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Las señoritas de Aviñó y las de Vargas

El batería, con la oreja tendida hacia el piano y el contrabajo, suda tinta para mantener la pulsación, esa regularidad del ritmo que es el latido cordial de la música, pero Charlie Parker se va por las nubes en un vuelo solitario que pone un aleteo libre, off-beat, al orden del cuarteto. Sus colegas han de obstinarse sobre el ritmo para no liarse con el revoloteo de The Bird y caer en el puro ruido. Si lo consiguen, en los últimos compases Charlie aterrizará sobre el conjunto y la pieza concluirá con un abrazo para el hijo pródigo.

Con esta metáfora describe José Luis Pardo la contribución de los negros americanos, nietos de esclavos, a la sociedad blanca de los años cincuenta, y la irrupción de una música que inesperadamente se iba a convertir en el arco de triunfo de la cultura de masas y que reflejaba en el espejo sonoro la imagen de su propio vuelo marginal, desterrado de la sociedad blanca cuyo grupo rítmico miraba de reojo los acrobáticos vuelos off-beat de la población segregada.

/upload/fotos/blogs_entradas/beatles.jpg¿Puede escribirse un libro de filosofía a partir de la portada de aquel disco de los Beatles titulado Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band? Tal es la propuesta de Esto no es música (Galaxia Gutenberg), a mi entender la mejor y más rica reflexión que se ha escrito en España sobre la cultura de masas y el triunfo de la cultura democrática más allá del bien y del mal, es decir, más allá de las disputas sobre los valores "técnicos" (en realidad, metafísicos) de la obra de arte. Porque este libro también trata de la inversión que Nietzsche le dio a Platón al ponerlo patas arriba para poder acceder a un juicio sobre los valores éticos "más allá del bien y del mal".

Antecedente: ¿cuál es la garantía del valor de una obra de arte? Desde el paleolítico y hasta la revolución francesa, su valor estaba garantizado por las divinidades a través de sus representantes naturales (o sea, de sangre) en esta tierra. La opinión pública no existía porque no había tal cosa como un público. De una parte estaban los intérpretes del mandato divino, nobles o clérigos, y a su vera los expertos que encargaban o realizaban piezas excepcionales para un escenario único, el palacio, la iglesia, el monasterio. La divinidad sobrevolaba la producción para impedir que emergiera cualquier elemento de ruptura que distrajera al grupo rítmico coronado y sus expertos.

Este acuerdo entre hombres y dioses termina con el nacimiento de una nueva era llamada "burguesa", "democrática" o "tecnológica", en la que el valor de la obra de arte ya no está garantizado por la divinidad. En apenas doscientos años, los expertos asesores de la divinidad son desplazados por la clientela, un océano de gotas indistinguibles, pero caprichosas, a las que hay que adivinar los deseos. En pocos decenios, las masas elegirán alegremente, amoralmente, incluso en ocasiones criminalmente, sus obras de arte, sordos al aullido dolorido de las divinidades muertas.

Ante semejante situación, los herederos de la tradición divina sufrieron un desconcierto notable. En su mayoría se defendieron atacando el arte popular, la cultura de masas, la "industria cultural", como la denomina el muy conservador Th. Adorno, aunque unos pocos comenzaron a ver en ella un instrumento de liberación de los desvalidos, un medio de expresión de los marginados, como el máximo optimista W. Benjamin, aunque, eso sí, contando con el barullo característico de todo lo popular, donde los sacamuelas y los trileros se disfrazan de poeta lírico o de inspirado sinfonista sin que el éxito comercial permita discriminar entre tahúres y ángeles.

Cuando J. L. Pardo estudia la célebre portada de Sgt. Pepper's se introduce en el bullicio de la cultura de masas. En ese zoco, figurado en la portada del disco, se entrecruzan los personajes más contradictorios en despreocupada bacanal de cuerpos y mentes. Las parejas artísticas son escandalosas. Stockhausen con Mae West, Einstein con Marilyn, y Picasso con una pin-up de las que Vargas pintaba para la revista Squire y que los soldados de la guerra de Corea pegaban en sus petates. Esta nivelación, sin embargo, tiene un precedente augusto: el sonido de una trompa venatoria que avisaba de la inminente llegada de una manada de caballos al galope. Cuando Nietzsche vendió sus acciones de Wagner y compró valores baratísimos como Las bodas de Luis Alonso, La Gran Vía y Carmen la de Bizet, estaba apostando por una riqueza nueva que más tarde produciría mercancías como West Side Story, Michael Jackson, García Márquez o la trilogía de El Padrino de Coppola.

