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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Nosotros, el Pueblo

Soy post-moderna y descreída: los discursos me provocan sueño y un líder subido a la tribuna resulta -para mí- el colmo del tedio. Asocio los micrófonos con los llamados a la intransigencia  y la elogiada oratoria de algunos, siempre me ha parecido puros gritos para ensordecer al ?enemigo?. En los actos públicos lograba escabullirme y prefiero el zumbido de una mosca antes que escuchar las promesas de un político. He tenido que oír tantas arengas -muchas de ellas al parecer interminables- que no soy el público indicado para aguantar una nueva perorata. Para mí, la voz que emerge de los estrados ha traído más intolerancia que concordia, una porción mayor de crispación que de llamados a la armonía. Salidos de las tribunas, he visto vaticinios de invasiones que nunca llegaron, planes económicos que tampoco se cumplieron y hasta expresiones tan discriminatorias como ?¡Que se vaya la escoria, que se vaya!? De ahí que esté tan confundida con la alocución serena que ha pronunciado hoy Barack Obama, con su manera de hilvanar argumentos e invocar a la concordia. Me ha parecido al leerlo -no tengo una parabólica ilegal para ver la tele- que toda una retórica ha quedado condenada al siglo XX. Hemos empezado a decir adiós a esa convulsionada elocuencia, que ya no nos conmueve. Solo espero que seamos ?Nosotros,  el Pueblo?* quienes escribamos a partir de ahora los discursos. * Tomado de la traducción del discurso de Barack Obama publicada en el diario español El País.



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21 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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De dónde?

¿De donde ha salido este hombre? No pido que me digan donde nació, quienes fueron sus padres, qué estudios hizo, qué proyecto de vida diseñó para él y para su familia. Tudo esto lo sabemos más o menos, ahí está su autobiografía, libro serio y sincero, además de inteligentemente escrito. Cuando pregunto de dónde salió Barack Obama estoy manifestando mi perplejidad porque este tiempo en que vivemos, cínico, desesperanzado, sombrío, terrible en mil de sus aspectos, haya generado una persona (es un hombre, podía ser una mujer) que levanta la voz para hablar de valores, de responsabilidad personal y colectiva, de respeto por el trabajo, también por la memoria de aquellos que nos antecedieron en la vida. Estos conceptos que alguna vez fueron la argamasa de la mejor convivencia humana han sufrido durante mucho tiempo el desprecio de los poderosos, esos mismos que, a partir de hoy (podemos darlo por seguro), vestirán a todo correr el nuevo modelo y clamarán en todos los tonos: ?Yo también, yo también.? Barack Obama, en su discurso, nos ha dado razones (las razones) para que no nos dejemos engañar. El mundo puede ser mejor que esto que parece una condena. En el fondo, lo que Obama nos ha dicho es que otro mundo es posible. Muchos ya lo veníamos diciendo desde hace tiempo. Talvez la ocasión sea buena para que intentemos ponernos de acuerdo sobre el modo y la manera. Para comenzar.       



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20 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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¿Qué hacer con Bush?

¿Qué se hace con alguien cómo él y su pandilla? Es suficiente eso de decir que saldrá por el sumidero de la historia, por la puerta de atrás y todas esas poco nobles salidas que le quedan a uno de los tipos más funestos que hemos tenido que soportar en nuestra vida.

No  me gusta mucho Michael Moore. Pero me gusta su empeño porque Bush "y su pandilla de charlatanes y criminales" no se vayan de rositas de la Casa Blanca. Me gustaría que él, Cheney, Rumsfeld y el resto de la tropa fueran enjuiciados y, si es verdad la justicia, fueran condenados por sus guerras, sus mentiras, su vulneración de los derechos humanos y sus negocios fraudulentos.

Así uno confiaría un poco más en el futuro de la humanidad. Y en el país más poderoso del mundo. Y desde luego, coincido con Moore, tienen un pasado, una edad y una contumacia en sus desmanes, que serían presos sin posibilidad de rehabilitar. No me gustan las prisiones para nadie. Salvo excepciones. No me importaría ver a dirigentes cómo ellos en su propio Guantánamo.

No estarían solos. Hay otros muchos mandatarios políticos que se merecen un  "guantánamo".

