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Cosecha amarga

/upload/fotos/blogs_entradas/no_country_for_old_men1_med.jpgNo pude ver aún la adaptación de los Coen, pero acabo de leer la novela No Country for Old Men, de Cormac McCarthy, y todavía estoy temblando.

Durante los primeros capítulos sentí desconfianza. Lo que contaba McCarthy era una historia de género negro como otras tantas que leí. (No muy distinta, en su esencia, de la película Blood Simple con que los Coen debutaron en cine de manera brillante.) Llewelyn Moss, un hombre común -ex combatiente de Vietnam, empleado como soldador- sale a cazar y se encuentra con la escena de un crimen y con un maletín con dinero en cifras millonarias. Decide tomarlo a pesar de que imagina que se trata de dinero del narcotráfico y de inmediato se ve obligado a huir. Tras sus huellas van Anton Chigurh, un asesino contratado que deja a su paso una cosecha de muerte, y el veterano sheriff Bell, que contempla los destrozos mientras teme ser incapaz de poner fin a la ola de violencia.

Cuando quise darme cuenta McCarthy me había enganchado haciendo uso de las reglas más elementales del género: simplemente no podía dejar de leer, comprometido con el destino de Moss y del sheriff, curioso por saber si alguien -o algo- podía detener la marcha imparable de Anton Chigurh. Es entonces, al aproximarse el climax, que McCarthy pega el zarpazo y deja boqueando al lector. Destroza las convenciones del género desde dentro, despojándonos de cualquier atisbo de satisfacción. Pero no lo hace en vano, por mero capricho.

A lo largo de la narración yo había coqueteado con los distintos personajes, uno tiende siempre a identificarse con uno u otro. Ya me había sentido próximo a Moss, un hombre que se aferra a la primera oportunidad que se le cruza para huir de su vida cotidiana. (Moss parece menos tentado por el dinero que por la posibilidad de volver a sentir intensamente.) Y hasta había sentido empatía con Chigurh, que había comenzado pareciendo un simple psicópata para terminar revelándose como un curioso de la vida. Chigurh es un personaje tan temible como inolvidable. No puedo evitar sentirme próximo a su filosofía. Chigurh piensa que cada uno de nosotros se va labrando su destino de forma inescapable. "En algún momento tomaste una decisión. Lo cual te trajo hasta aquí. La sumatoria es escrupulosa. La forma está trazada. Ninguna línea puede ser borrada". Me pregunto cómo quedará Chigurh en la pantalla. Está claro que Javier Bardem es un actor sublime, pero el llamativo flequillito con que se lo ve en las fotos del film no augura nada bueno. Parte del poder de Chigurh radica en el hecho de que se ve como una persona cualquiera. Yo podría ser Chigurh. O ustedes.

Pero el zarpazo de McCarthy logra su cometido: ponernos en los zapatos del sheriff Bell. Hacernos sentir su frustración ante aquello que no puede controlar, que ni siquiera logrará saber nunca. ¿Acaso este sabor amargo no es el mismo que la vida nos depara de tanto en tanto: la certeza de no poder controlarlo todo, la intuición de que están ocurriendo cosas de las que nunca se nos dará cuenta? Me pregunto cómo habrán lidiado los Coen con este viraje de la narración, que en Hollywood deben haber visto como veneno para la taquilla. Si no leí mal las críticas en su momento, creo que lo han respetado escrupulosamente. Lo cual los ensalza.

"Se había sentido así antes pero no desde hacía mucho tiempo y cuando lo dijo, entendió de qué se trataba. Era el fracaso. Era ser derrotado. Más amargo para él que la muerte," piensa el sheriff Bell. "Necesitas sobreponerte, se dijo".

Todos lo necesitamos.

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17 de enero de 2008
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¿Cuántos muertos en Irak?

La semana pasada el Iraq Family Health Survey (IFHS) y la  Organización Mundial de la Salud (OMS) publicaron una estimación de los muertos por violencia en la guerra de Irak desde la invasión en 2003 hasta finales de 2006: entre 104.000 y 220.000, o 151.000 por fijar una cifra intermedia. Otros dan menos. Iraq Body Count entre 80.621 y 88.044. A final de 2007 se habría vuelto a los niveles de 2005, tras estos dos años terribles. The Lancet llegó incluso a finales de 2006 a  la cifra de 655.000 por encima de lo que sería una mortalidad normal, es decir, como causa de la muerte. Un 56%, de disparos, lo que significa que al menos en esa época, 500 personas eran ejecutadas cada día. Probablemente, esta cifra se mantiene alta.

