Vicente Verdú
El número de divorcio de matrimonios de mayores de 60 años ha sido considerado espectacular en la última década española. De una parte parece comprensible que muchos se hayan hartado, tras decenios de resistencia, de la convivencia repetida pero otros han añadido a esta cruz la sensación de que todavía no ha terminado todo. No ha terminado la opción de vivir, ida, especialmente.
Algunos protagonistas se atribuyen un suficiente porvenir que pretenden orientar hacia otras ilusiones de libertad y compartir esa peripecia con nuevas personas. Al fin y al cabo, si un buen número de sexagenarios abandona a su pareja histórica la oportunidad para nuevos enlaces aumenta inmediatamente.
Un actual anuncio en la televisión (referido ¡al metro de Madrid!) muestra los preparativos de una boda en el campo y juega con el equívoco de quién es realmente el novio. O este señor de unos cuarenta años que se calza el chaqué ayudado por su padre o, como se revela al final, el anciano padre que con unos 90 años se acerca a una novia que le espera con el ramo de flores y una fisonomía octogenaria. Con tal pretexto nupcial el spot nos dice que en la vida hay muchas paradas y que el metro de Madrid ofrece una parada para cada uno. Una parada y una chorrada.
El malestar que crea este desafortunado anuncio proviene de la boda necesariamente grotesca y que en lugar de lucir como una oportunidad de vida adicional despide un tufo de últimas voluntades. ¿Se trata de algo parecido con las bodas de sexagenarios? Más o menos. Porque ¿casarse de nuevo? ¿reproducir la vieja y desvencijada fórmula en la que se vivió hasta la hartura?
Más bien cabría pronosticar que precisamente la población que se separa a los 60 años es la pionera de una sobrada experiencia que proclama la inconveniencia de casarse. No lo dicen ya legiones juveniles que descreen de las instituciones sino cohortes de personas experimentadas, necesariamente instruidas en esta materia y que, cargadas de razones profundas, descalifican el beneficio del matrimonio. La boda fue un rito y un mito. La boda nos embotaba: nos metía en el bote a los hombres y abotargaba la pasión de las mujeres. El modelo tradicional reproducía, más o menos, estos efectos repetidos. Prácticamente nadie escapaba a ellos pero faltaban pruebas rotundas de su desolación total.
La estampida de los mayores de 60 años con 30 o 40 años a las espaldas expresa los soterrados padecimientos de la relación, hasta ahora silenciados en nombre de la veneración casi sagrada al vínculo. Las rupturas masivas en la tercera edad proclaman el principio de una gran transformación porque no se trata ya de la renuencia a comprometerse con el ser amado sino de la denuncia de los males del compromiso y tanto más nefasto cuanto más prolongado, asiduo y envejecedor se hizo en medio de la penitencia, la represión y la degradación desde ambos lados.