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Brutal cambio de identidad

Después de treinta años de gobierno nacionalista, hora es ya de hacer balance sobre la riqueza que tan acendrada ideología ha traído a Cataluña. Basta con repasar algunas calumnias lanzadas tradicionalmente contra este pequeño país. Por ejemplo, la acusación de "tenderos". ¡Ya nadie llama "fenicios" a los catalanes! Otras regiones españolas han demostrado merecer con mayor mérito el apelativo y han hecho negocios excelsos. ¿Y la vieja calumnia de que para ser funcionario había que nacer en Madrid? Tenemos ya sobre los ciento cincuenta mil funcionarios y en una reciente encuesta los niños catalanes declaraban desear, por encima de todo, ejercer de funcionarios. Otro mito que se hunde junto con el odio al enchufe, práctica tenida por mesetaria y que el embajador Carod Rovira reivindica para Cataluña. Se decía, además, con muy mala uva, que aquí no había sentido del humor. Observen las radios y televisiones del Principado. Todas cubren la mayoría de su horario con programas cómicos. Es cierto que no hay quien los distinga porque sólo se ríen del aspecto ridículo, vil y grosero de los españoles, pero eso no quita la novedad inmensa de un humor nacional catalán.

/upload/fotos/blogs_entradas/mer_med.jpgDurante decenios se tuvo a Cataluña por lugar violento. Barcelona era "la capital de la ira", titular del Nouvel Observateur que fue motivo de chirigota en los años setenta. Aquí florecían las bandas de sicarios de la patronal y los eficaces asesinos comunistas y anarquistas. ¡Cómo ha cambiado el país! Ayer manifestaban su espanto algunos jefes catalanes porque unos avioncitos iban a figurar en las Fiestas de la Mercé. Pero lo que más ha cambiado es aquello de que aquí residía la capital de la cultura y el intelecto. Gracias a nuestra elite, por fin hemos conquistado las peores cotas educativas y culturales de España. Ya era hora. Tras un titánico esfuerzo y un océano de millones, los catalanes son ahora unos tipos escasamente educados, poco eficaces, que se ríen sin descanso y desatienden el dinero. En resumen, un lugar más agradable. Similar a la Andalucía de los años sesenta.

Artículo publicado en: El Periódico, 20 de septiembre de 2008.

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22 de septiembre de 2008
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I. English spoken

¿Se escribirá la nueva novela latinoamericana en inglés?

Me hago la pregunta ante la aparición en la literatura de Estados Unidos de una novedosa lista de jóvenes narradores cuya lengua literaria viene a ser el inglés, a pesar de sus inmediatas raíces latinoamericanas, entre ellos dos estrellas fulgurantes (como es obligado decir en estos casos, fulgurante, o rutilante): el hijo de emigrantes dominicanos, Junot Díaz (1968), y el hijo de emigrantes peruanos Daniel Alarcón (1977), ambos llegados muy niños con sus padres a las equívocas tierras del sueño americano.

No es nuevo para una literatura como la anglosajona que su cartelera sea alimentada constantemente por nombres de inmigrantes, o hijos de inmigrantes que abandonan la lengua ancestral para escribir en la nueva, en la que les toca crecer, aunque conserven su calidad bilingüe, el idioma materno en la casa, y el inglés en la escuela y en la calle.

/upload/fotos/blogs_entradas/el_corazn_de_las_tinieblas_med.jpgPodemos empezar con los ejemplos de Joseph Conrad, que ni siquiera hablaba bien el inglés, y cuando en las conversaciones con su editor, con el que no se llevaba para nada, montaba en cólera, se enredaba en su bronco acento polaco hasta farfullar incoherencias. Pero es uno de los grandes maestros estilistas de la lengua inglesa, igual que lo es Vladimir Nabokov, cuya lengua materna era el ruso, y aprendió el inglés de labios de su haya británica. Sin El corazón de las tinieblas, de Conrad, y sin Lolita, de Nabokov, la literatura anglosajona sería manca, o renca. 

