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El gabinete de los prodigios del Doctor Toro

En la idea que tenemos de lo monstruoso campea la maldad. El monstruo, asociado a la fealdad extrema y a la deformidad en su forma física o representación, no tiene límite en su capacidad o posibilidad de hacer daño. Destruir, asesinar. "Monstruo" decimos de un asesino en serie, de un descuartizador de niños, de un violador sin alma.
 

Pero la palabra, que proviene del latín, no significa otra cosa que el prodigio creado por los dioses, no pocas veces amasado en la oscuridad de la culpa y el pecado, y viene a designar lo excepcional, lo que desafía los reglas de la naturaleza, alterándolas. En la mitología griega son los gigantes de un solo ojo, las mujeres con cabelleras de serpiente, los hombres con cabeza de toro o cuerpo de caballo.

Es lo portentoso, lo extraordinario, lo que no tiene comparación. Por eso Cervantes llamó a Lope de Vega "monstruo de la naturaleza". Zeus alabando a Hermes.

Hay otra manera, sin embargo, de acercarse a los monstruos, y aún vivir con ellos en la propia casa, tenerlos como parte de la familia. Y es la de Guillermo del Toro: verlos como los "otros" a los que tanto tememos porque no son como nosotros.

Este sería entonces el siglo de los monstruos: los que emigran huyendo de calamidades, la primera de ellas la pobreza, los extranjeros indeseables que cuando traspasan en hordas una frontera, son rechazados por temor. Lo primero que un monstruo inspira es miedo, porque es distinto.

Guillermo del Toro ha sacado en préstamo de su casa en Los Ángeles su colección de monstruos, desplegada en espacios entre góticos y victorianos. Convive con ellos en lo que llama su "bleak house", en homenaje a una de las novelas emblemáticas de Dickens, y los ha llevado a su ciudad natal en México para una exhibición memorable amparada por el Museo de las Artes, en el Paraninfo de la Universidad de Guadalajara: "En casa con mis monstruos".

No son sólo los suyos, creados en sus películas, sino todos los que le han fascinado desde la infancia, cuando era lector devoto de historietas cómicas y también los veía lleno de miedo en la pantalla del televisor. A la noche, asaltaban sus sueños. Aquel niño apasionado por la maravilla, y paralizado por el terror, tuvo que llegar a un acuerdo con las criaturas que lo acosaban: "si me dejan ir a mear, voy a ser su amigo toda la vida".

El gabinete de Guillermo del Toro es un retrato múltiple de sí mismo. Nos lo enseña con la escenografía de los gabinetes de curiosidades del siglo diecinueve, juntadas por naturalistas y viajeros, y llevadas bajo las carpas por los empresarios de espectáculos, tal el Museo de los Seres Increíbles que Phineas Barnum, después célebre cirquero, abrió en Coney Island. Allí podía admirarse tanto la momia de una sirena capturada en el mar del norte, como al diminuto general Tom Thumb, de sesenta centímetros de alto.

Hay algo de kitsch irresistible en el despliegue de esta colección "donde el placer no conoce la culpa": muñecas, máscaras, dibujos, grabados, pinturas, miniaturas, esculturas de cera, exvotos, santos de bulto, muebles, cortinajes, entre los que conviven Boris Karloff con la Bella Durmiente, Edgard Allan Poe con H.P. Lovecraft.

La curiosidad y la imaginación son mitades indisolubles en el alma de un niño que ve el mundo a través del lente de una camarita súper 8, y no deja de ser ese niño cuando se convierte en el director de cine que saca del sombrero sus criaturas prodigiosas, buscando demostrar que la monstruosidad tiene un sentido trascendente.

Su mejor modelo es la criatura del doctor Frankenstein, el desolado personaje de la novela tan victoriana de Mary Shelley. Al cobrar vida se plantea interrogantes angustiosas sobre su existencia, igual que nosotros mismos: ¿de dónde venimos?, ¿por qué existimos?, ¿qué hacemos en el mundo? Las de esta grotesco ser, sin armonía en sus facciones, son: ¿quién me creó?, ¿para qué me crearon?, ¿por qué estoy aquí? "Estas son preguntas monumentales", se responde del Toro. Alguien jugó a ser dios, y le dio la existencia.

El ser al que el doctor Frankenstein da un cuerpo y una mente, es la mejor representación del otro, del extraño, del que exacerba nuestro miedo, "lanzado a un mundo que no conoce ni entiende. Un ser incomprendido que necesita compañía y estima, y que sufre por ser constantemente rechazado".

Tras dejar atrás la abigarrada penumbra de las salas de exhibición, el gabinete de los prodigios del doctor del Toro se cierra con la caseta de tablas del puesto de revistas y periódicos, cercano a la casa de su abuela en Guadalajara, donde él compraba de niño las historietas cómicas. Fue rescatado de una bodega del Sindicato de Vendedores de Diarios, Revistas y Afines.

