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La importancia de llamarse Oscar

Otro de los libros que leí durante el viaje (ah, qué sería de mis lecturas si no fuese por los viajes y la privacidad del baño...) fue The Brief Wondrous Life of Oscar Wao, de Junot Díaz, ganadora del último premio Pulitzer. Me sedujo desde la primera página: cualquier relato que empiece con un acápite tomado no de los clásicos ni de ninguna otra lectura pretenciosa, /upload/fotos/blogs_entradas/librojunot1_med.jpgsino de una historieta -en este caso se trata de Fantastic Four, de Stan Lee y Jack Kirby- me gana desde el hola, como dice Renee Zellweger en Jerry Maguire.

La historia del tan gordo como solitario Oscar, que sueña con ser ‘el J. R. R. Tolkien dominicano' y se gana su apodo cuando un ataque de dandismo le vale una comparación -no muy bien intencionada, por cierto- con Oscar Wilde, rezuma ternura. Por otra parte, las excursiones del narrador en el pasado, armando la historia de la familia de Oscar en la República Dominicana del dictador Trujillo, le otorgan al relato una dimensión de tragedia al gusto del animismo latinoamericano: nosotros no contaremos con las fuerzas sobrehumanas que animan las tragedias griegas ni con el karma, pero tenemos mil y una invenciones para explicar nuestra desventura -y en Dominicana, según Díaz, a la más popular la llaman fukú.

Fukú, asegura el narrador, es lo que fulmina a la familia de Oscar desde que desafía -no por valor ni por principios, sino casi sin querer- al demoníaco Trujillo. Y fukú sería lo que determina que la vida de Oscar sea tan breve como el título anuncia. Yo me atrevería a pensar que en realidad lo que acorrala a Oscar es un mal común a casi todos nuestros países, cada uno con sus peculiaridades: el peso casi irremontable de los errores de nuestros mayores -la mezcla de su estupidez, de su cobardía, del egoísmo que hizo de nuestras sociedades lo que hoy son- y la necesidad de contrarrestar esa herencia por la vía del heroísmo, en un mundo que ya no tiene lugar para héroes a la usanza clásica.

Pobre Oscar. Rica novela.  

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1 de diciembre de 2008
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I. Viernes negro

Una avalancha de voraces compradores que hacen fila desde el amanecer, se precipita sobre las puertas de los comercios apenas abren sus puertas, en lo que en la tradición consumista de los Estados Unidos se llama el viernes negro, el día que sigue al de acción de gracias, cuando en todos os hogares la mesa del comedor se vuelve un altar ritual alrededor del pavo cebado todo el año. El jueves se come, el viernes se compra. Todo lo que pueda comprarse, porque ese día, en  los inmensos centros comerciales, infinitos como catedrales en sus espacios y honduras, se ofrecen descuentos del 50 por ciento, o más. Y se llama viernes negro no porque sea un día fúnebre, o de previsibles sucesos sangrientos,  sino porque los comerciantes aspiran a convertir sus cifras rojas de  posibles pérdidas, en anotaciones negras de ganancias.

Multitudes que desfilan apresuradas en procesión por los pasillos de Macys, de Best Buy, de Sacks, de Nordstrom, se arrebatan las prensas marcadas en baratillo, y se arman conatos de pleitos, arañazos, golpes discretos. Pero ha habido situaciones peores. En Palm Desert, California, dos personas han muerto en un tiroteo desatado dentro de Toys R Us, una tienda de juguetes. ¿Alguien habrá impedido a otro, a balazos, llevarse el juguete más barato para su hijo?

