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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Una revolución inconclusa

Lo que sí vi fue Revolutionary Road, de Sam Mendes, basada en la novela que Richard Yates publicó originalmente en 1961. Sus impecables credenciales -director prestigioso, clásico de la literatura, protagonistas inmejorables: Kate Winslet y Leonardo Di Caprio, en su primer romance cinematográfico después de Titanic- tornan imposible el naufragio, pero Revolutionary Road no es todo lo que podría haber sido. El puerto al que arriba, tan distinto del esperable, es consecuencia de dos circunstancias: una propia de la obra misma y otra exterior a ella -y por ende inmanejable.

         La elección de Leo Di Caprio para el papel de Frank Wheeler suena irreprochable desde el marketing de la película, pero errónea desde lo artístico. No es que Di Caprio sea un mal actor: por el contrario, es bueno y su esfuerzo en la composición de Wheeler resulta notorio. Pero hoy más que nunca Di Caprio encarna una suerte de hombre-niño, un adulto que no logra desprenderse del todo de sus rasgos infantiles. Y Frank Wheeler es un hombre-hombre, digno hijo de su época -mediados de los años 50, en el relato-, aunque su masculinidad encubra la inmadurez propia del eterno adolescente. Casi puedo escuchar el razonamiento de Sam Mendes: que Di Caprio sea como es ayuda a poner en evidencia el aspecto infantil de Frank. Pero el resultado es muy distinto: en lugar de pintar a Wheeler como un hombre inmaduro, lo pinta como alguien que es esencialmente un muchacho caprichoso. Y cada uno de sus enfrentamientos con April (Winslet), su esposa, se traduce en una conducta que huele a caprichosa, a ataque de nervios de niño malcriado, en lugar de la fría desesperación del hombre atrapado dentro de su propia vida que Yates construye de manera tan efectiva.

Así la aparente diferencia de edad entre Di Caprio y Winslet, ya evidente en Titanic, se vuelve insalvable en Revolutionary Road. Aun a pesar de que el guión se detiene menos en April Wheeler, Winslet arma una mujer completa. En cambio el Wheeler del filme termina siendo un personaje insatisfactorio. Hay momentos en los que Mendes parece estar dirigiendo la remake de ¿Quién le teme a Virginia Woolf? Pero Di Caprio no es la misma clase de hombre que Richard Burton. Y por lo demás Frank Wheeler no es un personaje excesivo e histriónico, como el de Burton en aquella película seminal de Mike Nichols. Es, más bien, la máscara de masculinidad y contención tan propia de su época, aquella década en que los hombres de treinta años lucen hoy en las fotos como de cuarenta y cinco. No puedo menos que imaginarme cuánto habría ganado la película con Jon Hamm, el protagonista de la serie Mad Men, en lugar de Di Caprio.

         Lo cual nos lleva al inconveniente exterior a Revolutionary Road. La película se queda corta por culpa de un error de timing: el hecho de haber llegado al cine después de la existencia de Mad Men. En más de un sentido, Mad Men pinta la seca desesperación de la novela de Yates mejor que el filme de Mendes. Y no es sólo cuestión de contar con más tiempo para narrar: Mad Men lo logra mejor en cualquiera de sus episodios de una hora. Qué se le va a hacer: Revolutionary Road resulta víctima de un prejuicio propio de la época que narra: creer que el cine era el medio artístico por antonomasia en oposición a la TV pasatista, olvidando fatalmente que en nuestros tiempos la TV es muy -pero muy- superior al cine.