Otra Organización Just Foreign Policy va incluso más lejos, y ayer ya daba la cifra que revisa a diario de 1.168.058 muertos, con unos cálculos más que discutibles, pero a estudiar, que de ser verdad, como ellos mismos dicen eclipsarían el genocidio de Ruanda. El primer estudio citado y algunos de los demás están basados en muestreos a familias. En realidad no se sabe cuantas muertes ha provocado la invasión y la consiguiente guerra. Probablemente se descubrirán cadáveres durante muchos años después de que termine esta guerra, si es que alguna vez termina.En todo caso, es no sólo una guerra, sino un desastre humanitario.

Mientras, los muertos del ejército americano están muy contados (3.923 a día de ayer), La guerra moderna y posmoderna se caracteriza por parte occidental por no tener ya soldados desconocidos. Todos acaban por recuperar una identidad. Vietnam fue la primera guerra de este tipo. No así los países del tercer mundo donde las víctimas caen por centenares en un terrible anonimato.

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17 de enero de 2008
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La cópula y su dibujo

Ayer asistí a una clase de dibujo con lo que me propongo pintar con más conocimientos aunque no, desde luego, con el plan de ser mejor pintor sino más sabio.

La lección que recibí ayer, como parece obvio, provino del ojo. De un ojo que no miraba entonces para obtener una información útil para la vida o el comercio sino sólo para precisar la realidad autista del objeto.

De las personas y de los animales domésticos vamos haciéndonos una idea más o menos cabal casi sin darnos cuenta pero para obtener del objeto su objetividad es necesaria una atención muy atinada e intensa. Se trata de una contemplación que persigue el conocimiento por el conocimiento, el rigor de su rigor como un medio mágico para obtener vida. De hecho, cuando se acierta en el dibujo, el modelo se alza y alienta, su imagen reluce como en una versión inaugural e  insólita.

Efectivamente, el objeto no gesticula ni tampoco habla: se expone a la vista tal como está quieto y mudo en el mundo y, en principio, parece demasiado esclavo. No es, sin embargo, así. La observación, por intensa que sea, halla notables dificultades para absorberlo y dominarlo. Para reproducirlo sin desorganizarlo, captarlo sin disecarlo.

El objeto se resiste a ser tomado y en su resistencia trasluce la potencia de su vida interna. Se resiste a ser metabolizado por la copia, demediado en la cautividad de un amo.  No se deja, en fin, asumir sin rebelarse contra su aprensión y siempre en la acción de dibujarlo, en el intento de capturar su imagen se percibe, mediante su oposición, el pulso que late en sus entrañas. Un pulso que  acentúa el deseo humano del dibujo, una autonomía del objeto que eleva  su nivel de seducción y, al cabo, la posible recompensa  de copulación recíproca. Un ojo ante un objeto, un objeto ante un ojo, componen así la pareja perfecta. El principio de una vida tú a tú que nace de un esfuerzo con la perspectiva plástica del gozo, el milagro de la reproducción, la demiurgia de la aparición, que finalmente despide el resultado triunfal del trazo.

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16 de enero de 2008
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La indagación de la oscuridad

Rafael Argullol: Esta búsqueda lleva a visiones de una poeticidad negativa de potencia extraordinaria.

Delfín Agudelo: El sujeto que se perfila más allá del bien y el mal es porque tomó un camino en una división. ¿Pero qué espera encontrar en su búsqueda?