La primera estación del largo y maravilloso viaje de un monstruo creador de monstruos.

 

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10 de junio de 2019
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Planeta plástico

Para muchas niñas, el descubrimiento del chicle fue lo que de jóvenes el cigarrillo. Qué buena compañía nos hacían aquellos Cheiw Junior para pasar la lenta tarde del domingo haciendo globos o estirando la goma hasta que se rompía. Mascar se nos antojaba liberador. El acetato polivinílico con sabor a menta o fresa –los de tutti frutti llegarían después– nos otorgaba más soltura que la boca cerrada. Y hasta que descubrimos que era de mala educación masticarlo en público, desenvolvimos con goce pastillas de maxichicles que a veces pegábamos bajo la butaca del cine cuando perdían el ­gusto. Era algo irresistible, aunque no ­estuviera bien; equivalía a cobrar elasticidad, morbidez, y nuestro dedo travieso se ocupaba de comprobar que la blandura se prolongaba a lo largo de la película.
Masticábamos plástico mientras nuestros padres disfrutaban de la comodidad de los platos de poliuretano, los hules sustituían a los manteles diarios, y desde el frágil cristal hasta el cartón mohoso, o los hierros forjados, iban siendo reemplazados por la euforia del barato y liviano plástico. De ­estudiantes, el momento de plastificar carpetas y libros se nos antojaba optimista. Los ochenta se rindieron ante el dios plexiglás: así aprendimos a llamar al metacrilato, y nos hacía sentir modernos. En los noventa hasta Hermès jugueteó con un Kelly transparente, souvenir de una exposición. Y, en un alarde de posmodernidad, las firmas de lujo reinterpretaron versiones de sus iconos en ese material tan maleable y a la vez resistente. Hasta que ­perdimos la ingenuidad, igual que tras mascar chicle ante el maestro, y su­pimos que era altamente contaminante y puede tardar hasta 400 años en ­degradarse.
Nos enganchamos tanto al plástico que se nos fue de las manos. Coches, ordenadores, tejados, tuberías o zapatillas deportivas. La fórmula de embalaje preferida a escala mundial. Lo compramos a diario, estamos en contacto corporal directo –hasta dormimos sobre él– e incluso lo ingerimos. En los últimos años se han encontrado microplásticos y fibras del ancho de un cabello humano en una extraordinaria gama de productos alimenticios como la miel y el azúcar, el agua embotellada y la del grifo, en el marisco, la sal de mesa, la cerveza y los refrescos. Se calcula que hoy producimos unos 330 millones de toneladas al año, y el 95% de los envases de plástico no se utilizan más que una sola vez. Acaba con los peces en mares y océanos y destruye las cosechas en Vietnam, Malasia o Tailandia, donde el primer mundo lo envía para quitárselo de en medio. Es incapaz de convivir con el ecosistema, pero vino para quedarse. Nuestra vida es ya un prefabricado completo, y más allá del gesto, de las campañas para salvar el planeta, de que llevemos bolsas de tela fina o rellenemos botellas de cristal, necesitamos un ambicioso plan transnacional para que nuestra sociedad supere el mono y olvide las ventajas del césped artificial.
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10 de junio de 2019
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¿Es la simetría una exigencia de carácter burgués?

Al hilo de Entre la inspiración y el proyecto. La zona intermedia, de Jesús Martínez Clarà, mi actual libro de cabecera, surge un comentario sobre el modo de colgar los trapos de cocina. Señalo la dificultad, la prevención, casi el dolor, en las fases del proceso de avance y entrada en la cocina ante el posible espectáculo de dos trapos colgados asimétricamente en los tres ganchos situados junto al frigorífico. El desasosiego, la perentoria necesidad de colgarlos “bien” (un gancho libre en medio), anula cualquier satisfacción posterior; además existe el temor de que en unos minutos vuelvan a estar agrupados (a derecha o izquierda, da igual) dejando un gancho libre en uno de los extremos. Leo compulsivamente a Jesús Martínez a la búsqueda de consuelo.

“En los grabados de los libros del monje benedictino del SXV Basilii Valentin (...) como en toda la iconografía alquímica, la simetría marcada por la relación entre dos ámbitos: arriba y abajo, derecha e izquierda, crea una similitud entre unas coordenadas espaciales que se convierten en un pilar hermético repleto de claves y sujetas a todo tipo de interpretaciones. (...) El antiguo concepto griego de simetría alcanza una cota alta, una cima en los mosaicos y mausoleos paleocristianos de Rávena y Bizancio. (...) En estos mosaicos actúan dos tipos de mimesis: una horizontal en la propia distribución de las figuras en el espacio, y otra vertical reflejo de la divinidad en el mundo. (...) Una estética de lo asimétrico sería impensable en las etapas fundamentales de la historia del arte occidental (...) sin embargo caeríamos en una negación de principios científicos y estéticos al no reconocer el papel de algunos argumentos que cuestionan el papel exclusivo del ideal de simetría. La naturaleza ofrece modelos de conducta (...) que no están sujetos a la mimesis, ni a la simetría. (...) En el arte chino o japonés la habitación del té se considera la casa de la asimetría. (...) El tema central es pues la fricción, la lucha o la aceptación de la perturbación que nos pueden crear los agentes asimétricos.”   