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22 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Obama lector

Obama lector. Fuente: papercuts Ya varias veces antes he comentado en Moleskine las aficiones literarias del recién ungido Presidente de los Estados Unidos, Barack Obama (o "marbus" para los siempre paranoicos lectores de Nostradamus). En el suplemento Ñ hoy le rinden homenaje a este momento histórico comentando la relación de Obama con los libros, subrayando sus lecturas preferidas. Aquí está la lista, que incluye a El Gran Gatsby obviamente:El amor de Obama por la ficción y la poesía (en su página de Facebook enumera a Moby Dick, las obras de Shakespeare y Gilead de Marilynne Robinson como algunos de sus favoritos, junto con la Biblia y las obras completas de Abraham Lincoln y Emerson), no sólo le ha dado un conocimiento sofisticado del uso del lenguaje. También lo ha inmerso en el sentido trágico de la historia y un conocimiento de las ambigüedades de la condición humana, muy opuestas de la visión del mundo que tiene Bush. Obama ha dicho que en la universidad escribió "poesía muy mala" y su biógrafo David Mendell ha sugerido que en algún momento fantaseó con la idea de ser novelista. De todas formas Sueños de mi padre demuestra un gran talento para relatar y una combinación excepcional de la empatía e imparcialidad que poseen los grandes novelistas. En esas memorias, Obama logró comunicar excepcionalmente variados puntos de vista distintos a los suyos y también evocar varios de los lugares donde vivió durante su infancia. En el libro, el narrador es a la vez un marginal solitario y un observador omnisciente que nos provee una vista coral de su pasado. Como Sueños de mi padre, muchas de las novelas que se dice que admira Obama tratan el tema de la identidad: La canción de Salomón de Toni Morrison cuenta la historia de un hombre que intenta averiguar sobre sus raíces familiares; El cuaderno dorado de Doris Lessing relata las dificultades de una mujer en articular el sentido de sí misma; y El hombre invisible de Ralph Ellison trata el problema de la definición del ser en un Estados Unidos hiper-consciente de los temas raciales y la posibilidad de trascendencia en ese ámbito. Las poesías de Elizabeth Alexander, quien fue elegida por Obama para leer una poesía original en la ceremonia de asunción, tratan sobre la intersección del pasado y del futuro, lo privado y lo político; mientras que la poesía de Derek Walcott (Obama fue fotografiado recientemente leyéndolo) explora qué significa ser "un niño dividido", situado sobre el margen de dos culturas, sin raíces tal vez, pero libre para inventar un nuevo ser. Esta idea de la creación del propio ser es muy estadounidense ?es uno de los temas centrales, por ejemplo, de El gran Gatsby?y parece ejercer una gran fascinación sobre la imaginación de Obama.No hay que menospreciar, además, la lectura de los escritores afroamericanos como James Baldwin, Ralph Ellison, Langston Huges, Richard Wrigt y W.E.B. Du Bois, que hoy están de fiesta.



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21 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Washington Cucurto por Faverón

Carátula de la novela. Fuente: puenteaéreo La última vez que vi en Lima a Gustavo Faverón, enemigo jurado de las ensaladas y de Ricardo Montaner, me comentó la lectura de 1810, la novela de Washington Cucurto editada por Emecé. Y me comentó, sobre todo, un cuento con que se completa el volumen que, al parecer, es una relectura de "Casa tomada", el famoso cuento de Julio Cortázar. Recordé entonces el plan que tenemos varios amigos, escritores latinoamericanos, de hacer un libro de covers literarios de autores del Boom. El de Cucurto cae ni que pintado. Esto dice Gustavo en su blog sobre 1810:Hace un par de semanas leí una novela que quise recomendarles y se me fue pasando. Su título es 1810. Su largo subtítulo, que pueden leer en la foto, explica dudosamente su contenido: es el relato falsamente histórico (descabellado, más bien) de la revolución independentista de San Martín en Argentina del modo en que habría sucedido si los soldados de su expedición hubieran sido, todos ellos, negros africanos insólitamente cumbiamberos y peculiarmente altisonantes. (...) La novela está escrita en una clave carnavalesca que tiene más de Rei Momo y Padre Ubú que de M.M. Bakhtin, y que encuentra una inusitada armonía en la sucesión de disparates de su argumento: libidinosa y tanática, mortífera y mortal, abrupta y descortés, ruidosa y aleatoria, subversiva y cómica, anacrónica y, sin embargo, inusualmente consciente de sí misma.Quizá lo más interesante del libro, sin embargo, no está en el cuerpo principal de la novela, sino en uno de los dos textos adicionales que le sirven de doble epílogo: se trata de una versión hipertrófica y desbocada del célebre relato "Casa tomada", de Julio Cortázar. En la versión de Washington Cucurto, el texto se convierte en la historia del misterioso desalojo vista desde la óptica del grupo de negros invasores que han penetrado en el hogar burgués para ir empujando a los invisibles señores de la casa en dirección a la calle. Imperdible.Por cierto, un lector de "Puente Aéreo" opina que Cucurto está sobrevalorado y le pide a Gustavo "menos entusiasmo pa la proxima". La respuesta de Gustavo es extraordinaria y debería aparecer en la tapa de cualquier manual para aprender a hacer reseñas en castellano: "Ok, señor. Para la próxima trataré de ser más ácido, pesimista y desganado en el momento de recomendar los libros que me gustan"