R.A.: Los escritores que han planteado con mayor autenticidad y profundidad ese lado oscuro son aquellos que en sus obras han expresado de una manera muy tumultuosa la luz mezclada con la oscuridad y el bien con el mal: la síntesis o escenario intermedio tragicómico. Pienso en Cervantes, Montaigne, Shakespreare, autores que no han tenido una voluntad explícita de militar en el mal, aunque sea estéticamente. Tiendo a creer que los grandes militantes del mal en la estética moderna en el fondo han sido grandes apóstoles del bien. Caso es el de Sade, de Leopardi, de Baudelaire, incluso de Ciorán en el siglo XX. Son personajes cuyo martilleo pesimista muchas veces hace que encubran un auténtico moralista empeñado en buscar desesperadamente un concepto de bien, bondad y luz en medio de la oscuridad. Y en parte eso también era propio de Nietzsche: en la Genealogía de la moral intenta subvertir toda la moral de occidente pero no hay duda de que después de toda esa subversión que aparentemente le coloca más allá del bien y del mal, debajo de todo se esconde un moralista. Es un poco como estos maravillosos ironistas franceses del XVIII, La Rochefoucault y otros que bajo su corrosividad crítica ocultaban evidentemente una voluntad moralista.
Creo que la auténtica indagación de la oscuridad se da de una manera muy mezclada y tumultuosa. El que indaga en la oscuridad tiene muy pocas ganas de crear una estética del mal o de la oscuridad. Si es sincero en esa indagación, de ahí no saca indagaciones sistemáticas, sino que su visión es mucho más complicada. Es algo parecido a lo que a veces me gusta comentar respecto a la utilización de la palabra "muerte". La utilización de la palabra "mal" es bastante paralela al de la muerte. Los poetas jóvenes que tienen un gran ánimo esteticista las utilizan bastante en sus poemas. Pero con el paso de los años, a medida que uno se contrasta con la muerte, la enfermedad y el mal, uno es mucho más cauto a la hora de utilizarlas. Con "oscuridad" y "tiniebla" pasa lo mismo. Una cosa es el esteticismo  de la oscuridad que puede llevar a Byron y al doctor Polidori a juntarse en un lago de Suiza para hacer competición de cuentos de vampiro. Lo otro es, una vez superado este esteticismo, a medida en que uno se enfrenta  a la verdadera oscuridad de la vida, que no tiene nada de heroico, que es más bien prosaica, rutinaria y repetitiva, y se presenta de una manera bastante poco atractiva.

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16 de enero de 2008
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Adulterio literario

Creo en el blog como en una chica mala, de esas que hacen el mal sin mirar a cual, pero igual lo hacen bien sin mirar con quién. Estoy formalmente casado con una novela en proceso, que no es exactamente una mujer de su casa, sino una furcia de la peor estofa. Es un hecho, no obstante, que goza de un lugar de privilegio en mis días, tanto como que nunca la toco de noche. Y eso ahora la enfurece, pues ve que por las noches se me escurren las manos hacia la chica mala. Sé que suena gratificante y divertido, y puede que lo fuera por un par de semanas, pero después ha sido la guerra. Antes de El Boomeran(g), dedicaba la noche de un casto día de escritura a soñar y dejarme soñar por los personajes de la novela; hoy éstos tienen que pelear con singular sevicia para recuperar el territorio perdido durante una febril noche de blog.

     No me puedo quejar. Antes los personajes iban y venían de acuerdo a su capricho, sujetando el avance de la historia a las diversas veleidades del día o la semana. Llegó a pasar un mes sin que uno solo llegara a la cita. Lo cual, siguiendo el hilo de la metáfora, equivaldría a una severa crisis conyugal. Y justo cuando estábamos reconciliándonos llegó la chica mala. En la mezquina esfera de las relaciones interpersonales, ese remate habría bastado para poner punto final a la historia, pero en los territorios de la novela esos problemas con trabajos ameritan un punto y aparte.

     Llamarle a una novela chica buena es poco más que insultarla. Novela que no es perra, tampoco muerde. Y a uno le gusta que los libros muerdan, que le jodan la vida como Dios manda porque llegó la hora de tocar fondo y rebotar violentamente hacia arriba. Veo, pues, a la novela como una Shirley Manson que salta de mañana, en la última orilla de los sueños, cantando "Tú me crucificaste mas yo volví a tu lecho, igual que Jesucristo de entre los muertos". Por eso digo que los vicios se amafian, igual que en su momento lo hacen los personajes, cuando está de por medio la supervivencia.

     He grabado un concierto de Garbage, al cual encuentro drásticamente literario, frente a cuyas imágenes apilo estas palabras. No está a mi alcance ahora sustraerme al instante en que la Manson se pesca del micrófono para escupir de nuevo aquella vieja frase que bien podría dar inicio a una historia de ritmo compulsivo: I can't use what I can't abuse. Escribir es también abusar de casi todo aquello que se usa, empezando por uno mismo, que contiene ya el virus y el antídoto. Y no se puede hacer de otra manera. Y es más, si se puede no quiero saberlo. I'm only happy when it rains.