Para Nietzsche la cultura de masas no era el equivalente, sino la verdad de la cultura divina. Lo superficial adquiría rango de fondo firme y el fondo firme se transparentaba en las aguas del río masivo.

Pardo pone fecha a la cristalización de la inversión platónica cuando el 24 de enero de 1962 Brian Epstein elevó a los Beatles de The Cavern, su tugurio originario, al mundo solar, en un ascenso semejante al de la mercancía desde los Pasajes hasta los actuales malls. El arte de masas, bastardo representante de la soberanía popular, le había cortado la cabeza al elevado arte nacional de la identidad (página 89) y se había hecho con el poder.

El desarrollo de esta revolución que hizo espectáculo de la siempre precaria soberanía del pueblo (en vuelo libre sobre el doctrinarismo de sus representantes oficiales) ocupa 500 páginas que incluyen imprescindibles capítulos sobre la última camada de la cultura divina, ahora ya oculta bajo los harapos del pueblo. Antiguos arzobispos y marqueses se visten las sayas y calzan las abarcas del populus. En los años sesenta, Bataille, Foucault y Deleuze, así como algo más tarde la recepción americana de Derrida, trataron de salvar la aristocracia cultural disfrazándola de loco, afásico, insensato, asesino serial o sádico sexual. Como si el antiguo escenario principesco pudiera subsistir al sacrificio del significado convertido en un balbuceo, una catarata de significantes libres, renovación del Trauerspiel benjaminiano. La tentativa era desesperada y noble, pero estaba condenada a la nebulosa de lo transitorio y la tesis doctoral.

¿Deplorable? La fenomenal revolución que ha intercambiado el original por el simulacro no puede remediarse mediante la nostalgia melancólica de un regreso a la cultura divina, entre otras razones porque ese resto melancólico hoy vive subvencionado por la administración. La cultura de la aristocracia ilustrada es ya, a su vez, otro simulacro financiado por todas las instituciones del poder. Convertida en un ornamento del Estado, la "alta cultura" enfrenta su agitada ancilaridad burocrática con el coloso de la cultura de masas, el cual, distraído por innumerables demandas, se olvida de destruirla.

Tarde o temprano la vieja cultura principesca reconocerá que tiene su verdad fuera de sí y del mismo modo que Mozart, Beethoven, Stravinsky, Berg y Bela Bartók aún se sujetaban al cordón umbilical de la cultura popular con los bailes de criadas y soldados, las canciones de taberna y cabaret, las novelas del corazón y de princesas, así también los supervivientes de la alta cultura se vestirán de majos y pasarán a codearse con rateros, carteristas y camellos para sobrevivir a su inexorable decadencia.

Pocas veces se han reunido tantas ideas y tanta inteligencia en tan reducido número de páginas. El lector se descubre a sí mismo volando en una especulación libre, mientras el texto de Pardo continúa por abajo con su regular y fascinante cadencia rítmica. Sin duda he traicionado sus ideas, pero tras una segunda lectura confío aterrizar sobre esos compases finales en los que el piano, el contrabajo y la percusión alargan las notas con los ojos cerrados y un cabeceo de placer, buscando remanso para el pájaro loco.

Artículo publicado en: El País, 10 de diciembre de 2007.

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10 de diciembre de 2007
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Crónicas del metro (5)

...Las miradas de los tres se cruzan. Ellos no están sorprendidos, yo sí. El matón le dice a su amigo en perfecto español: "ésta me ha estado mirando". Por el ligero gesto que me dedica se refiere a mí. Ahora soy yo la que me pongo tensa, tengo sensación de peligro, un tipo de peligro nuevo y desconcertante. ¿Me han seguido hasta aquí?, ¿qué es lo que creen que he visto? /upload/fotos/blogs_entradas/frenchconnection_1.jpgMe gustaría aclararles que no he visto absolutamente nada, que sólo me ha llamado la atención su comportamiento sospechoso, aparte de que si quiere ser invisible tendrá que poner algo de su parte y no que yo sea ciega. Pero decido que he de hacer como que voy pensando en mis cosas, que voy abstraída. Todo es muy raro y amenazante, me recuerda la película French-Connection en que el policía Gene Hackman persigue al traficante Fernando Rey (en una actuación que recuerdo memorable) por el metro de Nueva York, con la diferencia de que en la película los movimientos son sutiles, de ballet, y nada más que el espectador se da cuenta de lo que ocurre, no los pasajeros.