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1 de diciembre de 2008
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Galería de espectros: Lucien Freud

Lucien Freud, Rafael Argullol: Hoy, en mi galería de espectros, he vislumbrado el espectro del pintor Lucien Freud
Delfín Agudelo: ¿Te refieres a su autorretrato desnudo?
R.A.: Sí, me refiero a este autorretrato de ese gran autor de autorretratos que es Lucien Freud, probablemente el más importante pintor de autorretratos de nuestra época. Él, al igual que alguno de sus insignes precedentes como Courbet, ha tenido la obsesión de irse autorretratando de manera sistemática. Sin embargo, a mí me llama mucho la atención ese autorretrato desnudo de Lucien Freud porque evidentemente está inspirado en el autorretrato que también desnudo se hizo Durero, pintor maestro al que Lucien Freud tiene una especie de admiración sin límites. Creo que en ese autorretrato Lucien Freud refleja lo que son sus distintos autorretratos, una especie de desafío de la mirada del artista a la mirada del espectador que posteriormente contemplará el cuadro. Lo que ocurre es que, como es propio del desnudo, parece que en ese caso el desafío sea más fronterizo, más limítrofe. Tanto en este como en su lejano precedente de Durero, lo que más me gusta es la subversión de la ecuación tradicional en la cual el pintor pinta desnudo a la modelo o al modelo. En ese caso, , lo que hace el pintor es utilizarse a sí mismo como modelo desnudo. El tradicional tema de la pintura del modelo queda así revertido hacia el propio artista.

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1 de diciembre de 2008
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Cambiar o repetir

Cambiar da vida. Este es el tópico: la innovación procura la sustancia de las inauguraciones y con ellas la real fantasía del renacimiento o de la existencia en ebullición.

A ello se opone la repetición. La repetición posee la mala fama de la pesada suma de lo mismo, el apilamiento de lo ya sabido, el túmulo funerario de lo que no ofrece nada más. Y, sin embargo, no poca gente halla en su rutina la materia prima de una eternidad. Lo rutinario operaría en ellos como un blindaje que protege lo preexistente para no arriesgarlo, perderlo o deteriorarlo en la danza de la variación. La rutina, supuestamente, reafirma o afianza mientras lo cambiadizo puede llevar a atmósferas contaminadas donde virus incontrolados mordisquean la entidad. De otra parte, confinar la entidad ¿no es la manera correcta de neutralizar la muerte?

Sin pausa, la muerte mordisquea y cada día se lleva una porción de nuestra entidad. Frente a este roedor que vive a nuestro lado ¿qué táctica adoptar? Huir con el ratón encajado en los talones o mantenerse quieto y terne para obstaculizarle la blandura del bocado. ¿Nos endurece pues la rutina mientras la novedad propicia su contrario? ¿Verdadero? ¿Falso? ¿Indiferente? ¿No se tratará, al cabo, de una controversia sin consecuencias?

Amigos que trabajan viajando de un lado a otro sin cesar opinan que en el tránsito constante descubren su necesidad de fuga, su respuesta al miedo de asentarse en un lugar determinado y ofrecerse como objetivo inmediato. Su pánico, también, a envejecer en la estabilidad.

Por el contrario, los otros que se refugian, en el cumplimiento diario de lo mismo, perciben que su comportamiento imita el giro de un tornillo que sin moverse de su eje profundiza su trayectoria hasta el límite de la superficie y, en ese instante mismo, acabarán. Unos y otros nos vemos acabando con nosotros mismos, cavándonos en el segundo supuesto la analogía del enterramiento y desapareciendo en el primer caso a través de la traslación. Cada uno de nosotros piensa en la opción del otro como la peor, la muestra de su anticipada mortalidad acentuándose mediante la presión del ritmo reiterado o estimulándose por el movimiento errático que fatalmente conduce a tropezar con el fin.

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1 de diciembre de 2008
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Antiguas y recónditas bellezas

Algunas de las más admirables obras de arte producidas por los humanos son invisibles. Están ahí, a la vista de todos, y sin embargo sólo pueden verlas quienes son advertidos sobre su existencia. El sábado pasado les hablaba de las grullas de Gallocanta, piezas soberbias, pero que no son obra humana. En esa misma excursión descubrí, gracias a la generosidad de Juan Antonio Tello y Chabier de Jaime Lorén, una obra de arte oculta detrás de su evidente presencia.

