Antes de la muerte del amigo estaba acompañado por un delicioso, suave, tranquilo e inteligente libro de Julien Gracq. Bastante más que un libro de viajes, que también, son las notas de caminos y paisajes recorridos. Y otras maneras de viajar por la memoria, la vida, la historia y las lecturas. Se llama A lo largo del camino. Julien Gracq se acercaba con su coche por España con bastante frecuencia. Reivindica las desnudeces del paisaje castellano o los caminos secundarios por Aragón, por el delta del Ebro o por La Rioja. Invitación a circular perezosamente por carreteras secundarias. Entre los homenajes al paisaje, muy hermoso es el que hace de una tierra, unas carreteras y un espacio que queremos y conocemos muy bien. Gracq habla de Segovia:
"El recuerdo que guardo de Segovia -con una nitidez de fotografía- es el de su alcázar triangular, fortaleza curiosamente grácil al final de la cual la ciudad terminaba en punta afilada, hendiendo los trigales como el estrave de un crucero hundido. Ni un árbol. Desde allí, mi mirada tomaba al bajar una pequeña carretera de polvo más blanca que la harina; subía abruptamente hacia un pueblo castellano muerto de sed, encaramado sobre la cresta de la colina y que la carretera seccionaba justo en el medio como una almena. No había ni un alma en el paisaje, todo color de pan tostado, sólo un campesino que subía de espaldas al pueblo en su asno, cuyos flancos aparecían cómicamente abultados por dos grandes sacos de trigo. El sol caía a plomo; era mediodía -excesivamente pronto en España para acudir al restaurante típico-, yo miraba, fascinado, ese paisaje sin edad, en el que nada, visiblemente, ni siquiera el menor detalle, había cambiado desde os tiempos de Don Quijote."
Así es. Yo lo he visto. Lo veo. Solamente hay que cambiar el burro por un tractor, ¿cuánto tiempo le quedará a ese paisaje que está parado en el tiempo? No mucho, mañana, estos desnudos paisajes de Castilla serán desierto o campos de golf, difícilmente habrá trigo que transportar. No hay burros. Ni hombres que los monten. No importa, mañana estaremos recordándolo desde el hoyo 17. O desde el 19.

Rafael Argullol: Hoy en mi galería de espectros he visto el de Lawrence de Arabia.

Silda Wall representa en el escenario el papel de la esposa que pone la cabeza entre las fauces del monstruo que se prepara con gusto a devorarla. Si pudiera fingir que no se siente humillada, si pudiera borrar de su rostro los trazos del desvelo, y las huellas del llanto, sería mejor. No puede decir nada, nadie le pregunta nada. Su papel es estar allí, y aguantar, en nombre de la institución de la familia.

En términos de la más pura especulación: ¿cómo debería proceder hoy un policial latino, cuáles serían sus coordenadas esenciales? La narrativa policíaca es en su mayoría de tradición anglosajona. Con el Auguste Dupin de Edgar Allan Poe, arranca centrada en la figura del investigador, que puede ser privado (como Dupin, como Holmes, como Marlowe) u oficial como los inspectores Dalgliesh y Wallander, y también la Jane Tennison de la miniserie Prime Suspect. Aquí surge ya un primer problema. Sé que Andrea Camilleri se las ingenió para darle carnadura al inspector Montalbano a pesar de que Italia está a la orden del día en mafias y corrupciones (no leí nada suyo aún, me propongo hacerlo ahora, después de la experiencia Wallander: ojalá me vaya mejor), pero en el mundo hispanoparlante, o para ser más específico en América del Sur, la figura del investigador oficial nos resulta infumable.
El sistema está podrido. No habla otro lenguaje que el del dinero, que contamina del mismo modo que el poder: arruinando todo lo que toca. Claro, siempre existe la posibilidad de ponerse al margen del dinero. Piglia destaca que a pesar de las tentaciones que se le cruzan por delante, el Philip Marlowe de Raymond Chandler insiste en cobrar tan sólo la tarifa diaria que ha puesto a sus servicios: ni un dólar menos, pero tampoco un dólar más. Esa tozudez funciona como principio moral. Marlowe cobra lo suficiente, se determina a no necesitar más para vivir. Al dar la espalda a las tentaciones con que la sociedad de consumo nos bombardea a toda hora, no se coloca fuera del sistema pero sí en su límite: nadie puede corromper a aquel que nada (más) necesita.
Las veces que lo traté, que no fueron muchas, tuve la intensa impresión de que me comprendía, de que se ponía en mi lugar. Miraba a los ojos buscando algo que seguramente ni yo misma era consciente de tener, y como a mí debía de ocurrirle a todo el mundo. El drama de la humanidad es que hay gente incapacitada para meterse en la piel de otro, gente intransigente, severa, que rechaza lo que es muy distinto a sí mismo. Azcona pudo escribir los maravillosos guiones de El verdugo, El pisito, El cochecito o Plácido, aparte de por poseer un talentazo descomunal, porque tenía el don de comprender. Prefería comprender a juzgar y sabía rescatar esa pequeña inocencia que nos hace salvables.


Rafael Argullol: En nuestro mundo, llegar al paraíso es una especie de juego sin reglas, cosa que se advierte en nuestros días en que renacen los mitos de la inmortalidad y la eternidad en la medicina, en la genética, en la bioquímica, y hay una especie de lucha de todos contra todos y una incorporación plena de la rapiña capitalista a lo que es la formulación contemporánea de estos mitos.