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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Marcos Ana

Hay personas que parecen no pertenecer al mundo y al tiempo en que viven. Marcos Ana es una de esas personas. Como tantos de su generación, arrastrados por prisiones del fascismo español, sufrió lo indecible en el cuerpo y en el espíritu, escapó in extremis a dos condenas a muerte, es, en el mayor sentido de la expresión, un superviviente. La prisión no pudo nada contra él, y fueron 23 los años que estuvo privado de libertad. El libro que acaba de presentar en Portugal es el relato simultáneamente objetivo y apasionado de ese tiempo negro. El título de las memorias, Decidme como es un árbol, no podría ser más significativo. Con el tiempo, la dura realidad de la prisión acaba sobreponiéndose a la realidad exterior, diluyéndose en una imprecisa neblina que es preciso expulsar de la mente cada día que pasa para no perder la seguridad en uno mismo, por más frágil que se torne. Marcos Ana no sólo se salvó a sí mismo, salvó también a muchos de sus compañeros de cárcel, transmitiéndoles ánimo, solucionando problemas y conflictos, como un juez de paz de nueva especie. Firme en sus convicciones políticas, pero sin permitir que su juicio crítico sea afectado, Marcos Ana transmite a aquel que se le aproxima un irreprimible sentimiento de esperanza, como si pensásemos: ?Si él es así, yo también lo puedo ser?. Recuperada la libertad, no se quedó en casa para descansar. Volvió a la lucha política, con riesgo de ser nuevamente encarcelado, y dio inicio a un notable trabajo de asistencia y ayuda a los que continuaban en prisión. En España, unos cuantos amigos y admiradores de su singular personalidad (el premio Nobel Wola Soiynka es un de ellos) lo presentamos como candidato al Premio Príncipe de Asturias de la Concordia. Nada sería más justo. Y más necesario para mostrarle al pueblo español que la memoria histórica sigue viva.



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2 de junio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Una novela negra berlinesa

Las ironías de la historia se convierten con frecuencia en bromas pesadas. Karl-Heinz Kurras, el policía de Berlín occidental que mató al estudiante izquierdista Benno Ohnesorg, el 2 de junio de 1967, hoy se cumplen exactamente 42 años, resulta que era un agente de la Seguridad del Estado, la temida Stasi, del régimen comunista de la República Democrática de Alemania. La identidad del autor del disparo no es un detalle menor, por cuanto la muerte del estudiante, que se manifestaba contra la presencia del Sha de Persia, Mohamed Reza Palehvi, en Berlín, desencadenó una amplia movilización juvenil y desembocó en la aparición de un sangriento grupo terrorista, la RAF (Rote Armée Fraktion), protagonista de una oleada de terrorismo que produjo más de medio centenar de víctimas y enervó hasta un punto preocupante los reflejos autoritarios que pretendía combatir.

