Julio Ortega
Reina María Rodríguez (La Habana, 1952).
La caja de Bagdad. La Habana, Editorial Letras Cubanas, 2018.
La obra apelativa y el activismo literario de Reina María Rodríguez se distinguen tanto por su inmediatez, exploración del coloquio y fe poética, como por su labor de difusión de las nuevas voces fuera de Cuba, un pais, como también Puerto Rico, cuyos orígenes documenta la poesía. Le ha tocado la tarea de proseguir la genealogía fundacional que asumieron José Lezama Lima, Fina García Marrúz, Cintio Vitier, Lorenzo García Vega… El Premio Nacional de Literatura que recibió, conlleva la publicación de un tomo representativo del autor. Ella optó por hacer un libro que fuese una caja de prosas y poemas que ilustran la sobrevida de una legendaria tribu inspirada que aquí registra su pálpito. Pocos poetas han dedicado su obra a sostener la continuidad del diálogo, que en Cuba es una prolongada tertulia con Martí. Pero la imagen de la caja postula también una de costura, la que remite a su madre, costurera de oficio, cuya capacidad de convertir un vestido en otro, armado de retazos, fueron su primera lección de lo mucho que puede la textualidad. Este Libro es un tríptico que incluye “La caja de Bagdad,” “Otras mitologias,” y “Variedades de Galiano”.
El primer libro traza el horizonte imaginario, que siendo isleño es también una constelación de referencias, memorias, barrios y oficios; su lección es el barroco insular, que decanta el horizonte expansivo de Lezama Lima en el entramado actual. Reina María está afincada en su hora y su espacio, cuyas coordenadas incluyen la familia, los amigos que circulan como otro destiempo, y el taller cultural de su azotea, espacio alternativo y feliz. Su épica de lo cotidiano es un tratado del diálogo en tiempos de peregrinaje y precariedad. Pero la caja es también una de música, que prodiga la dicción y la textura del diálogo, que es el paisaje del poema. Todo lo cual anuncia el himno del milagro cotidiano de una Isla sostenida por los discursos del origen plural. Esa fecunda figuración se prolonga más allá del libro, en los poetas amigos que partieron, plenos de talento, como Juan Carlos Flores. Pude traerlo a mi Universidad y fue afectuosamente feliz, pero no podía estar solo. En New York logró su sueño de conocer el MOMA y el Yankee Stadium. Sobrevivía medicado hasta que se colgó en su balcón de Alamar.
El segundo libro, celebra la memoria de su tiempo, siempre un presente pleno de voces. Esa condición colectiva de la poesía iba más allá del “taller,” del “cenáculo,” del “grupo generacional.” Más bien, respondía al modelo barroco lezamiano, cuyo espacio operativo era el diálogo, y cuyo saber se basaba en un formato iniciático que recuerda a Novalis y los discípulos en Sais. Lo notable de la lección lezamiana es su pedagogía gratuita: la sabiduría cognitiva no es histórica sino mítica, y ocupa tanto la obra de los poetas como sus trayectos. Más mundano y del tiempo vital es el himno en Cintio Vitier, quien da al desvivir cotidiano una dimensión heroica. En esa magnífica tradición, Reina María Rodríguez reafirma el lugar de la escritura como central a la familia afectiva, porque en el canto se plasma la circulación del sentido, tan vital como ético, de estar ahora y aquí, en esta lengua celebratoria, y en esta Isla encantada por sus orígenes en la fe poética. Leer es aquí un espejo memorioso.
El tercer libro despliega un registro más mundano y narrativo; posee el pálpito del reconocimiento de otro trayecto: el espacio urbano de la amistad, de las ceremonias de la solidaridad y la inventiva. Si las prosas de este libro construyen una tierra firme memoriosa, los poemas son a la vez recuentos y epifanías. La dicción del verso es de una textura fluída y resonante, capaz de acarrear una entonación salmódica, sumaria y sensórea, que nos hace parte de su tierra firme.
Esa suerte de mutualidad creadora da a la obra de Reina María Rodríguez su fuerza articulatoria y su fe en una familia colectiva, aunque dispersa, siempre viva. El coloquio propicia las sumas del porvenir.