Hoy, sin ellos en el poder, somos un poco más libres. No es mucho pero al menos uno puede cantar "Guantanamera", algún rock de la tropa Obama y un poco de blues. No hay que olvidar la melancolía.



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20 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Las primeras lecciones de Obama

 

Mientras las cadenas de televisión retransmiten la instalación del nuevo presidente de los Estados Unidos, entre el entusiasmo de los entusiastas y la indolencia de los indolentes, reacios a calibrar el impacto histórico (social, psicológico, moral) de lo que durante muchas décadas fue inconcebible (un negro en la Casa Blanca), debemos escribir unas notas apresuradas por la sensación de urgencia que nos empuja.

Hoy concluye una época nefasta pero del catastrófico doble mandato de Bush todavía no se han sacado las conclusiones aleccionadoras: se le imputa la guerra abierta en Afganistán, la guerra abierta en Iraq, el secuestro, tortura y desaparición de un incalculable número de individuos, la destrucción del consenso internacional, el boicot a los protocolos preventivos del cambio climático, la quiebra del sistema financiero internacional y un etcétera que irá en aumento a medida que la sombra de Bush y Cheney no represente ya ningún peligro para los acusadores.

Pero...

Se omite el origen del gran desastre: la sentencia  con que el Tribunal Supremo de los Estados Unidos consagró el robo de las elecciones tras un confuso fiasco en el estado de Florida.

Se omite la impotencia de la democracia: no pudo impedir lo que se consumaba fatalmente ante los ojos de todo el mundo. Los mecanismos institucionales de la república no detuvieron la enloquecida ambición del clan político que se apoderó del Estado.

¿Podrá Obama despejar las dudas que enturbian el prestigio de su país?



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20 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Sobre la semilla de la vocación (2)

Ya por entonces trataba de ponerme a prueba. Escribía cuentos, empezaba novelas siempre inconclusas, dibujaba historietas, fabricaba libritos ilustrados que vendía entre parientes y conocidos de mis padres. Hice una adaptación de Hamlet para representar con amigos en el patio de mi casa. En séptimo grado -tenía once años- escribí y dirigí mi primer cortometraje, una aventura absurda que mezclaba personajes de historias variopintas (James Bond venía de la literatura y del cine, Dennis Martin de la historieta, Brett Sinclair y Danny Wilde de la TV) con la misma naturalidad con que hoy me manejo -¡acabo de darme cuenta!- para saltar de un soporte narrativo a otro. Así es como es: nunca sentí la necesidad de optar artificialmente por la literatura en oposición a la historieta, o por el cine en lugar de la TV. ¡Lo que a mí me importaba era contar historias en todas partes!

         Durante la secundaria sufrí una extraña mezcla de vergüenza y de éxtasis cuando un profesor leyó un cuento mío en voz alta, delante de todos mis compañeros. (Era una historia de ciencia ficción; creo que por entonces andaba en mi fase Bradbury circa Crónicas marcianas.) Otro profesor de Lengua, el español Andrés Pérez, ofrecía oportunidades para levantar la calificación a todos aquellos que hubiesen leido un libro por propia iniciativa y se sintiesen dispuestos a conversar sobre el asunto; como los puntos de más no me venían nada mal (lo admito: nunca logré identificar los tiempos verbales por su nombre propio, ¿cuál de todos los pasados posibles es el pretérito pluscuamperfecto?), yo aprovechaba cada ocasión de presentarme a hablar sobre mis lecturas. Y el pobre Andrés me oía perorar sobre novelas de Ian Fleming, de Dumas y de Edgar Rice Burroughs y al final, casi derrotado, me preguntaba si no pensaba leer alguna vez algo más serio. Somos nuestra historia, indefectiblemente: ¿a quién le va a extrañar que me sigan gustando tanto los géneros populares?

 

(Continuará.)



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20 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Coronación

La república más moderna, más potente, más pura, debía dotarse de un ritual que rivalizara con las antiguas consagraciones monárquicas. De ahí esta ceremonia de hoy, que supera los ritos que ya casi desaparecieron de las testas coronadas arrodilladas ante el Dios de donde surgía su poder, bajo palio, entre el incienso y al ritmo de himnos sagrados, acompañados, vigilados y tutelados por los sacerdotes y pontífices de la única religión verdadera. Eran ceremonias donde se producía una operación de orden simbólico, por la que se transmitía el poder desde su origen a quien lo ejercía.

