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Las voces a ellas debidas, y 10

 
  
 

Reina María Rodríguez (La Habana, 1952).

La caja de Bagdad. La Habana, Editorial Letras Cubanas, 2018.

 

La obra apelativa y el activismo literario de Reina María Rodríguez  se distinguen tanto por su inmediatez, exploración del coloquio y fe poética, como por su labor de difusión de las nuevas voces fuera de Cuba, un pais, como también Puerto Rico, cuyos orígenes documenta la poesía. Le ha tocado la tarea de proseguir la genealogía fundacional que asumieron José Lezama Lima, Fina García Marrúz, Cintio Vitier, Lorenzo García Vega... El Premio Nacional de Literatura que recibió, conlleva la publicación de un tomo representativo del autor. Ella optó por hacer un libro que fuese una caja de prosas y poemas que ilustran la sobrevida de una legendaria tribu inspirada que aquí registra su pálpito. Pocos poetas han dedicado su obra a sostener la continuidad del diálogo, que en Cuba es una prolongada tertulia con Martí. Pero la imagen de la caja postula también una de costura, la que remite a su madre, costurera de oficio, cuya capacidad de convertir un vestido en otro, armado de retazos, fueron su primera lección de lo mucho que puede la textualidad. Este Libro es un tríptico que incluye “La caja de Bagdad,” “Otras mitologias,” y “Variedades de Galiano”. 

        El primer libro traza el horizonte imaginario, que siendo isleño es también una constelación de referencias, memorias, barrios y oficios; su lección es el barroco insular, que decanta el horizonte expansivo de Lezama Lima en el entramado actual. Reina María está afincada en su hora y su espacio, cuyas coordenadas incluyen la familia, los amigos que circulan como otro destiempo,  y el taller cultural de su azotea, espacio alternativo y feliz. Su épica de lo cotidiano es un tratado del diálogo en tiempos de peregrinaje y precariedad. Pero la caja es también una de música, que prodiga la  dicción y la textura del diálogo, que es el paisaje del poema. Todo lo cual anuncia el himno del milagro cotidiano de una Isla sostenida por los discursos del origen plural. Esa fecunda figuración se prolonga más allá del libro, en los poetas amigos que partieron, plenos de talento, como Juan Carlos Flores. Pude traerlo a mi Universidad y fue afectuosamente feliz, pero no podía estar solo. En New York logró su sueño de conocer el MOMA y el  Yankee Stadium. Sobrevivía medicado hasta que se colgó en su balcón de Alamar.        

        El segundo libro, celebra la memoria de su tiempo, siempre un presente pleno de voces. Esa condición colectiva de la poesía iba más allá del “taller,” del “cenáculo,” del “grupo generacional.” Más bien, respondía al modelo barroco lezamiano, cuyo espacio operativo era el diálogo, y cuyo saber se basaba en un formato iniciático que recuerda a Novalis y los discípulos en Sais. Lo notable de la lección lezamiana es su pedagogía gratuita: la sabiduría cognitiva no es histórica sino mítica, y ocupa tanto la obra de los poetas como sus trayectos. Más mundano y del tiempo vital es el himno en Cintio Vitier, quien da al desvivir cotidiano una dimensión heroica. En esa magnífica tradición, Reina María Rodríguez reafirma el lugar de la escritura como central a la familia afectiva, porque en el canto se plasma la circulación del sentido, tan vital como ético, de estar ahora y aquí, en esta lengua celebratoria, y en esta Isla encantada por sus orígenes en la fe poética. Leer es aquí un espejo memorioso.

        El tercer libro despliega un registro  más mundano y narrativo; posee el pálpito del reconocimiento de otro trayecto: el espacio urbano de la amistad,  de las ceremonias de la solidaridad y la inventiva.  Si las prosas de este libro construyen una tierra firme memoriosa, los poemas son a la vez recuentos y epifanías. La dicción del verso es de una textura fluída y resonante, capaz de acarrear una entonación salmódica, sumaria y sensórea, que nos hace parte de su tierra firme.

        Esa suerte de mutualidad creadora da a la obra de Reina María Rodríguez su fuerza articulatoria y su fe en una familia colectiva, aunque dispersa, siempre viva. El coloquio propicia las sumas del porvenir.

 

 

 
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28 de julio de 2019
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El anti-Sánchez

Vuelvo a colgar en El Boomeran el artículo El anti-Sánchez que publiqué como tribuna de opinión en El País el pasado 12 de julio, añadiéndole dos breves comentarios de apertura y cierre (1 y 2).
 

1. Junto a la decepción producida por la actitud hipócrita del partido en que se ha convertido Ciudadanos, el desconsuelo que me produce ver a respetados y no pocas veces admirados amigos hacer el triste papel de palanganeros y propagandistas de una fe rancia y sectaria. Uno de ellos usaba el otro día la palabra repelente para calificar el comprensible y legítimo rechazo de los manifestantes a la presencia de Inés Arrimadas y su camarilla en el Orgullo Gay. Yo el repelente lo uso solo contra los insectos, que tan cargados de odio vienen este verano. Soy alguien que abomina de los actos violentos, como creo haber demostrado (no soy predicador) en mi ya larga vida. Pero no me cabe duda: quien con infames pernocta excrementado alborea.

