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Promesas del mundo entero

La película con que despedí el año fue Eastern Promises, la última de David Cronenberg. Fue una despedida de lujo. Es posible que no sea una de sus mejores películas: sigo creyendo que su versión de The Fly es una de las más conmovedoras, y a la vez más perversas, historias de amor del cine. Eastern Promises está más en la línea de A History of Violence, que en su momento no me terminó de convencer: un trabajo de encargo sobre un guión de Steven Knight, con el que Cronenberg cumple y mientras tanto dota aquí y allá de algunas de sus marcas de fábrica, de sus peculiares obsesiones.

Protagonizada por Viggo Mortensen -a quien, como en A History of Violence, le extrae una actuación notable-, Eastern Promises es un thriller que transcurre en la Londres de estos días. Durante su turno diario en el hospital de Trafalgar, Anna (Naomi Watts), una enfermera inglesa hija de un exiliado ruso, atiende a una adolescente que da a luz a una niña antes de morir. Como la adolescente es rusa y lleva un diario íntimo en su cartera, Anna -que no habla el idioma de su padre- se decide a traducirlo en busca de un dato que permita conectarla con parientes vivos de la criatura recién nacida. Esta intención la conectará sin querer con la mafia rusa de Londres, poniendo su propia vida en riesgo. Durante este descenso a los infiernos, quien la ayudará a atravesar el fuego será un personaje inquietante: Nikolai (Mortensen), el chofer y guardaespaldas del mafioso Semyon (Armin Mueller-Stahl).

Las marcas de Cronenberg están en su gusto por los personajes ambiguos -Nikolai puede ser amable y un rato después cortar los dedos de un cadáver para evitar que sea identificado-, por las comunidades cerradas que existen dentro del mundo ‘normal' y por la violencia llevada al límite de lo repelente -la pelea de Nikolai con dos matones en el baño de vapor es de antología-, pero el universo en que transcurre Eastern Promises es ante todo el del guionista Steven Knight. Como en Dirty Pretty Things de Stephen Frears, que también escribió, Eastern Promises lidia con tema que parece obsesionar a Knight: el de los círculos de esclavitud que existen en nuestras megalópolis de hoy. En Dirty Pretty Things estaba habitado por inmigrantes que contribuían con sus órganos al tráfico que concluye en transplantes. En Eastern Promises se trata de las chicas rusas que llegan a Londres para ser integradas al mercado de la prostitución.

La cuestión me desvela. Cualquier habitante de una gran ciudad advierte hoy a simple vista que existen trabajos y tareas desagradables que sólo son desempeñados por cierta gente, que a menudo forma parte de la clase social más desvalida pero que la mayor parte de las veces está a cargo de inmigrantes, legales o no. Estoy seguro de que en Buenos Aires existen redes de explotación criminal -trabajadores esclavos, prostitutas, traficantes- por debajo de la pátina de normalidad casi for export que ofrece la ciudad en estos tiempos. Infiernos subterráneos, subsuelos dignos de Dostoievski.

Eastern Promises me recordó que no le prestamos suficiente atención al asunto. Y me hizo pensar que en Buenos Aires hay al menos un thriller semejante en espera de un artista que lo advierta a tiempo.

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1 de enero de 2008
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El último que nos quedaba

Cuando murió Ernst Jünger no sólo desapareció un escritor sino un modo de concebir la escritura. Aunque murió en 1998, con él se quebraba el último brote del siglo XIX. La muerte de Julien Gracq, hace pocos días, entierra la última pluma del siglo XX.

Puede parecer exagerado, pero no lo es. Téngase en cuenta que hacia 1970 la "literatura" aún era un club de poetas. Si alguien se refería al arte de escribir, todos entendían que hablaba de Rilke, de Eliot o de Machado. La novela sólo era "literaria" cuando se aproximaba a las intenciones de la poesía, como en el caso de Joyce, de Faulkner, de Benet o de Manganelli. La poesía ha desaparecido hace decenios; ahora le toca desaparecer a aquella novela que aún medía sus armas con la poesía.