En Washington,la divinidad es el pueblo y el sumo sacerdote es el presidente del Tribunal Supremo, pero la ceremonia tiene idéntica función. La fiesta es una enorme misa popular en la que se celebra la relación directa entre el soberano y quien lo encarna, el pueblo y el presidente: juramento, discurso, desfile, banquete y bailes populares sirven para balizar y representar en una sola jornada, la misa de un día entero, esta relación estrecha, también física, entre el Presidente y los ciudadanos, que se concreta en el juramento del pacto de soberanía, las reglas de juego a las que se someterá el gobernante.

Estados Unidos es una república presidencial, en la que el presidente tiene unos poderes que desbordan los de un simple ejecutivo. Una de sus mejores cosas, definitivamente republicana en relación a las viejas monarquías, ha sido precisamente vulnerada por quien deja de ser hoy presidente para pasarle el relevo al siguiente: nadie, ni el presidente, está por encima de la Constitución.

Pero la elección no es por sufragio popular directo, como sucede en Francia; de ahí también una cierta necesidad adicional de escenificar y simbolizar la comunión entre presidente y pueblo, esa relación directa que vinculará a los ciudadanos con su primer magistrado. La aclamación, la comunicación verbal y la fiesta se convierten así en complementos del procedimiento de elección indirecta por el voto de los delegados elegidos el 4 de noviembre, un acto que se celebró el 15 de diciembre sin la menor atención de la opinión pública.

La Casa Blanca durante una larga época estaba abierta a todo el mundo que entraba y salía e incluso comía y bebía a expensas del presidente. Hasta hace bien poco tiempo la seguridad todavía no había bloqueado las calles adyacentes y los washingtonianos podían entrar en los jardines y visitar la mansión con gran facilidad. El lugar donde vive el presidente cumplía también así una función democrática, mansión ciudadana en medio de la ciudad, abierta a los conciudadanos. Ahora en cambio, la Casa Blanca ha perdido el aura original y es de nuevo un castillo cerrado como el de los viejos monarcas europeos donde se efectúan todas las manipulaciones secretas. El morbo y el ansia del ‘caso Lewinski' deriva de esta sospecha generalizada: ¿qué estarán haciendo ahí dentro con nuestro dinero esos políticos tan poco decentes?

La lista de los presidentes del Supremo que tomaron juramento a los presidentes de la Unión habla por sí sola respecto a la historia de la ceremonia y su significado. Son los sumos sacerdotes ancianos, los magistrados del Supremo, los únicos cargos vitalicios de la república, quienes ofrecen la imagen de continuidad en el día de la Inauguración y una continuidad real en sus sentencias, cuya decantación ideológica desborda las presidencias.

Hoy se estrena en esta labor inaugural el juez John Glover Roberts, presidente nombrado en 2005 por George W. Bush, de indudable ideología conservadora y dispuesto lógicamente a dejar profunda huella en la jurisprudencia constitucional americana. Nació en 1955, por lo que se supone que tiene por delante todavía un larguísimo trecho de sentencias y de tomas de juramentos presidenciales. El tribunal que preside constituye el auténtico legado ideológico de Bush, que Obama irá enmendando suavemente con los sucesivos nombramiento por muerte o dimisión de los magistrados vitalicios.

¿Y qué decir del pueblo? El de Washington ha votado a este presidente de forma masiva. Obama es el presidente de los washingtonianos, afro americanos en su mayoría. Todos los norteamericanos quieren estar en Washington hoy, para participar de la comunión de masas. Y los que no, lo seguirán por televisión, en una de las grandes retransmisiones históricas y de las que hacen historia. El pueblo de hoy en día no se entiende sin las pantallas de televisión y de los ordenadores, sin los teléfonos móviles y el correo electrónico, pero necesita también a la masa incandescente alrededor de su ídolo para redondear la representación de la gran ceremonia del poder presidencial.

(Una de las cosas más certeras e inteligentes que se ha escrito estos días al comparar al presidente que hoy se va con el que hoy llega es esta frase de Maureen Dowd en el New York Times: "W [George W. Bush] vive en la sombra de la presencia de su padre, mientras que Obama vive en la sombra de la ausencia de su padre".)