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22 de septiembre de 2008
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Obama, Clinton y Palin

Me encontraba hace unos días aquí en Nueva York en una recepción para el nuevo Premio de Literatura Aura Estrada. Las salas de la residencia privada en donde se celebraba estaban atestadas de gente del mundo editorial -escritores, editores, periodistas. Se paseaban por las salas Salman Rushdie, Jon Lee Anderson, Jonathan Franzen, A. M. Homes y, entre otros, los editores neoyorquinos de New Directions o de Grove/Atlantic. Entre los escritores latinos o de habla hispana se encontraban novelistas estadounidenses como Francisco Goldman o la mexicana Carmen Boullosa o el español Eduardo Lago, director del Instituto Cervantes de Nueva York, y la periodista colombiana Silvana Paternostro.

Nueva York o, mejor dicho, la isla de Manhattan, vota masivamente, al 80%, por los candidatos demócratas y existe poca discrepancia política profunda entre sus residentes. Las conversaciones en torno a la política son, por lo general, esencialmente homogéneas y consisten mayormente en agregar nuevos argumentos entre convencidos.

Este año de elecciones, sin embargo, las disensiones, entre intelectuales demócratas al menos, salieron a relucir más que en los tres o cuatro comicios anteriores, es decir, en los 12 a 16 años previos. La mayoría favorecía a Obama y la minoría a Clinton. Los obamistas se sentían gente más en la onda, con ideas más elevadas y hasta más radicales y más ‘modernosos' y postraciales que los clintonistas, más clásicos, más concretos y seguros de que su candidata se encontraba a la izquierda de Obama. Con la victoria de éste en las primarias los dos bandos pusieron sordina a sus diferencias, sin poder hacerlas desaparecer por completo.

/upload/fotos/blogs_entradas/sarah_palin_es_recibida_por_su_hija_piper_med.jpgClaro, el tema de conversación central que cosió como un hilo la recepción literaria fue el de las elecciones.  Y, dentro de éste, lo que más parecía preocupar -y asustar-  era Sarah Palin.

Algunos se decían que había mucho que temer de una señora de Alaska que podría afectar la vida real de los estadounidenses, a pesar de que se viviera en un país como los Estados Unidos, en el que el gobierno influye en la vida diaria muchísimo menos que en otros.

Una amiga se preocupaba porque despreciaba a Palin por puro elitismo. La desprecio, pero la mayoría de la gente del país, no. Pareció aliviarse cuando mencioné que probablemente Palin sólo influiría en la base del Partido Republicano, pero no más allá.

Durante la conversación descubrimos con alegría que habíamos favorecido a Clinton en las primarias. Hacía meses que no charlábamos y estaba convencido de que ella favorecía a Obama, como muchos de sus amigos y familiares.

En política, creo, es importante saber que nunca se puede votar por el mejor candidato, pues ese no existe, nunca llegará, sino por el menos desastroso.

Preferí a Hillary, no porque pensara que fuera la mejor candidata, sino porque estaba convencido de que sería la menos mala, la menos inepta y la más fácilmente elegible, ya que el racismo en esta sociedad es aún muy resistente y retorcido. De Obama, pensaba -y sigo pensando-, que es un verdadero paquete, un político típico que, en las primarias, supo venderse, sobre todo a la base joven y a la prensa enamorada, como agente de un cambio radical. Siempre me pareció curiosa su imagen pública de reformista que no enumeraba nunca sus futuras reformas. Hay que acabar con el cinismo en la política, repetía durante las primarias. Y, siempre me preguntaba cómo se acaba con eso.

Sin embargo, conversando un poco más con mi amiga, convenimos en que nuestra falta de entusiasmo sobre Obama desapareció instantáneamente cuando en el paisaje surgió, de pronto, Palin. Al leer las ideas de la alasqueña sobre la enseñanza del creacionismo en las escuelas, sobre la censura de libros en las bibliotecas públicas, sobre el aborto o sobre el calentamiento global nos asustamos. Al escuchar su discurso de aceptación durante el congreso del Partido Republicano, cuando describió sus caricaturas sobre la situación internacional, cuando se presentó como una suerte de rebelde anticorrupción, fue ahí, que recordamos que -sin duda- siempre habría sido mejor un Obama que un McCain acompañado y apuntalado por Palin.

