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Canción de inocencia

En este mismo sitio, hace pocos días, alguien me acusó de inocente. Me sorprendió, porque yo suelo enojarme con cierta gente por corrupta, necia, egoísta o violenta, ¿pero inocente? ¿Desde cuándo la inocencia se ha convertido en un rasgo negativo?

Ya lo sé: la pregunta es retórica. Hasta donde puedo ver, la inocencia está mal vista por lo menos desde que la Iglesia católica se consagró como poder mundial. El dogma sostiene que ninguno de nosotros es inocente ni siquiera en el primer día de nacidos, porque venimos a este mundo con algo llamado Pecado Original. O sea: manchados de origen. Por supuesto, existe la posibilidad de que nos quitemos de encima esa mácula, pero para ello necesitamos de los oficios de -adivinen quién- la Iglesia misma, sí. El Papa viene a ser el gerente de una tintorería espiritual, y por eso le conviene que todos estemos, nos sintamos, sucios: ¡más clientes para él!

Es verdad que la legislación moderna tiende a consagrar el principio inverso, según el cual todos somos inocentes hasta que se demuestre lo contrario. Pero un legado cultural de siglos no se borra de un día para el otro. En el fondo, todos nos tenemos por pecadores. Y eso le conviene a la Iglesia, sí, pero muy especialmente a los pecadores de verdad: los corruptos, necios, egoístas y violentos de los que hablaba al comienzo, porque de esa manera diluyen responsabilidad en el mar generalizado de la culpa.

Es verdad que vamos perdiendo la inocencia con el tiempo: al reconocer en nuestro interior las pulsiones que criticábamos en otros, al vernos obligados a sobrevivir en la jungla social y económica. El error es considerar que la inocencia se pierde tan sólo una vez, por completo y sin vuelta atrás. Dejamos jirones, eso es cierto. Pero no por ello debemos asumir que perdimos la esencia de aquel sentimiento, de aquella manera de mirarnos y de mirar el mundo. Las cosas son más difíciles de lo que creíamos, mala leche. Todos recibimos más golpes de los que esperábamos.

Pero si la experiencia nos sirve tan sólo para justificar nuestra desconfianza, apaguemos la luz y vámonos de aquí. Desconfiar de todo y de todos pasa por inteligencia en muchos bares. A mí me sigue sonando a maravillosa excusa para no hacer nada, ni jugarse por nadie.

Hoy más que nunca necesitamos inocentes. No ingenuos: inocentes. Gandhi no era ingenuo, tenía la inocencia necesaria para creer que la no violencia era la mejor de las herramientas y el coraje para sostenerla. "Todos debemos amar la forma humana / En pagano, turco o judío; / Donde habita la Misericordia, el Amor & la Piedad / También habita Dios", decía William Blake en una de sus Canciones de Inocencia y Experiencia. Por favor no me digan que no debo creer, que no debo confiar, que no debo apostar por el otro. Este sentimiento insensato es lo único que me mantiene vivo. 

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13 de diciembre de 2007
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Atentados entintados

Escribir textos cortos en un procesador se parece a nadar en una alberca olímpica. Sabe uno cuánto avanza, cuál es el camino y en dónde termina. Se nada en línea recta a lo largo de cualquier múltiplo de cincuenta metros. Habrá quien se ahogue, pero no quien se pierda. Incluso leo al pie del archivo que recién he llegado a la palabra número sesenta y ocho, y de antemano sé que muy difícilmente pasaré de ochocientas. Y ya. Me iré a dormir con el trabajo terminado y cierta paz de espíritu, que ya no estará ahí cuando despierte, presa de un cosquilla matinal similar a la que sentía cuando niño durante las vacaciones en la playa. Por la mañana se abren los ojos ya con cierta premura por correr a la playa y meterse en el mar.

Si he de dar mi versión personal del mar, creo que nadar en él se parece a escribir un texto de dimensión incierta con pluma fuente y meses o años por delante. Se avanza lerdamente, o así parece. Hasta donde recuerdo, podía dar decenas de brazadas y patalear rabiosamente hacia adelante, que al detenerme y sacar la cabeza observaba con fatigado desconsuelo que el hotel no se había movido. Nadaba entonces ya sin mirar a la playa, asumiendo que me iba la vida en ello, hasta que un chico rato después llegaba a mi destino con las piernas temblonas por el esfuerzo. En la mañana, cuando me levante, lo haré creyendo que la historia se me ahoga y tengo que nadar para salvarla.

