Hemos caído en un remolino cuya fuerza centrípeta flexibiliza todo cuanto era rígido, y viceversa. Por eso ahora me mira así, rígidamente, y tampoco puede uno esquivar el rigor del deseo cuando cada una de las verjas otrora infranqueables parece suplicarle: ¡Sáltame una vez más! O en fin, eso es lo que prefiero pensar. Me acomoda creer que ella es la araña y yo caí en su red, como cualquier mosquito rinconero. Y de repente no quiero otra cosa que estrecharla y pedirle que me chupe la sangre hasta secarme, pero ella y yo sabemos que ciertas cosas jamás se piden y esa es la mejor forma de exigirlas.

  —¿Y esa cara de postre, Darling? ¿Quieres pastel de queso, tarta de zarzamora o fresas con crema? —quiero todo, y lo sabe, por eso me contempla y baja la mirada, como anunciando la interrupción del coloquio en favor de una comunicación más entusiasta. Que equivale a dejar la sobremesa para pedir de nuevo que traigan el menú.

  —¿Y si te pido un exquisito Strudel de gasolina a la ponzoña? —alguien dentro de mí suplica que me aisle y me intoxique como sólo ella sabe...

  —¿Frío, tibio o caliente, Mi Amor? —…y que nadie me culpe si mañana no hay blog.

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10 de septiembre de 2007
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Invitación a una larga lectura

Algunos sucesos históricos como la revolución francesa, las campañas napoleónicas o las dos guerras mundiales han tenido una apreciable traducción literaria. En cambio, un capítulo nefasto de la civilización cristiana, el genocidio de los judíos por obra del pueblo alemán con la colaboración de franceses, holandeses, italianos, polacos, rusos, ucranianos y demás admirables naciones, parece imposible de trasladar a la literatura. Durante la última mitad del siglo pasado, la dificultad de un relato o un poema convincente sobre el Holocausto fue tema frecuente de discusión filosófica. La frase era: ¿Para qué poesía después de Auschwitz? Yo no creo que hasta el momento haya habido nada superior al muy reciente Les Bienveillantes, de Jonathan Littell.

Mientras tenía lugar la destrucción del pueblo judío se estaba produciendo otra gigantesca matanza, la que llevó a cabo el estalinismo. Esta segunda barbarie comenzó a dar fruto literario con Soljenitzin, pero fue ocultada hasta hace pocos años por la disciplinada red de los partidos comunistas. Como por milagro, un comunista, Vasili Grossman, que había sido oficial en la batalla de Stalingrado y conocía de primera mano la alianza de heroicidad popular y criminalidad de los jefes políticos que dio la victoria a los rusos, era uno de los mejores escritores del siglo XX. Su relato de la batalla decisiva es un monumental documento sobre las atrocidades de los estalinistas y de los nazis.

Con seráfica fe en el Partido, Grossman trató de editar su colosal novela (más de mil páginas) durante los años 60. Y es posible que el feroz ataque de que fue objeto por parte de los funcionarios bolcheviques le sorprendiera tanto como él dice. ¿Creyó de verdad que se publicaría un testimonio que ponía en paralelo los campos de concentración nazis y los soviéticos? El libro no se editó, evidentemente, hasta 1980 y en Occidente. En España tuvo una primera salida frustrada y solo ahora, gracias a Galaxia Gutenberg, aparece por fin el texto completo y traducido del ruso. Se titula Vida y destino. Y es una de las mejores novelas de los últimos cien años.

Artículo publicado en: El Periódico, 8 de septiembre de 2007.

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10 de septiembre de 2007
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Los fantasmas jamás sangran

Amok, se nombra el libro que ha llevado a la cárcel al novelista polaco Krystian Bala, recientemente condenado a 25 años de riguroso encierro por el secuestro, tortura y homicidio de Dariusz Janiszewski, publicista y amigo de su ex esposa, hasta su intempestiva desaparición en el otoño de 2000. Publicada en abril de 2003, Amok ocurre entre París y México, sitios en los que el narrador —un traductor profundamente afecto a los lances de alcoba— abusa del alcohol y el sexo extremo durante sucesivas conquistas, hasta que acuchilla a una de sus amantes, tras atarle las manos a la espalda y amarrarle un lazo en el cuello. Que fue precisamente lo que le sucedió al difunto Janiszewski, antes de que su cuerpo fuera extraído así —maniatado, con el lazo al pescuezo— por unos pescadores de las aguas del río Oder.