A fines de septiembre del año 2008 recibí una carta personal de Albert Rivera, entonces un joven abogado catalán que se iniciaba en la política y había cobrado notoriedad por su ‘full monty' electoral, tapándose el desnudo integral con las manos cruzadas sobre sus partes pudendas. La carta era elocuente, amable y determinada; el político se hacía eco de un artículo mío publicado el 13 de septiembre de ese año en el diario Libération, donde cuatro escritores europeos nos turnamos semanalmente durante casi dos años mandando una carta desde la capital en donde vivíamos. Mi ‘Lettre de Madrid' de aquel mes había tratado de una contienda que, lejos de calmarse, ha ido creciendo, con estrategias y armas de mayor calibre: la guerra de las lenguas (título del artículo). Rivera, catalán bilingüe y no nacionalista, agradecía la ecuanimidad no belicosa de mi texto, que comentaba un reciente manifiesto de corte progresista en el que, reconociendo la legitimidad y el gran aporte cultural de las lenguas minoritarias del estado, se preconizaba el uso y la enseñanza de una lengua común a todos los españoles. Varios de los intelectuales firmantes de ese manifiesto, sobradamente conocidos, habían estado vinculados al nacimiento de lo que se llamaba Ciudadanos-Partido de la Ciudadanía. Rivera me cayó simpático, una predisposición somática que precede al hecho de que un partido o una plataforma nos induzca a votarles. 

En algún momento de los más de diez años transcurridos desde aquella carta, amigos míos de mi propia ideología, que no es la liberal, me reprendieron con rotundidad comedida (sin escrache, para entendernos) por dos motivos: sostener en conversaciones de sobremesa que Ciudadanos me caía bien en su travesía del desierto, y confesar que yo, que no soy de su cuerda, podría un día votarles en función de las circunscripciones y de sus personas políticas; por ejemplo la del propio Rivera o la de Inés Arrimadas, que pronunció en el Parlament el discurso más valiente y más inteligente, además de veraz, de todo lo que se dijo en aquellas aciagas jornadas de octubre de 2017. El día en que podría votarles no ha llegado, y ahora la situación es muy distinta, como todos sabemos. Ciudadanos creció, brotaron otros partidos nuevos, a derecha e izquierda, y me alegró de manera vicaria que en la pasada tanda de elecciones al menos cinco electos de partidos distintos, dos diputado a Cortes, dos autonómicos y un edil por Madrid, fuesen amigos míos, tan queridos y admirados como algunos independentistas catalanes radicales a los que jamás votaría pero no he dejado de querer en lo que antes se llamaba el fuero interno.
Mi alegría interpartidista quedó casi inmediatamente nublada, ya que pronto empezamos a oír los anatemas de Rivera y la plana mayor de Ciudadanos tildando a Pedro Sánchez poco menos que de organismo infeccioso y letal para la salud pública de los españoles. Tan graves eran los peligros vaticinados que estuve pensando ir a un alergólogo, por si acaso el mero hecho de haber yo depositado mi papeleta del mes de mayo con el nombre impreso de Sánchez pudiera acarrearme males cutáneos incurables. Hubo, como alivio, una cierta disidencia interna en el partido anatematizador, pero para mi gran decepción Arrimadas no estaba entre los disidentes; también ella veía inminente el estallido de una plaga sanchista para la que el único remedio preventivo era formar diques de contención, aunque en sus materiales de mampostería se diera cabida a la antigua argamasa del odio sexual, racial y social. Ciudadanos prometía, eso sí, para tranquilizar a sus votantes progresistas, que los tiene (o podría tener), guardar una distancia profiláctica. Se hacen los protocolos contra "el síndrome de Sánchez" pero sin tocarse. Los facultativos designados por la Beneficencia del Estado (Pabellón D alta y d baja) se observan, se hablan por señas o móvil, quizá llegan a parlamentar en algún pasillo poco iluminado, sin taquígrafos por supuesto, y ya está. La cosa se presenta fácil. Pero hete aquí que los albañiles novatos se rebelan contra ese apartheid. Nada de cordón virtual. Ellos quieren verse las caras. Darse la mano. Obtener cargos. Al fin y al cabo los apestados son los Otros, ¿no habíamos quedado en eso?
 