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9 de junio de 2019
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Tramas de El Norte

EL NORTE

The Epic and Forgotten Story of Hispanic North America

By Carrie Gibson

539 pp. Atlantic Monthly Press 2019

 

One hundred years before the arrival of the Pilgrims, the Mexicans were already here. With typical dark humor, Alfredo Bryce Echenique used to say that when God ordered Fiat lux, Hispanics were already late with the bill for Bell. Carlos Fuentes was 10 years old when his father, a Mexican diplomat in Washington DC, took him to see a film that included the secession of Texas from Mexico. The boy stood up in the dark and cried, “Viva Mexico!” It was a sense of duty he carried all his life. García Márquez journeyed to the South, following in Faulkner’s steps. Perhaps he saw at the cinema a silent short about a man in front of the firing squad watching his whole life rolling back as a calendar in reverse. In his own Faulknerean accounts of too many years of solitude he adds that the Americans, with the excuse of eradicating yellow fever, stayed in the Caribbean far too long. Fuentes was once forbidden to disembark from a ship in Puerto Rico, and García Márquez was asked to strip naked at customs.

El Norte: The Epic and Forgotten Story of Hispanic North America  is the book that Americans, Anglo and Hispanic, should read as an education on their own American place or role. Crossing the borders has become a formal rite de passagetowards identity, a dramatic task in Spanish because we have eight names for the Wall, English only four. Thus, Latin Americans are experts in dealing with walls, fences, and barriers.  The history of miss-readings has created a phantom of the Law of the Land that goes around as Mexican, Hispanic American, Puerto Rican, Cuban, Caribbean, and Latin American. Not to mention Latino, Mestizo, Mulato, Asians, Native, Anglo Americans, and every other wall of misrepresentation. This formidable display of categorization, conflicts, and crossroads has produced the most complex, intricate cultural system of representing ethnic territories, racial mappings, and exclusionary perceptions. To split the atom has proved to be easier than to split a prejudice. The civil society reinforced what is not-inclusive: skin color, religion, and language. This formidable racialization demonstrated an identity forged, across the border, from the color of the others, languages of origin, religions, and bone size. An historian from Cambridge, Carrie Gibson carries on the formidable task of accounting for the relevant and telling cases of our modern process of national formation and regional negotiations. This is a serious book of history but also an engaging project of reading the future in the past. That is, we still are working in the American grain.

            As a forgotten epic, one can read this story as a most reliable travel guide. It is a long ride along the map of an elusive but powerful history that, even if new to most of us, is a familiar tale of many nations moving beyond the walls into a territory of common goals. In most of the cities there was someone writing and protesting, forging from modest presses a regional demand of a possible public space, the voice of a civilization of the law against intolerance and violence. To those forgotten heroes of the press, journalist and chroniclers, travelers and booksellers, the reader owns his reading. Of course, some cases are more tragic than others, as is the painful history of Puerto Rico, were the Tainos, the pacific society that Columbus encountered, had an easy laugh and were curious as children. We now know, thanks to the Spanish historian Consuelo Varela, that Columbus stopped their baptism as Christians in order to sell them as slaves; he even managed to get a percentage from the first bordello in the Americas. The Tainos, of course, disappeared, but the Caribbean decided otherwise. They didn’t appreciate Columbus’ marbles, and would have returned to Mr. Trump paper towels he throws to the victims of the last hurricane. History repeats itself, now as shame.

What is fascinating about this book is that its encyclopedic project is not a rewriting of history but a telling of readings. Almost each historical event is retold within the sequence of facts, memory, recording, evaluation, and discussion. That is, history leaves the mourning authority of archives and takes its place in a long conversation that settles down a modicum of evidence as common truth. The notion that truth could be reached through dialogue presupposes a long pilgrimage, a travel through violence, discrimination, racism, the locus of the Inferno created by occupation, exploitation and low salaries. The narrative becomes not a tribunal but the locus of a dialogue that plays a classic role, that of offering hospice to language and shelter to the lost of meaning imposed by violence. Mexico lost half its territory and many lives, but the voices of Thoreau and Lincoln were of alarm and hope. The model of replacing a tribunal with a conversation, was propose by Montaigne when, lacking friends, lamented that Plato was not here to talk about the wonders of the New World and their inhabitants, whom ignored the distinction between mine and yours.