En su momento, Amok gozó de un cierto éxito local, pero eso a Krystian Bala no le bastó. Ansiaba, por lo visto, una dosis extrema de crédito, de modo que en un viaje por Japón, Singapur y Corea del Sur envió sendos e-mails a un canal de televisión polaco donde recién se había transmitido la historia del asesinato irresoluto; en ellos subrayaba la “genialidad” del autor y daba algunas pistas juguetonas que a la postre sirvieron para instruir el sumario, junto al dato mezquino de que fue el mismo Bala quien remató el teléfono del muerto en una subasta online; más la anónima sugerencia que condujo a fiscales y detectives a leer la novela y atar cabo tras cabo, como quien sigue una línea punteada. Y ahí está Bala al fin: dueño de todo el crédito, mundialmente famoso a sus 34 años gracias a una novela jamás traducida y acaso predecible como su autor.

Dudo entonces que Krystian Bala —cuyo orgullo de matón parece superar al de narrador— haya escrito una obra maestra, para lo cual tendría que haber hecho algo más que confesarse, pero igual adivino que el muy zopenco se equivocó de víctima. ¿Qué podía ganarse con masacrar al modelo y refundir al escritor en la cárcel? ¿No habría sido más sencillo y económico terminar antes con la vida de la musa y entregarse a escribir sin apelación? Ahora bien, pocos quehaceres hay tan laboriosos, y encima ingratos, como el de asesinar a una musa. No es, contra lo que cualquiera pensaría, un quehacer propio de carniceros, sino una estricta labor de la relojería. Si a otros hay que salir a acuchillarlos y es preciso tomar las más extremas precauciones para eludir el pago por el desaguisado, en esta situación no hay ni que levantar el cuchillo, pero es trabajo fino y toma tiempo.

De “patológicamente celoso” calificó el juez al retorcido Bala, apuntando hacia su más grande problema: carece, el infeliz, de la mínima idea sobre cómo dar cuenta de un fantasma. Si no pudo con el fantasma de la ex, menos iba a enfrentarse a esa musa resuelta a desgraciarle la existencia por una fama efímera y, ay, extraliteraria. Habituados a reencarnar y resucitar a la primera provocación, a más tardar, los seres fantasmales no suelen andar sueltos, sino que viven cómodamente instalados en la cabeza de quien los invoca. Y es ahí donde hay que cazarlos, no en casa del amante de la ex.

No es lícito, cuantimenos necesario, matar dos veces a la misma persona. ¿Quién, que ya se haya despachado al fantasma de su antípoda, va a ir a perder el tiempo apuñalando al original de carne y hueso? La idea parece casi tan idiota como hacerse homicida y autobiógrafo en virtualmente un solo movimiento, vulnerando con ello el primer mandamiento del narrador, que consiste en sobrevivir a la experiencia para poder contarla. Y Bala no lo ha hecho, aunque lo crea. Si matar a un fantasma con los filos helados del olvido deja marcas mortuorias permanentes en el ejecutor, imaginemos las heridas terminales impresas en el alma de quien ha fabricado un genuino cadáver.

  —¿Me llamabas, Cariño? ¿Me extrañaste? —lo dicho: musas y fantasmas regresan de la tumba en menos tiempo del que toma enjuagar el cuchillo. Queda mucho trabajo por hacer. Afortunadamente, mañana es sábado: sobra tiempo para ir a comprar una pala.

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7 de septiembre de 2007
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Historia de dos continentes

El 20 de mayo de 1911 tuvo lugar una esplendorosa fiesta de sociedad. Desde las diez de la noche, elegantes carruajes y automóviles transitaron por Aragón y Roger de Lluria. En ellos se desplazaban damas con sombreros gigantescos tupidos de plumas, y caballeros con pajaritas y bigotes atusados. Su destino, un palacete en el pasaje Méndez Vigo. La fiesta incluyó una cena espléndida y dos orquestas que alternaban rigodones aragoneses con ritmos caribeños y valses con two steps. La música no paró de sonar hasta el amanecer. Según diría la prensa, los invitados “lo más selecto de la ciudad y de la numerosa y distinguida colonia americana”. La ocasión: la fundación de la Casa de América.

