Marcelo Figueras
Hace treinta años atrás era sábado. Sábado 10 de diciembre. La mujer -una señora maciza, de sonrisa fácil y debilidad por el spray fijador del cabello- salió muy temprano por la mañana. Iba a hacer compras. La gente que va a hacer compras un sábado o domingo tan temprano no es cualquier gente, es gente organizada, responsable y generosa, que sacrifica su descanso del fin de semana para que a nadie le falte nada al levantarse.
Pero esa mañana algo se interpuso entre la señora Azucena y las medialunas. Un grupo de hombres armados. Que la golpearon, la cargaron en un auto y la secuestraron. Se la llevaron a la ESMA, la Escuela de Mecánica de la Armada. Cuatro o cinco días después del secuestro la drogaron, la metieron en un avión y la arrojaron desde lo alto al Río de la Plata.
Azucena Villaflor fue una de las fundadoras de las Madres de Plaza de Mayo. Dicen que era "una líder natural". Ella fue una de las catorce originales, que el 30 de abril de 1977 dieron la primera de tantas vueltas alrededor de la Pirámide en reclamo por las vidas de sus hijos.
Para acabar con esas catorce amas de casa, con esas catorce madres y las que se les fueron sumando tantas como hijos desaparecidos, la Armada argentina concibió un operativo de inteligencia. Envió a uno de los suyos, un oficial llamado Alfredo Astiz, a infiltrarse en el grupo. Una tarde de octubre de 1977 -quizás el mismísimo Día de la Madre, como sugirió ayer en Clarín el periodista Enrique Arrosagaray-, se aproximó a Azucena a la salida de la misa. Dijo llamarse Gustavo Niño (la elección del alias es casi el summum de la perversidad: ¿qué madre que ha perdido a su hijo se resistirá el clamor de un Niño?) y estar penando por el secuestro de su hermano; su madre no lo había acompañado esa tarde porque estaba -eso dijo- postrada por el dolor.
Ese hombre, cuya educación y cuyo sueldo habían pagado durante años todos los argentinos para que protegiese sus mares, hizo lo indecible para ganarse el afecto de Azucena, esa mujer manca de hijo. Arrosagaray dice que hay testigos que lo recuerdan tomándola del brazo en alguna caminata. Una vez que obtuvo la información que consideraba necesaria, se convirtió en partícipe necesario de su secuestro, tortura y muerte.
Hoy se cumplen treinta años de aquella traición, a la que Judas mismo no se habría atrevido. Treinta años del comienzo del fin de Azucena Villaflor, aquella señora gordita y tozuda que quería recuperar a su hijo Néstor.
Tan tozuda era Azucena, que no se detuvo ni siquiera muerta. Sus restos terminaron encallando en la costa. Fueron enterrados como NN, pero ni siquiera expuestos a la desintegración natural se dieron por vencidos. Cuando se los exhumó, le dieron a la gente del Equipo Argentino de Antropología Forense la información suficiente para que pudiesen identificarla. Reducida a huesos, a jirones, a casi nada, Azucena Villaflor se alzó igual de entre los muertos para decirle a Astiz, a la dictadura, a la sociedad argentina: yo acuso.