Rivera y su partido insisten. Los pactos que al menos durante cuatro años van a marcar el destino o la vida diaria de millones de ciudadanos se acuerdan pero no se substancian, ni con mesa redonda ni con un almuerzo; un café, seguramente cortado, es lo máximo, presencialmente hablando, que Ciudadanos está dispuesto a concederles a los de la vieja argamasa. El secreto impera. Y a Sánchez nada, como es lógico: la entrada en la Moncloa llevando mascarilla blanca de estilo turista japonés y guantes protectores no es una imagen favorecedora en la tele. 
A todo esto, Inés Arrimadas, que nunca escurre el bulto, fue a la manifestación del Orgullo sin máscara ni guantes y la abuchearon. No es la primera vez que la insultan y tratan de expulsarla como persona non grata. Ella y otras personas que considero gratísimas saben cómo lidiar con esas situaciones tan deplorables, pero resulta extraño que una mujer de su sagacidad se escandalice tanto de que unos manifestantes, ancianos gays, lesbianas jóvenes o ministros fuera de servicio, no la aceptaran en su manifestación reivindicativa, que es un acto político de signo muy claro y determinante; no la querían a su lado porque ella y su partido son, mientras los hechos no demuestren lo contrario, aliados de quienes desearían que las victorias igualitarias volvieran a ser derrotadas en las guerras civiles de la actualidad. También dicen, ella y Rivera y otros gerifaltes de su partido, que vieron mucho odio en el Paseo de Recoletos. Para odios los que se han visto en los últimos tiempos. Odiar se ha puesto barato, no solo en Waterloo y campos bélicos más cercanos. En un momento grave en Europa y muy difícil en nuestro país, los elegidos en las urnas de mayo y junio anteponen su visceralidad a su templanza. No quieren sacrificar su orgullo de patriotas, sin entender que con menos orgullo y más patriotismo de progreso nuestras sociedades seguramente avanzaran mejor.
"Solo nos importan las personas". Ese era el lema que hace muchos años acompañaba el desnudo tapado del joven abogado Rivera. Un buen eslogan, que encaja difícilmente en el espíritu de un partido que ahora elige sus antagonías de un modo insolidario, regresivo y puramente calculador. En la universidad de mi tiempo leíamos el Anti-Dühring de Engels para entender, no siempre con éxito, el marxismo, después El antiedipo de Deleuze y Guattari para ser freudianos, y algunos más osados se hacían el Anticristo. Hubo una época anti, anti casi todo, que algunos recordamos con cierta nostalgia, pese a sus peajes. Hoy se estila el anticuerpo. Y por eso un partido que nos parecía fresco y sano se ha hecho antisánchez. Y no por los errores cometidos por el presidente en funciones, que sin duda los hay pero no en cantidad, aunque solo sea por falta de tiempo. Le odian por lo que dicen que va a hacer mal, sin poder saberlo, y le aíslan para que no gobierne, aun sabiendo que los que gobiernen en su lugar no quieren nuestro bien, que en este caso sí agradece la reiteración: el bien de todas y todos.
 
2. "Sánchez y su banda" es el último eslogan inventado por Albert Rivera. Esa supuesta banda maléfica ha fallado en su "atraco", como se ha visto en la segunda votación de investidura del jueves 25 de julio.
 
Así que ahora los ciudadanos que observamos la vida política sin obediencia a partidos ni siglas tenemos más tiempo para fijarnos en la banda opuesta. Esa "Banda de los Tres" formada por dos partidos que se declaran abiertamente de derechas y un tercero que se vendía a sí mismo como progresista. Pero se ocultaba.
 

 

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25 de julio de 2019
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La extraña y discreta historia de Sévérine

 

Esa gélida mujer de la gélida burguesía francesa que camina nerviosa, indecisa, por el barrio de la Ópera, se llama Sévérine, y acaba de llegar a la calleja donde se halla la casa de Anaïs.

Sévérine se fija en una mujer que cruza la acera y que entra en el portal que ella busca. Le gustaría seguirla, pero aún no se atreve, y corre a ver a su marido. Quiere agarrarse a él, ¿podrá hacerlo todavía?

Su marido es guapo y la desea, pero ella necesita algo más que el amor conyugal: un narcótico bien fuerte que le facilite el olvido de sí misma y le anule la mirada de desdén y desgana que tiene hacia los demás, el aire de ausencia casi «hamletiana». De ahí que se acueste con un hombre esa misma tarde en casa de Anaïs, como si viera en ese proceder una vía de purificación, así como el camino de imperfección que la despierte y la libre de su gelidez. 

Sévérine, que en casa de Anaïs se llamará Belle de jour, está entrando ya en la tribu de hombres y mujeres que necesitan una realidad más contrastada, más partida, más clara y más oscura. ¿Una realidad menos sutil?, me pregunto al imaginarla en ropa interior con algún impresentable. No lo sé, me respondo al recapacitar en la correcta manera de escenificar la existencia que tiene Sévérine. Porque ella es siempre correcta, también en los momentos en que el desencadenamiento de las pulsiones impide toda corrección. Y eso, ¿no la convertirá por casualidad en una mujer abusivamente civilizada? Tan civilizada resulta y tan compasiva que hasta llega a enamorarse de un pobre ratero de calcetines rotos y dentadura rota, que parece algo así como su hermano pequeño, y con el que establecerá lazos tan incestuosos como sadomasoquistas. Un encanto de pareja: la mujer instalada y la sanguijuela de acera: todo un amour fou.

¿No dijo alguien que los que hacen del infierno un cielo están más cerca de la mente de Dios? Quizá debido a ello Sévérine representa una especie de Afrodita pensativa, y todo su viaje tiene el aire de una experiencia interior, como diría Bataille. Un viaje que acaba mostrando su naturaleza positiva. Y es que en casa de Anaïs, la adormecida sensualidad de Sévérine se despierta y, una noche, decide introducirse en la cama de su marido, al que casi nunca había deseado hasta entonces. Una modificación sin precedentes se lleva a cabo en su cuerpo y en su conciencia: una revolución en su piel de porcelana de Sèvres. Gracias a sus aventuras secretas, Sévérine conseguirá, por un día, por una noche, mirar a su marido con ojos nuevos. ¿No es para alegrarse?