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21 de enero de 2009
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Charles Dantzig por Fogel

Carátula del libro. Fuente: thefindbuzz Charles Dantzig es el autor de Dictionnaire goste de la littrature franaise (Diccionario egoísta de la literatura francesa), probablemente el único Diccionario honesto de literatura que se ha publicado jamás, en el que el antologador hace explícito que se guía solo por sus gustos arbitrarios, obsesivos, absolutamente personales. Ahora, Dantzig ha publicado un nuevo libro y Jean Francoise Fogel lo comenta en su blog:Vuelve Dantzig en estos días con una Encyclopdie capricieuse du tout et du rien (Enciclopedia caprichosa del todo y de la nada), un título tan abierto que todo cabe en las 791 páginas de la obra. Son listas, tremendas listas de lo que gusta y no gusta a Dantzig: lugares, personas, libros, artes, palabras, cosas, calles, espectáculos, miembros de su familia o de la humanidad. Es muy parecido al librito Schott's Original Miscellany de Benn Schott que tanto éxito tuvo en inglés (se puede leer en español bajo el título La miscelánea original de Schott -El Aleph) lo que permite ver un intento de resucitar a los viejos almanaques. Dantzig no va por este camino; lo entrega todo, aplasta con citas, historias, informaciones inútiles e imprescindibles que me hacen pensar en saludar su obra como la aparición de una literatura a lo Google. En una página (una entre tantas otras) Dantzig se burla del poeta Alfred de Vigny: proclama "No hay más grandeza que el silencio" antes de escribir tres mil páginas. Dantzig, que se pinta como esteta y anacoreta, es el Vigny de nuestra era Google y tiene, por supuesto, un éxito merecido en París.

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21 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Andrés Barba: Las manos pequeñas

La nouvelle es un género literario exigente. Es fácil descompensarse, aquí se notan los ripios que uno perdona en una novela, y, a la vez, se requiere mantener la tensión que se le pide al cuento desde la primer línea: es decir, se necesita lograr lo mejor del cuento y evitar lo peor de la novela. En esas transacciones complejas se mueve Andrés Barba en Las manos pequeñas (Anagrama). Comienza con una retórica algo excesiva en el primer capítulo, pero luego encuentra su ritmo y no lo suelta hasta el final.

Los orfanatos son escenarios ideales para el terror, y Barba le saca buen partido al suyo: a la muerte de sus padres, Marina, una niña de siete años, es internada. Sus nuevas compañeritas recelarán al principio de la intrusa, pero en ese rechazo habrá también admiración: Barba logra sus mejores páginas al describir esa ambivalencia con sutileza, sin mostrarle sus cartas al lector. Uno está leyendo, y, sin darse cuenta, de pronto está instalado en ese vaivén que provoca la presencia de la intrusa en el orfanato. La parte final, relacionada con un juego que tiene algo de perverso desde el principio, convierte a Las manos pequeñas en una gran obra del género del horror: algo así como la versión literaria de una película asiática onda The Grudge, pero resuelta con una economía admirable.