Corrían tiempos fastuosos en Méndez Vigo y, por cierto, en el planeta que estrenaba siglo. En México triunfaba la revolución. En Perú se descubría Machu Picchu. El hombre conquistaba el Polo Sur. El primer estudio cinematográfico se abría en Hollywood. El Titanic conocía el mar. El futuro parecía un lugar feliz, y aún nada había tenido tiempo de hundirse.

La Casa de América de Cataluña –la primera de Europa- no era en realidad una institución cultural como se entiende hoy en día. Más bien, era un centro de negocios que respondía a las realidades del nuevo siglo. La relación de España con América Latina había dado un vuelco desde el fatídico 1898. Tras la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, la economía colonial había terminado de derrumbarse. EEUU inauguraba su hegemonía en la región a costa de la Metrópoli derrotada. Los negocios españoles en las ex colonias quebraban, incapaces de enfrentar la libre competencia. Los productos americanos llegaban a la península mucho más caros. Y con ellos, regresaban los que se habían ido a hacer la América y habían terminado deshechos por ella.

La nueva institución reunía los contactos de todos ellos. Más de 80 agentes comerciales en todo el continente recababan información sobre posibilidades de mercados, infraestructura, procesos legales y materias primas. La información más valiosa estaba reservada a los socios de la Casa que aportasen cuotas más altas, pero la consulta de periódicos y documentación pública era gratuita. Por primera vez, una entidad entendía a América Latina como un socio comercial, ya no como un bebé rebelde. Quizá la iniciativa surgió en Barcelona porque los catalanes no habían tenido tiempo de ser ciudadanos del imperio (un real decreto les había prohibido la entrada a las colonias hasta el siglo XVIII). O quizá simplemente sea cierto aquello de que son más pragmáticos.

Pero los años dorados no se prolongarían. Primero llegó la I Guerra Mundial. La posterior crisis económica redujo a la mitad el número de socios de la Casa. Y cuando ya se había recuperado, estalló la Guerra Civil. Las bombas de los nacionales no sólo volaron los edificios y el puerto de Barcelona, sino también una manera de entender América Latina.

Muchos de los socios de la Casa –entre ellos Francesc Cambó y el primer secretario general Rafael Vehils- se exiliaron en América. Los que quedaron, nunca consiguieron vencer la desconfianza de un régimen caracterizado por la nostalgia colonial. La Casa tuvo que sobrevivir alquilando sus máquinas de escribir y vendiendo el papel viejo. La mayoría de sus contratos fueron rescindidos. Finalmente, en 1948, Manuel Fraga abrió un Instituto de Cultura Hispánica y la Casa de América desapareció como tal para convertirse en su delegación.

El regreso de la democracia renueva el proyecto, y desde el año 2006, la institución recupera su nombre. Pero el mundo ya no es el de hace un siglo. Hoy en día, no hace falta tener agentes en América Latina. Los latinoamericanos están aquí, y son un porcentaje creciente de la población catalana. En este contexto, la Casa de América dedica buena parte de sus esfuerzos a la integración mediante la cultura. Financia proyectos culturales de asociaciones de inmigrantes, pero sobre todo, brinda a sus autores apoyo logístico y los pone en contacto con las instituciones que puedan respaldarlos, creando redes de difusión cultural que puedan funcionar por sí mismas.

Además, en un mundo globalizado, los problemas de un país son los problemas de todos los demás. Casa de América es un centro de intercambio de conocimiento y reflexión. Cuando vino Sergio González, un escrupuloso investigador del feminicidio en Ciudad Juárez, se reunió con representantes de los mossos d’esquadra especializados en violencia de género, drogas y mafias. El ministro boliviano de Agua, Abel Mamani, conferenció aquí con las ONGs que trabajan en su país. Aleida, la hija del Che Guevara, desbordó el pequeño auditorio con cientos de personas.

