En España debatimos hoy sobre la llamada "memoria histórica" y, en la polaridad que el asunto ha provocado, cada parte intenta cargarse de razón poniendo sobre el tapete el monto de vejaciones infringidas a poblaciones inocentes por el bando contrario, incluidas detenciones arbitrarias, torturas y pases por las armas. Estoy seguro que en relación a los hechos empíricos cada parte tiene razón, y que incluso se hallan homologadas respecto a las interesadas exageraciones. Y sin embargo soy de los que toma partido, con todos los matices que se quieran, pero partido. Como hubiera tomado partido a la hora de posicionarse respecto a la Revolución Francesa, y siempre en defensa de la misma, aun ante la evidencia del Terror.
Para la persona motivada a la hora de actuar por los objetivos liberadores que eran la esencia de la Revolución Francesa, el verse abocado al Terror constituía una tragedia, esperada o inesperada, pero tragedia, y hasta la prueba de una radical impotencia. Pues en la matriz de la Revolución Francesa se encuentra el deseo de conferir veracidad social e histórica a la idea moral de convertir a todo ser de razón en efectivo objeto de ese respeto al que me he venido refiriendo. En consecuencia, toda acción que ofendiera a la persona, concretamente todos los actos de abuso o de gratuita subordinación, que efectivamente se daban, suponían (por la impotencia a evitarlos) un trágico fracaso: fracaso de los ideales de libertad y en consecuencia fracaso de lo más noble. Pues bien:
Me atrevo a decir que algo análogo sucedía en los años de nuestra República y de la Guerra Civil. La República era signo de que los débiles de España alzaban la cabeza en busca de la recuperación de su dignidad, sin la cual no cabía dignidad social para el pueblo español. Y cuando este proyecto tiene algún viso de parcial realización, otras cabezas se alzan, objetiva y subjetivamente motivadas por el imperativo de impedir que tal dignificación fuera posible.




El héroe de Héctor Abad Faciolince en El olvido que seremos, es un médico que desde joven quiere hacer de su profesión algo más que un ejercicio liberal, para beneficio de los más pobres y necesitados, y que se convierte luego en un defensor de los derechos humanos en un país en donde semejante condición ha representado desde hace décadas una sentencia de muerte.



De la misma manera, aunque él escribe en inglés, me parece hoy que Junot Díaz es uno de los nuestros. Nació en República Dominicana, pero no puede negar sus pasos por las universidades norteamericanas de Rutgers y Cornell. Acabo de leer su primera novela The brief Wondrous life of Oscar Wao (Faber and Faber) y quedo deslumbrado. Es una obra de una energía fenomenal, con una racha de vida, una vitalidad en la narración que me impidió dejar el libro hasta terminarlo. Y ahora me queda una pregunta: ¿este Junot Díaz no es de los nuestros sin parar de ser uno de ellos? Según su novela, parece que sí.
Corrí a comprar Augie March, si no lo hubiese hecho habría sido un síntoma de senilidad prematura de mi parte. Pero Augie es un texto demandante como todas las Grandes Novelas, americanas o no. Coqueteé con sus primeros capítulos y nos separamos de común acuerdo. No era mi tiempo para Bellow. Todavía.
La puerta de entrada a esta Consciencia es un lenguaje que es capaz de ser barroco y preciso a la vez, siempre creativo a la manera de un torrente: Bellow es un forjador de lenguaje a la manera de Shakespeare. (Creo haber encontrado el eslabón perdido entre el autor de Hamlet y el presente: mi cadena personal no había llegado más allá de Dickens, pero ahora intuyo que puedo reformularla de esta manera, Shakespeare-Dickens-Bellow, con el americano de origen ruso-canadiense como último portador de la antorcha.) Todavía estoy sorprendido por la manera en que sus cuentos me han afectado, aun cuando van en contra de algunos de los preceptos que suelo (per)seguir, como las formas perfectas o las anécdotas prolijamente hiladas. Los textos de Bellow dictan sus propias reglas y deslumbran a pesar del extrañamiento que sugieren: son objetos tan bellos e infrecuentes como el amor mismo.