Vicente Verdú
Si tuviéramos en cuenta nuestro estado personal, físico y psíquico, en momentos clave de la relación con los otros descubriríamos en qué gran medida nuestros comentarios, impresiones y juicios dependen del estado de uno mismo (sujeto) y no de la condición del próximo (objeto).
De un estado personal a otro se deducen opiniones diferentes o, lo que acaba siendo más grave, actuaciones que no podemos corregir y que se dispararon impulsadas por el malestar de nuestro funcionamiento orgánico. El riesgo de injusticias, descalificaciones o enemistades provocadas por una acidez, un cansancio o una jaqueca son tan grandes como muy temibles. Pero así, paso a paso, se hila el tejido relacional y acaso las concepciones establecidas sobre casi cualquier asunto: el interés de un libro y de su autor, la belleza o fealdad de una película, la disposición o indisposición hacia el repetido discurso de un político.
Porque no sólo se presenta la coyuntura en encrucijadas efímeras entre las cuales nuestro criterio se enciende sino que puede además quedar encasquillado y fijo como efecto de una posible repetición o una azarosa coincidencia del síntoma. Ese sujeto que no soportamos viene a comportarse pues como un alimento que no digerimos bien o como un viento o un ambiente que nos desazona. Basta, en ocasiones, un particular rictus del sujeto que desordena nuestro equilibrio fisiológico para que su presencia tienda a convertirse en alguna clase de tóxico o veneno. De las personas no sólo recibimos sus atributos humanos sino los gastronómicos, Somos tanto receptores como caníbales. No sólo recibimos sus efectos como sujetos sino también como sensaciones de color, de sabor y de olor que determinan el bienestar o el malestar de nuestro organismo. El saber es sabor, el intelecto huele, la idea crece o decae con la entonación de su cromatismo.