P.D. En el último número de Los nóveles, una de las mejores revistas literarias en la red, se puede leer un perfil de Barba escrito por Rebeca Yanke.

 



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21 de enero de 2009
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III. Sangre de payasos en la pista del Circo del Sol

La función de circo iba a medio camino aquella noche en Cúcuta, cabecera del departamento de Santander, cercana a la frontera con Venezuela, y tocaba el número habitual de los dos payasos. La carpa había sido levantada en un baldío de uno de los barrios populares de la ciudad, y el nombre del circo era "El circo del sol", en imitación del célebre "Cirque du Soleil".

Un circo pobre, en contraste con los esplendores del otro del que tomó su nombre, y con público escaso esa noche según la crónica, no más de veinte personas entre las que se hallaba el desconocido que estaba por saltar a la pista armado de una pistola. Saltó a la pista, y disparó contra los dos payasos que sostenían en ese momento uno de esos absurdos y acalorados diálogos donde imperan la confusión de palabras y el doble sentido. Fueron disparos a quemarropa, y certeros, como se ve. Las victimas  cayeron abatidas sobre el aserrín de la pista, seguramente con gestos de terror, o de infinita sorpresa, pero eso no puede saberse, porque la pintura en la cara de los payasos oculta las emociones. 

El asesino huyó en medio del estupor general, tampoco la crónica menciona por dónde, ni con qué rumbo. Y en cuanto a los payasos muertos, solamente se da el nombre de uno de ellos, Franklin Leal, de 18 años; como se ve, un payaso muy joven. La policía declaró que no tenían ningún indicio acerca de los motivos del crimen.

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21 de enero de 2009
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Literatura Google

Charles Dantzig es un editor que trabaja en la casa editorial Grasset en París. Novelista, poeta, pasaba desapercibido hasta la publicación, en 2005, de un libro enorme, desrazonable, obsesivo y subjetivo: Dictionnaire goste de la littrature franaise (Diccionario egoísta de la literatura francesa). Una recopilación sumamente personal de sus gustos en la literatura que se parecía en muchos aspectos a una página de resultados del motor de búsqueda Google. Una mano invisible había pedido las palabras "literatura francesa Dantzig" y el motor contestaba con cientos de enlaces hacia informaciones de un interés y una calidad muy desigual. No importaba, como en Google, lo importante era el paquete completo. Cabía de todo en el paquete y al final cada lector encontraba su cosita.

Vuelve Dantzig en estos días con una Encyclopdie capricieuse du tout et du rien (Enciclopedia caprichosa del todo y de la nada), un título tan abierto que todo cabe en las 791 páginas de la obra. Son listas, tremendas listas de lo que gusta y no gusta a Dantzig: lugares, personas, libros, artes, palabras, cosas, calles, espectáculos, miembros de su familia o de la humanidad. Es muy parecido al librito Schott's Original Miscellany de Benn Schott que tanto éxito tuvo en inglés (se puede leer en español bajo el título La miscelánea original de Schott -El Aleph) lo que permite ver un intento de resucitar a los viejos almanaques.  Dantzig no va por este camino; lo entrega todo, aplasta con citas, historias, informaciones inútiles e imprescindibles que me hacen pensar en saludar su obra como la aparición de una literatura a lo Google. En una página (una entre tantas otras) Dantzig se burla del poeta Alfred de Vigny: proclam "No hay más grandeza que el silencio" antes de escribir tres mil páginas. Dantzig, que se pinta como esteta y anacoreta, es el Vigny de nuestra era Google y tiene, por supuesto, un éxito merecido en París.

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21 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los que quieren escuchar

 

El elocuente discurso de Obama en Washington ante la multitud emocionada es una admirable pieza de oratoria política, como todos los discursos que ha pronunciado durante su larga campaña hacia la Presidencia de los Estados Unidos.

