
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Leí la noticia hace unos cuantos días, pero no puedo sacármela de la cabeza. Durante una proyección de The Curious Case of Benjamin Button en Philadelphia, un joven de 29 años llamado James Joseph Cialella se enojó con el hombre que tenía delante porque no dejaba de hablar con su hijo. Según declaró, les pidió que se callaran y como hicieron caso omiso, sacó la pistola Kel-Tec .380 que llevaba en la cintura de su jogging y le pegó al padre un disparo en el brazo. Se lo llevaron preso, claro, para endilgarle después los cargos de intento de homicidio, asalto agravado y violación de la legislación de armas. Pero sin duda alguna, ese señor lo va a pensar dos veces antes de volver a hablar en en voz alta dentro de un cine.
No voy a justificar la violencia, por cierto. Ni aprovecharé la ocasión para reflexionar sobre la laxa legislación en materia de tenencia de armas que es tan característica de los Estados Unidos. Pero tampoco negaré que más de una vez perdí la paciencia ante la gente que habla en el cine en plena proyección de una película. Durante algún tiempo las actividades ‘expansivas’ en la sala fueron, sí, patrimonio de los americanos del Norte. Más de una vez he padecido el ruido ensordecedor de las manos hurgando en los botes de popcorn, los dedos desenvolviendo paquetes de golosinas y las lenguas embarcadas en conversaciones que exceden la pregunta o comentario ocasional. Pero hoy en día, la mala costumbre de los ruidos es una característica (cuanto menos) occidental en su conjunto.
Parte de la culpa la tiene la TV, que en la intimidad de nuestros hogares nos permite hacer lo que sea en plena emisión de cualquier programa. La mayoría de la gente que conozco tiene el hábito de encender la TV y conversar encima. Es verdad que existen emisiones que requieren tan mínima concentración que le posibilitan a uno hablar, comer, jugar al poker y estudiar esperanto mientras transcurren. Pero yo, tal vez por deformación profesional, cuando pongo algo en la TV me gusta atender a su desarrollo. Será porque -también- me gusta ver cosas que me desafían como espectador…
Sin embargo, más allá de la TV y de la falta de cortesía hacia el prójimo que se populariza cada vez más en nuestras sociedades, yo creo que mucha gente habla hoy en el cine porque ya no sabe cómo estar sola. Necesita el cotorreo constante para persuadirse de que está acompañada. Y se pierde la maravillosa experiencia del contemplar-con-otros, que es totalmente distinta a la de contemplar en soledad.
Dicho lo cual, confieso haber levantado la voz alguna vez para pedirle a un par de señores mayores que si querían hablar durante la película, esperasen a su edición en DVD y la viesen en casa.