      El punto es que la chica mala, reputación aparte, ha hecho efectivamente más bien que mal. Solamente saber que nos fuimos de juerga una vez más me provoca el impulso irreprimible de correr a los brazos de la novela, que me espera ya ansiosa en la libreta, lista para creerme todo lo que le cuente mientras me voy perdiendo entre sus meandros y creo una vez más que no hay más realidad que esa ficción. No es, al fin, a pesar de la chica mala que escribo en las mañanas con disciplina férrea y furia desbocada, sino precisamente por su causa. O sea que lo dicho: forzados a vivir en promiscuidad, los vicios siempre acaban conspirando.

     Una de las virtudes cardinales de las furcias de mala entraña consiste en no perder el cool ante nada. Gozo de esta bigamia emocional porque en ambos lugares soy capaz de rascarme cualquier comezón. Dice el proverbio árabe que el hombre que tiene dos casas pierde la razón, y el que tiene dos mujeres pierde el alma. No aclara, sin embargo, qué sucede cuando las dos mujeres lo poseen a él, y ninguna se distingue por buena. "Derrama en mí tu miseria", canta ahora la mala de la Manson, y una vez más siento que me hace bien. Que la ponzoña es bálsamo y el ardor frescura. Gracias, pues, chica mala. Me ha dicho La Señora que no hay hard feelings.

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16 de enero de 2008
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Especies y genoma

Es bien conocido que Aristóteles consideraba que las especies son eternas y que, con Darwin, tal tesis ha quedado superada. No obstante, se sigue hoy en día hablando de especies, aunque se considere que una especie es algo efímero. El pensamiento contemporáneo sigue teniendo entre sus exigencias la de delimitar, distinguir, clasificar, en suma, especificar. Obviamente, los criterios que utilizamos para esta clasificación no se reducen a los utilizados por Aristóteles, sin que ello signifique que aquellos están excluidos, las condiciones anatómicas siguen teniendo un gran peso, pero, como es bien sabido, la clasificación de las especies es hoy fundamentalmente un trabajo de genética. Una especie es aquello que responde a ese prodigioso fenómeno sustentado en la química orgánica, que denominamos un genoma. Todos los individuos de la especie humana compartimos el genoma humano; asimismo, los individuos de la especie de los gorilas comparten un único genoma.

Mas aquí surgen obviamente problemas. Por un lado, problemas de delimitación entre especies, pues hay genomas que prácticamente no tienen diferencia, ni cualitativa ni cuantitativa. Un ejemplo recurrente: el genoma humano está constituido aproximadamente por 25.000 genes si por gen entendemos aquella parte del genoma que codifica proteínas. Ahora bien, un animal aparentemente tan alejado de nosotros como el ratón también tiene el mismo número de genes codificadores de proteínas. Esta coincidencia se hace aún más sorprendente si tenemos en cuenta que la diferencia cualitativa entre ambos genomas es, de existir, muy pequeña. Y sin embargo, como bien dice un conocido pensador de estos asuntos, un ratón no es un hombre. ¿Dónde estriba, pues, la diferencia? Aquí aparecen problemas en ocasiones artificiales, relacionados con el hecho de que hay un gran equívoco en la utilización misma del término gen. A veces se entiende por gen todo aquello que juega algún papel en el genoma, mientras que otras veces, (y con rigor), se limita al término a elementos del genoma que juegan la función codificadora ya evocada. Si nos atenemos a esta última, desde luego se hace imposible responder a la interrogación clave de la diferencia tanto anatómica como de comportamiento entre un ratón y un humano.

Por decirlo llanamente, si se toma el genoma en un sentido reducido, y si se dogmatiza el papel del genoma a la hora de explicar las diferencias entre especies, es un auténtico misterio que el ratón no sea humano...o viceversa. La cosa se hace sin embargo mucho menos confusa y misteriosa si consideramos que aquellas partes del genoma no codificadoras de proteínas han de jugar también un papel relevante, y en este sentido, se han canalizado los estudios de genética contemporáneos. Se acentúa, por ejemplo, el papel de las llamadas secuencias reguladoras en las cuales, aunque sea como mera conjetura, ha de buscarse el porqué de tales abismales diferencias.