Esta desaparición no es una muerte en el sentido escandaloso que a veces se le da, sino una exclusión del ámbito social, de las tertulias, de los usos cultos, de la vida en común. Jordi Llovet lo decía sobriamente en El País del pasado día 27: "La literatura tendrá un papel cada vez más pequeño en el terreno de la verdadera socialización". Era su homenaje al último literato vivo del siglo XX.

/upload/fotos/blogs_entradas/gracq_a_lo_largo....jpgLo más curioso de Julien Gracq, sin embargo, es que tampoco el respeto enorme que suscitaba entre los entendidos tuvo una consagración académica: sus libros no se ajustaban a lo que se espera de un escritor supremo. Las novelas eran oscuras y de poco fruto fuera de la tesis doctoral. El teatro, irrepresentable. Lo excelente eran unos cientos de fragmentos inconexos que en cinco líneas o dos páginas enunciaban juicios, recuerdos, reflexiones, exabruptos, historias, reunidos en libros con nombres tan opacos como "Letrinas", "Leyendo y escribiendo" o "A lo largo del camino" (Acantilado).

Lo que en un clásico habría sido obra menor era en Gracq obra mayor. Lo que antaño ni se habría publicado, era lo más relevante del arte de Gracq. Como si habiendo intuido el próximo fin de su cultura hubiera dejado tan sólo un manojo de epitafios irónicos, ruinas dispersas sobre las que reposa una figura acodada al cayado.

Artículo publicado en: El Periódico, 29 de diciembre de 2007.

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31 de diciembre de 2007
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Cansado de no hacer nada

Unos le llaman inventario, otros corte de caja. Lo raro es alguien salga con las cuentas claras, o por lo menos con números negros. Un año es más del uno por ciento de una vida, y hay quienes todavía no se enteran en qué invirtieron los últimos diez. Si ahora mismo tuviera a un auditor ante mí, y hubiera de justificar la inversión de 365 días en una vida que apenas se movió, me vería obligado a hacer ficción extrema. Pues de cualquier manera no soy capaz de verlo panorámicamente, sino apenas desde la perspectiva de quien va en un vagón de la montaña rusa y pretende trazar un mapa de la feria.

     Leí hace unos días un artículo potencialmente incómodo en torno al verbo procrastinar, que es lo que hacemos los supuestos abúlicos respecto a numerosos deberes que omitimos a fuerza de prorrogarlos. En todo el año, pensé mientras leía, no he logrado una sola vez pagar a tiempo la cuenta del teléfono. Cierto día me llamaron para ofrecerme el pago automático vía tarjeta de crédito, pero antes que sacar provecho de la oportunidad, debí seguir mis rígidos lineamientos en torno al hecho de por sí abusivo del marketing telefónico, que me exigen mandarlos al carajo tan pronto como ofrezcan el producto. Por lo demás, sigo creyendo que cualquier día de estos me enseñaré a pagar a tiempo los teléfonos y evitaré el promedio de dos desconexiones por trimestre que me zancadilló a lo largo del procrastinador 2007.

     El artículo de marras contenía una suerte de sintomatología numerada del procrastinador, misma que me apliqué con resultados punto menos que preocupantes. Ya se sabe, además, que los afectos a procrastinar difícilmente se preocupan por nada. Cuando el artículo empezaba a alarmarme, le descubrí una errata que le quitó mi crédito de tajo: en lugar de procrastinar, el artículo empleaba el término "procastinar", que sólo conseguí ubicar entre extremos tan indeseables como procacidad y castidad. Seña inequívoca de que tanto el redactor como los correctores procrastinaron una cita esencial con el diccionario. Supongo que ése debería ser otro síntoma del abúlico a ultranza: pensarse afortunado ante la proliferacion de procrastinadores.

     Escribir es vivir sospechándose un procrastinador de tiempo completo. Nunca escribimos ni leemos todo lo que quisiéramos, a diario hay que pelear con monstruos variopintos para lograr dos páginas en no sé cuántas horas. Avanzan raudas ellas, nunca yo. Pero la historia igual sigue moviéndose, aunque uno se torture con el temor de ir siempre demasiado lento, no saber exprimirle el jugo a todas esas horas y al contrario, dejarse exprimir por ellas. Una vez dentro de la obsesión grande, me autorizo a procrastinar alegremente en torno a los asuntos mundanos. Puede que hasta me tranquilice cada vez que levanto el auricular y una grabación me invita a ir a pagar para que me reanuden el servicio. Si eso pasa, concluyo, es que el trabajo me ha absorbido lo suficiente, y entonces la novela se ha movido más de lo que el simple avance en blanco y negro permitiría concluir. Wishful thinking, le llaman.