Su nombre lleva a confusión: se llama Chopo Cabecero y puede confundirse con una especie de la familia de los álamos, pero no es así. Se trata de un chopo esculpido y por lo tanto artístico. La labor de escultura tenía como excusa una función práctica, la producción de vigas para edificios leves, pero también la Capilla Sixtina tuvo una justificación práctica. Ustedes han visto chopos cabeceros sin saber que los veían. Iban por la carretera y a lo lejos divisaban una hilera de árboles con un grueso tronco y una corona erizada de ramas largas, rectas, perfectas. Es muy probable que esos árboles siguieran la ribera de un río o de una acequia. Su apariencia es sorprendente, un sólido cuerpo, generalmente agrietado con la dignidad de los viejos rostros campesinos, y una cabeza que parecen dardos disparados al cielo.

Los chopos cabeceros están desapareciendo y muchos de ellos son ya ruinas a las que deberíamos dar un trato tan solemne y respetuoso como a las ermitas medievales. Desaparecen porque su justificación eran esas largas y rectísimas ramas de la cabeza, finas, ligeras, duras, poco vulnerables a los insectos xilófagos, que se usaban para la viguería de chozas, apriscos, alpendres, corrales, granjas o establos. La desaparición del trabajo campesino y el concurso de la viguería industrial han acabado con estos árboles de insuperable belleza. Quedan las ruinas.

La colonia de la que hablo está en tierras de Teruel, por la parte de Montalbán, de Utrillos, de Cantavieja. Los que me hirieron, cerca de Calamocha, eran candelabros cubiertos de cien luces doradas que trataban de arañar el cielo. Las hojillas temblorosas vibraban en el aire gélido, resistiéndose a caer. Como nosotros.

Artículo publicado en: El Periódico, 29 de noviembre de 2008.

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1 de diciembre de 2008
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63 preguntas para quien quiera trabajar con Obama

Recomiendo vivamente la lectura de las 63 preguntas que debe responder cualquier persona que pretenda trabajar como alto cargo en la Casa Blanca de Obama antes de recibir la oferta en firme. El interrogatorio por escrito al que deben someterse los candidatos es de una exhaustividad y minuciosidad rayanas en el proceso inquisitorial, hasta el punto de que no me extrañaría que muchos candidatos perfectamente capaces y preparados desistan sólo para evitar la humillación de una confesión que entra en detalles personales e íntimos. La experiencia de muchos escándalos recientes revela que toda preocupación es poca por parte del presidente del país más poderoso del mundo a la hora de evitar las dificultades. Pero el cuestionario siembra muchas dudas sobre el futuro de la actividad política y aún más sobre la posibilidad de que ciudadanos normales se decidan a comprometerse cuando se ven obligados a pagar un precio tan alto en pérdida de libertad e intimidad.

La aplicación del cuestionario ha ahuyentado a los lobbistas y ha creado un muro de dificultades para muchas personas con una actitud ambigua en su condición de políticos o funcionarios, pero no tengo duda alguna de que significa un salto cualitativo en el control de los individuos, por más que se haya concebido como una acción defensiva ante el eventual control y acoso de los medios conservadores. Responder al cuestionario es como hacer una especie de revisión y confesión general sobre la propia vida y la de los familiares más próximos, en relación a todo lo bueno y lo malo, los delitos y las faltas, propiedades y negocios, salud y carrera profesional, inversiones y deudas, préstamos e hipotecas, servicio doméstico y pensiones alimenticias, amores y amistades, publicaciones y conferencias, pleitos y juicios, sanciones y multas, regalos recibidos e incluso correspondencia privada.