Cuando ese arduo texto que se perpetra durante meses o años pertenece al dominio de la ficción, la sensación es similar a un naufragio. No se sabe hacia dónde nadar, ni hasta cuándo, ni si servirá de algo. La pluma fuente que más me acompaña tiene forma de submarino y en el punto el dibujo de una escafandra. Una carga completa de tinta suele durarle en torno a las seis páginas, tras lo cual es preciso ir en busca del tintero y probar el deleite inenarrable de llenar el depósito hasta el tope. Reconocer el olor de la tinta. Limpiar el punto a mano limpia, mancharse por capricho redentor. Se puede teorizar por una vida en torno a una novela en proceso, que lo único que cuenta son las cuartillas emborronadas. Las manchas, las ampollas, la tinta en la botella, bajando de nivel.

El nivel de la fe no suele subir solo. Por eso, cuando salto de clavado hacia el cuaderno constelado de garrapatas negras, pienso en la pluma como en una máquina de la más alta precisión, y así me aferro a ella como al timón del último Nautilus. No es por casualidad que en las lenguas romance precisamente el término romance sirve como sinónimo de novela, si ya su confección supone la aventura total de lanzarse a salvar lo insalvable. Romance, aventura, lenguaje, travesía: leemos o escribimos novelas para que estas palabras se nos hagan sinónimos. Para creer y, a veces, ser creídos.

Ciertos días, cuando llega la hora de sacar la herramienta de su estuche, recuerdo esas películas donde la cámara se recrea en los preparativos rituales del francotirador. Aunque luego ya el juego se haga más parecido al del cirujano -rompe uno mucho menos de lo que remienda- me divierte pensar en la pluma fuente como un fusil de tinta con mira telescópica. O quizás un arpón submarino a la caza de páginas en blanco. Intentar, atentar, entintar: en este juego, son los tres sinónimos.

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13 de diciembre de 2007
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Hogares solos

Los hogares ocupados por una sola persona se extienden como un voraz sistema de vida por el mundo occidental y por todo aquél, occidental o no, donde los medios económicos lo permiten y la telecomunicación colabora.

Del proyecto de la familia amplia, densa o bulliciosa, se pasa al apartamento en silencio, expurgado de convivencia, y en donde un solo individuo aspira el contenido de la felicidad de su nuevo prototipo humano sin pareja.

Este sujeto necesita la compañía, ama la comunicación, considera una riqueza poseer contactos y, sin embargo, la más próxima naturaleza de su estar se corresponde con la nueva opción privilegiada de disfrutar la ausencia. De este modo la ausencia no se tiene por una carencia, sino que se iguala a una voluntad de soledad tal como si el ego se temiera a sí mismo y sus veleidades y hubiera medido instintivamente la conveniencia de poseer un espacio para vocear, autocontemplarse, desperezarse, escuchar sus pasos, recomponerse.

De este modo, como mostraban los anacoretas la soledad se acerca a la terapéutica y la ausencia, en paralelo, se adquiere como un bálsamo fundamental. No será la ausencia independiente de la presencia sino justamente como una cura de ella, su contraveneno.

/upload/fotos/blogs_entradas/volando_en_mi_mundo.jpgSe goza de la ausencia así como opción de lujo, la valiosa alternativa a estar con los demás y fomentar la ilusión de que acaso pueda lograrse el poder y la autonomía de los dioses.

La ausencia de los demás en la vivienda de un solo sujeto procura a su habitante una sustancia de nata, entre la voluptuosidad del silencio exterior y la sensible presencia que por comparación al tufo de los demás parece una situación engalanada. Engalanada de haber dejado a los demás tras el cierre de la puerta y haber obtenido, de esta operación, el zumo de su ser en estado puro, el zumo esencial derivado de su ausencia.

Los demás serán evocados en diferentes formas y en el mismo ejercicio se experimenta el insólito poder de conformarlos de una u otra forma, acercarlos o alejarlos, borrarlos incluso de nuestro recuerdo u ofrecerles la sobresaliente estancia de su presencia en el sobresaliente lugar que creó su ausencia.