Debemos archivarlo en los anales del género sabiendo que podremos citarlo como ejemplo cuando nuestros políticos regionales enmudezcan por falta de recursos declamatorios, por falta de convicciones profundas y, sobre todo, ante la terrorífica presencia de un público desconfiado.

Éste es un factor decisivo: la comunidad política norteamericana ha sido cohesionada por un ejercicio de confianza extraño a nuestras huestes. La retranca ibérica, la doble moral, que bendice la adhesión a una idea y su desmentido inmediato, la licencia social para camuflarse cuando haga falta, el vínculo oculto de indulgencia plenaria, el sarcástico guiño de complicidad entre los enterados, la amnesia de un auditorio pillo, la falta de respeto por la palabra dada, el omnipresente y temeroso sentido del ridículo, la sinceridad oportunista de los saltimbanquis, el trofeo de los astutos triunfantes...

El entramado antropológico español, que procede de una tradición de subsistencia mendicante y del miedo a ser lo que se es, hace imposible esa cultura política de la modernidad que, eso sí, glosamos con admiración.



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21 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Sobre la semilla de la vocación (3)

Cuando la secundaria llegaba a su fin -la terminé en 1978, en plena dictadura-, me senté delante de mis padres y les dije que quería ser escritor. (Mi otra opción era la carrera de cine, pero los militares habían depositado un obstáculo muy concreto al clausurar todas las escuelas.) No se sorprendieron, lo mío era evidente a esa altura. Tan evidente, que ya habían preparado una respuesta llena de ‘peros' sensatísimos. Dijeron que no objetaban mi vocación -astutos...-, pero que lo fundamental era encontrar una carrera que me permitiese ganar el dinero imprescindible para mantenerme en la vida. ¡Nada me impediría seguir escribiendo en mis momentos ‘libres'!

         Mis padres pensaban que la del escritor era una vocación de hambre.

         Nunca se me ocurrió estudiar la carrera de Letras. Todavía hoy me resulta extraño el hecho de no haberlo considerado siquiera; muchísimos de los escritores que conozco tomaron este camino natural, para sostenerse luego como maestros o profesores mientras concebían su Obra Maestra. (¡En sus momentos ‘libres!) Sin embargo opté por el periodismo. ¡Yo, que hasta entonces no había manifestado el menor interés en el mundo real!  ¡Yo, queriendo contar la verdad -porque de eso va el periodismo, aunque pocos profesionales lo practiquen- en la Argentina amordazada de la dictadura!

         Se me había ocurrido que el periodismo era lo que más se parecía a lo que yo quería hacer, entre las opciones que se me presentaban. Y no me equivoqué. La esencia es la misma: contar historias de la mejor manera posible. Cambian las condiciones, por cierto. Lo sine qua non en el periodismo es poder dar fe testimonial de cada hecho narrado. La narrativa pura me impidió olvidarme de algo imprescindible en cualquier relato: sea real o no la historia, lo fundamental es que lo parezca -el mandato de la verosimilitud.

         Así que estudié y practiqué el periodismo, perserverando en la ficción en mis momentos ‘libres'. (Léase madrugadas y demás horarios de infarto.) La profesión me dio justo lo que necesitaba: el oficio -yo no soy de los que cree en la inspiración, sino en lo que Horacio Verbitsky define como horas-culo: trabajo, trabajo y más trabajo) y la falta de prejuicios respecto de la naturaleza de las historias. No me importa si son reales, inspiradas parcialmente en crónicas y en la Historia o por completo ficticias: lo importante es que me seduzcan.

         Y aquí me tienes, Paulina. Nunca he vivido de otra cosa que no sean las historias que narro. Tampoco he sido rico, y seguramente no lo seré en términos bancarios. Pero soy dueño de una fortuna que no se corroe ni corre riesgos de deflación. Hago lo que amo hacer y la gente -no mucha, puesto que no soy lo que se dice un autor masivo, pero la suficiente- parece conmoverse con mis historias. ¡Qué más puedo pedir!