     ¿No hacemos nada cuando no hacemos nada? En mi caso, lo que hago -con esmero y paciencia- es ir hartándome de no hacer nada. Unas veces toma horas, o hasta minutos; otras días y noches de escepticismo intenso y nihilismo crudo. Ellos, los industriosos, son incapaces de imaginar lo agotador que puede ser pasarse una tarde completa sin hacer absolutamente nada. Mirando la pared, recorriendo la textura del techo, perdido en un trip-hop imaginario. Se escribe a veces con la pura cabeza, sin meter ni las manos, y ello deja en el coco la sensación culposa de que se holgazanea. Pero luego se queda uno dormido y al despertar encuentra que sucedieron cosas. La historia se movió, incluso algún entuerto alcanzó a resolverse. Si la obsesión es ancha y persistente, uno trabajará también durante el sueño, así en el inter se haga fama de haragán.

 

     Hoy me llegó el recibo de la luz. Podría ir a pagarlo en cuestión de horas, pero los personajes tienen cosas más importantes que hacer, y ellos sí que detestan procrastinar. Me horroriza la idea de lidiar con un protagonista abúlico, de ésos que aman pasionalmente a la hoja en blanco. Prefiero que sea yo al que tachen de abúlico, con tal de que la historia me prohíba salir a hacer lo que hay que hacer y me ancle tenazmente a su destino.

     La historia: ese atajo secreto hacia la dicha, perdido en el camino entre la pena y la nada.

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28 de diciembre de 2007
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Los críticos y el público

Con placer leo los acontecimientos culturales preferidos por determinados críticos en un suplemento cultural. Digo con placer porque muchos de los elegidos "mejores del año 2007", coinciden con mis gustos. A uno le gusta encontrar complicidades y  afinidades, aunque no sean las electivas.

Por ejemplo, en la lista de las películas españolas más valoradas, la primera una desnuda, hermosa, doliente y poco complaciente película de Jaime Rosales, "La soledad". La preferida por los críticos y una de las más ignoradas por el público. Esperemos que tenga otra vida con sus candidaturas a algunos premios Goya.

He dicho que "La soledad" es una de las películas más ignoradas del cine español porque hay otras que ganan en fracaso de taquilla y espectadores. Por ejemplo, las otras tres elegidas por los críticos: "Yo", de Rafa Cortés, "En la ciudad de Silvia" de José Luis Guerín y "El silencio antes de Bach" de Pere Portabella. Casi marginales en su distribución, con muy pocos espectadores y sin embargo tan meritorias, tan originales y, espero, tan duraderas en el tiempo. Una vez más los críticos caminan por un lado y los públicos van por el contrario. No es nuevo. Y seguirá pasando.

/upload/fotos/blogs_entradas/eros_es_mas.jpgTambién me alegran las elecciones en literatura. Reconforta que el libro de poemas más valorado haya sido el de Juan Antonio González Iglesias, "Eros es más". Y que cerca caminen "La familia nórdica", de José Luis Rey, "Casa de misericordia" de Joan Margarit o "Dinero" de Pablo García Casado. Ignoro si venden mucho, no lo creo, pero sí que sus lectores se van ampliando, que también dentro de años podremos volver a ellos y sentir emociones.

Y una de las grandes alegrías es la lista de lo mejor de nuestra narrativa para los críticos- para "unos pocos críticos"- porque, en algunos casos, y esperando que sí sirva de precedente, coinciden las ventas con la con la calidad. Me alegra que la novela de Almudena Grandes, "El corazón helado", una obra redonda, la mejor de sus novelas, sea además de un best seller, la segunda más valorada por la crítica. No importa tanto si es primera o segunda, sí que en ella coinciden los críticos y los lectores de novela. Como una alegría literaria produce ver entre los más considerados a Javier Marías, también gran vendedor y de innegable calidad. Un escritor de referencia. Como lo es, desde hace muchas novelas, el primer colocado de ésta lista, Rafael Chirles y su  última novela "Crematorio". Narrando nuestra propia, cercana y reconocible degradación y consiguiendo lectores y traducciones. Espero que crezcan, que aumenten. Es uno de nuestros mejores narradores. Y por esa lista están los "clásicos" Luis Mateo Díez- emocionante su novela "La gloria de los niños", más cerca de Corman MacCarthy que ningún escritor español- Luis Landero, Belén Gopegui o José María Merino. Todos con muchos, nunca demasiados, lectores.