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16 de enero de 2008
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El hombre que quiso ser dios

La primera noticia la tuve en el colegio y entonces le llamábamos Alejandro El Maño, aunque nos gustaba más su caballo Bucéfalo, de nombre irresistible. Muchos años más tarde me percataría de que Alejandro de Macedonia era uno de los escasísimos humanos que han sido modelos de virtud durante veinte siglos. Junto con Julio César, Jesús de Nazaret y quizás Napoleón, millones de mortales vieron en ellos un espejo de conducta. El espejo se rompió a partir del Congreso de Viena y hoy es considerado incorrecto.

/upload/fotos/blogs_entradas/alejandro_magno_med.jpgLa desmesurada aventura de este joven nacido trescientos cincuenta y seis años antes que Jesucristo y muerto a los treinta y tres (hoy por fin asequible en la espléndida biografía de Robin Lane Fox que ha publicado Acantilado), es la colosal carrera de alguien que quiso ser Aquiles y acabó convertido en un dios viviente. La obsesión homérica estuvo presente desde su primera incursión militar, cuando Alejandro, tras desembarcar en Asia menor, abandonó a sus perplejos generales para acercarse a Troya, muchos kilómetros al sur de la ruta invasora, con la intención de competir con su novio Hefestion en una carrera alrededor de la tumba de Aquiles. Allí, en la antigua Ilion convertida en una aldea que Schliemann aún lograría desenterrar, se encontró con el primer signo celeste: los lugareños le entregaron el escudo y la armadura de Aquiles que habían ocultado durante siglos y de los que no se separaría ni siquiera durante la guerra de la India. Que Alejandro tomara a Aquiles como modelo, así como Julio César o Napoleón se miraran en Alejandro, establece una continuidad de la heroicidad épica que sólo sucumbirá con la aparición de la sociedad burguesa, incompatible con la figura del guerrero. El héroe, como un Fénix, renacía con cada renovación de la sociedad.

La identificación, sin embargo, chocaba con un problema. Aquiles era hijo de Tetis, una divinidad marina, y Alejandro era hijo de Olimpia, una tarasca macedonia. De modo que, tras la decisiva victoria de Isos, abandonó de nuevo a su ejército y se desvió en una peligrosa aventura a través de quinientos kilómetros de desierto para consultar el oráculo de Zeus Amón en el oasis de Siwa, último santuario de habla griega fronterizo con Libia. Como ya sospechaba, el augusto dios africano le confirmó que no era hijo de Filipo sino de Zeus en persona. Calmada su inquietud pudo entonces emprender el mas largo, doloroso y disparatado viaje que jamás se ha conocido. De Persépolis a Afganistán, del Mar Caspio al Ganges, del Indo al infierno de Makran, el nuevo Aquiles condujo el mayor ejército que se haya visto por rutas que incluían el ascenso a picos de cinco mil metros o la travesía de desiertos que los tecnificados ejércitos del Imperio Británico no pudieron superar en el siglo XIX. Sin duda, aquel muchacho alucinado deseaba alcanzar el lugar donde terminaba la Tierra, el llamado Mar Exterior, cinturón de agua que rodeaba al mundo. Llegó hasta divisar el Índico, pero tuvo que renunciar al abismo por la llorosa súplica de sus soldados, agotados tras años de guerra, enfermedad, hambre, calor, frío y soledad. Muy contrariado, regresó a la capital de su imperio asiático.

De los dos grandes contrincantes de Alejandro en esta epopeya, el rey Darío de Persia y el rey Poros de la India, el segundo es el más admirable ya que el pobre persa no hizo sino huir una y otra vez en lugar de morir decentemente hasta que le asesinaron sus propios (y escasos) cortesanos. Escena terrible cuando Alejandro encuentra la carreta donde yace el cadáver del último aqueménida atado con cadenas de oro y abandonado en un desolado barranco del actual Damghán. No así Poros, gigantesco y gallardo, que peleó sobre su elefante hasta que una lanza le atravesó el pecho. Derrotado, aún le quedó ánimo para instruir al joven guerrero, el cuál no sabía como debía tratarse al emperador de la India en semejante circunstancia./upload/fotos/blogs_entradas/ciudades_conquistadas_por_alejandro_magno_med.gif

