Vicente Verdú
Memoria, entendimiento y voluntad.
Contempladas a primera vista componen sólo las clásicas facultades del alma pero, observadas en su acción real, cada una se comporta con una tendencia muy diferente.
Concretamente, la memoria, que ofrece innumerables provechos utilitaristas, conlleva en su desarrollo múltiples perjuicios emocionales.
Pocos recuerdos nos hacen de verdad felices, mientras los más de ellos necesitamos pararlos para que no nos ahoguen.
La memoria por sí misma tiende a la melancolía y en ese caldo entibiado se maceran acaso las desdichas. Más aún: la desdicha posee una gran inclinación hacia este líquido melancólico donde cambia a menudo su amargura por un jugo agridulce.
En la memoria flotan los pecios de la vida y cada uno de ellos, aún en el mejor de los supuestos, se comporta como un ungüento, una antigüedad, que, en un grado u otro, nos enferma.
Así, mientras la voluntad se relaciona con la energía, la musculatura y la sazón de uno mismo, la memoria evoca una mente usada que hallará más acomodo en los espacios marchitos.
Igualmente, el entendimiento, aunque sea del mismo mal, denota un vigor que será capaz de enfrentarse y doblegar lo indescrifrado para, en su trituración o combate, obtener finalmente una sustancia luminosa.
La memoria abre sus anchas manos sobre el territorio pretérito y trata de apresar sus piedras preciosas pero siempre, inesperadamente, recoge entre sus dedos tantos o más elementos dolorosos que dulces o alegres. El dolor se adhiere con naturalidad al pasado mientras el placer, todavía insatisfecho, se sitúa con la mayor esperanza en el futuro.