The author lets the facts speak. But one would like to keep reading the saga of memory, that is, the literary version of the epic and the labors of fiction. Domingo F. Sarmiento came to the US to learn from American progress, and as president of Argentina to replicate those monuments of civilization: schools, railroads, immigration...Each of them fell short of the expectations. José Martí loved New York, but found that people was made of “yeast of tigers.” García Márquez retells the American arrival to the South in Macondo—they discover the banana, move the river, bring modern tools, but all ends in a massacre. Fuentes retells the story of an old writer who moves to Mexico: “A Gringo in Mexico, that is euthanasia.” Bolaño recounts the number of women killed around the maquiladoras. The border but also the migration, and not only narcotics but also life in-between elaborates a new mixture of Tarantino and Rulfo in Yuri Herrera’s fiction. The displacement of women in the novels of Carmen Boullosa and Cristina Rivera Garza as well as the chronicles of Heribeto Yépez on dying-daily in Tijuana explore the new discourses of sorrow.  The North is also a growing space of re-reading. The Mexican American senior novelist, Rolando Hinojosa-Smith, used to say that he, as a kid from El Valle, started reading fiction translated into Spanish. He thought that all writers were Mexicans, despite some strange names— Dumas, Chejov, Dos Passos. It seems that el Norte is not only a Cemetery. It is also a national Library.  J.O. The New York Times Book Review. March 10, 2019.

 

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5 de junio de 2019
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Hay que irse…

"Acudiendo a la cita con su ejército, en la calma del invierno, combina en su mente los misterios de la naturaleza con las leyes de la matemática, aspirando a desvelar los secretos de ambas" (Hector Pierre Chanut, Epitafio de René Descartes).
 

La escritora Francesa Annie Ernaux indica en uno de sus relatos que, por realista que sea la situación representada, rige en los sueños una especie de densidad en el entorno que acentúa el torpor de los propios miembros y dificulta el manejo usual de las cosas. Hay sin embargo invariantes respecto a la situación de vigilia. Suponga el lector que está viviendo una pesadilla: un ser amenazante se avanza por la izquierda y la puerta salvadora se encuentra a la derecha. Su intención de apresurarse se verá quizás dificultada por el aludido torpor del cuerpo (en el caso límite el tan corriente "quiero correr y no puedo"), pero en todo caso no se le ocurrirá al lector dirigirse hacia la izquierda, y calculará la distancia a cubrir exactamente como si se encontrara en la vigilia. O sea: la topología, la ciencia del topos, lugar o extensión, es indiferente a la variable soñando/ despierto (ello ocurre según el "Discurso del Método" con todo lo que tiene un carácter matemático). Me he servido aquí mismo en alguna ocasión de ejemplos análogos para cuestionar ciertas presentaciones esquemáticas de la obra de Descartes, en las que se acentúa el peso de polaridades que el autor presentó de manera sumamente matizada, empezando por la polaridad entre el pensamiento y una realidad diferente del mismo, la "res cogitans" y la "res extensa". Una pesadilla, en general un sueño, es en principio cosa mental. ¿Estamos pues en la "res extensa" o en la "res cogitans"? Pero la reflexión de hoy va por otro lado.

Desde el punto de vista de la consistencia matemática la diferencia soñando-despierto es quizás irrelevante, y por ello Descartes no encontrará en la matemática un criterio que le permita discernir si está o no está realmente "sentado junto al fuego" (tal no es el caso de otras representaciones; así si en la huída del peligro conseguimos volar, podemos tener la sospecha de que estamos en un sueño). Ciertamente no está claro que perder la certeza de que hay una clara frontera entre el sueño y la vigilia sea compatible con la confianza en el carácter previsible y ordenado del entorno natural y social, sin la cual no puede haber sentimiento de seguridad y arraigo. Y en la columna anterior utilizaba esta hipótesis cartesiana de que quizás el narrador del Discurso está soñando para poner de relieve la radicalidad de la aventura filosófica; poner de relieve que la inmersión en algunos grandes textos de la filosofía no es algo que pueda realizarse sin riesgo (compensado sin duda por el sentimiento de estar haciendo algo que nos aproxima al ideal de hacer aquello que como humanos debemos hacer). Y sirviéndome de una frase de Hermann Melville sugería que René Descartes encarna paradigmáticamente tal riesgo.

La vida de Descartes fue un constante exilio que de hecho se prolongó siglos tras su muerte. En 1802 se destruye la abadía Sainte Geneviève y los restos de Descartes son depositados en un museo, hasta que en 1819 son trasladados a la iglesia de Saint Germain-des-près, donde reposan en una tumba contigua a las de dos monjes eruditos, Jean Mabillon y Bernard de Montfaucon. Una placa resume las peripecias que condujeron a esta ubicación. Entre los restos del pensador no figura la cabeza...: exhumada de su sepultura sueca en 1666 y convertida en objeto fetiche, habría pasado por las manos de varios traficantes hasta recaer en posesión del naturalista Georges Cuvier, que la donó al museo que lleva su nombre. 