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22 de septiembre de 2008
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El pórtico del reino de los cielos

Una amiga, artista plástica de profesión y acostumbrada a utilizar el dinero, es decir, a emplear lo que obtiene por sus obras en viajes, gastos ordinarios de su casa, celebraciones festivas, etcétera, se extrañaba de que alguien al que considera una excelente persona y al parecer inmensamente rico, pareciera sentir que le estaban arrancando el alma cuando, en la barra de un bar, tras avanzar retóricamente y esperando la protesta de los otros, que aquella era su ronda... resultó que los demás le dejaron pagar.

Mi amiga no se percataba de que ese hombre, por lo demás en efecto buena persona, respondía a una suerte de exigencia ética profundamente anclada. Pues si para los creyentes en el Dios de Abraham el mayor pecado es utilizar su nombre en vano, para los devotos del dinero el mal absoluto consiste en hacer de él algún tipo de uso que no lo haga fructificar.

Los pequeños burgueses que usamos el dinero (en comilonas, compras que no desgravan, noches de cabaret... o por debilidad ante un amigo en apuros) seremos siempre gente de bajas pasiones. Pasiones sobre las que se eleva todo aquel que practica la filantropía bien entendida, aquella que, por caminos más o menos sinuosos, muta en beneficios bajo forma de exenciones fiscales o meramente de imprescindible lavado de imagen, que objetivamente equivale a un pastón. Los señores Soros o Gates saben algo de todo ello y también, más cerca de nosotros, el hombre cuyo nombre propio encierra una premonición del destino prodigioso que es el suyo y que le ha llevado a cubrir bajo el logo de su institución bancaria el entero pórtico de la catedral de Barcelona. ¿Infracción al precepto de dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César? Todo depende de cuál es realmente el dios todopoderoso. Recordemos que, en la parábola de los talentos, el criado que, al retornar su amo de un viaje, no ha hecho fructificar el talento único que le había dejado en préstamo, es tachado de "siervo ruin y perezoso" y condenado a las tinieblas exteriores "donde será el llanto y el crujir de dientes". Recuérdese asimismo que tal parábola sirve a Cristo para responder a una pregunta sobre cómo es el reino de los cielos, al cual están destinados los "siervos fieles y laboriosos" que, temerosos de la ira de su amo (quien se reconoce a sí mismo como cosechero dónde nunca ha sembrado y recolector donde nunca ha esparcido), fueron a ver a los banqueros y duplicaron y triplicaron lo recibido.

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22 de septiembre de 2008
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Más Luthiers que nunca

Parafraseando al Rick Blaine de Casablanca: siempre tendremos a Les Luthiers. Pase lo que pase, aunque suene The Wall o suene Wall Street, a nosotros (we happy few, diría Henry V) nos quedará de por vida el recurso de recordar momentos de Mastropiero que nunca o de exponerse al ridículo imitando al tenor Tulián en Voglio entrare per la finestra, conscientes de que mientras cantemos las piezas de López Puccio, Maronna, Mundstock, Núñez Cortés y Rabinovich, jamás conoceremos la soledad.

A esta altura del partido, la cofradía luthierística es numerosísima y existe en todas partes. En Ecuador, el escritor Andrés Neuman y yo torturamos a nuestros amigos entonando un popurrí de la Cantata de Don Rodrigo Diaz de Carrera... y encontramos nuevas voces que nos hacían eco. El fin de semana fui a ver el nuevo espectáculo titulado Luthierapia con Juan Gabriel Vásquez (cuya Historia secreta de Costaguana, por fortuna, está editándose en la Argentina), y en el rincón del teatro para el que conseguí entradas -allá al fondo, junto a la pared del costado: menos mal que Juan Gabriel había llevado sus binoculares invisibles-, nos descubrimos rodeados de extranjeros que también disfrutaban de la velada a pesar de las complicaciones linguísticas: ¡gente que hablaba en inglés y le traducía a otra los chistes a medida que sonaban!

