Marcelo Figueras
Escribo esto a media tarde del jueves 10 de enero. Mi madre habría cumplido años hoy, de no haber muerto ya hace… ¿cuánto? ¿Diecisiete años, dieciocho? Nunca logro recordar la fecha de su muerte. Sin embargo no hay forma de que olvide la fecha en que nació. Cuestión de proclividades, supongo. Estoy más enamorado de la vida que de sus postrimerías. Y sin embargo -ya lo ven- mi madre sigue presente.
¿De qué forma participan los muertos en nuestras vidas? ¿Por qué será que el corazón no reconoce la realidad de la muerte y sigue amando de todas maneras: por simple negación, o porque intuye algo que se escapa a nuestros razonamientos? No me considero especialmente morboso, ni nostálgico en exceso, y sin embargo escribo a diario ante la mirada que mi abuelo me dispensa desde una foto. A veces sueño con él, y también con mi abuela y con mi madrina. No es extraño que durante la vigilia intercambiemos algunas frases. O que yo las diga, cuanto menos, contando con que su silencio será benevolente.
Pero con mi madre no hablo. Creo que todavía tenemos cuestiones pendientes. Sucumbió a un cáncer de pulmón fulminante en un período de mi vida que ya era negro antes del diagnóstico. Yo estaba demasiado ocupado sobreviviendo, no tenía cabeza ni energía ni alma para concentrarme en su agonía. Se me fue como agua entre los dedos. Desde entonces (¿dieciocho años? ¿diecinueve?) vivo tratando de hacerme a la idea de lo que su muerte significa.
Hace poco soñé con ella, lo cual es inusual. Ahora no recuerdo la trama del sueño con precisión, pero me quedé con la sensación de que tenía que ver con la cuestión del hijo nuevo que hoy espero. (Sí, ya lo sé: ¡a mi edad!) Creo que nos estamos reencontrando de a poco. Lo que nunca ha variado es la noción de lo que le debo. No hablo de las cosas más obvias: la vida misma, el cuidado inicial, el amor. Hablo de las cosas que me convirtieron en quien soy, con todo lo bueno y con todo lo malo. En cada libro que leo hay un eco del amor a los libros que me contagió desde que apenas podía mantenerme sentado. En cada película que veo hay un eco del amor al cine que me inoculó desde aquella visión de The Sound of Music. Yo siempre supe lo que quería hacer de mi vida, así que nunca encaré la creación de ficciones como un tributo. Pero también es cierto que mi madre murió antes de que yo publicase mi primera novela. Imagino que le habría gustado leerme, ver las películas que hago. Yo que tengo hijas grandes que estudian y hacen cine, conozco la satisfacción de que los hijos se dediquen a algo que nos produce un placer que estamos en condiciones de apreciar. Me habría gustado proporcionárselo a mi madre, también.
Ella está entretejida -‘inextricablemente interconectada’, como dice Stephen Hawking para definir la relación entre el espacio y el tiempo- con todo lo que hago.
Escribir es recordarla.