También queridos por la crítica, y espero que cada vez más por los lectores, son Jordi Soler. Vuelve a acertar con su novela de familiares memorias mexicanas. Y Ricardo Menéndez Salmón, con su pequeña gran joya literaria, su narración sobre un soldado nazi, "La ofensa". De Menéndez Salmón hay que esperarlo todo. Más allá de su realidad en libros dispersos, periféricos y no fáciles de encontrar como "Los caballos azules", "Panóptico", "La filosofía en invierno" y otros relatos y novelas que andan por esas librerías del diablo. Busquen sus libros. No creo que sea un gran vendedor, pero sí es un gran escritor. Como Gonzalo Hidalgo Bayal, un culto, raro y excelente escritor universal "de provincias".

Podía citar unas cuantas novelas que me han gustado. Creo que me estoy pasando de recomendaciones. Otro día seguiremos hablando de lo que nos gustó del pasado año. No quiero olvidarme de la anual cita con Vila Matas, "Exploradores del abismo". Ni el feliz descubrimiento de Javier Pérez Andujar, con esa novela de barrio y recuerdos juveniles, "Los príncipes valientes".  Ni quiero ni puedo terminar sin citar una de las más emocionantes prosas del pasado año, la del veterano Juan Cruz con su novela/memoria buscando a su padre,"Ojalá Octubre". Ojalá siga escribiendo de esa manera y por esos caminos del pasado más o menos feliz. Hay otras novelas, otras películas, otros poemarios, pero éstos, con buenas críticas y con desigual público, de verdad merecen la pena. Otro día seré más conciso. Feliz año lector.

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28 de diciembre de 2007
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Clase III. La única forma de esquizofrenia que es vocacional…

Lo realmente notorio de las ficciones literarias es que su sustancia sea constituida por palabras, no la anécdota en sí. Eso es lo que la particulariza y la vuelve independiente de lo que llamamos realidad. El narrador, escriba cuentos realistas o no realistas, está sumergiéndose en las aguas de un mundo donde, para seguir las tesis de Vargas Llosa de las que hablamos en algún momento, la única verdad que entrañan estas mentiras literarias es la capacidad de sugestionar al lector, de imantarlo y hacerle vivir, mientras lee, esa otra realidad fraudulenta que el narrador ha creado. Un buen escritor maneja los hilos de su historia de manera convincente, procurando que sus artificios logren el efecto deseado. Pero para ello es necesario primero que ese narrador se crea lo que está escribiendo. Si yo no lo creo, ¿cómo espero que lo haga el lector? Sinceramente: cuando empiezo a escribir una historia... ¿sé cómo es el personaje? ¿O simplemente lanzo a andar a una figurilla gris, de rostro borroso, al que he bautizado de manera apresurada "Juan" o "María", así a secas?

De manera que hay que creerse lo que uno cuenta. El escritor tiene que estar convencido de lo que fabula, tiene que vivir -aunque sea parcialmente- en el mundo que ha creado. Por eso me gusta pensar que la del escritor es una especie de esquizofrenia, pero vocacional... Ocurre que parte de esa confianza en nuestra propia historia se pone en marcha después de muchas, muchísimas horas batallando con una idea que suele ser bastante esquiva al principio y que poco a poco, y sólo a fuerza de dedicarle entusiasmo, trabajo, ensoñación y ardor, empieza a parecer cada vez más irrefutable: sus piezas lentamente comienzan a encajar y en la mente del escritor aquella tenue ficción inicial se va haciendo más poderosa, como si empezara a desalojar a la realidad de su espacio reinante. Muchos amigos escritores me han descrito ese proceso de manera muy parecida, y casi todos convienen en que hay un momento en que parece que lo único que falta ya es ponerse a escribir la historia. Es como si el proceso previo al de la escritura en sí fuera la tensión del arco que disparará la flecha: una vez que hemos apuntado cuidadosamente al blanco y tensado la cuerda de manera correcta, la flecha sale disparada hacia su objetivo sin vacilación alguna...