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13 de diciembre de 2007
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De la sombra a la sustancia

Antes de introducir una serie de consideraciones digamos metodológicas intentaré poner sobre la pista de un problema central del aristotelismo:

Retomo el caso de la niña que había constatado la presencia de su sombra, que se agita o estabiliza en función de lo que ella misma haga. Sólo más adelante la pequeña llegaría a descubrir que la sombra, además de depender de uno, depende también de otras cosas. Descubriría que, incluso estando ella misma en reposo, a veces la sombra cambia y hasta llega a desaparecer. Descubriría, en suma, que aun siendo propia, la sombra no sólo está vinculada a uno mismo, sino también a la relación que uno tiene con su entorno y concretamente vinculada a la cambiante ubicación respecto al foco de luz que la genera.

Sería ya mucho más adelante cuando la niña se adentraría en una reflexión explícita sobre los conceptos clave implicados en la simple percepción de un juego de sombras, descubriendo entonces que de hecho marcan la cotidiana relación con el entorno, con los demás humanos y con nosotros mismos. Pero la disposición indagadora que le llevó a este saber no hubiera sido posible sin aquel estupor originario y su desafiante actitud para superarlo. Tanto más cuanto que el descubrimiento de la sombra se añadía a lo que la niña podía ya constatar en los espejos.

En el espejo están las cosas, y aunque al mirar tras él no se encuentre nada, también lo que se ve en el espejo se mueve, como la sombra, obedeciendo al propio movimiento.

La mera constatación del carácter aparente, subordinado y relativo tanto de las imágenes especulares como de las sombras, supone que el espíritu se ha abierto a una diferencia abismal; diferencia que cabe sintetizar en una expresión que suena a obviedad: lo superficial no es substancial.

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13 de diciembre de 2007
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Lo más visto

Acaba de llegarme el "Panorama Audiovisual 2007", editado por Egeda que es la Entidad de Gestión de Derechos de los Productores Audiovisuales. Es un estudio pormenorizado de lo que hemos visto, desde el lado del dato y la estadística y no tanto desde el análisis. Aquí está el dato de lo que han visto los españoles en televisión o cine. Hoy comentaré lo más visto. Naturalmente lo más visto está en televisión- todavía no se contabiliza por Egea lo que se ve por la Red- y con mucha diferencia de lo que vemos en pantallas de cine. El cine en el cine, ¡ay!, una rareza en trance de desaparición.

Si somos lo que vemos, somos primero fútbol, después fútbol, seguido de carreras de Fórmula 1. Entre los diez programas más vistos -los datos son del 2006- en televisión sólo hay una ficción, la serie Hospital Central en el número 8 del ranking. La lista sigue hasta los cien programas más vistos. La mayoría son programas de deportes. Crecen las series españolas de ficción: Aquí no hay quién viva, Los Serrano, Siete vidas, El comisario, Cuéntame, Camera Café, Aída o Manolo y Benito. También series americanas, C.S.I, una en Nueva York, otra en Miami -no tengo ni idea de qué me hablan- y desperdigados por el ranking algunos de entretenimiento o lo que sea: Gran Hermano, Mira quién baila, Festival de Eurovisión, Operación Triunfo o Salsa Rosa. Y, por completar lo que vemos -es decir lo que los españoles ven por televisión- señalar que en puestos medios, más bien medios altos, también hay algunas películas: Como Dios, El señor de los Anillos, Asterix y Obelix, Cleopatra, El regreso de la momia, Pretty woman y Harry Potter, son los largometrajes más vistos en televisión el pasado año.

Debo reconocer que cuando leo estas listas me siento un bicho raro. Un ser extraño, fuera de la realidad, un marciano, un excéntrico, un solitario, un pedante, un desinformado, un listo, un tonto, un tipo peor que un comunista: un mal español. Menos mal que me salvo por ser espectador de algunos, muchos, partidos de fútbol. Aunque muchas veces voy en contra de los míos. Yo en eso, menos para el Atlético de Madrid, soy como el poeta Ángel González, voy contra todos, sobre todo contra los que ganan. Soy de muy pequeño espíritu deportivo, me gustan marrulleros, que jueguen, que ganen los míos aunque sea con trampas. Y como no tengo míos, voy con los peores.