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20 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La irrealidad

"Nadie cree básicamente en lo real, ni en la evidencia de su vida real. Sería demasiado triste", dice Jean Baudrillard en El crimen perfecto. El crimen perfecto es el de la muerte de la realidad  y ahora, a comienzos de año, podemos volver a creer en lo imposible, la irrealidad se  pone al día y desbanca la oscura carga de realidad que fue imponiéndose en 2008 por acumulación de sus basuras, sus heridas, su adversidad. Ahora, sin embargo, apenas pesa todavía la anualidad, apenas ha crecido su realidad y  el periodo de la irrealidad que se despliega delante, el tramo de realidad sin realizarse es, todavía, el mundo de la alegría.

De otro modo, sería demasiado triste.



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20 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Trastos viejos, ancianos creadores

A punto de cumplir 100 años el realizador de cine portugués Manoel de Oliveira comentaba el otro día en un coloquio sobre su obra el inmenso placer que le proporcionaba cada nuevo rodaje. El ejemplo de Oliveira, quien hizo su primer documental en 1931, nada menos, es probablemente extremo pero puede relacionarse con los de otros cineastas longevos que últimamente nos han ofrecido notables películas, como Claude Chabrol o Sydney Lumet, para no referirme a directores como Clint Eastwood, el cual, entrega tras entrega, parece aumentar su excelencia a cada año que pasa.

Las palabras de Manoel de Oliveira acerca de su trabajo, y del disfrute que éste le continuaba procurando, me han recordado lo que afirmaban recientemente otros dos centenarios, o cuasi centenarios, que se mantienen en una plenitud creativa. Moisés Broggi, el cirujano que hizo decisivas aportaciones en la hospitalización de campaña durante la Guerra Civil, sigue escribiendo sus magníficas Memorias. Por su parte, Rita Levi-Montalcini, la neuróloga italiana, contaba graciosamente cómo había escapado de cualquier oferta de jubilación, aun a riesgo de quedarse casi sin dinero, y cómo seguía dirigiendo cotidianamente su laboratorio.

En los tres casos el común denominador era considerarse a sí mismos como seres capaces de ilusión y no como meros vestigios del pasado. Tenían proyectos de futuro en sus respectivas tareas. Naturalmente, uno puede reírse del hecho de que un anciano centenario albergue proyectos de futuro. Pero, más allá de que cualquiera es libre para establecer sus propias utopías, Rita Levi-Montalcini explicaba muy bien la causa última de su vitalismo de senectud. Venía a decir que no le preocupaba la muerte -necesariamente próxima dada su edad- porque tras tantos años de investigación científica sobre la vida no consideraba que ésta, y por tanto tampoco la muerte, pudiera medirse como lo que sucede a este "pequeño cuerpo nuestro". Su conclusión era que el cosmos merecería que lo viéramos de otra manera, menos mezquina si se quiere.

No sé si Oliveira o Broggi compartirían esta opinión pero, tan agnósticos como Levi-Montalcini, bien podrían hacerlo pues también ellos han apostado por atravesar la vejez como seres vivientes y no como meros supervivientes. Una elección que, no obstante, no resulta fácil en un mundo con drásticas fronteras cronológicas y siempre al servicio de la cadena productiva.

A este respecto, por más que se vincule originalmente al júbilo, la jubilación ha acabado por convertirse en nuestra sociedad en algo inquietante. Es completamente seguro que un viejo hoy, gracias a que ha alcanzado la jubilación -o a que ha sido alcanzado por ésta-, se siente en térmi-nos económicos o sanitarios más protegido que los viejos de otros tiempos; sin embargo, no estoy convencido de que haya habido el mismo progreso en cuanto al respeto que percibe por parte de la comunidad que le rodea. Es verdad que ahora tenemos viejos en buena forma física e incluso, gracias a los últimos inventos, con resurrecta sexualidad, viejos a los que vestimos como adolescentes y hacemos viajar de un extremo a otro del mundo en animados tours organizados, viejos que entretienen su ocio con todo tipo de maquinitas; pero ¿a alguien se le ocurre que tenga que haber asimismo viejos sabios?