Sin embargo, para que todo lo dicho no quede en un terreno abstracto, vayamos al principio de ese mecanismo del que hemos hablado y que se activa -para empezar- con la observación. En efecto, una ágil observación de lo que ocurre a nuestro alrededor es de valor capital para el escritor. ¿Realmente vemos la multitud de hechos que forman parte de nuestro día a día? Probablemente ni siquiera nos hemos fijado bien en la plaza mayor de nuestra ciudad y es que, como decía Chesterton, «sólo cuando vemos un objeto mil veces, volvemos a verlo como por primera vez».

La Propuesta

Y esa es precisamente la propuesta de esta semana: Vamos a intentar una descripción de la plaza mayor de nuestra ciudad, o si se prefiere, de algún otro punto emblemático: un calle principal, un parque por todos conocido... pero lo vamos a hacer utilizando para ello una perspectiva ajena a la nuestra, de tal manera que no sea nuestra opinión la que impregne este cuadro que compondremos, sino el de un personaje. Pero no será tampoco un personaje cualquiera, sino uno cuyos atributos resulten especiales. Así, para el siguiente ejercicio podemos elegir uno de estos puntos de vista:

a. Un niño.

b. Un turista.

c. Un comerciante de la zona.

Procuremos que la descripción no se caldee de tópicos. Para ello es necesario primero meterse en la piel de nuestro personaje y mirar la plaza como si nosotros fuéramos ese niño, ese turista o ese comerciante. Como resulta fácil de deducir, cada uno de ellos tendrá una visión completamente distinta de lo que observa...

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28 de diciembre de 2007
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I. El reloj muerto

La vieja catedral de Managua levanta aún sus torres gemelas frente a la ciudad que echó por tierra en apenas unos segundos el terremoto de la madrugada del 23 de diciembre de 1972, hace 35 años. La fecha de aquel cataclismo que mató a cerca de 20.000 personas e hizo desaparecer para siempre a la capital de Nicaragua (porque la que existe hoy es otra y distinta, si es que existe) se celebra siempre con recordatorios de los que se dedican a los seres queridos en las fechas de su muerte.

Uno de esos recordatorios ha sido la ceremonia de reinstalar el reloj de cuatro carátulas en una de las dos torres de la catedral, que se había quedado marcando para siempre la hora fatal del sismo, las 12.26 de la madrugada, y que había sido fabricada por una firma alemana; las piezas fueron rescatadas de manos de diferentes coleccionistas, y de antiguas bodegas, no para que funcione de nuevo, sino para que se quede otra vez con sus agujas fijas, marcando la hora luctuosa. He visto en la televisión al embajador de Alemania, Gregor Koebel, quien hizo la donación, reinaugurando el reloj muerto.

Muchos edificios de la entonces arquitectura moderna de Managua perecieron con el terremoto, pero la catedral de estilo neogótico diseñada y construida en los años treinta del siglo pasado por el ingeniero francés Paul Dambach, e inspirada en la iglesia de San Sulpicio de París, sobrevivió por segunda vez. Cuando la ciudad cayó la primera vez bajo las sacudidas del terremoto del 31 de marzo de 1931, en las viejas fotos se la pueda bajo aún en construcción, la armazón de acero de sus torres dibujando su perfil contra el cielo.

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28 de diciembre de 2007
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Cultura y Polis

Me estaba ocupando de problemas ontológicos vinculados a la filosofía de la naturaleza. Pero ya había avanzado que se darán saltos de un tipo de problemas a otro tipo, en función obviamente de lo que en algún momento parezca más apremiante, pero también para dar mayor variedad al conjunto. Hoy me adentro en el terreno (ya al principio evocado) de la política, con la intención por supuesto de volver pronto al terreno de la filosofía de la naturaleza.