Me relajo un poco: todo es pura casualidad, ellos también tenían que tomar la línea 10 y han coincidido conmigo en el mismo vagón. Mi cara le suena al de la cazadora beige y nada más. Piensa en otra cosa, me digo, en la gente que has conocido en el viaje, en lo primero que vas a hacer al llegar a casa. Saca el móvil y míralo, me digo. Pero según lo saco del bolsillo veo un trozo de cazadora de pana negra. El amigo del matón está justo detrás de mí, me vuelvo abiertamente hacia él que me está observando con unos ojos de delincuente que no puede con ellos. En este punto ya no sé qué hacer, por fortuna aún quedan cuatro paradas hasta la mía. Mientras nos encontremos aquí, estaré a salvo, pero ¿qué sucederá en cuanto salga al andén? Me fijo en tres chicos altos y fuertes que van a mi izquierda, podría pedirles ayuda, pero como comprenderéis no tengo argumentos, no puedo demostrar nada, únicamente yo conozco esta historia, así que opto por ir desplazándome poco a poco, como quien no quiere la cosa, hacia otro vagón. Si me pierden de vista también perderán el interés por mí, me digo. ¿Habrán matado a alguien?, ¿serán unos simples rateros? Acaso la persona que siguen también esté en este vagón...

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10 de diciembre de 2007
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Perfume de Azucena

Hace treinta años atrás era sábado. Sábado 10 de diciembre. La mujer -una señora maciza, de sonrisa fácil y debilidad por el spray fijador del cabello- salió muy temprano por la mañana. Iba a hacer compras. La gente que va a hacer compras un sábado o domingo tan temprano no es cualquier gente, es gente organizada, responsable y generosa, que sacrifica su descanso del fin de semana para que a nadie le falte nada al levantarse.

Pero esa mañana algo se interpuso entre la señora Azucena y las medialunas. Un grupo de hombres armados. Que la golpearon, la cargaron en un auto y la secuestraron. Se la llevaron a la ESMA, la Escuela de Mecánica de la Armada. Cuatro o cinco días después del secuestro la drogaron, la metieron en un avión y la arrojaron desde lo alto al Río de la Plata.

/upload/fotos/blogs_entradas/azucena_villaflor.jpgAzucena Villaflor fue una de las fundadoras de las Madres de Plaza de Mayo. Dicen que era "una líder natural". Ella fue una de las catorce originales, que el 30 de abril de 1977 dieron la primera de tantas vueltas alrededor de la Pirámide en reclamo por las vidas de sus hijos.

Para acabar con esas catorce amas de casa, con esas catorce madres y las que se les fueron sumando tantas como hijos desaparecidos, la Armada argentina concibió un operativo de inteligencia. Envió a uno de los suyos, un oficial llamado Alfredo Astiz, a infiltrarse en el grupo. Una tarde de octubre de 1977 -quizás el mismísimo Día de la Madre, como sugirió ayer en Clarín el periodista Enrique Arrosagaray-, se aproximó a Azucena a la salida de la misa. Dijo llamarse Gustavo Niño (la elección del alias es casi el summum de la perversidad: ¿qué madre que ha perdido a su hijo se resistirá el clamor de un Niño?) y estar penando por el secuestro de su hermano; su madre no lo había acompañado esa tarde porque estaba -eso dijo- postrada por el dolor.

Ese hombre, cuya educación y cuyo sueldo habían pagado durante años todos los argentinos para que protegiese sus mares, hizo lo indecible para ganarse el afecto de Azucena, esa mujer manca de hijo. Arrosagaray dice que hay testigos que lo recuerdan tomándola del brazo en alguna caminata. Una vez que obtuvo la información que consideraba necesaria, se convirtió en partícipe necesario de su secuestro, tortura y muerte.

Hoy se cumplen treinta años de aquella traición, a la que Judas mismo no se habría atrevido. Treinta años del comienzo del fin de Azucena Villaflor, aquella señora gordita y tozuda que quería recuperar a su hijo Néstor.

