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Por amor al arte

Acabo de hacer algo imperdonable. Le reclamé un amigo un libro que le había prestado, antes de que pudiese leerlo. Por supuesto que tengo una buena excusa para ello, pero todos los criminales tenemos una. En plena escritura de una novela, sentí la necesidad de releer Divisadero de Michael Ondaatje en la esperanza -ingenua, lo admito- de que algo de esa inspiración se me pegue aunque más no sea al mancharme los dedos pasando páginas.

En el comienzo me reencontré con una frase que Ondaatje atribuye a Nietzsche: "El arte existe para que la verdad no nos destruya". Lanzado a romper tabúes como estaba, me permití descreer del viejo Friedrich. A fin de cuentas la verdad no es para tanto. Nacemos y morimos, a menudo sin hacer demasiado entre una y otra formulación verbal. Somos un destello de luz -y no hay luz que no genere sombras- en el universo infinito. En todo caso la verdad que puede llegar a destruirnos es la de nuestra insignificancia. Allí sí que el arte cobra sentido. ¿Qué sería de nuestras vidas si no hubiesen sido iluminadas por tantos libros, por tantos filmes, por tantas pinturas, por tanta música? Aunque más no sea durante un instante, traten de imaginar el trajín de una vida sin Mozart, sin Beatles, sin Miguel Angel, sin Picasso (cada uno de ustedes puede armar su propia lista de ausencias intolerables), y peor aún: sin instrumentos, pinceles y cinceles con que emularlos. ¡Cuán intolerable sería una existencia sin Coppola ni Brando, sin Dickens ni Shakespeare!

El arte existe para que avizoremos las alturas a que podremos llegar el día que seamos más fuertes que nuestros peores instintos.

Prometo volver a prestar el libro en breve, apenas se me vayan los pájaros de la cabeza. Esa es otra de las maravillas del arte, una característica que lo convierte en uno de nuestros bienes más preciados: que además de iluminarnos la vida nos llena de ganas de compartir la experiencia con cuanto Cristo se nos cruce delante.

Que tengan un bonito fin de semana. (Lleno de arte, quiero decir.)

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2 de noviembre de 2007
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Edad del escritor

Una vez me dijo alguien muy conocido en el mundo de las letras, bueno en alguno de sus márgenes para ser más precisos, que le resultaba extraño que yo siguiera leyendo novelas después de haber cumplido los cuarenta años. Y después de los cincuenta. Incluso me imagino acudiendo al viejo vicio muy anciano si puedo y llego. Me sienta bien. Me inquieta y me emociona, me ordena y me desordena. Creo que seguiré enganchado a las buenas novelas. Siempre nos quedarán, además, las relecturas. Y siempre estarán los poetas, la poesía. Es cierto que cada vez leo más ensayo, más historia, más biografía pero esas miradas a la realidad necesitan la fuga de la imaginación. La verdad de la imaginación. Así lectores seremos a cualquier edad.

¿Y novelista? ¿Poeta? Acaso hay edades para escribir una novela, para ser poetas. No son tan normales los casos de escribir una primera novela pasados los sesenta años. Es como una extravagancia. ¿Qué hace este señor maduro, tirando a muy maduro, entretenido en una novela con el coraje, la energía y otras cosas que su escritura demanda? Hay casos. Veremos casos. Nos alegraremos con alguno muy pronto. Nos gusta. Nos anima. Nos da esperanzas como lectores y como hipotéticos escritores de una novela que llevamos tanto tiempo pensando. A partir del lunes podremos volver al asunto.

Poetas. Esos parece que siempre tendrían que ser jóvenes. Tampoco es así. Uno de los libros más jóvenes y rebeldes de nuestra última poesía lo escribió el pasado año José Manuel Caballero Bonald, pasados los ochenta años y con el deseo de infracciones como si fuera un joven rebelde con muchas causas.