Toda esta historia está colgada de las paredes del local de Casa de América (Córcega 299, entresuelo) en una exposición que reúne a sus protagonistas: desde Cambó hasta Carlos Fuentes, desde Vehils hasta Carlos Monsiváis. Maragall. Gilberto Gil. Juan Manuel Serrat. El juez Juan Guzmán. Gabriel García Márquez. Los rostros que pueblan la exposición encarnan mucho más que la historia de una institución: la historia de dos continentes y sus miradas mutuas, a veces coquetas y curiosas, a veces violentas, a lo largo del convulso siglo XX.       

Artículo publicado en: El País, agosto 2007.

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7 de septiembre de 2007
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LA TAQUICARDIA DE LO INCIERTO

El 6 de septiembre, cuando vuelve a subir el euribor y se desploma la bolsa, se conoce que Solbes, el ministro de Economía español y vicepresidente del Gobierno, ha declarado que la incertidumbre es lo que peor sienta a la economía. ¿Qué incertidumbre? Especialmente la incertidumbre que podría llegar a certificar la autoridad económica.

La inseguridad, la vacilación, lo incierto, sería menor si el ministro de Economía convocara a la confianza y la serenidad.

La tranquilidad o la intranquilidad no son estados totalmente objetivos sino que se regulan de acuerdo al grado de nitidez en la visión del  porvenir.

Los agentes económicos debaten y manotean sobre esa visión, entrecruzan sus diagnósticos o sus prospectivas y, en la controversia, esperan que comparezca la autoridad económica y exponga la deseable verdad del futuro. La autoridad económica tiene así en sus manos, cuando reina la confusión y la incertidumbre que perjudica los mercados, la benéfica oportunidad de esclarecer la situación. Pero ¿qué hace nuestro ministro de Economía? Venir a emborronarlo más. O incluso, comparecer para inquietar adicionalmente la inquietud.

No dice ni que sí ni que no, no declara que la coyuntura significa esto o lo otro, sino que incide en la incertidumbre, punto álgido del temblor o el terremoto próximo, centro neurálgico de la crisis. La incertidumbre es lo peor y él se recrea en pronunciarla. Con lo cual el círculo vicioso se vuelve incandescente. Aquel mandatario que con su carisma podría sanar o sosegar se comporta como una pieza unida al mismo estado de ánimo incierto de los productores, consumidores, hipotecados e inversores, acentuando con ello el insano pulso de lo económico: el pulso donde no impera ni el sí ni el no si el susto de la ignorancia.

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7 de septiembre de 2007
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New York, New York

Los libros son como los buenos amigos: nos tienen la paciencia que no solemos tenerle a nadie -ni siquiera a ellos mismos.

Hace algunos meses una amiga me regaló Historias de New York, de Enric González. El libro me siguió de Madrid a Buenos Aires y fue a parar al estante de los volúmenes pendientes. (También tengo estantes para aquellos que Perdieron el Encanto con el Tiempo, los que No Pienso Releer, los que Nunca Se Sabe y un largo etcétera. Sigo.) Supongo que lo postergué porque New York estaba muy lejos de mi mente por entonces. Hacía casi diez años que no la visitaba; mi recuerdo era el de una ciudad que ya no existía. La última vez que estuve allí mis hijas y yo pasamos un largo rato contemplando Manhattan desde el Observation Deck de las Torres Gemelas, a una altura que hoy sólo frecuentan los pájaros.

Las cosas pasan. Se me ocurrió una historia con varios protagonistas, uno de los cuales es oriundo de New York, y elipsis mediante terminé sentado en un avión con Historias de New York en mis manos.

Es un libro encantador, que devoré de una sentada -literal, puesto que el avión me conminaba a semejante postura- y que me preparó para el (re)encuentro con esta ciudad a la que tanto había amado y de la que me sentía distante, un poco por el dolor y un poco por la incomprensión. (Supongo que sería injusto culpar a los neoyorquinos por el presidente que se echaron. En todo caso, se trata de una responsabilidad compartida. Sigo.)

Además de darme una envidia horrorosa por haber entrevistado a Oliver Sacks y a Lou Reed, entre otros, González concibió un libro que funciona como un Aleph: permite ver todos los momentos de la ciudad y todos sus rincones al mismo tiempo. Sin embargo la coexistencia de tantas facetas (los ricos y los pobres, el pasado y el futuro) no confunde: por el contrario, convierte al relato en un diamante, un objeto contradictorio, preciso y precioso, que sólo puede parecerse a sí mismo.