Los que, guiados por Buñuel, hayan tenido el privilegio de saber cómo sueña y cómo ama Belle de jour, no debieran de precipitarse nunca a la hora de enjuiciar sus ceremonias clandestinas en casa de Anaïs. En rigor, esa rubia casada con un médico es la quintaesencia de la cultura. Por eso no hace daño a nadie, ni siquiera a su marido; y por eso, en lugar de agredir a los otros, establece con ellos juegos mucho menos monstruosos de lo que parecen: juegos de salón llenos de inhibiciones sublimadas que, por efecto de cierta alquimia del deseo, se convierten en exhibiciones teatrales de la fractura del yo.

Dicho de otra manera: Belle de jour es una mujer con tanta clase que en lugar de practicar la violencia la ritualiza, y al ritualizarla la neutraliza completamente. De ahí que en todas sus ensoñaciones las agresiones aparezcan tan teatralizadas: son pura comedia, quizá comedia de la crueldad, pero comedia a fin de cuentas. 

Y ahora no estaría mal recordar ciertas especies animales como las ocas que, porque saben ritualizar la violencia, en vez de tener guerras tienen escaramuzas. Pero semejante «teatralización» es siempre el resultado de un largo proceso de inhibición y socialización. Lo que en el origen fueron golpes mortales se van convirtiendo, con el paso del tiempo, en simples gestos, que en lugar de expeler violencia bruta la representan ritualmente, la simulan, la convierten en un lenguaje, la transmutan en signos.

Sévérine, mujer hipercivilizada, no necesita leer a Lorenz para llegar a esa ciencia de la naturaleza, y cabe pensar que es ahí donde más choca con su marido, mucho menos inclinado a semejantes rituales; pero es que él es cirujano, y los cirujanos ejercen explícita y científicamente la violencia todos los días. Sévérine, sin embargo, ni la ejerce ni la muestra. Por eso la ritualiza con esa discreción y esa elegancia, y por eso todo en ella tiene el aire de un íntimo, desconcertante, y sólo a veces peligroso teatro de la crueldad modulada.



 

 

 

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25 de julio de 2019
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Kafe Dostoyevski

Elegir un nombre es una declaración de intenciones. Puede funcionar como primer imán o causar absoluta indiferencia, diluido en la costumbre y la repetición, la escasa gracia o, peor aún, el exceso de ella. Hay un artista madrileño de origen oriental que triunfa en la música con el sobrenombre de Putochinomaricón; revertir el estigma, de eso se trata. Es interesante fijarse en cómo se hacen llamar los raperos: Canserbero, Arkano, El Chojin, Zimple… y otros se complacen en resumir nombres y apellidos en una letra: Cardi B, Jay Z, C-Kan, San E, a medio camino entre el lenguaje cifrado y la nada. También forma parte de la cultura del feísmo abrazar apelativos desdeñados y pobretones, y más en estos tiempos propicios al manifiesto, en los que están de moda los libritos donde se procesan las ideas como en la Thermomix.

En cambio, la literatura sí se vende como experiencia. Y, por ello, soy capaz de imaginarme a Arkano o a Cardi B tomando un té en Le Flaubert, haciendo volutas de humo con un cigarro que toma prestado de Shakespeare el nombre de Hamlet o disfrutando de las notas de chocolate negro en una pinta de cerveza cuya etiqueta lleva la cara de Oscar Wilde. La posmodernidad desacralizó la alta cultura y reventó las subastas en Sotheby’s con las latas de sopa Campbell’s, que hoy, gracias a Warhol, es una marca con leyenda. Y la hipermodernidad –si puede llamarse así al estado fluido y gaseoso en el que vivimos hoy, marcado por los cambios de paradigma: digital, económico, sexual, climático– ha recuperado el gusto por el marketing cultural. Restaurantes y cafés que toman prestados los nombres de Rilke, Stendhal, Balzac, Hemingway o Bach (PunkBach), siguiendo la tradición del Joyce’s Cafe, el Austen’s Cafe y otros repartidos por el mundo, algunos más justificados en su vocación literaria que otros, meramente oportunistas.

Afirmaba Walter Benjamin en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (Gedisa) que, al entrar en contacto con el consumo masivo, se difumina “el aura” del arte. Cierto es que la apropiación cultural es una expresión más del capitalismo, deseoso de reinventar los nombres de un imaginario que ha dotado de significado a muchos seres humanos. Por ello, los hay partidarios de los elevados que te enriquecen mientras tomas un cortado o digieres una crema de calabaza. Porque no es lo mismo citarse a comer en Casa Pepe que en Café Kafka, donde sientes que la leyenda literaria te hace más fuerte que la autoayuda. Pero, por encima de todo, recuperas cierto sentido de la posteridad, tan extraviado hoy. Eso sí, es muy probable que los instragramers y youtubers que insisten en no leer acaben pensando que Rilke, Stendhal o Balzac no son más que eso: un buen lugar para comer steak tartar.

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24 de julio de 2019
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Hermoso barco viejo

"Era un hermoso barco viejo, con esa dignidad que dan los siete mares a lo largo del tiempo.