Luthierapia utiliza el hilo conductor de las sesiones que el psicoanalista ‘diplomado aunque sin ejercicio' de Mundstock dedica a un atribulado Rabinovich. Los números musicales y el humor ya suenan más que familiares, después de tantos años, pero de todos modos siempre se las ingenian -pocos verbos les resultan más adecuados- para poner en juego algunas fichas nuevas: en este caso, la reducción ad absurdum de la postura antiabortista de la Iglesia en El día del final (¿cómo impedir el nacimiento del Anticristo, sin apelar a algo parecido a ‘la píldora de los nueve meses después'?) y una ‘cumbia epistemológica' nacida de un error de Mastropiero -otro más y van...-, en la que un ritmo digno de Los Wawancó logra encajar versos inspirados por Wittgenstein y Erasmo de Rotterdam.

Los entrevisté tan sólo una vez, años atrás. La velada fue un placer, superado tan sólo por el descubrimiento de que eran tan brillantes y agradables en privado como arriba del escenario. Y encima Mundstock me acercó a mi casa en su auto...

Ojalá sean tan eternos como Mastropiero.

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22 de septiembre de 2008
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El texto del ojo

El ojo del observador trastorna indefectiblemente la objetividad del objeto que se observa. Pero, entonces, ¿cómo hallar alguna vez la objetividad real?

Desde la pupila a la lente de aumento, desde el microscopio a los telescopios electrónicos la cosa se estremece tan pronto se posa la vista en ella y de ese temblor aparece un ser distinto, un ser que cambia o se maquilla inmediatamente para aparecer como una inevitable cosmética del mismo objeto. De ese objeto primordial supuestamente inerte, pero que depende (¿coquetamente?) para existir de ser mirado o no.

De este modo, todo cuanto se sabe del mundo, de lo grande y de lo más pequeño es una imagen afectada. El investigador ingresa en el campo de lo investigable y descompone con su presencia el elemento a investigar. Sabemos pues de la realidad no gracias a su esencia sino en virtud de su arbitraria apariencia. La semblanza que nace del objeto al ser enfocado.

Pero siendo esto así, igualmente cabe suponer, que retirado el investigador de la escena, ausentándose de su ámbito, el elemento recobraría su condición primera y reharía su vida en puro silencio y soledad. Volvería a caracterizarse como el ser que vivía exclusivamente para sí o sólo exclusivamente para relacionarse con otros elementos igualmente exentos y privados de la visión humana.

Nuestra visión los contamina, los colorea, los modifica, los intimida. Su intimidad, sin embargo, equivale a una nada solitaria o una no existencia histórica o científica. Preexistirían pero no existirían puesto que sólo existen en su relación con el quehacer científico que los expone, los trastorna y los alienta, les da a conocer a la vez que los disfraza, los enferma o los aberra para hacerlos vivos.

Pero así ocurre también con la escritura. Nos disponemos a observar y transmitir lo que sentimos o averiguamos pero aquello que sentimos o averiguamos toma su propio cariz al ser rozado por el texto. Son necios, demasiado necios, esos escritores que aseguran tener todo el libro en la cabeza y sólo les falta ponerse ante el teclado. La escritura no se limita a transmitir, crea "literalmente" la literatura, libra el libro. La escritura se presenta y reinventa el asunto al producirlo; en ello radica su supremo interés de escribir.

Pensar que de antemano conocemos y basta sólo transcribir el conocimiento adquirido mediante el texto escritas equivale a ignorar tanto la naturaleza de la escritura como del conocimiento. Conocemos palpando, deformando, contaminando, sintiendo, humedeciendo, calentando, revolviendo. La escritura constituye precisamente uno de los instrumentos más proclives a la deformación espontánea y ese es el autónomo motor de su quehacer. Basta ponerse a escribir para comprobar que la escritura actúa como un ser vivo que pace, come, copula, curiosea o se tima con el tema. De ese modo el resultado es, en una medida incalculable, responsabilidad del estilo. Porque será el estilo -el estilete- quien elija y decida, quien, por su cuenta, extraiga o deseche el objetivo a entregar. Más aún: llevado a su extremo, el objetivo final de la escritura no será realmente el objeto que se pretende escribir sino la final escritura como objeto. ¡A quién podría ocurrírsele otra cosa!

