Sergio Ramírez
Masatepe, donde nací, es un pueblo de galleros. Uno oye cantar gallos por cualquier rumbo y a cualquier hora de la noche, no solamente al alba como corresponde, y eso sólo puede ocurrir en un lugar donde hay jaulas de gallos en cada patio, desvelados por la pasión de la próxima pelea. Entre mis memorias de niño está siempre el ambiente festivo de las galleras los domingos, adonde yo entraba clandestino, el bullicio de las apuestas, las discusiones y los desafíos a voz alzada y las burlas contra los dueños de los gallos perdedores que sólo servirían ya para ir a dar a la olla de la sopa.
Las peleas de gallos se hallan ahora en la mira de las sociedades protectoras de animales, por crueles y sanguinarias, igual que las lidias de toros. Pero los gallos, igual que los toros, están también en la literatura, recuerden sino El coronel no tiene quien le escriba, la narración clásica de García Márquez, o El Gallo de Oro, de Juan Rulfo.
¿Y qué distancia hay, de todos modos, entre los gallos y la literatura? Desde la hora en que el gallo de la pasión cantó tres veces, tenemos gallos en nuestras vidas, y no hay distancia entre vida, pasión y literatura. “Critón, le debemos un gallo a Esculapio. Paga mi deuda y no la olvides", dice Sócrates a su amigo antes de tomar la cicuta, una frase cuyo sentido permanece en el misterio a través de lo siglos.
Hasta San Agustín escribió sobre las peleas de gallos.