Ante mi vista, bajo mi dirección, el navío debía llenarse con dos mil hombres y mujeres (...) Venían de la angustia, de la derrota y este barco debía llenarse con ellos para traerlos a las costas de Chile, a mi propio mundo que los acogía. Eran los combatientes españoles que cruzaron la frontera de Francia hacia un exilio que dura más de treinta años.

Recoger a estos seres desperdigados, escogerlos en los más remotos campamentos y llevarlos hasta aquel día azul, frente al mar de Francia, donde suavemente se mecía el barco Winnipeg fue cosa grave, fue asunto enredado, fue trabajo de devoción y desesperación"

He topado con el texto de Pablo Neruda relativo a la expedición del Winnipeg en una pequeña exposición, presente hasta el 1 de septiembre en las cocheras del Palau Robert de Barcelona, en la que se evocan las dificultades para conseguir que la nave tomara rumbo hacia América. La desesperación del poeta (por entonces "Consul especial para la inmigración de España en París") a la que alude el texto se debe a que, ya los pasajeros a bordo, Neruda recibe orden de sus superiores de renunciar a la travesía. Sin embarco, por la terquedad del escritor, y al precio de una crisis gubernamental en Santiago, el viejo barco "cargado con dos mil republicanos que cantaban y lloraban, levó anclas y enderezó rumbo a Valparaíso".

El propio Neruda pone de relieve su convencimiento de que la inserción de esas personas supondría para su país una riqueza a la vez material y moral. Riqueza moral dada la entereza de aquellas gentes al no doblegarse a una fuerza que (fueran o no conscientes los movilizados en el bando "nacional") no tenía otra finalidad objetiva que el mantenimiento de estructuras sociales que garantizaran la rapiña del débil. En cuanto a la preocupación de Neruda por asegurarse de que aquel acto de solidaridad supusiera asimismo una riqueza material para Chile, el propio escritor nos recuerda que uno de los criterios en el duro momento de elegir entre los aspirantes al viaje (todos no cabían) era el oficio de la persona. Al respecto vale la pena ampliar los párrafos de Neruda citados en la evocada exposición con el siguiente fragmento perteneciente al mismo texto:

"Sucede que se presentó ante mí un castellano, paleto de blusa negra (hombre maduro, de arrugas profundísimas en el rostro quemado), con su mujer y sus siete hijos
Al examinar la tarjeta con sus datos le pregunté sorprendido:

-¿Usted es trabajador del corcho?
-Sí señor me contestó severamente
-Hay aquí una pequeña equivocación -le repliqué- En Chile no hay alcornoques. ¿Qué haría usted por allá?
-Pues los habrá, me respondió el campesino.
-Suba al barco, le dije, usted es de los hombres que necesitamos. 

Y él, con el mismo orgullo de su respuesta y seguido de sus siete hijos, comenzó a subir las escaleras del barco Winnipeg. Mucho después quedó probada la razón de aquel español inquebrantable: hubo alcornoques y, por lo tanto, ahora hay corcho en Chile". Corcho hoy imprescindible para la pujante industria vitivinícola del país, me permito añadir por mi cuenta.

Muchos de los embarcados en el Winnipeg habían sido recuperados de campos de reclusión o de confinamientos en la Africa francesa. Para estas personas Francia no había sido en absoluto la tan retóricamente proclamada "terre d'accueil", y en consecuencia la América hispana era para ellos una promesa. En 1938, un año antes de los acontecimientos de la nave Winnipeg, Neruda había descrito la misma situación anímica, esta vez en relación a otro poeta, su admirado Cesar Vallejo: "Ya en tus últimos tiempos, hermano, tu cuerpo, tu alma te pedían tierra americana, pero la hoguera de España te retenía en Francia, en donde nadie fue más extranjero".

"Querían matar la luz de España", dirá aun Neruda en 1968 en Sao Paulo ante un monumento de Flavio de Carvalho evocador de la muerte de Lorca...Y así, por diversos vericuetos, esta sencilla exposición en las cocheras del Palau Robert de Barcelona nos desliza hacia la memoria conmovida de un testigo singular, memoria evocadora de gentes vencidas pero nunca interiormente sometidas, gentes de la España que tanto quisimos.

 

 

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23 de julio de 2019
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Epistolario

En esta correspondencia están todos los elementos de la seducción internauta, incluida la sexualidad explícita. Todos, excepto la maldad
 

Con cierta frecuencia se producen seducciones en la Red que acaban de modo violento. Suelen aparecer en los papeles como "crimen machista". Sin embargo, la seducción epistolar tiene una fecunda tradición, casi nunca con un final pérfido mientras las palabras iban en papel. Es como si el medio decretara la maldad del mensaje actual. Aquellos que poseen instinto predatorio han encontrado en Internet un cazadero ideal.

He leído que hace pocos meses se han editado las cartas que remitió Rilke a una desconocida de 18 años, Erika Mitterer, como respuesta a un primer envío de la muchacha en 1924 (Insel Verlag). Rilke, residente en el sanatorio de Valmont, en Suiza, sabía que estaba muriendo de leucemia. Contaba 48 años y duraría unos pocos meses. La diferencia de 30 años no intimidó a la muchacha y el intercambio fue cada vez más abiertamente erótico por ambas partes. Sin duda Erika habría deseado entregarse a Rilke, pero este, por su exigua salud, por respeto a la inmadurez de Erika, o quizás porque en realidad solo le seducía una relación poética, nunca permitió el encuentro. Gracias a esa tensión, en una de sus cartas escribió Rilke el que quizás fuera su último gran poema. No obstante, nada puede oponerse a la terquedad de la pasión, así que en noviembre de 1925 Erika se presentó en el sanatorio sin avisar. Rilke la acogió con agrado, dieron paseos, hablaron, rieron, dice Erika, como niños, y se despidieron para siempre dándose la mano.