El economista Sampedro, que ya había escrito algo de joven, volvió con vigor y entrega literaria a partir de los sesenta años. A esas edades escribió su mejor novela, Octubre, octubre. Y todavía no ha parado.

Sigue escribiendo, más que nunca otro de los mejores y también octogenario, Ramiro Pinilla, Ahí están para demostrarlo las tres mil páginas de Verdes valles, colinas rojas. Y la nueva, excelente, mirada novelada a la Guerra Civil, La higuera.

No hay edad para el escritor. Y lo mejor, tampoco hay edad para comenzar una carrera como novelista. El lunes me lo dirán.

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2 de noviembre de 2007
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Voces de mentira

Acaba de irse el gordito que habla con las computadoras cuando suena el teléfono y la voz femenina comienza a recitar sin previo aviso las ventajas que me ofrece la compañía de celulares a la que estoy suscrito, llamadas a mitad de precio a Costa Rica y el resto de Centroamérica si se realizan en las horas nocturnas y los fines de semana, una tarifa especial sin límite de tiempo propia para las comunicaciones familiares.

Son una verdadera plaga esas letanías de voces mecánicas orquestadas por las computadoras, y que con su distante y frío martilleo artificial quieren sustituir el encanto de los registros sensuales de la voz verdadera de la mujer. Corto siempre esas llamadas apenas las voces falsas comienzan a buscar como endulzar mi oído reacio, además, a las ofertas comerciales en plenas horas de trabajo creativo.
Pero esta vez tengo dudas. La voz, a pesar de que corre con prisa, deja oír cierto jadeo y cierta vacilación que no es propia de la falsa perfección de lo falso, y la interrumpo. “¿Usted es de verdad?”, le digo. “¿Cómo?”, responde, asustada. Y entonces sé que he acertado, y me lleno de alegría. No se trata de una maquinita sin entrañas. Hay un alma en esa voz.

“Pensé que era una de esas grabaciones, qué dicha que usted es de carne y hueso”, le digo. Pero lejos de compartir mi gozo, y reírse, como espero, sólo me dice “buenos días”, en tono hosco, y cuelga.

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2 de noviembre de 2007
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El otro lugar

Siempre creemos que se está mejor en el sitio donde no estamos. Esta ansiedad continua que discurre desde la peregrinación a la Tierra Prometida a la utopía de la casita en el campo, nos hace más daño de lo que se cree. El espacio ausente cae sobre el presente como una bomba que perjudica su continuidad. Cualquier queja sobre la situación que vivimos sólo parece que hallará su solución absoluta cuando cambie la situación y ¿quién no sospecha que su situación ha empeorado de tal modo por continuar aquí? Fugarse, escapar, decir adiós a todo esto, componen la constelación de exclamaciones que pugnan por hacer efectiva la traslación. Seríamos otros en otra parte y la otra parte será siempre aquella porción ideal que nos hace sufrir con su ausencia. La presencia, sin embargo, de esa ausencia constituye aquello a lo que más habrá que temer porque el día en que el ámbito ideal se posee sobre el ámbito real habrá terminado nuestro mundo. Entendiendo por nuestro mundo, por el mundo humano, al par compuesto por la vigilia y el sueño, el sentido común y el delirio, lo patente y lo latente, el dolor y su fantasía de curación.

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2 de noviembre de 2007
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Cementerios y literatura