Tan tozuda era Azucena, que no se detuvo ni siquiera muerta. Sus restos terminaron encallando en la costa. Fueron enterrados como NN, pero ni siquiera expuestos a la desintegración natural se dieron por vencidos. Cuando se los exhumó, le dieron a la gente del Equipo Argentino de Antropología Forense la información suficiente para que pudiesen identificarla. Reducida a huesos, a jirones, a casi nada, Azucena Villaflor se alzó igual de entre los muertos para decirle a Astiz, a la dictadura, a la sociedad argentina: yo acuso. 

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10 de diciembre de 2007
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Trabajos indeseables: banquero

 

 

Por más que intento hacer memoria e inventario, no consigo entender qué le veía de divertida a la oficina paterna. Era un sitio tedioso y antipático, en el noveno piso de un banco, donde a cada empleado le tocaba hacer cosas aburridísimas. Salíamos de la casa por ahí de las ocho de la mañana, "para llegar a tiempo a leer el periódico". Me parecía francamente extravagante que el jefe llegara media hora antes que el resto de los empleados de la Subdirección de Análisis Financiero. "Cuando seas grande vas a entenderlo...", me decía él llegando a la oficina, donde nos encerrábamos hasta casi las nueve, hora en la cual oficialmente me convertía en responsabilidad de las secretarias.

"No te muevas de aquí", ordenaba sin muchas esperanzas mi papá, y acto seguido me dejaba a solas en el privado, husmeando entre cajones, cajas y estanterías. Pero como todo era más bien gris -libros, informes, archiveros, memoranda, alteros de papeles con estados financieros ininteligibles-, terminaba escapándome a otras zonas del edificio donde, me temía, tarde o temprano acabaría trabajando. O sería tal vez que necesitaba seguir documentando mi rechazo a un futuro como experto en finanzas. Ya entonces, con diez años, no se me calentaban las monedas en el bolsillo. ¿Cómo iba yo a ser bueno para multiplicar aquello que no me molestaba ni en cuidar?

Hoy, que aún no sé cómo reparar este viejo agujero en la cartera, sigo encontrando alguna lujuria en faltarle al respeto al dinero. Que, dicho sea de paso, nunca se ha distinguido por respetuoso. Se le conoce, de hecho, por discriminante, corruptor y muy posesivo. Defecto, este último, imperdonable en un demonio que nos había prometido la libertad. Me recuerdo escuchando a mi padre hablando hasta el hartazgo de porcentajes, réditos, sobregiros y cientos de millones de pesos que minuto a minuto interrumpían un juego de ajedrez que llegaba a durar la mañana entera. ¿Y eso iba a ser mi vida, contar dinero ajeno? ¿Yo, que ni el mío cuento?

Eso es lo que al dinero más le molesta, que de entrada no acepte hacerme suyo para que él sea mío. Pero cómo, pues, si lo bonito es abusar de él. Derrocharlo de súbito, cuando más necesario se sentía, el cretino; o hasta alcanzarse la quijotería de rechazarlo cuando más se echa en falta, el mezquino. Que me perdonen sus postrados idólatras y lamesuelas, pero al dinero yo lo he visto amancebarse alegremente con gentuza de la más ríspida ralea, y a menudo amafiarse con ellos en pos de toda suerte de ruindades. Por eso, cuando llega, suelo tratarlo mal, para que no se piense indispensable. Una actitud fatal desde el punto de vista financiero, pero apremiante en el plano caballeresco.

Apuesto a que mi padre padece a estas alturas traumitas afines. El punto es que hasta hoy sólo hay un tema en torno al cual no acepta discutir, y éste es el del dinero. No sé si para bien, pero tampoco su hijo lo puede soportar. Finalmente prefiero verme estafado por una rata avarienta que peleando con ella en su territorio. Con lo cansado que es batallar en las cloacas. Cada noche, mi padre regresaba de la oficina echando pestes contra sus malquerientes del día, en aquel edificio donde sólo el servilismo incondicional era recompensado con relativa generosidad. Si es que vale elevar al rango de recompensa una compensación.