En esta correspondencia están todos los elementos de la seducción internauta, incluida la sexualidad explícita. Todos, excepto la maldad. No parece que las cartas eróticas inclinaran a la violencia tanto como lo hacen los mensajes electrónicos. El papel salva.

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23 de julio de 2019
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Y última vez y nunca más y olvido

Hoy viernes 19 de julio estoy volando desde Medellín, donde he presidido un jurado literario, hacia Lima, donde voy a la Feria Internacional del Libro. Oficios de la vida de escritor que dejan en suspenso la novela en el que está trabajando allá en Managua, para comparecer en los obligados escenarios literarios. De otros, me he alejado para siempre.

En mi memoria tengo el poema Límites de Jorge Luis Borges, que habla de lo irrecuperable y de lo perdido, de la disolución del pasado, de última vez y nunca más y olvido, de las sombras, los sueños y las formas que destejen y tejen esta vida. De lo que pudo una vez ser, fue de alguna manera, y ya no lo será nunca más. Aquella revolución.

Son cuarenta años, que como decimos en Nicaragua, no es jugando. Y en la pantalla de la memoria, corre el video. Aquel otro 19 de julio, el de 1979, el día del triunfo, que tocó en jueves, y entonces, lejos del desencanto y de la nostalgia, me hallaba en la ciudad de León, liberada por las columnas guerrilleras al mando de la comandante Dora María Téllez, una estudiante de medicina de 24 años de edad.

Doña Violeta de Chamorro, Alfonso Robelo, y yo, miembros de la Junta de Gobierno constituida en el exilio, habíamos llegado a León cerca de la medianoche del martes 17, repartidos en dos avionetas desde San José, Costa Rica, en compañía de otros futuros funcionarios del gobierno revolucionario, entre ellos Ernesto Cardenal, el ministro de Cultura. Volamos siguiendo la línea de la costa del Pacífico y aterrizamos en una pista de tierra para aparatos de fumigación de algodonales, alumbrada por dos ristras de candiles de kerosín.

Ernesto recuerda en un poema aquel momento: El avión bajando. Un olor a insecticida/ Y me dice Sergio: "¡El olor de Nicaragua!". Era el lejano y persistente olor de los campos sembrados de algodón que se esparcía en la medianoche llevado por los soplos de aire que eran siempre de lluvia en el invierno de Nicaragua. Invierno cuando llueve, verano cuando no llueve.

Y la mañana del 19 de julio en la casa del reparto en las afueras de León donde acampábamos, antes de que nos llamaran al desayuno de arroz y frijoles. El general Sandino estaba como por obra de milagro en la pantalla del televisor, la estación propiedad de la familia Somoza ahora en manos de los guerrilleros.

De la imagen de Sandino sólo existían unos pocos metros de película en un viejo noticiero Movietone, una filmación hecha seguramente en la ciudad de México en 1930: es un close up. Se quita y se pone el sombrero. Eso era todo. No tenía voces, ni sonido, o quizás tuvo detrás las marchas militares o festivas que solían poner a los noticieros de cine. Pero ahora, esa imagen silente que se repetía, como si se fuera a quedar para siempre en la pantalla, tenía de fondo La tumba del guerrillero, la canción de Carlos Mejía Godoy, el inagotable compositor que le puso música a la revolución.

Las columnas de combatientes estaban entrando a Managua por todas las carreteras, arracimados en camiones de carga, a bordo de autobuses, las avanzadas habían tomado el aeropuerto internacional, también la loma de Tiscapa, asiento del poder de la familia Somoza, los soldados de la Guardia Nacional habían huido dejando un reguero de uniformes, salbeques, cananas, zambrones, botas, fusiles, unos muchachos barbados se jabonaban en la tina del baño de la residencia del dictador y su amante, las oficinas del bunker donde dirigía las operaciones de guerra también habían sido ocupadas. El hotel Intercontinental, al lado del bunker, hervía de corresponsales de guerra.

Y el 20 de julio, que fue viernes, viajamos en una caravana de vehículos desde León a Managua, haciendo estaciones triunfales en los pueblos de la ruta, La Paz Centro, Nagarote, Mateare, hasta desembocar en el parque Las Piedrecitas, carretera sur, donde abordamos un camión de bomberos para entrar en la Plaza de la República, en adelante la Plaza de la Revolución, frente al Palacio Nacional y frente a la Catedral Metropolitana descalabrada por el terremoto de 1972, la plaza colmada de pueblo, la gente apretujada en las cornisas de la catedral, encaramada en las torres, un mar de banderas, un solo clamor.

Repaso mi libro de memorias sobre aquellos años, Adiós Muchachos, publicado hace veinte años, y leo los epígrafes: la canción de gesta fue un periódico que se llevó el viento, dice Ernesto Cardenal. Todo se quedó en el tiempo, todo se quemó allá lejos, dice la voz de Joaquín Pasos, perdida en la distancia. La plaza en fiesta se vacía de gente y Borges vuelve a mi memoria para recordarme ese atareado rumor de multitudes que se alejan.