He señalado aquí en otras ocasiones que Descartes fallece tras pronunciar la sobria frase "Il faut partir", poniendo así de manifiesto su entereza ante el momento radicalmente crepuscular de la existencia. Mas tales palabras reflejan asimismo la contemplación retrospectiva de una vida y la lúcida aprehensión del sino que ha marcado su transcurso: irse en el sentido literal, huyendo de potenciales inquisidores o en busca de sublimados remansos espirituales; hay que irse, desde luego, cuando acucia la curiosidad científica (imposible de satisfacer en la inercia y la costumbre), el deseo de frecuentar desconocidas sociedades o el mero espíritu de aventura. Irse también, como metáfora de dolorosos momentos de quiebra en la filiación: desde la imaginaria pérdida de la vida de su madre en el parto del propio Descartes, hasta la efectiva muerte a los cinco años de una hija del pensador. Así pues "il faut partir", hay que romper, hay que irse, como ruptura en el vínculo generacional, mas también como escisión respecto a sí mismo, al poner en entredicho el conjunto de vínculos (patrióticos, culturales, religiosos), forjadores de ese caparazón defensivo que consideramos como nuestra identidad. "Il faut partir" sería, en suma, emblemático lema para una vida que, en la aventura, la celebración festiva o el dolor fue conducida simplemente de forma admirable.

René Descartes puso de relieve lo universal del espíritu humano, defendiendo el acuerdo racional entre quienes lo encarnan, mas se enfrentó solitariamente espada en mano a quienes, creyéndole débil, se disponían a traicionar su confianza. Subvirtió la ciencia y la filosofía, guardando el mayor respeto para la ortodoxia de sus numerosos oponentes, siempre y cuando intentaran argumentar sus convicciones. Dominó la lengua de erudición de su época, mas prestigió como pocos la lengua natural que le era propia. René Descartes respondió siempre a quien le demandaba legítimamente explicaciones y las exigió a su vez. En suma, René Descartes fue tanto un pensador como cabalmente un hombre.

Quizás un día Descartes será finalmente trasladado al Panthéon, o al menos se trasladará su cabeza, según una proposición parlamentaria de hace unos años. Erigido como memorial de héroes por la Revolución, el Panthéon des Grands Hommes ha dado oportunidad a toda clase de trapicheos a la hora de decidir quiénes son los ilustres que allí tienen derecho a reposar. Por ello ese reconocimiento tardío, que supondría una nueva exhumación y traslado de restos problemáticos, sería tan sólo una etapa más en ese destino errante que fue el de Descartes, aun después de la muerte. Los honores que le negaron los defensores de diversas ortodoxias, no se los niega sin embargo el gran Honoré de Balzac cuando escribe en La Comédie Humaine: "El amor tiene sus grandes hombres desconocidos, como la guerra tiene sus Napoléon, la poesía sus André Chenier y la filosofía sus Descartes".

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5 de junio de 2019
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Basura invisible

La unidad de almacenamiento de mi ordenador me manda alertas. Estoy a punto de agotar un espacio que no puedo ver e ignoro cuánto ocupa en metros cuadrados o cúbicos –que es aún como contabilizo yo el espacio–, por mucho que se me informe de los gigas y los megas. Qué hastío me produce borrar; se me antoja un tiempo de calderilla cuyo efecto es del todo inmaterial, bien diferente a quitar el polvo y quedarte mirando el trapo ceniciento convencida de haber hecho algo útil. Cierto es que al crujir la papelera virtual, sientes la eufórica sensación no ya de la limpieza, sino de una sutil trituradora que te ­libera de lo que tanto pesaba. Tras deshacerte con algunos clics de un centenar de correos basura y cincuenta promociones, y a pesar de maldecir esos­ ­robatiempos, todo parece estar más en su ­sitio.
Cada año aumenta el número de personas que padecen el síndrome de Diógenes –resulta paradójico que el filósofo que predicó la máxima austeridad con el ejemplo nomine al acopio extremo–, que siempre ha amenazado al ser humano desde que empezó a acumular más cosas de las necesarias. Objetos de los cuales resulta un pecado deshacerse, sean cajas perfectas, libros que no te atreves a jubilar o prendas apolilladas que todavía son portadoras de recuerdos vivos. La mayoría somos capaces de deshacernos de lo que ya no nos sirve, pero aun así tendemos a acumular y a llenar cajones. No tiramos, precavidos o morosos, porque nunca se sabe si hará falta aquella factura, y los hay que acaban por ignorar dónde ni cómo viven. Los guardones consumados no reconocen la casa como suya cuando ven fotografías de las neveras, las bañeras o los fregaderos obstruidos por montones de basura.
En la era de la nube, el Diógenes se virtualiza, y un 60% de los usuarios de tecnología –todo aquel que tiene un smartphone y una tableta, no se imaginen a un ingeniero informático– padece la rémora de esos cientos de correos sin abrir, las fotos del chat de padres que uno no encuentra tiempo para borrar y hasta absurdos gifs que no ha llegado a ver en acción. Basura digital la denominan, y su acumulación en nuestros dispositivos electrónicos, según nos advierten los expertos, acaba provocando una ansiedad de campeonato. Antes de hacerle frente, optamos por comprar más espacio de almacenamiento, y nos preguntamos si no se trata de una metáfora vital: preferimos no ver lo que nos rodea, fingir que somos capaces de pasar página sin mirar atrás, de ventilar el pasado, cuando en realidad no hemos limpiado nuestros archivos de borrones ni enderezado sus renglones torcidos. Sólo los hemos subido a la nube.
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5 de junio de 2019
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Vergüenza