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21 de enero de 2009
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El año del Juicio Final

Debo confesar que la primera vez que entré en la Documenta de Kassel aquel verano de 1972, no reparé en él. Sólo a la tercera o quizás la cuarta visita al recinto me pareció que un hombre quieto, frontero a la puerta, inmóvil y con sombrero negro, no era del todo coherente en aquel ambiente. Avanzaba junio con un clima fresco, seco, luminoso y masas del mundo entero habían acudido a aquella feria de la Alemania septentrional con el ánimo festivo tan propio de la época. Mucho beatnik, mucho flower people, mucho hippy, aunque también refinadas comisarias neoyorquinas, ambiguos entendidos franceses, feroces críticos alemanes, atildados profesores italianos y algunos sobrios españoles, como nosotros, vestidos a la usanza de Castrillo de los Lodazales. Ninguno de los allí presentes sabía que aquella iba a ser la capilla ardiente del Arte.

Cuando por fin me percaté de que el insólito individuo plantado e inmóvil ante la puerta del recinto estaba allí día tras día por alguna causa inteligible, ya era tarde: teníamos que regresar. De todos modos el viaje nos había embriagado hasta hacernos perder la cabeza. En la celebérrima Documenta 5 de Kassel, dirigida por Harald Szeemann, se enterró la herencia romántica cuya primera fosa había cavado Duchamp medio siglo antes. Allí se convirtió en opinión pública la agonía de las vanguardias y la adolescencia del vídeo, de la performance, del happening, del conceptual, del minimal, del land art, de todo lo que se hacía en América y que hasta aquel momento sólo habían negociado un manojo de profesionales europeos. Allí el Arte abandonó la tradición que de Goya a Rothko no había variado en nada realmente esencial. Allí se enterró la pintura como madre de todas las representaciones visuales.

La Documenta 5 del año 1972 tuvo, sobre todo, una influencia colosal en la filosofía. A partir de aquel año fue ya imposible orientarse en el arte actual sin haber seguido cursos de filosofía y sólo los filósofos analíticos pudieron hacer carrera sin haber cursado seminarios sobre Art-Language. Hoy los cursan también los analíticos. Dominó la feria autoritariamente el arte conceptual, ya muy poco apoyado sobre el objeto material, pura visualización de ideas y juicios a veces crudamente moralistas como los montajes de Hans Haake, a veces de un lirismo sutil como los de On Kawara. El arte conceptual se disfrazó de Wittgenstein para enterrar el Arte. Así se abrieron las artes de estos últimos 30 años a la trivialidad, las repeticiones, plagios, revisitaciones, manierismos, revivals, remakes, pies de página de lo que se vivió en Kassel. No ha aparecido después nada con verdadera fuerza artística: "Hay un montón de arte por todas partes, pero ningún artista", profetizó Duchamp. Y como 30 años de repeticiones y comentarios son puro helenismo, podemos descansar en paz: ya no hay que ocuparse del Arte si uno no vive de la política. Desde entonces el espectáculo de lo comercialmente artístico es asaz divertido, aunque tantas veces lo comercial coincide con lo comprometido y solidario, yentonces es de una corrección tediosa, desoladora.

Años más tarde averiguaría que aquel tipo plantado e inmóvil delante de la puerta del Museo era James Lee Byars y que su performance, en efecto, tenía sentido: era un rechazo del Museo, una llamada a mantenerse alerta contra el arte comercial y la cultura industrial, en fin, esos tópicos que entonces no lo eran. No obstante, años más tarde de aquellos años más tarde, ha pasado a tener un sentido distinto. En mi experiencia, James Lee Byars, artista de segunda fila que se autodenominaba "el autor desconocido más famoso del mundo", es el icono exacto del momento último del Arte, del mismo modo que las cabezas de caballo de Chauvet son el icono de su primer momento. El Arte ha durado 30.000 años. No está mal.