Es hoy usual dar de cultura una definición tan genérica que prácticamente el hecho de que un pájaro aprenda a "cantar" por mediación del canto de los otros pájaros, convertiría a tal animal en un ser cultivado. Cultura es, en efecto, según esta perspectiva, todo aquello para lo cual estamos genéticamente capacitados, pero que no podemos actualizar sin la mediación por los demás. Ejemplo de cultura (y en la perspectiva de ciertos etólogos contemporáneos, sólo un ejemplo más) sería el aprendizaje de la lengua materna por parte de un niño. Genéticamente está capacitado para actualizar una lengua, pero sin la mediación de madre, padre, educadores y en general, la sociedad, esta actualización no se daría. En suma, no hay ser humano salvaje Este asunto se vincula al problema de la extensión a especies diferentes de la humana de otros conceptos clave:

Aristóteles definía al hombre como animal racional, mas también como animal político. No es ocioso enfatizar que se trata de un rasgo específico del ser humano. Si hay otros animales políticos, deja de ser una característica definitoria. El asunto tiene su importancia en un momento en el cual es usual oír hablar de sociedades animales que tendrían características análogas a la nuestra. Sociedades donde existirían jerarquías y sistemas de valores y de las cuales la lobuna sería ejemplo emblemático.

Esta extensión a las sociedades animales de rasgos que hasta ahora considerábamos exclusivos de las sociedades humanas tiene, obviamente, enormes implicaciones. Concretamente, la política dejaría de ser aquello en lo que debemos realizarnos, precisamente para actualizar nuestra condición. Pues si la política es algo que concierne a múltiples especies, entonces no es en la cancha de la política donde se dirime lo específico del hombre.

Pues bien, la banalización de conceptos como cultura y política, su extensión a multiplicidad de especies animales tiene quizás algo que ver con el hecho de que no se den las condiciones sociales de posibilidad de una política digna de tal nombre, y en consecuencia se haya perdido el sentimiento del intrínseco lazo entre política y realización del individuo. 

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28 de diciembre de 2007
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Ritos

"Las estrenas" se llamaba al aguinaldo en mi pueblo de Valencia. En realidad, la Navidad constituía un auténtico estreno. Fuera por la relación con el nacimiento, fuera por la gran celebración, un periodo de oro y de bonanza parecía abrirse con esa fiesta. Consecuentemente las gentes se vestían de gala y, a menudo, estrenaban alguna o algunas prendas. Ahora que paso unos días en el pequeño pueblo de mi mujer, en Orxeta, en la provincia de Alicante, dentro de la casa se discute si será correcto salir a la calle con las mismas ropas del día anterior o con cualquier atuendo de los días normales. Mi cuñado planea ir a la huerta para comprobar cómo han quedado los bancales con las lluvias torrenciales de hace dos días pero mi cuñada le afea esa disposición y le conmina para que se vista con el traje y no deje de acudir a misa. En esa pugna se han consumido unos minutos y, como es habitual, mi cuñado cederá para seguir el orden que marca su esposa y que se aviene con los mejores modales de esta comunidad de trescientos vecinos que ahora aumenta y varía con los que familiares venidos para las fiestas y que importan los usos y costumbres de la ciudad. ¿No vestirse de fiesta en Navidad? La fiesta es sustantivamente un disfraz. El disfraz, por antonomasia. ¿Cómo experimentar la sensación festiva y sus extraordinarias ofertas si no nos caracterizamos  festivamente? ¿Cómo sentirnos de verdad incorporados a la celebración si el cuerpo no se reviste, se inviste, se invita a la excepción? La contemporaneidad ha abolido este tipo de rituales tradicionales pero, a la vez, ¿cómo no reconocer en la recuperación de bodas solemnes, despedidas de solteros, despedidas de casados, conciertos en vivo, la nostalgia de la liturgia, el formalismo, los himnos y la ley de la colectividad? No rito es igual a no cultura. No cultura es igual a sepultura donde, precisamente, humanamente, vuelve a brotar la ritualidad. 