No sé si los demás subdirectores -especialmente aquellos llenos del entusiasmo administrativo dosteievskiano- llevarían a sus hijos a la oficina, pero al menos el mío me libró de crecer como un hijo de hetaira corporativa. Cuando llegó el momento de elegir carrera, la de eminencia financiera estaba de antemano descartada. Hacía tiempo ya que mi padre se dedicaba a otros negocios y detestaba a las finanzas junto a mí. Todo lo cual no evita que hasta hoy me provoque un amago de jaqueca la sola posibilidad de analizar un estado de cuenta. Es absurdo, y puede que hasta cursi, pero me hace ilusión ir por la vida como un analfabestia financiero. Qué puede uno ya hacerle, si como a todo el mundo para siempre le aterra lo que más temió ser.

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8 de diciembre de 2007
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Cristóbal Serra y lo ibérico

Una vez más un nuevo libro de Cristóbal Serra es una celebración literaria. Ahora en Pre-Textos nos deja éstas "anotaciones vecinas a un diario impuntual" como llama a reflexiones, digresiones y confesiones de un delicioso libro titulado "Tanteos crepusculares".

/upload/fotos/blogs_entradas/milosz.jpgSe habla de muchas cosas, de escritores, literatura, aforismos, asnos y otras afinidades del sabio socarrón de Mallorca. No disimula, no tiene porqué, su poco cariño a los nacionalismos. Lector atento y prologuista de un curioso libro de un investigador polaco, católico y heterodoxo, llamado O.V. de Milozs, que escribió un, al parecer, muy documentado ensayo: "Los orígenes ibéricos del pueblo judío". Un libro que desmonta algunos de los mitos de nuestros nacionalismos históricos.

Partiendo de ahí, pero caminando por su cuenta y riesgo intelectual, Cristóbal Serra dice algunas cosas tan interesantes, como rotundas y polémicas. No me resisto a transcribir algunas de ellas, que los editores me comprendan.

"Estoy seguro que, con lo que voy a decir, los vascos que me lean van a tener una pésima idea de mí, y voy a estar en el censo de los gentiles (españoles)

Los vascos, como buenos judíos, no son ni carne ni pez. Allí ha arraigado el catolicismo, pero un catolicismo judaico, no racista, aunque muy racial.

Hoy, después de luengos años, por no decir milenos, de iberismo, aún no están más seguros de que son más ibéricos que nadie. Siendo los puros y legítimos descendientes de los primitivos habitantes de España, son los ibéricos por excelencia. ¿O no? Su lengua deriva de la que hablaron los primitivos habitantes de Iberia...

...Veamos lo que tenemos en la babélica Iberia. El basco (con b de burro) no se siente ibérico, cuando es el más ibérico de todos. Hasta la palabra Iberia es vasca.

Pasemos a los catalanes. Salvo que los moros no les dejaron acequias y norias, en lo demás son tan ibéricos como tú y como yo. El catalán hablado es el producto más directo del latín que el castellano, porque el languedoc tuvo mucho romano que le dio ser lingüístico y jurídico.

/upload/fotos/blogs_entradas/cristobal_serra.jpgSomos más unos (no hunos) de lo que parece. El problema de las dos Españas es problema de historicistas. Si está tan vivo en Vasconia y Cataluña, debe ser por la importancia que a la historia le dan basconulios y catalanes. Jamás me atuve a lo que tenía visos de verdad inapelable" 

Palabra de Serra. Pues, eso, menos palos de ciego, menos tiros, menos lobos. Ibéricos, aunque sea a su pesar. Ibéricos, sí, pero no como el jamón. Ese no conoce nacionalidades. ¡Vivan los asnos de Serra! Y vivan los cerdos, ibéricos.

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7 de diciembre de 2007
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Sesión II. Cuentos comentados

Estimados amigos,

De todos los cuentos que hemos recibido a lo largo de esta semana destacamos sobre todo la originalidad de la composición, el hecho de que con las palabras propuestas hayan sido capaces de organizar un cuento o un fragmento de cuento bastante sólido en la gran mayoría de los casos. La verdad, nos ha sorprendido muy gratamente trabajar con estos textos. Creemos que esa solidez obedece, entre otras cosas, a que las palabras que elegimos debían seguirse en ese estricto orden, lo cual le confiere a los cuentos un hilo conductor, un diseño arbitrario pero al mismo tiempo milimétrico del que es necesario no escaparse. Decía Juan Bosch que la tensión con la que trabaja un narrador para no irse por las ramas se traduce en la intensidad que debe tener el cuento. Volveremos a este planteamiento en posteriores consignas, pero por ahora nos basta saber que el diseño invisible organizado por las palabras y el respeto al orden formulado para las mismas funciona a manera de tensión, lo cual le ha concedido a los cuentos que hemos leído la necesaria intensidad: nadie se ha ido por las ramas...