/upload/fotos/blogs_entradas/los_soprano.jpgMe alegra que se vean tantas series españolas. Incluso alguna vez trabajé en alguna, pero no soy consumidor ni se me espera. Soy, otra vez, del juego sucio, de Los Soprano. Y de programas llamados de entretenimiento, soy un analfabeto. Y no me importa. Creo que soy rebelde porque el mundo me hizo así. El caso es que antes, cuando fui mejor, más pequeño y más español, me encantaban los programas de concursos. Y los de entretenimiento que presentaban unos vieneses. Incluso las series, americanas, del tipo de El fugitivo, Los intocables. Estoy perdido para la tele. Estoy nostálgico. Soy un tonto, y lo que he visto me hacen dos tontos.

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13 de diciembre de 2007
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I. La vuelta de los olvidados

Hace ya varios años viajé desde Alicante a Murcia para ver a Mario Benedetti, porque no habíamos podido encontrarnos todavía esa vez en España, y él volvería pronto a Uruguay. Esa noche tenía él un recital, lo busqué en su hotel, y caminamos hasta el auditorio del ayuntamiento, que se hallaba a pocas cuadras, donde iba a celebrarse el acto.

Afuera, una multitud de jóvenes pugnaba por entrar, como he visto que ocurre a las puertas de las discotecas, y creí que el lugar no estaba abierto todavía; pero no tardé en darme cuenta que no había más lugares. La sala se encontraba completamente colmada, de jóvenes también, muchachos y muchachas, que esperaban en religioso silencio, hasta que Mario subió al escenario y lo saludaron con una  cerrada salva de aplausos.

El recital fue para mí una experiencia única. Los muchachos no sólo pedían a Mario que recitara sus poesías de amor para ellos conocidas, sino que coreaban pasajes de la lectura, como en los grandes conciertos al aire libre la multitud hace con los cantantes.

Y entonces, me di cuenta de que la poesía, esa vieja cómplice de amantes, estaba regresando al mundo por sus fueros.

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13 de diciembre de 2007
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Peluquerías (1)

El otro día por Madrid no se podía dar un paso, íbamos todos codo con codo y no se trataba de una manifestación, sino que todo el mundo se había echado a la calle a comprar como locos o a mirar cómo otros compraban, puesto que existe una queja generalizada de lo poco que se vende cualquier cosa. Según los comerciantes no venden, pero vas al cine y hay cola, vas a un restaurante y está lleno, vas a tomar un taxi y tienes que pegarte con alguien que dice que ha levantado la mano antes. Y a la peluquería hay que ir con toda la mañana o la tarde por delante, porque a la clientela tradicional de las mujeres se han sumado los hombres, que antes no necesitaban más de cinco minutos y un barbero, y que ahora tardan tanto o más que nosotras.

Pero ¿quién puede pasar sin este trámite estético? Es increíble que suceda lo que suceda en el mundo (guerras, atentados, muerte en definitiva, enfermedad, hambre y todos los dolores posibles) el ser humano no puede dejar de ser frívolo, o mejor dicho, la entrega al adorno y la apariencia cada día ocupa mayor parte de nuestra esencia. Así que ocurra lo que ocurra la preocupación por el corte de pelo sobrevivirá y las peluquerías se llenarán como un reducto de vida donde no ocurre nada. Lo he comprobado hoy mismo.

Nada más entrar en esta peluquería que me han recomendado, me cae encima una capa plateada que me envuelve como si fuera la reina de Saba. Me piden que me siente a esperar, junto a otras reinas, a Nikos, el peluquero. Qué moderno y ligero es todo. Hay un poco de revuelo porque una televisión está grabando un implante de pestañas, y todos hemos concentrado la atención en esa delicada operación. Se habla de extensiones (antaño llamados postizos), de reflejos (antaño, mechas), de baño de color (tinte), de cera para las puntas y un largo etcétera. Tanto clientes como peluqueros tienen un tono de voz aterciopelado que no parece de este planeta. Más aún, llegan clientes tan peinados que parecen que acaban de venir de otra peluquería.