La vergüenza se alimenta de vergüenza”. La frase pertenece a la gran escritora Annie Ernaux –premio Formentor de las Letras 2019–, sublime etnóloga en este sentimiento tan inexplorado. “Para mí, la vergüenza se convirtió en una forma de vida. En el peor de los casos era algo que ya ni ­siquiera percibía: la llevaba dentro de mi propio cuerpo” escribió en La vergüenza(Tusquets). Releo estas líneas pensando en Verónica, la mujer que se suicidó a causa de un vídeo sexual que circuló en un chat de trabajadores de su empresa destinado a informar de horarios y dar avisos. Un chat, por tanto, de uso profesional, aunque mientras escribo estas líneas, trans­currida una semana, no ha habido ­todavía declaración oficial por parte de Iveco.
La vergüenza es sucia y paralizadora, produce un escozor anímico que trae galopantes deseos de esconderse, pero no hay cobijo alguno. Íntima y devastadora, se agarra implacablemente al alma y la inhibe. La psicología ha explicado su función de autodefensa para el ser humano: un resorte cohesionador que contribuye a mantener buenas relaciones con el entorno. Un corrector invisible que refrena impulsos. Pero ¿y cuando nos es impuesta con vileza desde fuera y, además, la humillación se amplifica digitalmente? No hay mayor daño que airear escenas sexuales, una persistente desigualdad de género que radica en la difusión de vídeos íntimos –que acostumbran a pertenecer al pasado, otra pareja y otro dormitorio–, como modo de agredir a mujeres simplemente porque ya no son suyas.
He leído que Verónica padeció múltiples acosos y burlas al difundirse sin su consentimiento unas imágenes de otra vida. Porno de venganza, lo denominan, pero ni es porno ni hay venganza, ya que no media ataque ni ofensa. Es maltrato. Y lo peor es que se trata de una violencia ejercida de forma colectiva, viralizada: en este caso, al parecer, el 80% de los compañeros de la víctima ha tenido acceso a las imágenes. Vergonzosa es una sociedad que tolera el juicio público a una mujer por asuntos privados. Que tolera la voracidad sexual de los machos, mientras castiga la libertad sexual de las mujeres.
Es necesario acabar con esa tolerancia. La misma que una compañera comprobó el otro día en el metro: una mujer le pidió a un hombre que por favor se apartarse un poco de ella –estaba literalmente pegado con su traje y corbata a su cuerpo–. Y él le respondió: “Si no te gusta, coge un taxi”. Nadie dijo nada. Apenas dos hombres le miraron severos, y mi compañera y otras dos mujeres rescataron a la chica, que había empezado a llorar. No deberíamos sentir vergüenza ni respeto ante quienes actúan de tal modo. Son delincuentes sexuales que faenan en el transporte público y violan a través del WhatsApp. A Verónica la hubieran podido salvar todos aquellos que jalearon su vídeo en lugar de negarse a verlo y correr a denunciarlo.
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4 de junio de 2019
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Trans

El comercio de los partidos se mercadea en la neolengua de Orwell. Donde dice "verdad" hay que traducir "mentira"
 
Magno misterio de nuestra cultura es el empeño por traducir textos que nos son extraños, con el fin de apropiárnoslos. ¿Qué sentido tiene, en la sociedad occidental, esa necesidad de conocer el alma de lo ajeno, de los otros? ¿Es el fruto de una insuficiencia, no tenemos bastante con lo propio? O, por el contrario, ¿es una prueba de fortaleza que permite entender lo que nos es del todo lejano? Yo creo en la segunda hipótesis. Adaptar al otro, comprenderlo y asimilarlo por extraño que sea, es un signo de fuerza.

El misterio se hace abismal si se tiene en cuenta que la traducción es un milagro. Incluso en los idiomas más próximos, el francés o el italiano, hemos de usar la imaginación para dar cuenta de lo que la otra lengua dice. Dos clásicos: cuando leemos en francés fleuve traducimos por "río", pero si leemos rivière también traducimos por "río" aunque designen dos fenómenos distintos. Y si la lengua se aleja un poco, como el inglés, los escollos se multiplican: leemos meat y traducimos "carne", pero leemos flesh y también traducimos "carne". Son entidades opuestas: solo una es humana.