Ahora bien, la segunda parte de la propuesta, el que los cuentos se manejen en el límite de lo real, ya es otro cantar, pues resulta mucho menos mecánico. Somos conscientes de la dificultad del ejercicio y creemos que en la mayoría de los casos se ha solventado con bastante éxito, pero en muchos otros no se ha logrado crear ese efecto de estar en el límite entre lo que es "real" y lo que no lo es. Ya saben que en los textos hacemos someras observaciones y sugerencias y que -insistiremos siempre en ello- las repeticiones y las cacofonías (o las rimas casuales) las resaltamos con rotulador amarillo. Es necesario que ejerciten mucho el "músculo" de la corrección, de la limpieza, de la revisión constante de los cuentos porque eso es lo primero que debe hacer un escritor: su trabajo es el de un artesano, y la pulcritud de la prosa su primer objetivo. En atención a ello nos permitimos también recordarles la necesidad de darles mayor vigor a sus descripciones, a fin de que los cuentos no resulten, como ocurre con frecuencia, demasiado abstractos. Les dejamos aquí tres textos para que los disfruten, comenten y reflexionen sobre ellos. Y ya lo saben: Les pedimos respeto, rigor y concisión. Buen fin de semana!

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7 de diciembre de 2007
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Gabo, el ladino

Según mi diccionario Aguilar de lexicografía, el adjetivo «ladino» tiene tres significaciones:

  • astuto o taimado
  • mestizo
  • judeoespañol 
  • Cuando se utiliza como sustantivo, según el mismo diccionario, nombra al «dialecto judeoespañol».

    /upload/fotos/blogs_entradas/lengua_ladina.jpgDe nada sirven estas definiciones al leer en la novela El otoño del patriarca «... habían llegados unos forasteros que parloteaban en lengua ladina pues no decían el mar sino la mar y llamaban papagayos a los guacamayas, almadias a los cayucos y azagayas a los arpones...». En esta frase de Gabriel García Márquez la «lengua ladina» es el «idioma castellano antiguo» nota Margret de Oliveira Castro que sacó algo como mil seiscientas palabras de la obra del novelista colombiano para componer un libro delicioso, uno de los mejores sobre la obra del premio Nobel de literatura: la lengua ladina de García Márquez (Editorial Panamericana en Bogotá). Se publicó en el primer semestre de 2007, lo compré de manera casual en un aeropuerto mexicano y fue como un sol del trópico en mi viaje de vuelta a Europa.

    Formalmente, es un diccionario, una compilación de definiciones ordenadas de A hasta Z. En realidad, se trata de un monumento dedicado al escritor colombiano. Cada piedra de este monumento tiene un nombre: cachaco, auyama, yeso, malanga, fiambre, fenacetina, plañidera, ruana, milico, chupacobre, etc., palabras cuyo censo deslumbró hasta los lectores colombianos del escritor.

    Más allá de su dilatado vocabulario y su obvio uso de los colombianismos, Gabo llevó a sus extremos las posibilidades del castellano para modificar el sentido de las palabras. Ya en el glosario incluido en la edición conmemorativa de Cien años de soledad de la Asociación de Academias de la Lengua Española se notaba la manera en la que el novelista aprovechó todos los recursos para hacer de la literatura «el mejor juguete que se había inventado para burlarse de la gente» como dice uno de sus personajes. El libro de Margret de Oliveira Castro establece, más allá de los trucos de la meta-ficción, la existencia de un vocabulario que abarca todas las variaciones del castellano a través de la historia y de la geografía.

    /upload/fotos/blogs_entradas/el_coronel_no_tiene_quien_le_escriba.jpgCada definición viene con una frase extraída de la obra del autor. Se nota así, una voluntad, una dinámica, un amor a las palabras que define una ambición clave en la obra del escritor. Al pasar del estatuto de novelista colombiano radicado en México a su posición de patriarca y referencia literaria del idioma español, Gabo se mantuvo en un combate para conquistar a las palabras. Con su imposible y maravillosa recopilación, Oliveira Castro, intérprete formada en la famosa escuela de la Universidad de Ginebra, escribió -en mi opinión- uno de los mejores libros sobre Gabo y su universo. Entender en El coronel no tiene quien le escriba por qué un oficial mantiene su gallo a pesar de no tener la plata de su jubilación es una manera de acercarse a una obra. Otra manera, tan válida, es entender palabras y expresiones como gallera, gallinazo, gastar pólvora en gallinazo, oler a gallinazo, gallinazo rey, mamar gallo y mamadores de gallo.