Me gustan los cementerios. Me gustan en la realidad y en la ficción. La literatura, sobre todo la poesía, que se ha dedicado a esos espacios dónde aparentemente descansan los nuestros ha dado grandes poemarios. También hermosas páginas de literatura gótica, de narraciones del miedo, de cuentos de terror. Pero hoy quería hablar del libro que prefiero a la hora de pensar en un cementerio. No me olvido del “Cementerio marino” de Paul Valery. Ni del más cercano, por evocaciones diversas,  “Cementerio civil” de Gerardo Diego. Aunque cuando llegan éstos días de visitas a los cementerios- nunca los visito, pero me gusta esa reunión de gentes que veo en los cementerios, entre las tumbas, en días como éstos- el libro que vuelvo a leer es la “Antología de Spoon River”, de Edgar Lee Masters. Uno de los mayores libros de la poesía americana. un poemario que renovó la poesía americana, que dejó su influencia en poetas que llegaron avanzando el siglo veinte y no solo americanos. el abogado lee masters, el joven que quería escribir, el gran poeta, el escritor de estas vida de un cementerio de un pueblo que nunca existió, creó un espacio universal, dio vida eterna a esa comunidad de seres corrientes de la america profunda, que son seres parecidos a los de cualquier comunidad en cualquier parte del mundo.

Contar la verdadera vida de un pueblo en un poema,  en versos libres que nos hablan desde sus lápidas. Unas lápidas que ya no dicen mentiras de sus habitantes. Unas crónicas verdaderas de vidas fracasadas, felices, humilladas, arrepentidas, sinceras, mentirosas. Vidas de una comunidad que, como tantas, estaba llena de secretos y mentiras. La verdad literaria. La verdad en las lápidas de su colina. Una de esas colinas de algún pueblo de las grandes praderas. Estos poemas lapidarios me acompañaran siempre. Como siempre me acompañó, me sigue acompañando, ese largo poema, esas coplas que Jorge Manrique escribió para la muerte de su padre.

Así empieza la antologóa de Spoon River, el primer poema dedicado al cementerio, a la colina:

“¿Dónde están Elmer, Herman, Bert, Tom y Charley,
el débil de voluntad, el de fuerte brazo, el payaso, el borracho de las peleas?
todos están durmiendo en la colina.
uno murió de fiebre,
otro se quemó en una mina,
a otro le mataron en una riña,
otro murió en la cárcel,
otro cayó de un puente donde trabajaba para mantener a su mujer y sus hijos…
todos, todos duermen, todos están durmiendo en la colina…”

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31 de octubre de 2007
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Una familia en busca de la Gran Novela Argentina

La historia de la que habla el documental Familia Lugones, dirigido por Paula Hernández, es verdaderamente apasionante. En parte por lo que sugiere el subtítulo del filme: 'Un viaje a la historia argentina del siglo XX'. En efecto, la antisaga de los Lugones -desde el fundador de la dinastía, el poeta Leopoldo, hasta su bisnieto Alejandro que como él se suicidó en el Tigre- es muy útil para revisar el derrotero del país a lo largo de ese siglo que, gracias al cielo, ha terminado ya de una vez. Pero aunque usar a los Lugones como prisma para ver otra cosa pueda ser útil, está lejos de ser concluyente. Hay algo en la dinámica interna de esa familia que no puede atribuirse tan sólo a las circunstancias políticas, sociales o culturales de un país.

Durante el documental alguien desliza el adjetivo 'maldita'. Resulta tentador usarlo para definir a la familia, si no fuese porque le hace escaso favor a la individualidad de cada uno de sus destinos, que en algún caso -como el de Pirí, nieta del poeta- se diferenció casi en un todo de las elecciones de sus antecesores. En todo caso, una cosa es clara: la riqueza de la experiencia que protagonizaron reclama, más que un libro de historia o un documental, la clase de investigación que sólo puede permitirse la creación literaria o cualquier otra de las variantes de la ficción.

Leopoldo padre fue izquierdista en su juventud y terminó siendo fascista. Apodado el Poeta de la Patria, produjo muchos libros que en buena medida resultan hoy ilegibles y jugó su prestigio al apoyo de las dictaduras militares. Que se suicidase en una casona del Tigre coincidiendo con la decadencia de una de tales autocracias no sorprendió a nadie. Su hijo, también llamado Leopoldo, se unió a la policía. Era alto oficial de ese cuerpo cuando obtuvo su triste fama, al poner en práctica la peregrina idea de usar los aparatos con que se daba corriente eléctrica al ganado en los interrogatorios policiales -y crear, así, la picana eléctrica: ¡otra de las grandes contribuciones argentinas a la Historia del Mundo!