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22 de septiembre de 2008
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Galería de espectros: Hans Castorp

Rafael Argullol: Hoy, en mi galería de espectros, me he topado con el de Hans Castorop.

Delfín Agudelo: Te refieres al espectro del protagonista de La montaña mágica de Thomas Mann.

R.A.: La montaña mágica evidentemente ofrece muchas posibilidades de abordaje. Se puede abordar desde el punto de vista del dolor, de la enfermedad; desde el punto de vista incluso de un sentido romántico del amor muy peculiar; desde el punto de vista de una visión sobre lo que puede ser el porvenir en el siglo XX a través de las conversaciones que se dan en ese sanatorio tan especial situado en Suiza. Pero cuando evoco a Hans Castorp siempre me viene el experimento del tiempo, el de un hombre que se acerca unos días a un sanatorio para visitar a un pariente y acaba atrapado en el laberinto del tiempo, de modo que permanece en ese lugar a lo largo de siete años. Durante estos siete años queda como fascinado, excitado por el poder de la montaña, y sólo tras muchos trabajos y muchas contradicciones es capaz de volver al valle para reincorporarse a la vida cotidiana -aunque con la paradoja irónica y trágica de lo que le espera trágicamente es la primera guerra mundial. También me llama la atención la captación que hace Mann del experimento del tiempo. Si un lector atento hace el análisis de los ritmos de la novela, se da cuenta de que de la misma manera que para Castorp el tiempo queda distorsionado, el espacio narrativo también está expresamente distorsionado por Mann. De manera que los primeros días del espacio de Castorp en la montaña mágica duran prácticamente tres cuartos de la novela, y luego lo que son los siete años en que queda atrapado se van deslizando hacia una velocidad y ritmo narrativo cada vez mayor. Ahí nos encontramos algo que literariamente es muy interesante, que creo tiene que ver con el impacto de la novela en la literatura del siglo XX, y es la traducción del tiempo en espacio, incluso en espacio narrativo. Esto sería de algún modo llevar al terreno de la novela y de la narración las propias propuestas que contemporáneamente hacia Einstein sobre la necesidad de la física contemporánea de traducir el espacio en tiempo y viceversa.

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22 de septiembre de 2008
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Al final del verano

Regresar a la noria de la vida real es como estar de vuelta de unas vacaciones. Tiene uno varias cosas que contar y todo un equipaje por deshacer. Se diría que estamos mejor preparados para enfrentar a los demonios mustios de la rutina. Hace ya mes y medio que sin pensarlo mucho -en cuyo caso me habría arrepentido a tiempo- partí hacia una ficción que, como todas, se aparecía simple en un principio. Sería por ahí del capítulo sexto que lo que suponía una lagartija revelóse como un mañoso cocodrilo de cola tan extensa como esquiva. Y ni modo de dar marcha atrás, si ya estaba metido hasta el cuello en el pantano.

     Hace unos meses que Santiago Roncagliolo me sugirió -con la sonrisa socarrona que adiviné a través de la línea telefónica-, no bien le confesé que andaba por la página cuatrocientos de la novela y no veía el final ni con prismáticos, que simplemente los matara a todos y empezara con una nueva historia. Uno de esos anticonsejos que se agradecen por las risas que regalan. Lo cierto es que es difícil matar a uno solo de los personajes, ya no digamos a la totalidad. No se dejan, son harto resbalosos, apenas se descubren acorralados aducen que les falta mucho por hacer. Y uno, por más que quiera, está muy lejos de ejercer el despotismo que se antoja urgente. No se escribe ficción para contar un chisme, como para indagarlo; y eso toma su tiempo. Esto es, el tiempo de uno, incluyendo esas horas de sueño en las que se despierta intermitentemente sólo para enfrentar una desesperante sequía de respuestas. "¿Y ahora qué va a pasar?", sería la pregunta. No saberlo es dormir sin descansar, o en su caso descansar sin dormir. Peor todavía cuando en cuestión de horas hay que volver con una respuesta que al menos en principio parezca verosímil. Trabajo de malandro, a todas luces.