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28 de diciembre de 2007
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Esquiadores (2)

Por lo pronto era maravilloso contemplar desde la silla toda aquella nieve azulada de puro blanca bajo el sol que daban tantas ganas de pisar aun sabiendo que una vez machacada por nuestras enormes botas resultaría bastante menos maravillosa. El aire venía tan frío y limpio que empecé a quedarme afónica. Será que a lo bueno también tiene uno que acostumbrarse. Pero, en fin, allí estaban mi grupo y mi monitor y un duro día para las piernas. Las pistas comenzaron a llenarse de vestimentas multicolores de primera calidad y entre caída y caída tuve un cursillo acelerado de lo que se llevaba y lo que no, lo mío no se llevaba en absoluto, aun así aguanté el tipo y me pareció increíble que al poco rato ya hubiésemos aprendido a hacer la cuña y a deslizarnos por suaves pendientes, lo que para mí era más que suficiente, sobre todo cuando a eso del mediodía, una vez que los novatos ya nos habíamos soltado,  empezaron a aparecer camillas por las pistas. En mi grupo por ejemplo había un tiarrón impaciente que se creía que ya sabía esquiar y en su alocada carrera arrolló a una chica y le rompió no sé cuántas cosas, así que procuraba separarme de él lo que podía y estaba deseando que lo enviaran a esas cumbres que llamaban rojas o negras desde las que los esquiadores de verdad bajaban haciendo eses a una velocidad de vértigo. En el fondo me horrorizaba que pudiese aprender tanto en los cinco días que quedaban que me hicieran subir allí. Cuando eso ocurriera, tenía pensado volver a apuntarme en el nivel A y seguir en las suaves pendientes. ¿Es esto cobardía? Sin duda alguna. Da mucho miedo tener que bajar desde tan alto.

/upload/fotos/blogs_entradas/las_lesiones_ms_frecuentes_de_los_esquiadores.jpg                        De todos modos, por la tarde, con unas agujetas tremendas, me compré un equipo precioso. Mono rosa fucsia, unas gafas blancas y otras negras de espejos, una pequeña mochila del tono del mono y manoplas malva haciendo juego con una cinta ancha para el pelo. Este equipo me dio tal fuerza y seguridad que el monitor se empeñó en pasarme al nivel B, donde el itinerario se complicaba con unas placas de hielo que te mueres. El ejercicio, el peligro, el frío, el sol reverberando en la nieve, mis botas, mis gafas ajustadas a las sienes. Me sentía la Teniente O'Neill. Aunque me aterraba la posibilidad de pasar al nivel C, sobre todo cuando la cafetería del hotel empezó a poblarse de brazos doblados y piernas estiradas escayolados como si fuera lo más normal del mundo. Así que cada tarde que regresaba entera, sin un hueso roto, me parecía milagroso y me prometía no volver a subir, pero volvía. Como ahora vuelvo. ¿Será esto valentía?

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28 de diciembre de 2007
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El arte de la novela (3)

Me pregunto si puedo hablar de la cuestión de la novela en Hispanoamérica, dado que formo parte del baile. Y me cuestiono también la validez de mi opinión al respecto, en tanto sé que soy un pésimo lector de las ficciones escritas por autores de nuestro continente y también de las españolas. Me respondo entonces que el hecho de escribir ficción no invalida que hable sobre la novela: tengo tanto derecho a hacerlo como un lector, un editor, un crítico. (En esencia -esto es algo que se me olvida nunca- sigo siendo lo que fui originalmente, esto es un lector más, con todos los derechos y obligaciones del caso.) Y me contesto además que mi testimonio es válido a pesar de ser tan mal lector de ficción hispanoamericana, porque las razones que me hacen así tienen que ver con el quid de la cuestión.

En primer lugar, no leo demasiadas novelas originales en español porque lo que sé de ellas no basta para atraparme, para concitar mi interés. Estoy informado, sí, pero no logro interesarme del todo. Lo cual es preocupante, al menos para mí. Porque significa que no encuentro novelas que puedan convertirme en lector, cuando lector es todo lo que deseo ser. Y al preguntarme a qué se deberá este desierto recuerdo algo que me ocurre cada vez que viajo por nuestros países. Siempre descubro novelas y novelistas de los que nada sabía, cuyos libros no llegan nunca a mi país. A pesar de internet, a pesar de las casas editoriales de alcance internacional, la circulación de nuestras obras por el continente idiomático es pésima, quizás peor que nunca. Los diarios y las revistas especializadas son una correa de transmisión más ineficiente, más atomizada que hace veinte, treinta años. Cuando era chico leía en tal diario o cual revista que el autor Equis era magnífico, posiblemente un genio. Corría a comprar su obra y comprobaba que el periodista o crítico había dicho la verdad, o cuanto menos no había estado del todo errado. Ahora leo cosas semejantes y cuando acudo al ensalzado autor Zeta me siento engañado: por Zeta y por el medio en que leí sus loas.