Una vez conquistada la totalidad del mundo conocido (menos Arabia, su frustrado proyecto), Alejandro fue víctima de la terrible hybris, la locura que abate a todos los que osan traspasar la mesura humana y que ya había matado a Aquiles ante las murallas de Troya. Esta reputada enfermedad divina produce una euforia enloquecida durante unos meses de frenética actividad y luego fulmina al héroe. La muerte de Alejandro, tras las célebres orgías de Babilonia, fue tan inesperada que hasta el día de hoy se atribuye a una conspiración de sus generales, mentira que se repetirá con Napoleón. Lo más probable, sin embargo, es que muriera de malaria. Sólo hay un dato inquietante. Se había traído de la India al gimnosofista Cálamo que a todos gustaba mucho porque dormía y meditaba sobre una sola pierna y que le aconsejaba en los momentos decisivos. Cuando desde el Punjab llegaron a Persépolis, el gimnosofista pidió permiso para morir porque estaba cansado y deseaba cambiar de envoltura carnal. Impasible ante las protestas de su heroico discípulo, ardió en una pira entonando atinados cantos, no sin antes despedirse de Alejandro con este saludo: "Nos veremos en Babilonia". Tras varios meses de disimulo y aunque dio muchos rodeos, ofuscado por las burlas de su gente Alejandro no tuvo más remedio que entrar de nuevo en la ciudad de Babel.

Durante el último año recibió el tratamiento que sólo se le concede a los dioses, un ritual que heredarían los césares romanos, los papas de Roma y en forma atenuada los monarcas Franceses. Sin embargo, este dios que iba a morir ponía de manifiesto, no tanto que los humanos pudieran ser dioses (ya se habían dado casos), cuanto que los dioses pudieran ser mortales. Esa sería la tarea que culminaría con éxito otro sucesor de Alejandro, Jesús de Nazaret, no ya héroe de la guerra corporal, sino de la guerra espiritual, cuando matara en la cruz al último dios celeste e inaugurara la inmortalidad de los humanos.

Nuestros actuales jefes político mediáticos rechazan contundentemente a los héroes guerreros de la civilización occidental. La minúscula moral de la vida gregaria no puede soportar ni siquiera al último dios muerto, porque incluso una vez muerto sobresale demasiado desde la altura de la cruz. A pesar de ello, el populus indócil sigue amando a los héroes épicos aunque sea bajo una figuración degenerada: los gangsters de Coppola y de Los Soprano, los vengadores justicieros como Bruce Willis, Clint Eastwood o Mel Gibson. En sus formas más domesticadas, los arqueólogos luchadores (Indiana Jones), los espías eróticos (James Bond) o los hijos de Hércules maltratados por la oligarquía (Silvester Stallone o el replicante de Blade Runner) y tantos otros. Porque, es indudable, necesitamos héroes pigmeos para podernos sentir gigantes éticos.

Artículo publicado en El País, el 13 de enero de 2008.

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16 de enero de 2008
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La infancia (2)

Volví a casa haciendo las inevitables comparaciones entre nacimiento de este animalillo y el de un niño. Es increíble que siendo los humanos tan frágiles lo hayamos invadido todo, pero eso no quiere decir que la infancia no continúe siendo extremadamente vulnerable. /upload/fotos/blogs_entradas/cmo_aprende_el_cerebro_1_med.jpgComo explican Sarah-Jayne Blakemore y Uta Frith en el esclarecedor libro Cómo aprende el cerebro (Ariel), a los tres meses el pequeño puede coger un objeto y fijar la vista en él, a los cuatro o cinco meses puede distinguir el color y movimiento de un objeto, a los ocho empieza a desarrollar la memoria visual. El asunto es lento. ¿Quién puede recordar lo que le pasó cuando tenía dos años? La realidad es que con un niño se puede hacer cualquier cosa. Y como se puede, algunos las hacen. Los cerdos de los pedófilos están a la orden del día en sus variados registros. Y lo llamativo es que haya tantos. ¿Cómo puede haber tanta gente a la que le atraigan sexualmente los niños?, ¿qué tienen en la cabeza? No podrán evitar que les gusten, pero sí pueden evitar abusar de ellos. Es un problema y una realidad muy crudos que va aflorando en los medios cuando hay una redada o una denuncia y que preferimos no contemplar cara a cara, pero que no se aborda como se merece. Puede que la solución no sea publicar las fotografías de los acusados en la plaza pública como decidieron hacer meses atrás en Bogotá, pero sí que habría que llevarlo a debate, sacarlo a la luz, que hechos con una repercusión social tan grave no queden semisepultados en la vergüenza colectiva mientras hay sufrimiento de por medio. 

