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El cielo de Canudos

Por 11 de enero de 2008 Sin comentarios

Xavier Velasco

Massacará, Jeremoabo, Uauá, Cocorobó. Los nombres de los pueblos evocan una familiaridad emocionante, más todavía llegando a Bendengó, que es donde hay que dejar la carretera, dar vuelta hacia el oriente y seguir adelante por la brecha que lleva a Canudos, bordeando lo que, creo, tendría que ser el río Vassa Barris. Si es así, me entusiasmo, podría estar ahora mismo cruzando el Tabolerinho. Pero sé mucho menos de lo que creo, prueba de ello es que busco una montaña que nunca estuvo ahí y un lugar que ha perdido para siempre su nombre.

     Hay todavía menos gente que vehículos, el coche se abre paso entre pedreríos y terregales que a otros les podrán parecer desoladores; no para quien los ha recorrido imaginaria y febrilmente, y ahora no puede ver un cacto en el camino sin atisbar detrás yagunzos emboscados con fusiles, pitos y cerbatanas. Son ya más de las cinco de la tarde cuando subo por una rampa en dirección a un monumento: el Memorial de Antonio Conselheiro. Salgo del coche, doy unos pasos en torno a la estatua, miro el paisaje y algo no cuadra. Toda esa agua, para empezar, no aparecía en el libro de Vargas Llosa, ni en el de da Cunha. Se suponía que el Vassa Barris estaba medio seco. Pero aquí no hay un alma que me saque de dudas, apenas unas cabras que suben y bajan, mientras en la cabeza pasan lista Antonio Vilanova, su hermano Honorio, las Sardelinhas, Galileo Gall, Rufino, Jurema, el periodista miope, Febronio de Brito, el Barón de Cañabrava. La sola fuerza centrípeta de los personajes me recuerda que no voy tras la Historia, sino tras la novela.

     Según las flechas, el pueblo que está tres kilómetros más allá del Memorial es justamente Canudos, pero no me coinciden las referencias. El pueblo es muy pequeño, apenas unas cuatro cuadras maltrechas y un pequeño museo dedicado a la guerra de Canudos, donde un guía me explica por qué no estoy donde creía estar. Lo que hoy se conoce como Canudos es lo que en esos tiempos era Cocorobó. La hacienda a la que el Consejero bautizara como Belo Monte nada tenía que ver con superficie montañosa alguna. Para llegar allí hay que regresarse varios kilómetros en dirección a Bendengó, señala el guía y se ofrece a acompañarme a cambio de un billete de cincuenta reales.

 

     Hace ya muchos años, bajo el gobierno de Getulio Vargas, que el Vassa Barris creció hasta sepultar bajo el agua lo que un día fue Canudos, merced a un proyecto de represas que cambió para siempre el sertón. Son ya casi las seis, camino entre los muros derruidos de la Fazenda Velha, que es donde habría muerto el Coronel Moreira César. Todavía no oscurece, hay tiempo para ver con calma las trincheras y encontrar entre piedras y arena restos de huesos de los combatientes. Sorprenden las distancias, cómo tantos soldados y yagunzos podían disputarse tan poco espacio. Y en un rato, cuando estemos de vuelta en el pueblo y el guía me recomiende un cuarto de diez reales en el hotel Brasil, la sorpresa estará toda en el cielo.

     La noche del sertón tiene dos atracciones ancestrales: beber cachaça y contemplar el firmamento. Constelaciones sobre constelaciones, un tejido de luz que pasma y embelesa. Qué de raro tendría, insisto, que los más miserables entre los sertaneros fueran, dado el contraste entre la tierra seca y el cielo generoso, clientes naturales del misticismo a ultranza. Quiero creer que el cielo sigue igual y de Canudos queda entero el firmamento. Afuera del hotel hay tres casas habilitadas como bares. De un lado de la barra, los clientes bebiendo a media terraza. Del otro, la familia en la sala viendo televisión. Salgo al coche, me tumbo sobre el cofre, con un bote de guaraná en la mano, mientras la otra sostiene el PSP de donde brota la voz de Chico cantando Mujeres de Atenas. Es entonces que la mirada incisiva de un niño de cinco o seis años, apostado en la orilla de una ventana de su casa-bar, me recuerda que más que un extranjero soy aquí un bicho raro que escucha con audífonos canciones cariocas, habla con un acento de ninguna parte y se atreve a pedir una caipirinha, para aguda extrañeza de los presentes. Razón más que bastante para escapar de vuelta al hotel Brasil y caer como un muerto sobre la cama, en la esperanza muda de despertar oyendo las campanas en las torres del Templo del Buen Jesús.

     -Alabado sea -responden desde el sueño varios ex cangaçeiros rozados por el ángel.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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