Marcelo Figueras
La excusa era la búsqueda de una locación. Un par de secuencias de la película que quiero filmar transcurrían en el desierto, y por eso le pedí a Pasqual Górriz, fotógrafo (y amigo) extraordinaire, que me llevase hasta el Negev. Más allá de la necesidad práctica, lo que perseguía en el fondo era revivir una sensación. Siete años atrás, en plena noche, había pasado junto al Negev de regreso de Eilat, otra vez con Pasqual al volante. Como la ruta estaba desierta, le pedí que apagase las luces del auto y que se detuviese al borde del camino. Desde ese borde contemplamos las arenas, iluminadas tan sólo por las estrellas. Fue como contemplar el infinito desde un palco preferencial. La brisa redibujaba el contorno de las dunas. Era igual que contemplar el océano, sólo que se trataba de un mar de plata -y silencioso, como el universo previo al Big Bang.
Pasqual recurrió a los oficios de otro amigo, oriundo de Be’er Sheva, para que oficiase de guía. Lo llamaré Nimrod aunque no sea ese su nombre, para permitirme referir cosas que me contó no como entrevistado, sino en su condición de amigo de mi amigo. Además de crecer en la región, Nimrod hizo allí buena parte de su entrenamiento militar. Dice que lo soltaban en mitad del desierto casi sin agua y que además de sobrevivir debía escapar del ataque de francotiradores y de helicópteros que se desplazan en silencio. Cuando alguna de las balas de salva impactaba en su cuerpo, los sensores electrónicos activaban una alarma del uniforme que resultaba enloquecedora.
Le cedo el asiento del copiloto y regresamos a la ruta 40. Después cogemos la 19, a la altura de Shivta. Esta vez llegamos a media mañana, bajo luz incinerante.
El Negev no es como los desiertos de las películas de Hollywood. Si bien hay arena y ocasionales dunas, su aspecto general es el de paisaje marciano. Una teoría atribuye sus cráteres a la actividad volcánica. Yo prefiero otra, la que sugiere la caída de una lluvia de meteoritos en tiempos inmemoriales. Me gusta creer que el Negev es una postal de otros mundos, que alguien envió desde el más allá sin remitente alguno.
A la altura de Eilat, el promedio de las lluvias anuales suma cero. El terreno está cruzado por wadis, el cauce seco de los ríos que ocasionalmente revive en los inviernos -cuando, créase o no, suele nevar.
Camino a Shivta, memorial de la gloria de los nabateos, los campamentos beduinos brotan a ambos lados de la ruta. Tiendas y casas de hojalata, antenas de TV, camellos a la sombra. Los árboles parecen tener melena, antes que una copa. Según Nimrod, son de una especie que Abraham plantó cuando descubrió siete pozos de agua en la región; de hecho Be’er Sheva significa ‘pozo del pacto’, en memoria de la alianza que Abraham suscribió con Abimelech para asegurar abrevadero para su ganado y su gente. Después de contarme este asunto Nimrod retoma su discusión con Pasqual. Está indignado por su postura abiertamente propalestina, que según él atenta contra la supervivencia de Israel.
Finalmente llegamos a las Arenas de Agur. Es lo que yo estaba buscando, ni más ni menos. Mi ojo dista de estar entrenado, pero no es difícil encontrar huellas de animales. Algunas parecen haber sido producidas por perros, o criaturas de parecida familia. De otras no me atrevo a decir nada. Para mi sorpresa, de tanto en tanto encuentro formaciones naturales que parecen ojos. Pequeños montículos cubiertos por vegetación corta y espesa, que protegen orificios de medio metro de diámetro. (Tengo fotos que lo prueban.) Quizá oficien de guarida a las criaturas innominadas. Trato de preguntarle a Nimrod, pero está demasiado ocupado discutiendo con Pasqual. Me quedo con lo único que puedo colegir: el desierto del Negev tiene ojos.
A medida que asciendo la enorme duna, la discusión entre Pasqual y Nimrod se va perdiendo. No me cuesta nada comprender a Moisés, que dejaba atrás a su quejoso pueblo buscando la paz del Sinaí, la calma que sólo se obtiene en las alturas. Una vez en la cima me siento en la arena. Enciendo un cigarrillo. No se oye nada.
Durante algunos minutos mi vida es perfecta.