Su hija Pirí, que fue una periodista brillante, se presentaba así: "Buenas tardes, yo soy la hija del torturador". En vida Pirí hizo lo indecible por apartarse de la sombra terrible de su padre y de su abuelo. Militó en la izquierda peronista, llegando a enamorarse de Rodolfo Walsh. Su hijo Alejandro, que había nacido con un defecto en la mano izquierda, tenía todo el aura de un poeta romántico. Eso era lo que apuntaba a ser -fue uno de los personajes ubicuos en la escena del incipiente rock nacional- hasta que decidió ahorcarse en el Tigre... lo cual le supuso hacer un nudo con su mano sana, tomándose el doble del trabajo de lo que entrañaría para una persona sin problemas físicos. Es fácil suponer que todo esto fue demasiada muerte para Pirí, que terminó secuestrada por la dictadura de los años 70. Según el testimonio de Horacio Verbitsky, gente que sobrevivió al campo de exterminio La Cacha, donde la recluyeron, dice que la escuchaba burlarse de sus captores durante la tortura, diciendo: "¡Ese aparato lo inventó mi papá!"

El documental incluye además testimonios de Horacio González, Noé Jitrik, Julia Costenla, Felipe Pigna y Osvaldo Bayer, entre otros. Y tiene un entramado ficcional que quizás sea innecesario, por más que ver a los dos actores que lo protagonizan -Nahuel Pérez Biscayart y Martín Piroyansky- siempre es un placer.

Eché de menos saber algo sobre los Lugones que sobrevivieron a los Lugones. Debe haber alguno que lleve adelante una vida plena y feliz, permitiéndonos espantar la leyenda de la maldición que tanto seduce a los argentinos, cuando sospechamos que nunca dejaremos atrás un destino de tragedia.

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31 de octubre de 2007
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PALABRAS PARA ELLA

El gordito afable que me recomienda mi hija viene a ver cómo anda mi computadora portátil cargado con su maletín de herramientas secretas. Después de que nos saludamos y le explico el problema, se sienta un tanto lejos de mí en el estudio, y nos ponemos entonces cada uno a lo suyo, yo a escribir, y él al ver qué pasa con la lap top.

La coloca en su regazo —no en balde en el argot de los tiempos se llama lap top—, se restriega con fruición las manos como si lo que tuviera consigo fuera un postre sin nada de eso de edulcorantes artificiales, azúcar pura, mermelada o batido de crema, la enciende con delicadeza, y entonces me doy cuenta que más que un postre el leve artilugio pasa a ser para él una criatura porque comienza a hablarle con palabras cariñosas, a tratar de traerla por el buen camino si es que muestra signos de anarquía, “ah, no, para dónde vas muñequita”, a contentarla porque siente que se ha resentido por algo, “no, mi muchachita, es que usted también sale con unas cosas…”, le pide que espere, que no se apresure, “ah, no, tené paciencia”, y cuando hace lo que no le ha ordenado: “esperate, no estés de loca”.

Luego baja la voz, se queda en un susurro como un moscardón enamorado, parece que canturrea, y cuando me aparto de mi pantalla, lo miro y le pregunto con quién habla, a pesar de que ya lo sé, él me mira a su vez con sonrisa beatífica y me responde que con ella, “yo les hablo a ellas siempre”, dice con ternura, y en su rostro transportado adivino toda la soledad del mundo.