     No era que me faltaran las ganas de matarlos, pero tenía que empezar por Fidel y para ello contaba con un solo atorrante, cuyas habilidades se limitaban a maltratar borrachos y transportar putitas. ¿Podía un hombre así cumplir con un trabajo ligeramente menos complicado que viajar hacia el norte de Pakistán y volver con el fiambre de Bin Laden? No había mucho tiempo para meditarlo. Cuando uno se somete a los rigores del folletín en diarios episodios y lo hace sin más plan que ir detrás de la historia a como dé lugar, difícilmente puede adelantarse. La ficción le acontece, como la vida diaria, y hora tras hora se confunde con ella. Terminar un capítulo es comprar un par de horas de respiro y sentenciarse a veintidós de respingo, durante cuyo transcurso se escapa de ese limbo sin destino al que toda ficción en proceso parece irremediablemente condenada.

     El gran problema de los personajes es su similitud con las personas. No puede uno confiarles una misión sin arriesgarse a que se le pongan al brinco y terminen haciendo lo que les venga en gana. Crecen los personajes y el narrador ha de calzarse zancos. Encima de eso uno cree conocerlos y cualquier día le vienen con facetas ocultas, de modo que no acaba de quererlos, ni de odiarlos. Así que al fin se lanza a devorar todos aquellos datos paralelos que juzga pertinentes para seguir con su averiguación. En mitad de la historia, tomé un avión de México a São Paulo llevando en la maleta dos novelas de Henning Mankell, que a la postre no hicieron sino confirmar mi papel de investigador transparente en una historia donde la policía tenía un papel tan fugaz como decorativo. Días después, la proyección de la espléndida Tropa de elite me recordó que las historias nunca transcurren por el camino deseable, sino por el posible. La ficción nada sabe de moral, menos aún de escenarios deseables. La creemos o no, tal es en cualquier caso su derecho a existir.

     Me habría gustado repasar Flor de Lottoir un tanto más lento, darle forma, afinarla, como se hace con una novela. También habría querido meterle un buen plomazo a Segismundo Andersón, y cuando menos rasurar las barbas de Fidel, pero esas cosas uno jamás las decide. Llegué a temer que la ficción de verano cruzaría impunemente la frontera del otoño -igual que la novela de las cuatrocientas páginas pasa ya de quinientas y va en camino hacia las setecientas- pero la matazón ocurrió con una razonable celeridad. No quisiera decir que es un experimento, si bien toda ficción lo es a su modo. Sucedió y ahí está, como la consecuencia de una fechoría secreta. Quiero pensar en ella como un bonsai -una rama deforme que no espera crecer, ni dar sombra, ni servir de columpio- y creer que algún día, tal vez otro verano, una de sus semillas se convertirá en árbol. Igual que un atorrante se transforma en matón, un dictador en mito, una puta en señora. Wishful thinking, diría el facilitador Mauricio Morazán.

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22 de septiembre de 2008
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La hora de J. G. Ballard

Ha llegado, por fin, la hora de descubrir a J. G. Ballard en España y América Latina. Este escritor inglés fundamental para entender nuestro tiempo fue publicado antes, pero pasó desapercibido; con suerte, se lo conocía como el autor de una novela adaptada al cine por Spielberg (El imperio del sol), y de otra adaptada por Cronemberg (Crash). Este mes, Mondadori ha tomado la iniciativa de reeditar en España El imperio del sol al mismo tiempo que La bondad de las mujeres, la novela que continúa la historia, y Milagros de vida, su autobiografía recientemente publicada en Inglaterra. A eso se suma la publicación por la editorial Berenice de Fiebre de guerra (1990), un libro de cuentos indispensable, y Autopsia de un nuevo milenio, la exposición sobre su obra organizada por Jordi Costa en Barcelona.

