Clara Sánchez
A Doris Lessing le conceden el Premio Nobel de Literatura por su capacidad para "retratar la épica de la experiencia femenina". La escritora baja de un taxi con una bolsa de la compra en la mano, falda vaquera y camisa de cuadros y aspecto de granjera. Comprobamos que se mantiene fiel a su clásico moño gris cruzado por unas cuantas hebras negras persistentes y resistentes a la vejez, como su cara redondeada, en que nunca ha debido de caer una gota de maquillaje, y que se resiste a la dulzura dejando que las arrugas campeen a sus anchas y mucho más la lengua. En algún momento de su vida debió de darse cuenta de que la fuerza mental y la lucidez estaban por encima de los accidentes físicos que nos distinguen a hombres y mujeres y se ha acostumbrado a soltar verdades como puños. Al menos en las entrevistas ofrece una visión del mundo tan directa y tan poco adornada como su persona, con reflexiones nada banales ni rebuscadas, que dan la impresión de ser de primera mano constantemente.
Lessing se sienta en los escalones de la puerta de su casa para atender a los periodistas y sobre la frase de la épica femenina con que la academia sueca justifica su elección dice que no es para tanto, que en el fondo no somos tan distintos hombres y mujeres. La aplaudo. A algunos no nos han llegado a convencer esas pamplinas de que las mujeres somos más aptas para el lenguaje y ellos para las matemáticas, nosotras para orientación espacial ¿o son ellos?, y ellos para las emociones ¿o somos nosotras? y otras sutilezas que no se observan en la práctica. No son relevantes, ni siquiera son reales. Las capacidades parecen ser más que nada individuales y favorecidas o no por el ambiente. Personalmente tengo comprobado que mis fallos no son propios de las mujeres en general sino sólo míos y a veces de algún hombre también, y lo mismo podría decir de las cualidades. Aún no se sabe cómo curar el Alzheimer o el Parkinson y algunos están empeñados en buscar diferencias cerebrales entre los sexos, ¿por qué será?