Desde que Alejandro Magno ordenó traducir los escritos sagrados hebreos, el traductor es una figura capital. Maltratado aquí durante décadas, ahora comienza a ser apreciado. Hay un Premio Nacional de Traducción y los traductores entran en la Real Academia. Deberían ser más respetados. Lo digo a raíz de un librito de Amelia Pérez de Villar (Los enemigos del traductor) en el que cuenta los sudores que pasó con James hasta descubrir que moment, en inglés, también significa "importancia".

Buena falta nos hacen los traductores. El comercio de los partidos se mercadea en la neolengua de Orwell. Donde dice "verdad" hay que traducir "mentira".

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4 de junio de 2019
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Transgresores: un género

Confesaba Rafael Sánchez Ferlosio hace casi veinte años, y en las páginas del diario ABC, que durante mucho tiempo había creído que el adjetivo transgresor "era sólo un comodín o muletilla de cinéfilos españoles", hasta que leyendo la palabra en periódicos italianos advirtió que "trasgressivo" se había consagrado allí como nueva categoría estética para definir un "cierto desgarro intencional contra lo que se suele llamar lo establecido." No sé mucho de muletillas cinéfilas, de las que siempre he huido como de la peste, pero hay en el cine español, probablemente menos frecuentado por Ferlosio que la prensa escrita, un episodio de transgresión temática que me atrevo a calificar de incomparable. Y ahora que las transgresiones fílmicas y en general expresivas se dan en abundancia, corriendo sus ejecutantes menos riesgo de oprobio que antaño, es un buen momento para rememorar un documental, Vestida de azul, de Antonio Giménez-Rico, que hace treinta y seis años fue mucho más que transgresor, sin por ello constituir una obra maestra del séptimo arte.
 

Recuerdo bien su estreno en el mes de septiembre de 1983, presentado fuera de concurso pero con amplio despliegue informativo en el festival de cine de San Sebastián. Convocados por algún simposio sobre cine y literatura, estábamos en la ciudad donostiarra, entre otros, Guillermo Cabrera Infante con su inseparable Miriam Gómez, Fernando Savater sin Sara Torres, aún no significada como indómita alumna de filosofía en la facultad de filosofía de Zorroaga, y yo mismo. Y quedan fotos de la memorable velada que siguió a esa première, en las que los citados, acompañados por un jovencísimo Leopoldo Alas Mínguez, nos paseamos por los aledaños del Teatro Victoria Eugenia, sede por aquellos tiempos del festival, llevando del brazo los solteros a tres de las hermosas protagonistas del citado largometraje y observadas las insólitas parejas por Guillermo y Miriam, que estuvieron amabilísimos con las chicas. Las chicas eran Eva, Nacha y una tercera cuyo nombre olvido, y se trataba en realidad de chicos que deseaban ser mujeres y ya lo eran físicamente en voz, en vestimenta y en feminidad; en eso al menos.

Lo más notable de la película es que no sólo transgredía presentando con sus nombres reales y apodos artísticos a seis de las entonces llamadas ‘travestis' (el concepto y el término transexual aún no se estilaba), que actuaban en cabarets del centro de Madrid y practicaban el resto de la noche actividades lindantes con la prostitución; en las entrevistas ante la cámara que estructuran Vestida de azul se ponía rostro y cuerpo a una realidad marginal que no ha parado de crecer en todos los rincones del universo, coronando Giménez-Rico de modo veraz y honrado una modalidad mixta de comedia gruesa, película de denuncia con morbo y alegato en favor de esa minoría que, por razones difíciles de elucidar, había producido en España desde los primeros años 1960 muchos más títulos que ninguna otra cinematografía mundial. De 1961 data esa rara joya del camp gay que es Diferente de Alfredo Alaria, y en los albores de la Transición tuvo repercusión Cambio de sexo (1977) de Vicente Aranda, que los desnudos trucados y la presencia autorizada de Bibi Andersen hicieron atractiva para el gran público. Es de resaltar sin embargo, ahora que la visibilidad transexual se pone de manifiesto, amparada por algunas instituciones políticas y amenazada gravemente por gobiernos y grupos religiosos de ciertos países, la coincidencia de dos libros absolutamente recomendables. En el primero, la periodista Valeria Vegas evoca y rinde justo homenaje desde su título, Vestidas de azul, al film de Giménez-Rico, llevando a cabo con rigor y seriedad lo que su subtítulo claro y extenso anuncia, un "análisis social y cinematográfico de la mujer transexual en los años de la transición española" (Editorial Dos Bigotes, Madrid, 2019). Y algo más; Vegas reconstruye las vidas de las seis protagonistas del documental de 1983, varias ya fallecidas, entrevista largamente a su director, que cuenta pormenores y anécdotas muy jugosas del rodaje, y a lo largo de casi cien páginas pasa revista exhaustiva y ecuánimemente al inesperado y a veces recóndito caudal de un cine español con y sobre transexuales, en el que figuran cineastas prestigiosos como Aranda, Armiñán, Pedro Olea, Forqué, Almodóvar, y kamikazes de culto tan incombustibles como Jesús Franco y Javier Aguirre. La lista continuó, con desigual fortuna, de la mano de Francisco Betríu, Ramón Salazar o Fernando González Molina, y se ha extendido recientemente a cinematografías periféricas: Girl, (2018), muy premiado film belga de Lukas Dhont, y Una mujer fantástica (2017) del chileno Sebastián Lelio.