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    7 de diciembre de 2007
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    Ser o no ser (contemporáneo)

    Anoche me quedé viendo una peli que se me había escapado: la adaptación de Hamlet a tiempos modernos que hizo Michael Almereyda en el año 2000, con Ethan Hawke, Bill Murray, Liev Schreiber y Kyle McLachlan. Por lo general el desafío de traer a Shakespeare (o a cualquier otro clásico) a esta época me resulta atractivo, en tanto imagino que responde al deseo no sólo de abaratar decorados y vestuario, sino de aggiornar el sentido profundo de la pieza en cuestión. A veces la retroalimentación que se produce es interesante, como en el Romeo & Julieta de Baz Luhrmann que puso al frente la adolescencia de los personajes -cruzando Shakespeare con The O.C. o cualquier culebrón teen que se precie- o en el Richard III de Richard Loncraine, que superponía monarquía y fascismo al estilo siglo XX.

    Pero otros experimentos -como Titus, como este Hamlet- no resultan nada satisfactorios. Me dan la sensación de que el esfuerzo de la adaptación se agota en ver cómo se resuelven ciertos nudos de la drama o escenas claves, de tal modo que encajen en contextos actuales. Así, decidir que ‘Denmark' no sea el país original del príncipe sino una corporación y que la Ofelia de Julia Stiles no se ahogue en un río sino en una fuente equivaldría a resolver los problemas de la puesta. Pero lamentablemente -y parafraseando al dulce príncipe, de paso-, esa no es nunca la cuestión.

    Hamlet ofrece flancos muy tentadores al presente. Después de todo el príncipe es un joven ensimismado, culto, rico y con demasiado tiempo libre, como tantos chicos de hoy. El Hamlet de Hawke, enganchado todo el tiempo a sus películas y sus videos y sus camaritas, se presta con facilidad a la duda, la inseguridad, los soliloquios; a diferencia del siglo XVII, el presente es un tiempo en que las vidas transcurren ante todo en el interior de nuestras cabezas. El Neo de Matrix, enfrentado al dilema de la existencia real versus la virtual, podría articular en todo su derecho el célebre to be or not to be.

    Pero en el Hamlet de Almereyda nada de lo que se dice resuena. Y esto es grave, porque el guionista del caso no es el mismo de American Pie sino un tal William Shakespeare, que sabía muy bien de qué hablaba.

    Me da la sensación de que Almereyda nunca se preguntó de qué habla Hamlet, cuáles son sus temas y de qué manera puede interpelarnos aún hoy. Y así se perdió una oportunidad gorda. Hamlet cuenta la historia de un joven iluminado que se ve en el dilema de hacerse cargo de la herencia de violencia que le legó su padre (el fantasma no le reclama justicia, sino venganza), y que desgarrado entre lo que considera su obligación y la posibilidad de entregarse al arte que tan feliz lo hace, termina eligiendo mal -y pierde, matando y muriendo por la vía de las armas. Hasta donde puedo ver, se trata de un asunto más que contemporáneo: urgente, que bien podría ser ubicado en Washington, Bagdad o Jerusalén.

    Mientras tanto, la mejor adaptación de las últimas décadas seguirá siendo El Padrino. Michael Corleone es Hamlet. El joven talentoso a quien lo esperaba una vida mejor hasta que el imperio familiar fundado en la sangre lo llamó a encargarse del legado. Aquella célebre frase de El Padrino II: ‘Justo cuando estaba a punto de salir me empujan otra vez adentro", funcionaría en boca del Hamlet que a su regreso a Dinamarca se ve enfrentado a pelear con Laertes.

    Algunas cosas no han cambiado nada.

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    7 de diciembre de 2007
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    El dilema

    Rafael Argullol: Vamos dejando huellas y pistas en el camino, pero son el uno por ciento de todos nuestros movimientos alrededor de estos mitos, sueños y preguntas.