¿De dónde han salido? ¿Han oído si quiera hablar de la crispación en que vivimos sumidos en este país de bocazas? Me siento un poco desplazada y algo tosca dentro de mi capa de lamé y empiezo a echar de menos los grandes secadores de las peluquerías de antaño, donde te encapsulaban la cabeza hasta que echaba humo. ¿Quién los inventaría? Y, sobre todo, ¿qué han hecho con ellos al apartarlos de nuestra vida? Formaban parte del paisaje más amable del día a día y en cuanto aparecían en una película, la convertían en comedia. Sin embargo, ahora, vistos con distancia, van resultando extraños y dentro de cien años cuando se haya olvidado para qué servían serán completamente desconcertantes, podrán parecer incluso siniestros.

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13 de diciembre de 2007
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III. Los ritmos de la escritura. Ideas y sensaciones

Rafael Argullol: El sabio nunca es el artista, porque el sabio siempre aspira a un equilibrio, a un estar más allá de las pasiones, mientras que el artista está continuamente tentado por el propio abismo.

Delfín Agudelo: El abismo tiene entonces la misma dimensión que el laberinto, ya que el artista se siente seducido por su centro mientras que el sabio tan solo conoce su periferia. Me pregunto si esta diferenciación es moderna, o si la cultura occidental siempre ha abogado por esta disyuntiva.

R.A.: Yo pienso que en la tradición occidental hay una fuerte implantación de la diferencia de estas figuras-y hablamos de "sabio" como el hombre que quiere adquirir cierto conocimiento de sí mismo y cierto conocimiento de la vida. Probablemente en otras tradiciones esta disociación de figuras no es tan clara. Soy gran admirador de los escritos de Ibn Arabi, quien siempre propugna la superación de esa diferencia. Por lo que puedo conocer de la propia tradición hindú, ha habido una gran tendencia a integrar las dos siluetas. E incluso diría que en la tradición europea ha habido países donde ambas figuras han tenido también una cierta unificación. Pienso en la literatura rusa del siglo XIX, en Pushkin, Dostoievsky, Tolstoi y Gogol, que son grandes literatos y también grandes pensadores. En cambio, vemos con frecuencia en la tradición occidental un choque entre el pensador y el artista, como si hubiera una división del trabajo entre el mundo de las ideas y el mundo de las sensaciones-división ampliamente criticada, Goethe o Paul Valéry son dos ejemplos. Pienso que las dos figuras deberían integrarse, si bien reconozco que en nuestra tradición occidental esta diferenciación de ámbitos y figuras se debe a criterios enraizados en la Grecia misma.

D.A.: Recuerdo un episodio en particular. En los juicios a Oscar Wilde, Edward Carson lee un poema del irlandés, preguntándole si le parece "bello". Wilde le responde que depende de la manera como se lee, y que en su caso, lo lee muy mal-haciendo eco de cómo la belleza sólo puede ser comprendida por los elegidos. La respuesta de Carson es lapidaria: le dice que, teniendo en cuenta todo lo que ha escuchado y leído hasta el momento, siente alegría por no ser un artista. Y seguramente dijo esto pretendiendo ser un sabio.

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13 de diciembre de 2007
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La mujer herida

Ya el aviso me arrancó una carcajada. "Fiel a la larga tradición de revistas culturales argentinas, Lamujerdemivida cierra". Durante cuatro años, nueve meses y casi 49 ediciones -la que todavía está en los kioskos es la número 48-, Lamujerdemivida (todo junto, siempre) fue una de las mejores, sino la mejor, revista cultural de estos tiempos. Una hazaña que sus responsables intentan mensurar mediante una larga lista: 1862 páginas, 85.750 kilos de papel, 168 cuentos, 2 amenazas, 243 reuniones de redacción, 1 pareja formada por la revista, 6 peleas, 2 serias, 1 escándalo público (no lo recuerdo, voy a tener que preguntar), 0 embarazos...

Como suele ocurrir, lo mejor nunca es mensurable. Durante estos años que se parecieron tanto a un páramo, Lamujerdemivida me concedió lo único indispensable que se le pide a un medio de comunicación en una era de crisis: que esté vivo. O sea que no parezca monolítico, ni que baje línea, ni que me ofrezca membresía al último Club de Iluminados. En tiempos difíciles, lo que uno busca es gente que articule las preguntas que uno se está formulando de manera más o menos nebulosa. Y eso Lamujerdemivida lo hizo sin faltar nunca a clases. El número 48 se lo cuestiona de lleno. Su tema (Lamujerdemivida siempre funcionó con números temáticos) está expresado en forma de pregunta: ¿Qué te impide pensar?