Andando nuevamente por las calles de New York -ese es uno de sus encantos: más allá de su monumentalidad ineludible, New York sigue siendo una ciudad caminable-, se me ocurrió que Enric González me había prestado su mirada, esos ojos lúcidos que permiten ver los defectos sin que suponga mengua en el amor; porque vi muchas cosas que nunca antes había visto, mi mirada no suele ser tan filosa.

Ahora González está en Italia, dándome nuevas envidias con sus crónicas sobre el Festival de Venecia para el diario El País. Me hubiese gustado cruzármelo en New York e invitarlo a una cerveza en el Blind Tiger, para sonsacarle nuevas historias sobre la ciudad que amamos sin dar excusas ni explicaciones. New York es tan bella, que la noción de integrarme al rebaño de sus adoradores me tiene sin cuidado.

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7 de septiembre de 2007
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LA NOCHE OSCURA DEL ALMA

Qué diferentes los santos verdaderos de esos que ya los Evangelios llaman “sepulcros blanqueados”, tan limpios en apariencia por fuera, y corrompidos por dentro. Fingir la perfección mientras se condenan con intransigencia las faltas ajenas, tal como en el caso del rígido senador Craig.

La imperfección, que está en la esencia de la condición humana, y también la duda, la falta de certeza. Por eso, si uno ya tenía suficientes razones para admirar a la Madre Teresa de Calcuta, ahora, ante la publicación de sus cartas en el libro recién aparecido Ven y sé mi luz, esas razones vienen a crecer mucho más. Porque dudaba. Sentía que a veces no creía en Dios, una fe que en ella, como religiosa, se supone cerrada e inquebrantable.

Sólo los farsantes se afirman en la certeza absoluta y niegan la duda. Desde lo hondo de una vida entregada a los miserables, esta mujer habla en sus cartas de oscuridad y soledad, los vacíos del alma que también sintieron San Juan de la Cruz y Santa Teresa. La noche de los sentidos. Un estado de tortura para quien siente que no creer es la peor de las frustraciones, desde luego que sus vidas están hechas para creer. Por tanto, frente al gran vacío, no le queda sino el sentimiento de la falsedad y la hipocresía, el rostro del incrédulo debajo de la máscara del creyente; una máscara cuyo peso la atormenta.

“El silencio y el vacío es tan grande que miro y no veo, escucho y no oigo”, dice en una de sus cartas más conmovedoras. Para ella, ceguera y sordera son lo mismo que el infierno.

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7 de septiembre de 2007
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TÍTULO Y ÉXITO

Unos amigos me dicen que ya lo conocían, pero acabo de descubrirlo: una máquina para favorecer la selección del mejor título para una novela. Hace dos años que está en línea pero, como neófito, me encanta jugar con este verdadero juego electrónico: el titlescorer (sólo funciona en inglés, o mejor dicho, en inglés de EE. UU.) Es un programa desarrollado por Atai Winkler, especialista en estadísticas, para determinar si un título favorece el éxito de una novela.

Después de analizar 700 éxitos de novelas que alcanzaron el primer rango en la lista de los libros más vendidos del New York Times, desde 1955 a 2004, y comparar sus títulos con los de otros libros del mismo autor que menos éxito ha tenido, el autor del estudio llegó a la conclusión de que no hay nada mejor que un título abstracto.

Lo fenomenal es que los criterios del estudio alimentan un programa. Lo utilicé para revisar la carrera de Scott Fitzgerald. Al empezar su vida como autor con This side of Paradise (A este lado del paraíso), tenía un 63,7% de probabilidad de éxito; al final, Tender is the night (Suave es la noche) era una verdadera probabilidad de fracaso: sólo 10,2% de probabilidad de éxito, después de pasar por The great Gatsby (El Gran Gatsby) con 41,4%. Ernest Hemingway con The old man and the sea (El viejo y el mar) tenía tanta posibilidad de éxito como Jerome David Salinger con The catcher in the rye (El guardián entre el centeno): 35,9%. La mejor probabilidad que saqué era A farewell to arms (Adiós a las armas) del mismo Hemingway : 63,7% de probabilidad de éxito. El récord es de 83%, pertenece a Agatha Christie con Sleeping murder (Un asesinato dormido).

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6 de septiembre de 2007
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