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Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Gomorra me decepcionó profundamente. Había leido maravillas sobre la película de Matteo Garrone, a la que muchos pintaron como el retrato definitivo del accionar de una organización mafiosa; de hecho me senté a verla con el deseo de tener algo que agregar a mi lista de lo mejor del año 2008. Pero me pareció una película convencional, que se esconde detrás de una cámara con pretensiones documentalistas para ocultar que en realidad carece de un punto de vista personal para narrar su historia.
Lo que llegó al punto de ofenderme fue recordar que tantos críticos dijeron que Gomorra llegaba allí donde Ciudad de Dios no podía ni asomar. Es verdad que comparten una temática y un tipo de historia -un relato coral, que avanza sobre los hombros de múltiples personajes que a menudo ni se cruzan. Pero allí se acaban todas las similitudes. Ciudad de Dios es una obra artística, en la cual -por definición- sus creadores toman una materia real y la transforman en algo más por vía de la imaginación y el uso consciente de los recursos narrativos del cine. En cambio Gomorra es un pastiche de escenas sueltas, algunas más inspiradas que otras, pegadas de forma que niega toda noción de construcción del relato, de progresión dramática, de estructura narrativa. Habrá quien sostenga que Garrone lo hizo así adrede, escudándose en presuntos principios estéticos de esos que están tan de moda en el cine ‘moderno’. A no ser que la torpeza sea una estrategia narrativa, yo creo (eso es lo que el filme me cuenta, al menos, durante el proceso de su visión) que Garrone hizo apenas lo que pudo -que no es mucho.
Ver Gomorra me trajo el recuerdo de una cena que compartí con el Indio Solari años atrás, cuando los Redonditos de Ricota todavía existían. A la hora de ordenar, el Indio manifestó que las ensaladas verdes le producían rechazo. No por ser antivegetariano ni nada parecido, sino por falta de elaboración. Las hojas verdes apenas aderezadas se le antojaban pasto. Solari exigía a su comida, y por extensión a los cocineros, lo mismo que le ha exigido siempre a la vida: un poco de inventiva, de esfuerzo -de arte.
Para mí Gomorra fue igual a comer pasto. En cambio Ciudad de Dios me sigue pareciendo un plato suculento.