/upload/fotos/blogs_entradas/libros_1.jpgEs posible que la novela que estoy buscando no haya sido editada aún. Hace un par de días Rolando Gabrielli decía aquí mismo, en un comentario: "El público está cada día menos educado, preparado para leer textos trascendentes. Hoy Tolstoi y Dostoievski se morirían de hambre". Pero también es posible que la novela exista y haya sido editada... y que nunca nos hayamos enterado de su existencia. Kundera se pregunta: "¿Dónde están hoy los grandes poetas? ¿Han desaparecido, o es que sus voces se han vuelto inaudibles?"

¿Saben de muchas novelas contemporáneas, editadas en Hispanoamérica, que cumplan con el modelo kunderiano? Novelas que observen la moralidad del buscar conocimiento profundo por la vía de la belleza. Novelas que tengan ‘la sabiduría de la incertidumbre'. Novelas que digan, o cuanto menos insinúen, cosas que no han sido dichas nunca. Novelas que perturben, que nos sugieran que las cosas no son tan simples como parecen. Nacidas de novelistas que sean como "exploradores tanteando el camino en el esfuerzo de revelar algún aspecto desconocido de la existencia... fascinados no por su propia voz sino por la forma que están buscando".

Sí, ya sé. Algunos títulos vienen a la mente. Pero son escasísimos, tratándose de un continente idiomático tan poblado. Y algunos de sus autores, ay, han muerto incluso antes de tiempo. Por lo general no encuentro novelistas exploradores sino novelistas preocupados por encajar en el nicho del género. (Amo los géneros, como a ustedes les consta, pero creo que el desafío no es copiar sus recetas sino reinventarlos desde dentro: subvertirlos.) O novelistas ocupados en escribir en los márgenes de los nombres de moda que por supuesto vienen de otro continente: sub-Bernhardts, sub-Houellebecqs. O novelistas aliviados por la posibilidad de especular sobre el azar (ah Paul Auster, cuánto daño has hecho sin desearlo), en la medida en que eso los releva de la responsabilidad de "investigar la vida humana en medio de esta trampa en que el mundo se ha convertido".

Lo que percibo en general es una increíble falta de ambición. Una aceptación, una subordinación voluntaria al hecho de formar parte de una presunta periferia: muchos escriben lo que desde los centros de poder mundial se supone que debemos escribir los que vivimos en otra parte, los que pensamos y soñamos en otro idioma: ejercicios de estilo inconducentes, filigranas; o miserabilismo, color exótico de Tercer Mundo. Escribimos como si aceptásemos que estamos en inferioridad de condiciones, como si diésemos por sentado que no podemos dialogar de igual a igual con los grandes -y no me refiero a los grandes de hoy, sino a los de siempre. A la hora de sentarse a escribir no existen escalafones predeterminados: todo escritor es un Cervantes potencial, un Kafka, un Murakami. Hace falta talento, eso está claro. Pero lo primero que hace falta es coraje.

Les pido perdón por este discurso interminable, que ante todo me interpela a mí mismo. Ocurre que en la inminencia del Año Nuevo me puse a pensar en lo que deseaba para el 2008. Lo primero que vino a mi mente fueron los buenos deseos de rigor. Les deseo a todos ustedes ‘más vida', en el sentido de la bendición bíblica arrancada al Angel a brazo partido: no tan sólo una vida más larga, sino una vida que sea ‘más' en sí misma. Pero además pensé que deseaba -para mí, para ustedes- que de una vez por todas apareciese una de ‘esas' novelas que nos revela que lo que considerábamos imposible es posible, que lo que parecía inconcebible es natural, que donde veíamos muro se ha abierto una puerta.

Ojalá el 2008 sea ‘ese' año. El año bisagra.

Felicidades para todos.

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28 de diciembre de 2007
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El Boomeran(g)
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