Creo que, en nuestros días, a casi nadie se le pasa por la cabeza algo semejante. Y, sin embargo, quizá más de un jubilado -incluso con jubilación monetariamente notable- cambiaría sus viajes organizados, sus ocios televisivos y aun sus renovadas proezas eróticas por la percepción de sentirse respetado como alguien que ha consumido los años, precisamente, para adquirir ciertos conocimientos respetables. No sería de extrañar que en nuestra democrática civilización algunos ancianos fantaseasen secretamente, y sin atreverse a decirlo en voz alta, con aquellas remotas épocas en las que la vejez, contemplada como culminación de la existencia, veía compensada la inevitable fragilidad corporal con el don de la sabiduría, que los más jóvenes reconocían respetuosamente a la espera de que llegara, también para ellos, la edad senatorial.

Cuando hace un par de años vi los criterios con que se realizó el saneamiento de Televisión Española pensé que nunca la estupidez cronologista había llegado tan lejos. ¿Cómo podía ser que la condición principal para permanecer o no en el Ente fuera haber cumplido 50 años? ¿No se daban cuenta en el Ente, con el ingenio metafísico que la propia palabra denota, de la enorme sangría que este igualitario procedimiento significaba? ¿La permanencia de un imbécil o de un ignorante de 35 años debía implicar la expulsión de un talento de 60? Y, pensando ya no sólo en términos creativos sino también económicos, ¿cómo se podían arrojar por la borda tan lastimosamente años de aprendizaje y maduración de realizadores o guionistas que seguramente, tras los cincuenta, llegaban al momento dulce de su profesión? Dado que es indiferente la edad de los que no valen, la marginación de los que valen por motivos de edad me pareció un segregrarismo brutal.

Sin embargo, en esos dos años he comprobado que Televisión Española, el Ente, ha sido la vanguardia de un proceso que abarca a toda la sociedad. Con la misma excusa del saneamiento, a la que se añade hipócritamente la supuesta promoción de las jóvenes generaciones, la voraz maquinaria de las jubilaciones anticipadas, y más o menos forzadas por las circunstancias, actúa sin contemplaciones en los hospitales, universidades o medios de comunicación. En muchos casos gentes de gran valía se ven obligados a abandonar sus trabajos, justo en el momento de su máximo rendimiento, bajo la acusación implícita, a menudo, de estar impidiendo el acceso a los jóvenes y, en consecuencia, sin tener en cuenta que en la formación de éstos el asesoramiento de los maestros es imprescindible para asegurarse la línea de continuidad cultural que vertebra una sociedad.

Los efectos de esta política son desastrosos, incluso desde el punto de vista de la renovación generacional que se proclama, pues, con frecuencia, alentados por el igualitarismo cronológico que transforma a los que deberían ser maestros en trastos viejos, muchos de los jóvenes que acaban siendo promocionados no son los más talentosos o los más intelectualmente apasionados sino los más expertos en boletines oficiales y otras burocracias. De seguir así es muy probable que nos quedemos sin los jóvenes que podrían llegar a algo y sin los ancianos que ya habían llegado.

Miguel Ángel acabó el Juicio Final a los 70 años; Sófocles escribió Edipo en Colono a los 80; Goethe tenía 81 cuando puso la última línea a su Fausto.

 

El País, 07/12/2008



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20 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los disfraces de Gabriela Wiener