Y también me susurra: para siempre cerraste alguna puerta. Y hay un fulgor que se filtra por las rendijas de esa puerta.

 

 

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22 de julio de 2019
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Sin huella paterna

Una estrella mundial. Un hombre que ha triunfado a lo grande: icono en el imaginario popular y dueño de un fraseo y un sentido de la melodía que ha encandilado a parejas de varias generaciones, a nuestras madres y a los millennials de karaoke. También ha plantado árboles y casas por todo el mundo, padre de ocho hijos oficiales que derrochan guapura, riqueza y Miami style. Sus dos gemelas acaban de cumplir la mayoría de edad y ya saltaron a la gala del Metropolitan de Nueva York, vestidas de Oscar de la Renta en tutús rosa, escribiendo su propio cuento de princesas. Al tiempo, en el juzgado de primera instancia número 13 de València, un joven llamado Javier Sánchez era reconocido como vástago legítimo de Julio Iglesias después de décadas de litigios. 42 años sin referencia paterna íntima, negada su condición de hijo, años en los que buscó al padre y quiso conocer a sus hermanos. El joven tuvo que tragarse la palabra bastardo y trató de ser cantante proyectándose en su inmensa sombra. No tuvo éxito. Continuó con su vida pequeña, peleó en los juzgados junto a su madre –una exbailarina que tuvo una aventura con Julio en los años setenta– y consiguió una muestra de ADN de Iglesias a la desesperada.

“¿Cómo voy a estar contento con un padre que me rechaza?”, ha declarado en una entrevista. Pienso en esas palabras, tan sensatas. Como si sólo persiguiera la oportunidad y la fama, un futuro resuelto, un cheque en blanco. Javier Sánchez también ha afirmado que no le guardaba rencor, pero que entiende que su madre, después de tantos años de lucha, lo vea como una victoria. ¿O era venganza?

Históricamente, los hijos no reconocidos son un hecho común en España, Portugal, Italia, el Reino Unido y sobre todo en Francia, donde la bastardía no tenía nada de deshonroso: heredaban bienes de sus padres, podían llevar sus apellidos y usar sus armas con la sola diferencia de que una banda cortaba en diagonalmente su escudo. Erasmo de Rotterdam, Leonardo Da Vinci, Don Juan de Austria, Luis de Borbón o María Tudor lo fueron. En la España de los sesenta y setenta, la palabra querida regaba con brandy. En numerosos hogares los hombres eran bígamos, pues hasta 1978 el Código Civil preveía hasta seis años de prisión menor por adulterio, además del juicio moral y el desprestigio social que supondría. La proliferación de demandas de paternidad circunscritas a aquellas décadas sólo pueden entenderse asumiendo el binomio poder-personal de servicio, la dependencia económica, bajos niveles culturales, la impronta de la religión y la nula pedagogía anticonceptiva, además de un machismo bien enraizado. Hijos de clase A e hijos de clase B. Muchos de ellos, borrados de la conciencia paterna, en un negacionismo de sí mismos. Bendito ADN, que ha sacado del ostracismo a tantos condenados inocentes. A tantos hijos negados. No es que carezcan de huella paterna, es que sus padres, contra natura, quisieron borrarla.

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22 de julio de 2019
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Las voces a ellas debidas, 9

 

Rocío Cerón (México, 1972)

 

Materia oscura. México, Parentalia, 2018.

 

         Una de las poetas más creativas entre las que hoy exploran la naturaleza misma del poema –su enunciación tanto como su formalización y, en último término, su pertinencia, Rocío Cerón es, además, una artista del formato, que hace del lenguaje un acto de arte múltiple. 


      Su despliegue incluye las artes visuales, la performance, y el campo abierto de la acción poética. Sus textos son la cartografía de ese tránsito, que produce una sintaxis que resitúa el diálogo entre la escritura y la lectura, ese espacio proteico. Las palabras postulan un enunciado que formula otras secuencias de enunciación: el poema grafica una acción cuyos ejes son un montaje visual en proceso; como si cada poema ensayase otra sintaxis del mundo en el lenguaje. Hay un antes y un después de la poesía mexicana a partir de esta poeta del grafos, el collage verbal, y el desplegado de la página. 


         Sus libros son talleres de una forma en transición. 


      Esta lúcida lección de formatos, convoca otro paisaje escritural, que es un montaje terso y objetivo, en trance, y procesamiento de lo actual. Los nombres y las cosas se sustituyen reformulando la hipótesis del sentido: “Arde, todo arde en el lenguaje,” anuncia. Se diría que los trances barrocos que tributan la plenitud, adquieren en el poema su forma conceptual: “Pliegues donde el lenguaje prehistórico del barro formula tácticas de guerra.” Se trata de recomenzar, de volver a ver, desde otra demanda, la de “salir de los muros”. El proyecto es “Dejar la vista sin ataduras.”


         Este apetito de veracidad demanda  remontar las murallas y liberar la mirada. 