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31 de octubre de 2007
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Esperpentos translúcidos

Para los que se inician en el ciberturismo, el mayor atractivo de la red tiene que ver con su aparente impunidad. Ser otro, u otros. Decir, obedeciendo a impulsos repentinos, lo que nadie diría frente a un desconocido. Autorizarse a denostar, insultar, humillar a quien no se conoce ni se conocerá. Reírse dientes adentro por haber recién hecho lo que en el mundo real sería considerado cobardía sin nombre ni vergüenza. Casi todos hemos sentido la tentación de hacerlo, o cuando menos albergamos la idea de un día extralimitarnos sin por ello tener que dar la cara, como quien lleva doble o triple vida. Pero insisto, se trata de una impunidad engañosa, pues nadie que se atreva a ser otro puede volver a ser quien antes era sin dejar huellas, o hasta cicatrices.

Los versados en la etiqueta de las relaciones virtuales encuentran un peligro en la posibilidad de actuar intempestivamente y luego lamentarlo, ya sea en un e-mail, un chat, un foro, un blog, donde nada es más fácil que soltar lo que se ha pensado sin pensar, igual que se descarga un bofetón y al hacerlo se prueba el deleitoso elíxir de la crueldad, mismo que al digerirse va dejando un regusto más y más amargo en quien se creyó libre de sarpullidos morales ulteriores. Sólo que en internet no se miran las consecuencias de lo que se hace, ni se acaba de creer que el enemigo al otro lado de la línea es del todo persona. Apretamos botones, y si uno de ellos está conectado a alguna cámara de tortura mental, no parece realmente culpa nuestra. E incluso si así fuera, bastaría con apagar el aparato y pretender que nada sucedió.

Son legión quienes han encontrado una pareja merced a la virtualidad electrónica, pero podría apostar a que son muchos más los que han visto sus relaciones destrozadas por intermedio de ese mismo recurso. Igual que tantos se aficionan a golpear desde la relativa penumbra del teclado, no pocos son adictos a husmear en los ciberbuzones de sus seres queridos, y a veces alcanzarse la alta canallada de enviar correos perversos en su nombre. Algo que con el método tradicional exigiría tinta, papel, estampillas y tiempo, y aquí es tan simple como apretar un botón. O en fin, algunos cuantos. Nada que tome más de un par de minutos: tiempo sobrante para golpear de lleno y por la espalda, con una de esas máscaras que hacen del pusilánime raudo castigador.

“Nada impresiona a los taxistas de Nueva York”, concluye un personaje de Woody Allen al pagarle al chofer y advertir que su condición de invisible le tiene sin cuidado. Ahora que todos somos invisibles gracias al monitor que a tantos sitios nos permite asomarnos sin dejar casi huella —o dejándola en medio de millones—, lo impresionante es descubrir que aquellos que creímos frenos morales no eran más que retazos de pereza. Si antes no recibíamos anónimos era porque costaba tiempo y esfuerzo perpetrarlos.

No estoy especulando. Desde la noche en que me carcajée a solas hostigando neonazis emboscados y satanistas de carnaval, hasta el día en que recibí amenazas y soporté imposturas incriminatorias capaces de joderme la paz espiritual por anchos meses, he encontrado que las mentiras virtuales necesitan de poco para hacerse verdades con textura de pesadilla lovecraftiana. Aun así, cuesta trabajo creer que haya quien tenga tan escasa vida personal que se ocupe escarbando en las ajenas, como hacen los villanos de telenovela. Cuesta asimismo reconocer que basta una pequeña desazón para verse tentado a tornarse uno de esos solitarios.

En los tiempos de Howard Phillips Lovecraft, había que leer el Necronomicón para entrar en los círculos concéntricos de la locura sobrenatural. Hoy basta con leer los correos ajenos para caer en una espiral de rencores, denuestos e imposturas al vapor. Lo único ilusorio, de entonces hasta ahora, consiste en darle crédito a la superstición facilona de que no quedó huella en el lugar del crimen. Más allá de las direcciones IP y la bitácora de los servidores, las marcas del siniestro sobreviven al fondo de la propia conciencia. Se convierte uno en monstruo sin siquiera advertirlo, y aún va por ahí jugando alegremente al Hombre Invisible.

¿“Alegremente”, dije? Qué patraña más triste.