Gabriela Wiener disfrazada de Gatúbela, según Andreas. Fuente: Planeta Hoy Andreas se levantó, cogió uno de los libros que estaban sobre la mesa de noche y me preguntó: ?¿Quién es ella?? Pasé saliva. Pensé que por culpa de Gabriela Wiener y su libro Sexografías, y en especial por su foto de contratapa (que ilustra este post), iba a tener que darle a mi hijo (seis años cumplidos el lunes pasado) un curso acelerado de sexo, empezando por la historia de las abejitas hasta llegar a eso de los swingers. Felizmente, antes de empezar se me ocurrió preguntarle: ?¿Por qué?? Me respondió: ?Porque parece Gatúbela?. Pude sonreír aliviado (hasta que el psicoanálisis no diga lo contrario). Gabriela con lentes oscuros, pelo lacio y largo como cascada sobre medio rostro, escote y short jumper es demasiado hasta para un niño. No sé si a ella le gustaría ser Gatúbela, no creo que le disgustaría en todo caso, pero lo que sí sé que le van bien los disfraces.Sexografías es un libro de disfraces. En una lectura rápida, uno podría pensar que Gabriela se está exponiendo demasiado, incluso ofreciendo su propio cuerpo como carnada para una crónica. Pero eso no es necesariamente cierto. Salvo en el último relato (titulado ?Babies? y en el que habla de la maternidad), en todos los demás Gabriela está disfrazada. A veces ese disfraz incluye, además, un traje. En la mayoría, solo es la voz apenas modulada, la actitud agresiva y en especial la mirada la que va encubierta. Gabriela es una cronista distante y aguda que se disfraza de periodista?gonzo-con-ganas-de-vivir-la-vida-loca para que le hagan más caso y obtener toda la información que, de otro modo, no podría obtener. Juego y provocación, dos elementos químicos altamente explosivos mezclados en el tubo de ensayo una y otra vez. A veces, el resultado es una prosa demasiado snob y pretendidamente ?ingeniosa? para ser realmente filosa (hablando del gurú y multiesposo Badani dice ?Si Badani fuera un electrodoméstico, sería uno que corta, pica y raya a su interlocutor a miles de revoluciones por segundo.? Y estamos solo en la primera frase del primer texto). Pero en la mayoría de casos, Gabriela consigue lo que busca: entender el sexo no como un casillero aparte en la vida de todos nosotros sino como un tema complejo, sofisticado incluso en su crueldad y en sus posibles variaciones, ambiguo y siempre excitante, como la vida misma debería serlo. A veces hay que dejar que un actor porno derrame un poco de semen en tu zapato para comprobar que el sexo, al fin y al cabo, no es necesariamente eso. Todas las historias del libro, por más escabrosas, confusas o raras que parezcan, nos conducen siempre al final: una mujer embarazada que lleva en su vientre al ?futuro?. Los freaks, al fin y al cabo, son los demás. Los que no entienden eso y piensan que el sexo es un ente autónomo alejado de la vida. Los que no son capaces de descubrir que una mujer embarazada, (aunque se masturbe de vez en cuando viendo un canal cutre de sexo o quizá, justamente, porque lo hace), es una celebración de la vida adquieriendo cada día sentido. Un sentido que luego se desmonta para volver a reformularse al día siguiente, siempre el mismo pero siempre distinto.¿Esa fue la intención de Gabriela? No tiene importancia si a fin de cuentas eso es lo que dice el libro. Detenerse en lo anecdótico de un bar de swingers o del látigo de Lady Monique, seguir la ruta de los transexuales en Lima, aprender palabras nuevas como ?Furrymanía? o ?Metapornosis?, y descubrir que Gabriela era una freak hasta que se operó los sobacos resulta atractivo, pero no es suficiente. Entender que Gabriela y no el sexo, en realidad, es la auténtica protagonista de estas historias -¿gabygrafías?- tampoco es tan importante. Rodrigo Fresán la llama ?suerte de Marco Polo hembra y X-rated?; he ahí una frase ingeniosa. Gabriela tiene varias por el estilo, extraordinarias, pero ni siquiera es eso lo que convierte este libro en un texto notable. Lo que sucede en realidad en Sexografías es que Gabriela, al igual que el depresivo David Foster Wallace (o hipotéticamente su ídola Louise Lane), ella también es capaz de convertir algo tan ridículo como el mundo de los cruceros mastodónticos ?en su caso, por ejemplo, la existencia de dealers pornográficos o las muñecas de la infancia- en una interrogante sobre la condición humana.Gabriela Wienner es la chica en medio de toda esa legión de falocéntricos y casi misóginos cronistas brillantes que apareció en Etiqueta Negra, con el maestro Julio Villanueva Chang a la cabeza. Como sabe todo aquel que ha visto Seinfeld, la presencia de una chica en medio de un grupo de hombres es fundamental. No es solo una adición más, sino un factor que cambia completamente la ecuación. Gabriela ha llegado más lejos que ninguno de sus compañeros, ha sido más osada en su lenguaje, más malcriada, más despeinada, más X-rated, más divertida. Mientras que todos los demás intentan ser inteligentes y agudos (a veces con éxito), Gabriela simplemente lo es, aunque a costa de ciertas imperfecciones de estilo y boutades. Mientras los otros investigan en hemerotecas, Gabriela parece ser más onda Google y lentes oscuros para entrar a los bares de single acompañada de J., su héroe enmascarado justamente. Gabriela es la hermanita menor y descarada en medio de tanto joven turco que sueña con publicar en The New Yorker o pisar las huellas dejadas por Kapuscinski por todo el planeta. Qué suerte que existe una Gaby para que existan, en su exacta dimensión y diferencia, los demás.