Hay algunas preguntas realmente embarazosas, como la que lleva el número 8, por ejemplo: "describa brevemente las cuestiones más controvertidas en las que se haya encontrado a lo largo de su carrera". Se pregunta si alguna comunicación electrónica (e mails, sms...) "puede sugerir un conflicto de intereses o puede ser origen de dificultades para usted, su familia o el presidente electo en caso de ser publicada"; en tal caso, "descríbala por favor", se añade. Si alguien mantiene un diario, debe hacer examen de conciencia para saber si hay algún contenido conflictivo, y en tal caso debe revelarlo.

El cuestionario marca la frontera donde debe empezar la transparencia en una cantidad de dinero. Los regalos de más de 50 dólares de valor y las multas de menos de 50 dólares no deben declararse. A partir de esta cantidad, que no llega a nuestros 40 euros, empieza el pecado que puede manchar al alto cargo, a su familia o al presidente electo. La inquisición definitiva y culminante es la última, la que lleva el número 63: "Por favor, suministre cualquier otra información, incluyendo información sobre otros miembros de su familia, que pueda sugerir un conflicto de intereses o sea una fuente de dificultades para usted, su familia o el presidente electo".

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1 de diciembre de 2008
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Fuentes on Ice

El pasado mes de noviembre, México se dedicó a celebrar por todo lo alto los ochenta años de su escritor más ilustre, Carlos Fuentes. Hubo más de setenta mesas de discusión de su obra, un Día Nacional de Lectura de la Obra de Carlos Fuentes, un ciclo de cine organizado por Monsiváis, un coloquio sobre La región más transparente, el estreno de la ópera Santa Anna (con libreto de Fuentes)... Entre los invitados se encontraban personalidades del mundo de la literatura (Piñón, Gordimer), el cine (Ripstein, Cuarón, Reygadas), el pensamiento crítico (Hopenhayn, Manguel), la política (Lagos, Iglesias, Sanguinetti). El lunes pasado, en el Auditorio Nacional, cuatro mil personas asistieron voluntariamente para escuchar a Fuentes durante una hora; en el escenario, el escritor apareció impecable, lleno de vitalidad, y contó, con gestos histriónicos dignos de un actor experimentado, cómo escribió algunos de sus libros (para Aura, hubo, como modelos, textos de Pushkin, Henry James y  Dickens), y leyó fragmentos de sus novelas.  

Lo hecho por México estos días para celebrar a un intelectual público sólo puede compararse a lo que hace regularmente Francia (que, la semana pasada, se volcó a conmemorar los cien años de Levi-Strauss). Los fastos continúan esta semana, en la feria del libro de Guadalajara, con mesas como "Los amigos de Fuentes" (García Márquez, Sergio Ramírez). Como me dijo un escritor mexicano, esto se asemeja mucho a una producción de Hollywood: Fuentes on Ice.

Resulta algo irónico que el escritor mexicano vivo más importante haya nacido en Panamá (11 de noviembre, 1928). En ese inicio se condensa su destino de escritor itinerante, capaz de aglutinar a su generación a la manera de Darío con el modernismo (como lo reconoce José Donoso en su Historia personal del Boom, este movimiento no se entiende sin los esfuerzos de Fuentes por articularlo). Hijo de un diplomático de carrera, Fuentes pasó los primeros quince años de su vida en, entre otros lugares, Quito, Río de Janeiro, Washington y Santiago. La vocación literaria comenzó a manifestarse en Chile: sus primeros textos datan de su paso por el colegio inglés The Grange en Santiago.

