Sergio Ramírez
La quietud pueblerina de mi infancia en Masatepe, en la que uno podía escuchar lejanas las campanas de la iglesia de de San Marcos, donde nació Somoza, o las de Niquinohomo, donde nació Sandino, si el viento soplaba desempeñándose desde las alturas del volcán Mombacho, sólo era rota por las emisiones de la Radio Mundial.
No sé cuántos receptores pudo haber entonces en el pueblo, cuando aún no se establecía el reino de los radio de pilas, que dio paso luego al reino de los transistores, y cuando las ondas hertzianas, según el término que de manera elegante y misteriosa utilizaban los propios locutores, sólo podían ser bajadas desde el techo de las casas a través de antenas con polo a tierra, para ir a dar a aquellas cajas de baquelita con apariencia de madera, forradas al frente con tela de cortinas, y donde el dial aparecía iluminado con luz cenital. Así de parecido era, al menos, el aparato de marca Philips entronizado en mi casa, siempre a un volumen suficiente como para escucharlo desde todos los rincones. Desde la cocina, o desde la tienda frente al parque donde oficiaba mi padre. Y desde esa presencia infaltable, la Radio Mundial presidía la vida diaria.
Digo no se cuántos receptores, pero en mi memoria son muchos, porque si uno iba por la calle de un sitio a otro en el pueblo, bien podía escuchar, sin interrupción, los compases iniciales del concierto número uno para piano de Tchaikowski, con que se abría el Derecho de Nacer del prolífico novelista cubano Félix B. Caignet.