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31 de octubre de 2007
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Cien genios

Siguiendo con la idea de la lista, después de los doce Premios Nobel de Literatura judíos, ahora viene la lista de los cien genios. Es una lista producida por Synectics, una de estas empresas de asesores que cobran demasiado por cambiar la manera de ver el mundo. En este caso, me encanta la manera de ver al mundo olvidando la vieja cultura en una búsqueda renovada de lo que es un genio. Hablé en este blog de Afterpop, un libro de Eloy Fernández Porta sobre la literatura de la implosión mediática. Es con la misma actitud (es decir, reconociendo que no se puede considerar a la cultura de la misma manera después de la generalización de la televisión y de la imagen) que debemos mirar a la lista de los cien genios contemporáneos producida por Synectics.

Claro que para producir una lista como ésta hay que definir los criterios del genio. En este caso son cinco:

1. Modificación de paradigma (hay un antes y un después de la actividad genio en la manera común de mirar al territorio de su creatividad).

2. Audiencia popular (un genio desconocido no tiene impacto, claro).

3. Potencia intelectual (¿Cuál es la capacidad de procesar operaciones del genio?).

4. Obra (el genio no puede ser una mera promesa).

5. Importancia cultural (No se hace algo genial si no se  modifica la cultura humana).

Utilizando estos criterios, se armó una lista sorprendente encabezada por un químico y el inventor de los protocolos de comunicación en Internet. Me parece imprescindible leerla pues tiene una gran credibilidad y no se parece a la lista que podríamos sacar de una lectura de periódicos (nadie supera a los periodistas en el conformismo). En el mero caso del oficio de escribir, aparecen doce genios en la lista:

- Dario Fo
- Nicholson Baker
- Geoffrey Hill
- Seamus Heaney
- Harold Pinter
- Philip Roth
- Margaret Atwood
- Stephen King
- Annette Baier
- Jim Fosse
- Graham Lineham
- JK Rowling

Todos escriben en inglés, sí, pero esto no cambia nada la novedosa orientación de la mirada. Hay tres premios Nobel, sí, Fo, Heaney y Pinter, pero ¿quién conoce de verdad a Nicholson Baker o Graham Lineham? Siempre, mirando a la cultura, buscamos más de la misma cosa, personas que producen texto e ignorando a los que producen códigos. Gran oportunidad para cambiar de paradigma.

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31 de octubre de 2007
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CAMBIO CLIMÁTICO

El cambio climático, ¿quién iba a decirlo?, se ha convertido en la vara de medir izquierdas y derechas. Casi cualquier vara rígida habría servido en estas circunstancias de máxima lasitud pero el cambio climático tiene de particular que invoca sentimientos primarios acordes con el infantilismo placentario en que ha recaído la civilización.

¿Quién puede ser indiferente a los males que afligen a nuestra madre Tierra? ¿Quién puede ser tan infame como para no alistarse entre aquellos que no desean hacerla sufrir y enfermar más? Sólo los muy crueles y duros de corazón, sólo los intransigentes, los duros de mente, los carcas, pueden corresponderse con una conciencia insensible. Insensibles antes a la explotación social  e insensibles hoy a la explotación de la naturaleza.

La izquierda, en cambio, es antiexplotadora de por sí, partidaria de la repartición de las riquezas y de la igualdad social. ¿Que la coherencia con la lucha del campo climático, elevado a dogma, conlleve una preeminencia de los dolores del planeta y una subordinación de los múltiples dolores de sus habitantes más pobres? La proclama sigue el mismo rumbo de amar antes a los animales que a los hombres, ante los bosques que a las multitudes. Lo moderno progresista consiste en no poder dormir por una especie en extinción de la que quedan apenas una docena de ejemplares y sin embargo descansar a pierna suelta por una población humana en peligro de extinción de millones de habitantes subalimentados o hambrientos ante el imperativo, supuestamente indiscutible, de proteger los paisajes.    

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31 de octubre de 2007
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