La clave de Fuentes se encuentra en la década del cincuenta. En esos años, se convierte en el principal aliado de Octavio Paz en su intento por desarrollar una literatura mexicana cosmopolita, dispuesta a romper con la ortodoxia nacionalista reinante. Entre 1955 y 1957, es uno de los editores de la Revista Mexicana de Literatura, que difunde la obra de autores que habían renovado las formas narrativas durante la primera mitad del siglo: Woolf, Proust, Faulkner. En 1958, publica su novela más importante, La región más transparente, en la que Fuentes ya tiene el aliento lírico que producirá sus mejores páginas ("Aquí vivimos, en las calles se cruzan nuestros olores, de sudor y pachuli, de ladrillo nuevo y gas subterráneo, nuestras carnes ociosas y tensas, jamás nuestras miradas"), y los excesos discursivos que irán lastrando más y más sus novelas de la última etapa ("Los mexicanos nunca saben quién es su padre; quieren conocer a su madre, defenderla, rescatarla. El padre permanece en un pasado de brumas, objeto de escarnio, violador de nuestra propia madre. El padre consumó lo que nosotros nunca podremos consumar: la conquista de la madre").

El resto es historia. Llegarán el Boom, los reconocimientos (el Rómulo Gallegos, el Cervantes) y la canonización en vida. La obra de Fuentes es desigual: hay libros que se mantienen muy vivos (Aura, La muerte de Artemio Cruz), otros que se han convertido en libros para críticos y escritores (Terra Nostra) y otros que no están envejeciendo bien. Entre los escritores de las nuevas generaciones, están quienes lo defienden con firmeza (Juan Gabriel Vásquez), y los que lo rechazan con ardor (Antonio Ortuño). Si una de las mejores formas de medir la importancia de un escritor es su capacidad para provocar diferentes pasiones pero no la indiferencia, entonces Carlos Fuentes ha llegado a sus ochenta años de la mejor manera posible.

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1 de diciembre de 2008
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Llena eres de nada

Es sábado, camino del aeropuerto. Diría que vengo huyendo de Madonna, pero es un hecho que no lo consigo. Como tampoco pude, hasta hoy, remediar el vacío que me deja el empeño de escucharla. Sé que es una mujer muy admirada, si bien no por motivos musicales. Como los beisbolistas, Madonna impacta a sus admiradores a partir de sus cifras. En cada sitio donde se aparece, la cantante puede contar de antemano con una corte de entusiastas numerólogos listos para contarle a quien le interese cuánto van a costar esta vez sus caprichos de estrella inmarcesible. Esos, pues, son los highlights, ninguno de los cuales alcanza para disuadirme de una idea más bien incómoda: sigo pensando que la gran Madonna y todo su espectáculo son más baratos que unas sardinas en oferta. 

     Entiendo lo difícil de mi postura. Ayer mismo leí que un boleto de 4,500 pesos para el concierto de la noche de hoy se está vendiendo por internet a sólo $20,000.00. Es decir, 1,486 dólares, o en su caso 1,171 euros. Algo así como un millar de latas de sardinas a su precio normal. Una vez instalados en un tipo de cambio verosímil, me declaro renuente a entregar más de tres latas de sardinas a cambio de uno de esos boletos; y eso porque son de adelante, que por los más baratos -algo más de veinte euros cada uno, elevados por la reventa al cuádruple de ese precio- no doy a cambio ni una lata vacía.

     No es la primera vez que Madonna canta en México. De sus conciertos en 1993, lo único en verdad impactante fue aquel pobre infeliz que brincoteaba con La isla bonita cuando una sobredosis de caspa de Satanás le provocó un paro cardíaco terminal, del que apenas supieron sus vecinos de butaca. Me lo contó una entre ellos, compungida no sé si por el trágico incidente o porque después de eso no le alcanzó el humor para quedarse. Tiene esa cualidad, la cocaína: llena de nada los espacios que ocupa, empezando por el cerebro del usuario. Y algo hay en esta estrella calculadora -su impostación brutal, su frialdad impasible, su provocación fácil- que le hace muy soluble con ésas y otras naderías afines. Qué quieren que les diga, siempre he creído que esta señorita prefiere que la miren a que la escuchen.