Milagros de vida nos da algunas claves para entender las fuentes de la inquietante literatura de Ballard. Este hijo de ingleses expatriados nació en 1930 en Shanghai, un "lugar mágico, una fantasía autogenerada que dejaba atrás a mi propia imaginación". En esa ciudad "90% china y 100% norteamericanizada", en la que se podían ver cosas extravagantes como cincuenta jorobados como guardia de honor para la premiere de El jorobado de Notre Dame, Ballard tuvo una infancia feliz. Ni la invasión japonesa de 1937, ni la llegada de la segunda guerra mundial y su posterior confinamiento en el Campo Lunghua (1943-45), alteraron esa felicidad. El niño ve a soldados japoneses asesinar a chinos pobres a sangre fría, sufre hambre y enfermedades durante su confinamiento, pero Lunghua nunca deja de ser, sobre todo, "una prisión donde encontré la libertad".

A su regreso a Inglaterra, Ballard se encontró en un país desmoralizado, que vivía como si hubiera perdido la guerra. Extrañaba Shanghai y vivía en Inglaterra como si fuera un extranjero. No entendía los códigos de clase, y Cambridge le parecía un lugar para gente pedante. Durante esos años, descubre las dos grandes fuentes que van a alimentar su imaginación distópica: Freud y el surrealismo. Su otra gran influencia son los dos años pasados en Cambridge (1949-51) estudiando anatomía. Diseccionar cadáveres se convertirá en una metáfora de su proyecto narrativo: "diseccionar la patología profunda de lo que había visto en Shanghai y después en la post-guerra, de la amenaza de la guerra nuclear al asesinato de Kennedy".

Pese a que Ballard admiraba a los modernistas (Joyce, Hemingway, Kafka), terminó aburrido por el tipo de literatura "seria" que se escribía en la Inglaterra de los años cincuenta. De manera accidental, descubre la ciencia ficción, y, fascinado por su "vitalidad y originalidad", se dedica a ella. Esos años, la ciencia ficción estaba sobre todo obsesionada por viajes interestelares y encuentros cercanos con seres de otros planetas, pero lo que Ballard quería era explorar el "espacio interior" del hombre enfrentado a "la sociedad de consumo, el paisaje de la televisión y la carrera armamentista". La ciencia ficción podía acercarse más a la realidad que "la convencional novela realista del período".

Buena parte del libro está dedicada a la vida doméstica de Ballard. Aprendemos de su casamiento con Mary Matthews, del nacimiento de sus tres hijos, de la sorpresiva muerte de Mary debido a una pulmonía, de cómo tuvo que criar a sus tres hijos solo, de su posterior relación con Claire Walsh. Para este enfant terrible, su vida familiar es lo más importante; todo lo demás, incluso la literatura, pasa a un segundo plano.

Milagros de vida gana en la revelación honesta de la intimidad del escritor, pero pierde fuerza como literatura. La última sección del libro se torna fragmentaria, como si Ballard admitiera que, para su imaginación, los años clave hubieran sido los de la infancia y la adolescencia en Shanghai. Al final, sin embargo, nos espera un mazazo emocional: Ballard ha escrito este libro, quizás el último, luego de ser diagnosticado con un cáncer terminal. Pasa la vida; para los lectores queda, por suerte, la obra.

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22 de septiembre de 2008
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Robert Harris, El poder en la sombra

   El lugar del escritor inglés Robert Harris como uno de los maestros contemporáneos del "thriller literario inteligente" (las palabras son del Times de Londres) está tan asegurado que una cita en una de las solapas interiores de su nueva novela, El poder en la sombra (Grijalbo), no pertenece a un crítico literario sino a una de las personalidades más importantes de nuestro tiempo: Nelson Mandela. "Un autor que maneja el suspense como un Alfred Hitchcock literario", escribe el premio Nobel sudafricano. Tal como están las cosas, no es difícil imaginar la próxima novela de Ruiz Zafón con una frase de Sarkozy en la cubierta. Los críticos literarios se han devaluado tanto que una muestra de la importancia de un autor parece ser hoy su capacidad de prescindir de ellos.
   