Una vez abstraídos en figuras universales los caballos particulares, los cuerpos humanos, las montañas, los dioses particulares, abstraído el espíritu y su eterno diálogo con los inmortales, abstraídos el espacio y el tiempo de la vida, abstraídos los utensilios cotidianos, las pipas, las sillas, las ventanas, el ajuar doméstico particular, abstraída la revolución y la soledad cósmica individual, ya sólo quedaba por abstraer la abstracción artística misma, y del mismo modo que las cabezas de caballo eran perfectas por ser la primera abstracción, también la última iba a ser perfecta porque era inevitablemente el cuerpo de aquel humano que se presentaba como artista. El pobre James Lee Byars había concebido, en su nebulosa simpleza, la verdad del Arte, su inutilidad ontológica, y la había representado con el único utensilio que le quedaba al Arte: el cuerpo mismo de quien osa llamarse "artista", último sustento material de la representación. De ese modo Byars representó, hasta su muerte, la muerte de lo que representaba.

Coherentemente, su obra menos conocida pero la más famosa es su propio funeral. Proyectado en 1994 con el título de La muerte de James Lee Byars, se expuso en el Whitney en 2004. Es un escenario forrado de pan de oro con un féretro de oro en donde reposa el cadáver de Byars envuelto en lamé dorado y con sombrero negro. La recreación de 2004 recibió duras críticas porque el pan de oro se desprendía y lo respiraban los visitantes. No es biodegradable. Un crítico afirmó que la obra carecía de elevación porque le faltaba el cadáver auténtico de Byars. No había sido posible incluir el cadáver en la obra porque Byars, muerto de cáncer en El Cairo en 1997, se encontraba en un estado poco artístico.

Después de aquel ameno viaje a Kassel, me he ido encontrando en diversas ocasiones a James Lee Byars siempre de frente o delante de algo. Hace un decenio compré por un dinero escandaloso un ejemplar de Flash Art nº 28-29 en un chiringuito apósito a la feria de arte de Basilea. Era el de enero de 1972 y la portada es de James Lee Byars: un rectángulo negro de 43 - 32 donde figuran 100 líneas escritas en oro, pero tan diminutas que es imposible leerlas. Más tarde, uno de los estudios sobre arte contemporáneo más inteligentes que conozco (de Natalie Heinich) comenzaba con el desdichado muerto de El Cairo, siempre inmóvil ante la puerta, abriendo el texto. Heinich ponía la performance de Byars en Kassel como el grado cero del arte, su huella dactilar. Entiendo que la señal de final de trayecto artístico debe figurar siempre delante, en primer término, para indicar que no se puede continuar, como la señal de Stop nos detiene delante de un camino.

En el mismo número de Flash Art que he mencionado hay otra pieza que me complace. Es obra de Humberto Palumbo y se titula La recerca estetica è improseguibile y consiste en un acta notarial firmada por el doctor Antonino d'Agostino (de Foligno) dando fe de este suceso, a saber, que la investigación estética no puede ya continuar. Coincide con la señal que encarna James Lee Byars, la cual viene a decir: "Callejón sin salida". Sin embargo, sólo es posible saber si dice la verdad entrando en el callejón. Pero una vez entras en el callejón constatas que, en cuestiones artísticas, la salida no es otra cosa que la entrada. Lo mismo sucede con la transparencia, que acontece sólo cuando lo superficial coincide con lo profundo. Así, en el Arte sólo se puede entrar por la salida y viceversa. Con este desconcierto alcanzó su verdad suprema el Arte en 1972 y pudo ya disolverse en la trivialidad de la vida cotidiana. Desde entonces ha entrado a formar parte de la ternura del caos junto con la cocina para singles, la moda alternativa, el baloncesto o las ONG. Y es justo que así sea.

Publicado el 21 de enero de 2009.

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