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19 de enero de 2009
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Chicas que hacen sufrir

Hasta donde recuerdo, éramos más felices cuando ella conservaba un bajo perfil. La veía con frecuencia, me solazaba contemplando su temple y gozaba a su lado de esos buenos momentos entonces cada día más frecuentes, mismos que a estas alturas me dosifica con un cuentagotas. Pero alto ahí, que si sigo adelante no es para quejarme. Es seguro que ahora las pasa peor que yo, no porque sea acaso menos fuerte -si lo es más, y por mucho- sino porque sus hombros son los que hoy por hoy cumplen con la encomienda de sostener el mundo. Yo soy en todo caso un mero pasajero que viene de otro encuentro más o menos feliz con esa desazón y se pregunta solamente hasta cuándo.

No es una mujer fría. Diría incluso que es un poco demasiado emocional. No por fuerza un defecto, pero sí una complicación que no ayuda a la hora de tener el alma en vilo. Cierto es que ir a su lado a la batalla produce cantidad de emociones, mismas que desembocan en generosos flujos de adrenalina, pero sería mejor para nuestra salud si no me hiciera padecer así. No digo que una sola visita a sus pupilas resulte insuficiente para saber que una mujer como ella te hará sufrir, pero al fin qué minucia sería el sufrimiento si no incluyera los 39 azotes correspondientes. Decimos que Fulana nos ha hecho sufrir, pero callamos todo lo que le ayudamos. Ni siquiera sabe uno si con tamañas facilidades haría lo mismo, o más. Por eso digo que no me quejo de ella. La busco porque quiero. No pretendo ocultar que, como en la canción, preferiría estar solo que contento con otra, pero decir que es ella quien me hace padecer de algún modo me deja dentro de la jugada, y al fin de eso se trata la cuestión.

Me levanté temprano para verla, con los pelos parados y el consuelo de que ella no me vería con semejante facha. Uno de esos consuelos contraproducentes; yo diría abrasivos. Había programado grabarlo todo desde las siete, pero igual desconfié de la tecnología. Diez minutos más tarde, ya ocupaba ella el centro del monitor, lista para sufrir y hacer sufrir. Desde mayo está así, la pobre chica. Alguien le dijo que era la mejor del mundo y zas, le cayó el planeta encima. Era una obviedad, claro, pero hasta lo más obvio es de pronto invisible a ojos candorosos.

Más ingenuo fui yo cuando lo supe y me alegré con ella. ¿Quién querría tener que dar la cara por El Mejor del Mundo en lo que sea? Claro que desde entonces la veo más seguido. Está en todas partes y con cualquier pretexto. Su sitio web registra ya cuarenta millones de entradas. Pero llega a jugar y se me desmadeja. Jugada tras jugada se presiona, se empuja, se enfada ante el espejo de su conciencia. Y allí estamos detrás los masoquistas, con enjundia tan honda que, para no ir más lejos, quien esto escribe regresó del limbo sólo para estar listo frente a la pantalla para el primer partido de Ana Ivanovic en el Open de Australia. Un sufridero, pero al fin ha ganado. Me estiro a media cama, cansado de carreras coronarias. Imagino los días en que, todavía niña, se entrenaba en el fondo de una alberca vacía en Belgrado, luego volvía a su casa con trabajos a tiempo para eludir el próximo bombardeo.

Pueden a uno aguardarle los deleites más amplios, licenciosos y exóticos, que al final sólo acude al llamado de una de esas mujeres que hacen sufrir. Valga la redundancia.

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19 de enero de 2009
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