Yo fui uno de los tipos a los que llamaron a opinar. (Dije que una de las cosas que impide pensar es el miedo, citando al Frank Herbert de Dune: ‘El miedo es el asesino de la mente'.) Pero en estos casi cinco años fueron muchísimos los escritores que colaboraron con la revista, a sabiendas de que estaban -estábamos- donde había que estar. Para no cometer injusticias, me limito a mencionar a algunos de aquellos que figuran en esta edición: Esther Cross, Sandra Russo, Esteban Schmidt, Pablo Ramos, Claudia Piñeiro, Claudio Zeiger... Autores hechos y derechos que se arrimaron a Lamujerdemivida porque, imagino, los sorprendía y los divertía y los cuestionaba como a mí.

Vaya mi agradecimiento, pues, a la gente que nos proporcionó la experiencia al contribuir siempre o en algún momento a la salida de la revista: a Ricardo Coler, Mori Ponsowy, Amalia Sanz, Sergio Olguín. Elvio Gandolfo, Christian Kupchik, Marcela Basch y todos los demás. De aquí en más los kioskos de diarios seguirán mostrando culos y tetas como de costumbre, pero ya no exhibirán el rostro de la única mujer a la que yo buscaba con fervor.

La idea del aviso del que hablaba al comienzo no era la de convocar a un entierro sino a una fiesta: el 19 de este mes a las 20 en Casa Brandon, Drago 236, Buenos Aires. Allí estaremos todos los que disfrutamos de Lamujerdemivida, celebrando que haya existido y que ni siquiera en su ocaso deje de producir encuentros.

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12 de diciembre de 2007
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El niño y la geometría

Es un lugar común de la divulgación científica contemporánea la afirmación de que la geometría euclidiana ha perdido su prioridad a la hora de dar cuenta del universo. Ello en razón de que el espacio newtoniano en el cual las leyes de tal geometría se cumplirían (a saber, un espacio de curvatura nula)  carecería de objetividad física.

Y, sin embargo, la geometría aprendida en la escuela sirve y ordena un mundo. Sirve, porque sella nuestra mirada desde que abrimos unos ojos propiamente humanos (es decir, unos ojos exhaustivamente permeables al lenguaje y a los símbolos). Por ello, la geometría es enormemente valorada por los niños en el aprendizaje escolar y toda quiebra en la capacidad de simbolización que representa el aprendizaje geométrico es vivida como una mutilación dolorosísima. /upload/fotos/blogs_entradas/quaderno_geometria.gifSí, el niño ama intrínsicamente la geometría, porque ama la intuición euclidiana que le sirve de soporte. Y seguirá amándola, a menos que una educación literalmente mutiladora de su humanidad le haga sentir que ese mundo está definitivamente perdido para él, o que, a lo máximo, queda un simple rescoldo apto para alimentar la nostalgia... El niño ama la geometría porque su pulsión por ubicar las cosas en el entorno, midiendo y sondeando las distancias entre ellas, es una operación indisociable de su capacidad misma de reconocer e identificar tales cosas. Este vínculo entre la identidad misma de las cosas y su caracterización geométrica, supone que la debilidad en la capacidad de discernimiento en el segundo registro se traduzca en astemia de la capacidad perceptiva general.

Y así, al igual que se diluye en una niebla la acuidad del hecho que en nuestra percepción de las cosas rige el teorema de Pitágoras, esa misma niebla diluye las diferencias de los colores y las formas. Pero diluye también (en razón de la indisociabilidad de tiempo y espacio en el acto perceptivo) la capacidad de ser impactados por las diferencias de intensidad o altura de los sonidos configuradores de todo espacio auténticamente humanizado. Y así, ese mismo niño que, de manera indisociable, en su mera aprensión de las cosas, modelaba a la vez el espacio y la materia y con ello se vinculaba radicalmente a las formas, es ya ahora tan sólo susceptible de captar (en la naturaleza, como en el marco urbano o en las obras artísticas) un mero esqueleto, a lo máximo una suerte de esquema: esquema en el que Venecia queda reducida a una impresión y en Debussy se percibe tan sólo lo que perdura en él de melodía.

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12 de diciembre de 2007
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