Lo cierto es que Harris ha escrito obras maestras del género. Enigma es una muy buena novela para el verano o un largo viaje en avión; Patria, sobre una posible victoria nazi en la segunda guerra mundial, es incluso algo más: una de las mejores obras que se han escrito sobre historia alternativa (Patria sobrevive a la comparación con Philip Dick y su El hombre en el castillo, y es superior a Philip Roth en La conjura contra América). ¿Dónde, entonces, situar El poder en la sombra? No entre las mejores novelas de Harris, pero tampoco en su lista de libros flojos (Imperium). Digamos: una entretenida medianía.
 
   Los últimos diez años ha surgido un subgénero en la ficción anglosajona: la narrativa del once de septiembre. Este tipo de novelas pertenece a una categoría más amplia que podría llamarse "ficción sobre la guerra contra el terror". Aquí se encuentran novelas como las de Ian McEwan (Sábado) y Harris. El poder en la sombra trata de las peripecias de Adam Lang, un ex primer ministro inglés muy parecido a Tony Blair, en su lucha por librarse de la justicia internacional, y de los intentos del narrador por escribir las memorias del ex primer ministro. El narrador es un "negro", alguien que escribe libros por encargo; ghostwriter, la palabra en inglés para "negro", es mucho más precisa para sugerir la invisibilidad del oficio. The Ghost, el título en inglés de la novela de Harris, recoge esa invisibilidad del narrador. Quizás se debió haber pensado en una traducción al español más creativa del título; El poder en la sombra es el típico título de un thriller clase B de Hollywood. De paso, cada capítulo se inicia con una cita tomada de un manual de escritura para "negros", con lo que la novela reflexiona de manera inteligente sobre el mismo proceso de su construcción ("Un ‘negro' que solo tenga un conocimiento somero del personaje estará en situación de plantear las mismas preguntas que un lector no versado y en consecuencia hará el libro más interesante para un número mayor de lectores").

    Lo mejor de Harris es su capacidad para minar los titulares políticos de los periódicos de los últimos años para inventarse una ficción verosímil en buena parte de sus páginas, acerca de la posibilidad de que debido a las ilegalidades cometidas para justificar la guerra en Irak, el ex primer ministro inglés termine siendo acusado como un criminal de guerra. Lang aparece retratado como un actor de primera -el tono anaranjado de su piel se debe al maquillaje--, a quien le interesa más el éxito de su papel que el bien común de Inglaterra; para describirlos a él y su esposa, hay que pensar en el título de una novela de Graham Greene, El poder y la gloria. El trabajo del narrador como "negro", entonces, es humanizar a Lang, hacer que los lectores se conmuevan con su historia de sacrificios, la forma en que su impuso a la adversidad para llegar a ser lo que es; el narrador fracasa, porque lo que queda del libro es una crítica despiadada a la alianza de Inglaterra con los Estados Unidos en la guerra en Irak, y una mirada sarcástica a la integridad moral del ex primer ministro inglés.
 
   El poder en la sombra se inicia con la muerte en circunstancias sospechosas de McAra, el "negro" original de Lang. Esa muerte permitirá que el narrador se convierta en el nuevo "negro" de Lang. El narrador tratará de descubrir el lado oscuro del pasado de Lang, aquello que descubrió McAra al escribir su manuscrito y que lo llevó a la muerte. Hay una intriga internacional, una conspiración de alto vuelo en la que se halla involucrada la CIA. El final se deja llevar por la paranoia y no es del todo plausible; sin revelar mucho, baste sugerir que el título de la novela en inglés se presta a una sugerente ambigüedad: ¿quién es ese "fantasma" del entorno de Lang, todo un espía de la CIA enclavado en el corazón del poder inglés?

   Lo saludable de este escritor es que no alberga grandes pretensiones en torno a lo que hace; con un guiño al lector, Robert Harris pone en boca del narrador estas palabras en torno a su trabajo de "negro" que bien pueden aplicarse al propio Harris: "Me veo como el equivalente literario de un experto tornero o de un fino alfarero: hago objetos medianamente interesantes que a la gente le gusta comprar". Pues sí: en materia de muy buena ficción comercial, nada como la verdad.

(Babelia, El País, 20 de septiembre 2008)

 

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19 de septiembre de 2008
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El Boomeran(g)
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