     La he llamado cantante con un convencimiento francamente flaco. Lo que veo, en todo caso, es a una mercadóloga de gran olfato. Como dicen los gringos, good for her. Como dice mi padre, ¿y a mí qué? Quienes la admiran gustan de encomiar sus dotes de estratega, pues de lejos se nota lo que de ella dijo una vez Almodóvar: nadie había hecho tanto con tan poco. No dudo que todavía hoy abundan las legiones de ñoños indignados por blasfemias de mera pacotilla como ese detallito de aparecer crucificada en el escenario, ni ignoro que son ellos sus mejores publicistas. La encuentro, sin embargo, tan sustanciosa y plena como el alegre jingle de un viejo detergente, aunque sin las ventajas que ofrece el detergente.

     Nada de esto se lo puedo confesar al taxista, que insiste en recetarme una estación de radio donde Madonna suena sin cesar, mientras yo me defiendo subiéndole el volumen a mi música, pero difícilmente me alcanzan los audífonos para sacar de ahí la voz tipluda de la estratega. Intento combatirla con una dosis de My Chemical Romance, pero la nada gana en estridencia. Se va metiendo como una punzada, quiere que la compremos a cualquier precio. Ya en el avión, lo pienso una vez más y retiro la oferta de hace tres párrafos. Perdón, pero me quedo con las sardinas.

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29 de noviembre de 2008
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Épica del triunfo ínfimo

Hoy es un día especial: acabo de imprimir mi primer pase de abordaje. Tras dos intentos infortunados -el segundo de los cuales me hizo perder un vuelo- consigo la pequeña proeza y atesoro las hojas de papel como si fueran un legítimo diploma. Con ellas en la mano, puedo ir por la vida temporalmente libre de la vergüenza, por tantos compartida, de ser un poco analfabeta informático. Cosa muy grave hoy día, cuando la funcionalidad de las inteligencias naturales se mide por su capacidad para relacionarse con las artificiales. Antiguamente, un hombre se envanecía cuando sabía hablarle a una mujer; hoy esa vanidad proviene del manejo sabihondo de los gadgets, con sus debidos widgets.

     Pocas cosas nos satisfacen tan íntimamente como merecer la obediencia de un artilugio. Oprimir los botones adecuados, tras una cuidadosa lectura del instructivo que nos permite hablarle al aparato en su idioma natal. Si a la recepcionista había que caerle bien, aquí sólo es preciso mecanizarse. La máquina se siente halagada cuando advierte que hace uno el esfuerzo, aunque es cierto que abundan esas electrozorras decididas a hacerlo a uno sufrir con la irritante hipótesis de que es un imbécil. Esta vez, sin embargo, he puesto a tres esclavas digitales de acuerdo. La Macbook se entendió con la TimeCapsule, que a su vez supo hablarle al oído a la LaserJet. Entre las tres me han dado un pase de abordar, y además he cambiado de asiento e ingresado mi número de viajero frecuente. Wow.

     Habrá quienes ya lo hagan desde hace años, pero esta suerte de mezquina y ordinaria satisfacción tiene la cualidad de refrescarse nada más acontece. Se siente uno el primer ser humano en conseguirlo. Un pequeño click para un hombre, un gran trrrrrrrrrrrrrrrr para el engranaje de la Historia. Dirían los clásicos, welcome to the next level. En adelante el nuevo paso dado será integrado a la diaria cabalgata mecánica que me mantiene a tono con el mundo exterior. Habrá que consumar nuevas proezas personales, como pagar el teléfono online sin que luego me corten la línea, o entenderme por fin con el Automator, un programa creado para mecanizar por su cuenta los trabajos que hasta hoy suelo hacer a mano limpia cada vez que me enfrento al monitor. Sigo adelante con este vicio nada original de mirar al futuro como un mundo integralmente automático donde la gente se lavará los dientes por bluetooth.

     Ante la imposibilidad de entenderse con todos los robots, es preciso valerse de cuando menos uno que opere como intérprete frente a los suyos. Alguien que nos traduzca del venusino al chino, que ya sería ganancia, y que de hecho se ocupe de todo. Que pague las facturas y los impuestos, que cobre los recibos via swift, que acose a los deudores morosos y en caso necesario envíe unos matones a poner negros esos números rojos. Que se haga responsable, vamos. Incluso y sobre todo cuando el dueño no lo es.