Hay un segundo libro entre las novedades que no habla de manera específica de cine pero es posiblemente el más original y transgresor biopic que yo conozca. Se trata de Un apartamento en Urano de Paul B. Preciado (Anagrama, Barcelona, 2019), conjunto de crónicas, memorias, microrrelatos y manifiestos que podría también definirse como una road movie de las identidades. El autor, en su fase vital anterior conocido como la activista nacida en Burgos Beatriz Preciado, ha transitado durante más de veinte años por senderos sexuales que se bifurcan; Beatriz deseaba "un género utópico", dice en el bellísimo prólogo del libro, escrito a modo de carta amorosa en segunda persona, la novelista francesa Virginie Despentes, con quien formó pareja lésbica durante unos cuantos años. Todo indica que esa utopía ha sido conseguida por el ahora llamado Paul B., en su caso con unas connotaciones políticas tan radicales como convincentes (yo la vi en enero de 2014 en el Hay Festival de Cartagena de Indias, aún andrógina, seducir y ser vitoreada por un gran teatro lleno de familias y público de todas las edades).

Hacer de uno mismo, del propio cuerpo, de su anatomía y sus deseos, un programa vital itinerante que escape de las crueles normas de lo establecido y cruce las fronteras burocráticas; eso es lo que ha movido siempre la amarga lucha de la transexualidad. La que latía en aquellas bulliciosas e hipermaquilladas chicas de azul del verano de 1983 y la que muestra con enorme arrojo, suma inteligencia y escritura de alta calidad Paul B. Preciado, un migrante de género.

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4 de junio de 2019
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Topografía íntima

Recordar los pisos en los que hemos vivido es una buena fórmula para hacer inventario biográfico, decorativo y también existencial. De nuestra habitación propia pasamos a conquistar una isla: así se nos antojaba el primer miniapartamento en aquel sexto sin ascensor. No nos importaba. Celebrábamos la independencia a pesar de las goteras y la cocina de gas butano, de la cisterna de los vecinos rugiendo de madrugada. En cambio, los jóvenes españoles frisan en la actualidad en la treintena cuando abandonan el hogar familiar con el susto metido en el cuerpo.
El de inquilino es un estado provisional, amenazado desde hace años y puede que hasta en vías de extinción. A mi alrededor, cada vez son más los freelance que realquilan una habitación a alguien que tampoco puede hacer frente a la mensualidad y necesita ampararse en esta economía colaborativa. No se trata de aquellas señoras mayores necesitadas de compañía que ofrecen cuartos a estudiantes como en la España de La colmena o Tiempo de silencio. Hoy, el alquiler supone el 37% de los ingresos del español medio, pero hay casos en que se come hasta la mitad del sueldo. El resto, en el caso de la mayoría de las familias, se funde antes de que termine la primera semana de cada mes, prolongando una domesticidad a crédito.
No obstante, existen más de 2,3 millones de viviendas vacías, no disponibles para venta ni alquiler, según datos de un estudio elaborado por la empresa de gestión inmobiliaria Anticipa –la última cifra oficial del INE es ya antigua, del 2011, y aún más elevada: 3,4 millones–. Y es que la burbuja inmobiliaria se hinchó en nuestro país como en pocos del mundo. La política de vivienda apenas tiene latido, y no llega a quienes más lo necesitan. Da igual que la Carta Magna sancione el “derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada”; aquella en la que el multidisciplinar Gaston Bachelard veía “la topografía de nuestro ser íntimo”.
Tener una casa –propia o alquilada– se ha convertido en un lujo, también en una laboriosa gestión de recursos. Este invierno, en las tertulias de la tele me he encontrado con compañeros que no encendían la calefacción a fin de evitar los sablazos de Naturgy. Las tripas de un hogar son intrincadas y caóticas, del cableado eléctrico a las tuberías y bajantes, pasando por calderas y radiadores, falsos techos, zócalos, etcétera. Muchos se rieron del gesto de Pablo Iglesias enarbolando la Constitución –esa palabra que hace virtuosos a unos y malvados a otros–, pero ante los efectos colaterales de la ley de oferta y demanda, el adjetivo digna sobra. Digamos derecho a una vivienda ratonera, a un empleo basura, a una sanidad sin camas.
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29 de mayo de 2019
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El Boomeran(g)
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