    Delfín Agudelo: Encuentro una similitud entre las huellas y la funcionalidad del laberinto en la dimensión espectral del arte, y es que siempre rastreamos la propia existencia del artista como una constante búsqueda en su labor de, como decías, taxidermista u oteador. El artista reconoce lo espectral y a partir de allí camina. Eso implica, naturalmente,  una búsqueda del laberinto.

    Rafael Argullol: En la búsqueda artística hay algo muy frustrante y muy gozoso al mismo tiempo, que ridiculiza la habitual pregunta "¿Disfrutas cuando estás escribiendo?" o "¿Sufres cuando estás escribiendo?" Probablemente están tan cerca un ámbito de otro que están superpuestos de una manera que no se pueden separar. Hay algo muy gozoso porque en el hecho mismo de dejar trazos o dejar huellas tienes una sensación de reconocimiento de lo que es el mundo, y de lo que es la vida. Eso siempre ha actuado en el hombre de una manera afirmativa, porque en medio de la confusión al menos puedes dejar unas pistas para ti mismo, para tus amigos, para tus lectores, para las personas que quieres o para las que odias. Eso es afirmativo y gozoso porque te hace multiplicar tu propia vida: es un acto multiplicativo de la vida. Pero también tiene algo de frustrante porque en lo artístico siempre hay algo de enfriamiento de la sensibilidad pura. Lo artístico siempre es evocativo y al serlo no deja de ser un asesinato de la experiencia, aunque sea un bello asesinato de la experiencia. Cuando se está en la plenitud de la experiencia es imposible dedicarse al arte. Cuando uno está metido, inmerso en el meollo de la experiencia, no va a alejarse de ese meollo para evocar.

    /upload/fotos/blogs_entradas/thomas_mann.jpgEn cambio el arte por un lado multiplica la vida, y por otro lado no deja de ser un cierto enfrentamiento con la vida. De ahí que desde siempre se haya planteado el repetido dilema entre arte y vida, si te puedes dedicar plenamente al arte y a la vida al mismo tiempo, si puedes encontrar o no elementos de conciliación. Yo creo que el artista que se ensimisma, que se encierra forzosa y absolutamente en su obra, hace un pacto de no-vida, hace un pacto de renuncia a la vida. Por eso no es nada gratuito el héroe literario que se inventa Thomas Mann  en Doctor Faustus, el compositor Adrien Leverkühn, quien, en un momento determinado, frustrado porque no puede componer obras musicales de creatividad nueva, pacta con el diablo a costa de su propia vida. Es decir, se le concede la fecundidad musical a cambio de renunciar a la vida. En esa figura Thomas Mann, además de que era un tema que le obsesionaba mucho, no deja de recoger una tradición que casi te diría que se entrevé en el poema de Gilgamesh, y que se entrevé ya en la literatura antigua. No sé si se puede ser Homero y Ulises al mismo tiempo.  

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    7 de diciembre de 2007
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    I. Selvas de papel

    Esos santuarios íntimos y confortables que eran las librerías de pequeño y mediano tamaño, donde uno podía conversar de libros con libreros que eran lectores devotos y sabían de lo que hablaban al hacer recomendaciones a sus clientes, han ido desapareciendo de la faz de la tierra. No tanto porque se lea menos, ya que los libros siguen publicándose en abundancia, sino porque los pequeños y medianos no pueden competir con las  grandes cadenas libreras, ni con las tiendas de departamentos y los supermercados que también venden libros.

    Donde mejor defienden su existencia es en España, y quizás en Buenos Aires. Hablando una vez en Valencia con el dueño de unas de esas librerías de estrechos pasillos y mesas y estantes sobrecargados, me decía que cada día recibe treinta nuevos títulos enviados por las editoriales, una cantidad de novedades imposible de manejar, de modo que muchas de las cajas debía devolverlas sin abrirlas. ¿Qué viene dentro de esas cajas? Nunca se sabrá.

    Esta premura y esta abundancia determinan que un libro sólo pueda quedarse por muy pocos días en las vitrinas y en las mesas de novedades de las librerías de cualquier tamaño, antes de ser expulsado por la fuerza de la avalancha de los que vienen detrás. Pero hay algo todavía más inquietante: ¿cómo se orienta uno en esa espesa selva para distinguir entre lo que vale la pena leer, y todo aquello que pronto entrará en el reino del olvido?

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    7 de diciembre de 2007
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    El Boomeran(g)
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