     Aunque claro, son muchas las frustraciones. Cada una de las nuevas victorias oculta una tortuosa hilera de tropiezos, que sin ellos el triunfo excepcional parecería tan pequeño como en realidad es. Y eso a nadie le gusta, a estas alturas. Prefiere uno gratificarse fácil y en silencio, aunque siempre cae bien contarle a quien te escuche que acabas de imprimir un pase de abordaje. Sin ayuda y por WiFi, convendría añadir.

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29 de noviembre de 2008
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Clase XXVII. El discurso libre directo

Y bien, después de un par de semanas hablando y escribiendo sobre el micro cuento, hemos llegado - creo que sanos y salvos-- al último de los discursos o estilos narrativos. Esto no quiere decir que estas cuatro fórmulas o maneras que tiene el narrador de hacer participar con su voz a los personajes sean las únicas: en realidad, la mezcla de estas fórmulas permiten riquísimas y interesantes combinaciones que le dan al texto literario una extraordinaria calidad, si se saben utilizar bien. No siempre sirven todos los discursos para todos los casos y depende de la intuición pero sobre todo del oficio saber manejarlos adecuadamente y lograr los efectos que querramos. Básicamente, los discursos sirven para suplantar los énfasis y las inflexiones de voz -junto con el tono y el ritmo narrativo, como vimos en consignas anteriores- que se dan en la vida «real» y que permiten que un texto simule esa misma realidad airosamente. El último de los discursos que vamos a ver es el libre directo y resulta muy sencillo, toda vez que gracias a una conjunción dentro de la frase, cambia su sentido y pasa de la tercera persona a la primera, o viceversa. Veamos un ejemplo:

      «Entraron al bar y cuando vino el camarero pidieron una ronda de cañas, un plato de jamón, dos de tortilla, aceitunas y tráenos también un revuelto de gambas...» 

      O veamos el que usa Anderson Imbert, que también ayuda a ver mejor el uso del discurso libre directo:

      «...entonces le dio una bofetada para que aprendás a respetar a tu padre.» 

Como pueden observar, ambas frases se inician en tercera persona («Entraron al bar», «Entonces le dio una bofetada») para de inmediato y sin previo aviso, pasar a la primera persona («tráenos también un revuelto de gambas») («...aprendás a respetar a tu padre») esto crea un curioso ritmo de la narración, que permite la entrada intempestiva de la voz del personaje en plena acción del relato, sorprendiendo al lector, aunque sin sacarlo de la situación. Ello se logra gracias a la conjunción, en el primer ejemplo de la «y» que parece continuar con la enumeración de los platos que se solicitan, pero que en realidad sirve para cambiar la dirección de la frase y trasladar a la primera persona del plural. Otro tanto ocurre en el segundo ejemplo con el «para» que establece un puente entre la primera parte de la frase y la segunda, ya completamente en primera persona, en la voz misma del personaje. El uso de este discurso puede permitir darle a un texto mayor intensidad y sobre todo, plasticidad.  

La propuesta de la semana

Como hemos visto ya los cuatro discursos, en esta ocasión vamos a proponernos algo más ambicioso: vamos a escribir un diálogo entre dos personajes utilizando los cuatro discursos.  NO es necesario que la historia quede completamente cerrada, sino simplemente que sepan usar los cuatro discursos para darle fluidez y plasticidad al relato. El texto debe empezar así:

      «-No me dejes ser orgullosa, Simón -le pidió-. No me lo permitas.

      -Es tu derecho.

      -Me estoy portando como una bruja. Me olvido de tus hijos.» 

(Recogido de un cuento de La prisionera, del escritor chileno Carlos Franz)

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28 de noviembre de 2008
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