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16 de enero de 2008
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Bendito tú eres

Aprovecho este espacio para manifestar mi alegría por dos noticias que casi pasaron desapercibidas. La primera: la Autoridad Palestina concedió al músico Daniel Baremboim un pasaporte que le otorga esa nacionalidad. Uno de los intérpretes y directores de orquesta más aclamados de hoy, Barenboim nació en Buenos Aires en 1942, descendiendo de ruso-judíos escapados de la guerra, y se mudó a Israel a los diez años. Lo cual significa que tiene nacionalidad argentina y también israelita. (También es ciudadano honorario español, desde que una de sus iniciativas, llamada West Bank Divan Worshop, se instaló físicamente en Sevilla.) La segunda noticia es complementaria, pero no menos gozosa: aun siendo ciudadano israelita, Barenboim aceptó la ciudadanía palestina diciéndose honrado. "No sé si soy el primero, o el único en tener ambas ciudadanías", lo oí decir por televisión. "Pero sí sé que nuestros pueblos están inextricablemente vinculados. Nuestra relación puede ser una bendición o una maldición. Yo prefiero pensar que llegará a ser lo primero".

/upload/fotos/blogs_entradas/parallels_and_paradoxes_med.jpgAdemás de desarrollar una carrera brillante como artista, Barenboim no ha dejado de trabajar en pos del entendimiento de ambos pueblos. A comienzos de los 90, un encuentro con el hoy fallecido Edward Said fue el origen de una amistad que se tradujo en obras: libros como Parallels and Paradoxes: Explorations in Music and Society, que recoge sus conversaciones con el intelectual palestino, y emprendimientos como el West Bank Divan Workshop, que convocó a jóvenes músicos de Egipto, Siria, Líbano, Jordania, Túnez e Israel, apostando a que el arte construiría entre ellos los puentes que el fanatismo destruye a diario. Una amiga querida, Katrina Bayonas, me dijo que existía un documental maravilloso que registraba el trabajo del Workshop. Ojalá pueda verlo algún día. O mejor aún: ojalá pueda estrechar la mano de Barenboim algún día.

Y después dicen que hoy no hay héroes. Artista de excepción, intelectual y ciudadano comprometido con su realidad, Barenboim podría haberse conformado con producir belleza en estudios, teatros y salas de conciertos. Como todo hombre sensible, comprendió pronto que esa belleza acotada no alcanza, y se abocó a producirla también en el mundo.

Con un poco de suerte y mucha, pero mucha buena voluntad de parte de todos, será tan sólo el primero de muchos ciudadanos palestino-israelíes.

Una bendición para todos.

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16 de enero de 2008
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I.“Hijo de casa”

El idioma tiene usos que no pierden su filo, por mucho que se trate de términos más o menos olvidados. Y la liebre salta muchas veces de donde uno menos la espera, cuando se trata de convocar semejantes expresiones arcaicas desde el fondo del abismo. Es lo que ha ocurrido hace poco en Nicaragua con "hijo de casa" en boca del comandante Daniel Ortega.

"Hijo de casa" viene del lenguaje de la más rancia sociedad patriarcal. Es el humilde hijo del campo, que se criaba en la casa del patrón en la hacienda, y luego era trasladado, por su docilidad y buenas maneras, amén de su disposición al trabajo, a la casa del patrón en la ciudad, donde se encargaba de menesteres domésticos de confianza. Se hallaba un escalón más alto que la servidumbre, pero varios escalones más bajos que la familia en cuyo seno era acogido.

El "hijo de casa", si le iba bien, podía llegar a ejercer algún oficial menestral cuando se hacía adulto y debía salir de la casa del patriarca, para ser entonces barbero, ebanista o joyero. Y debía siempre contentarse con mirar de lejos a las hijas del patrón.

De modo que "hijo de casa" fue siempre un término ofensivo, y clasista, y lo sigue siendo las escasas veces que se usa, como lo hizo el comandante Ortega para ofender, y descalificar, a Edmundo Jarquín, adversario suyo desde las filas del sandinismo disidente, y candidato presidencial en la última campaña. 

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16 de enero de 2008
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