Javier Rioyo
Hace ya bastantes años pudimos unas de las obras más espléndidas de la literatura europea, una de esas prosas poéticas que nos hacen seguir teniendo fe en la literatura y sus escritores. Hablo de El mar de Sirtes de Julien Gracq. Su potente mundo onírico nos llegó en una traducción de José Escué, creo que la misma que años después recuperó Galaxia Gutenberg.
Después leímos su primera obra, esa pieza, joya, de la literatura gótica, su primera y rechazada novela En el castillo de Argol. Esta vez traducido por Mauro Armiño. Después hemos seguido por tierras, mares y acantilados lo que a nosotros llegaba de uno de los grandes. Del más silencioso, y menos mediático, de los escritores contemporáneos. Murió el otro día, entre tranquilidad y silencio, pero con muchas páginas a él dedicadas. También le dedicó unas profundas -no se cuánto sentidas- palabras el mediático presidente francés. ¡Que vidas tan diferentes! ¡Qué mundos tan diferentes!
A los que no hayan conocido a Gracg vivamente se lo recomiendo. Para acercarse a la literatura, la imaginación y la extraña belleza que pueden esconder las palabras. También para huir de los ruidos mediáticos del presidente y su novia, la hermosa cantante susurrante. Me extraña que Sarkozy, con sus prisas y sus risas, con sus fotos, sus mujeres y sus encuentros en todas las fases, haya tenido alguna vez el tiempo rescatado para acudir a los expresivos mundos secretos como hermosos bosques de Julen Gracg. Es posible que lo haya leído, incluso que haya apreciado su poética prosa. ¿No es Carla Bruni una buena lectora de poesía? Seguramente. Pero no puedo evitar mis prejuicios, ahora que están en las primeras páginas, aún me los creo menos. Quiero decir a ella. A él nunca le tuve mucha fe.
No importa. Existen escritores lejos de toda estupidez como Gracg. Amante de la provincia, el campo, la tranquilidad, el whisky, los mitos, Wagner y el bumerán.
Muy hermosa la historia que cuenta Julia de Jódar. El niño Julien soñaba con tener un bumerán decapitador de pájaros en su viaje de ida y vuelta. Se lo regalaron, y comprendió que nunca lo conseguiría, además que ni siquiera era capaz de que volviera a sus manos. Insistió, se fabricó caseramente uno que acabó estampado contra las rocas. Hizo un tercero que nunca llegó a lanzar. Que reposó sobre su lecho. Y así sigue Julia de Jódar: «De mayor, cierto día, tras contemplar un bumerán en un escaparate del Bulevar Saint Germain, volvía Gracg sobre sus pasos decidido a "conceder aquella recompensa póstuma de su infancia", cuando, ya en el umbral de la tienda, se echó atrás porque -dicho en francés, que suena con más propiedad- "il ne faut pas remuer les amours mortes"».
Quizá es cierto, quizá no hay que remover los amores muertos. Adiós, Carla.