         La agudeza y rigor de la obra de Rocío Cerón la hacen del todo contemporánea: No hay nada gratuito en su autoridad y apelación. Contamos con las palabras, nos dice, para ejercer la invención en otro registro, desde un grafos y una conceptualización visual. Nos hace contemporáneos de todas las miradas. 


         Somos del lado del poema: 


                        En el horizonte –azul convexo– verticalidades

                        y grietas. Insistente, la mancha supura grafito y

                        humo. En el aire, un punto. Gravitan formas ante

                        la vista. El habla del mundo, la naturaleza de los

                        objetos, mueren y renacen en el espacio, ante la

                        mirada. Pliegues y estructuras en lo minúsculo.

                        Cuerpo ovillo, fruto.

        

        
        Su exploración de la escritura es una celebración de poética

y de futuro. De una en el otro, esta lectura nos prefigura.


          Anatomía del nudo. MéxicoCONACULTA, 2015, reúne sus libros y plaquettes publicados entre el 02 y el 15.   

 
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21 de julio de 2019
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La canción de la llanura

Si me pidieran que definiera esta novela con una sola palabra seguro que elegiría “sencillez”. Y si tan ociosa petición me pillara en un día particularmente obtuso, precisaría: “difícil sencillez”. Y conste que ocurren cosas tremendas. Ahí está esa madre tan ocupada en cuidarse  la depresión que no solo ha dejado de hacer caso a su marido y a sus dos hijos de ocho y nueve años sino que al final los abandona sin despedirse apenas ni dejar una simple pista acerca de un posible regreso. “Dadme un beso”, les dice. “¿Vendréis a visitarme algún día?”. También  está  Victoria Roudideaux, una adolescente que por no hacer caso de las advertencias maternas  y no tomar las precauciones debidas, se queda embarazada y la madre la pone en la calle sin más. “No puedes hacerme esto, mamá”, dice ella. Pero sí, de pronto se encuentra en  la calle con dieciséis años, todavía en el instituto (es decir, sin un duro) y con un responsable de su gravidez que no quiere saber nada de responsabilidades y hasta pone en duda su posible paternidad.  Más cosas tremendas: los niños, Iker y Bobby, presencian una degradante escena en la que otra adolescente es obligada por su novio a hacer el amor con su mejor amigo “porque yo se lo había prometido y no me vas a dejar mal ahora”. Haber sido testigos de tal humillación les cuesta ser dolorosamente humillados a su vez por el ofensor y su amigo, castigo que les es infligido  para que vean lo que puede pasarles si van contando cosas por ahí.  Más adelante presenciarán una espeluznante (y muy detallada) autopsia al caballo de uno de ellos, muerto en circunstancias bastante dramáticas.

Todo ello se cuenta con la ya mencionada sencillez, aunque también cabría hablar de naturalidad. Son simples episodios cotidianos que no perturban la anodina existencia de una minúscula localidad del condado de Holt, en Colorado.  Cosas que pasan, contadas además en secuencias muy breves (los capítulos  raras veces sobrepasan las dos páginas) y que parecen compuestas a base de frases muy cortas y sin más  elementos  ni adornos técnicos  que el recurso al  sujeto, verbo y predicado  repetidos  hasta el final. Claro que no por casualidad el título original de la novela es Plainsong, es decir, canto llano o gregoriano,   una composición de la liturgia cristiana monofónica y sin acompañamiento musical.

Lo curioso es que, en contra de cuanto pueda parecer, Kent Haruf se las apaña estupendamente para transmitir las emociones y los encontrados sentimientos de los personajes (abandono, dolor, miedo, frustración, desamparo, etc) sin necesidad de recurrir a la tragedia ni el tremendismo.  En parte ello se debe a la existencia de otros personajes que, con la misma sencillez, se encargan de contrarrestar las puntas de brutalidad y desgarro que se van sucediendo. Y ahí está sin ir más lejos  Maggie Jones, una madura profesora del instituto, compañera del padre de Iker y Bobby y (por alguna razón se adivina desde el primer encuentro entre ambos) su futura compañera sentimental. A esa mujer, por otra parte perfectamente sensata, se le ocurre la idea de recurrir a los  hermanos McPheron, dos  ganaderos solterones y entrañablemente huraños, para que se hagan cargo de la embarazada adolescente  “sólo hasta que tenga el niño”. La reconversión de ese par de patosos y gruñones  ganaderos en los abnegados protectores de una parturienta primeriza es de una ternura ejemplar.  Cuando la chica se queja a la maestra de que los dos hermanos no hablan nunca, ni con ella ni entre sí, la maestra les aborda en un supermercado y les dice  que hagan el favor de comportarse y tratar a su protegida como es debido. Y los hermanos, compungidos, deciden enmendar su error y le dan un curso completo del comportamiento de los precios de los productos agrícolas en el mercado. La escena es genial.

Quienes se enganchen con la difícil sencillez de esta novela están de enhorabuena porque en realidad forma parte de una trilogía que bien podría ser tomada como ejemplo de hasta qué punto es posible practicar el buenismo (o se prefiere, no ser solamente un  cronista de lo peor y más abyecto del comportamiento humano) sin caer en la cursilería.

 

La canción de la llanura

Kent Haruf

Traducción de Agustín Vergara

Literatura Random House

 

 

 

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19 de julio de 2019
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El Boomeran(g)
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