Hasta tal punto se convirtió la fecha del 2 de junio en un hito que llegó a dar nombre al movimiento estudiantil que protagonizó el 68 alemán. Es curioso el contraste con Francia, donde fueron las protestas en la Universidad de Nanterre, en las afueras de París, contra los dormitorios estudiantiles separados por sexos, las que hicieron saltar la chispa del 68, dándole también el nombre de una fecha, 22 de Marzo. Destacados dirigentes del movimiento que surgió en Berlín hace 42 años pasaron a engrosar las filas terroristas, algo que no ocurrió en Francia. La doble identidad del homicida de Ohnesorg, de 81 años, todavía en vida y habitante de Spandau (Berlín), se ha conocido gracias a los trabajos de dos investigadores dedicados a hurgar en los archivos de la Stasi, que acaban de publicar un artículo en la revista Deustchland Archiv de este pasado mes de mayo, en el que incluyen la reproducción del carnet de Kurras como militante comunista. El artículo da muchos datos sobre su biografía e incluso su carácter y nada permite deducir que el régimen comunista estuviera detrás del crimen o ni tan sólo que lo aprobara; al contrario: el agente doble fue apartado inmediatamente del servicio y su acción condenada. La historia de este agente doble es un tema típicamente berlinés, propio para una película o una novela sobre los años de la Guerra Fría. Basta reseñar que Kurras tenía como enlace a Charlotte Müller, una vieja dama comunista y estalinista, de origen austríaco y ex deportada a Ravensbrück, que viajaba con frecuencia a Spandau para visitar a una hermana. Con el sobrenombre de Lotti, la jefa del espía no tan sólo recogía la información que recibía del agente doble sino que le instruía ideológicamente. No hay que echar mucha imaginación para convertir los encuentros de Lotti y Otto Bohl, el sobrenombre de Kurras como agente, en una secuencia digna de ?La vida de los otros?. La revelación de estos hechos ilumina nuestra idea sobre el conocimiento de la realidad histórica con una luz inquietante. Permite pensar que conocemos sólo una fracción muy limitada de los datos necesarios para interpretar cómo han ocurrido las cosas y alimenta así las teorías paranoides sobre conspiraciones y secretos. Ha sido una auténtica casualidad que los investigadores hayan dado con estos datos y hayan podido ofrecerlos públicamente. De ahí que quepa preguntarse sobre cuántos datos de este calibre se escurren por los desagües de la documentación y de los archivos mal cuidados o destruidos. Pero plantea además otra cuestión todavía más turbadora: ¿qué habría sucedido de haberse conocido la identidad del homicida muchos antes, no digamos ya inmediatamente después, de aquellos hechos sangrientos? Esta pregunta se acerca ya al problema de la nariz de Cleopatra, de la que el ?caso Kurras? es quizás un buen ejemplo. Der Spiegel ha llegado a esquematizar la disyuntiva histórica de forma un tanto tosca, pero en cualquier caso significativa: ?Ahora hay dos versiones sobre lo que podía haber sucedido en Alemania. La izquierda está convencida de que de sin el movimiento de 1968, el país estaría todavía fosilizado, rígido, sólo democrático a medias, misógino y reprimido sexualmente. Los conservadores, por su parte, creen que sin el 68 la Alemania moderna habría tenido más niños, mejores escuelas y mejores comportamientos?. Algunas conclusiones provisionales que cabe deducir. Primera: Kurras fue un agente importante, que ejemplifica muy bien hasta qué punto los servicios secretos del famoso Markus Wolf tenían horadada a la policía y al Estado del Oeste. Segunda: muchos policías y agentes secretos de un lado y del otro podían ser intercambiables, sobre todo en sus relaciones con las armas y el restablecimiento del orden. Kurras disparó a Ohnesorg en la nuca probablemente cuando se hallaba ya en el suelo, después de ser apaleado por la policía, pero después alegó sin prueba alguna y contra todos los testigos del grave incidente, que había sido atacado por un grupo de manifestantes con cuchillos y palos. Hay una declaración, al día siguiente de los hechos sangrientos, que ilumina de forma inconfundible lo ocurrido. Pertenece precisamente a Mohamed Reza Palehvi y es un consejo de despedida al alcalde de la ciudad: ?Tiene que disparar mucho más todavía. Las cosas volverán a la normalidad en seguida?. Doce años después el Sha fue derrocado y tuvo que escapar al exilio. (Enlaces: con la primera noticia aparecida en la Frankfurter Algemeine Zeitung, versión digital; con el artículo de los historiadores que han realizado el descubrimiento; con la presentación de la historia en inglés, tal como la ha visto Der Spiegel).



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1 de junio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los hombres que odian y temen a las mujeres

 

La versión cinematográfica de Millennium, la popular novela de Larsson, tiene por delante un largo recorrido entre la audiencia más proclive a dejarse entretener por las historias bien contadas. Los paisajes nórdicos y la particular gramática parda de unos cineastas deudores del omnímodo Bergman añade interés a unos personajes siempre a punto de hundirse en el oscuro abismo interior. Sus lánguidas y huidizas miradas parecen repeler la necesidad de acción que impone el argumento de una trepidante investigación periodística. Un oficio (el nuestro) rehabilitado por un antihéroe tan tenaz como, en ocasiones, ingenuo: un reportero que se la juega al denunciar los trapos sucios (más bien, pestilentes) de los delincuentes de cuello blanco que dirigen las inefables corporaciones financieras. Las pesquisas tropiezan constantemente con el tópico cinematográfico y con un arraigado hábito social: la sociedad perezosa, temerosa y cómplice mira con inquietud, hostilidad y aversión al periodista que no se deja amedrentar. ¡El mito americano regresa a Europa!

El decorado social que acoge la historia del periodista justiciero es el que dio título a la novela de Larsson ("Los hombres que no amaban a las mujeres"): la perturbada obsesión de los que, guiados por un instinto perenne, ofenden, humillan, desprecian, maltratan, golpean, torturan y asesinan a las mujeres.

No fue intención de Larsson investigar de dónde surge esta demoníaca patología de la condición humana pero al desvelar el secreto de las familias decentes ya nos da una idea del agujero al que nos asomamos. En el personaje de Lisbeth Salander -testigo y víctima de mil aberraciones- podrán reconocerse muchas de las protagonistas de este extraño calvario.



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1 de junio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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DIOSES, DIABLOS, FIERAS Y LIBROS

 

 

DIOSES, DIABLOS, FIERAS Y LIBROS

 

Íbamos al Retiro para montar en bici o subir a las barcas. Después volvimos para darnos la fiesta en tiempos de sexo sin píldoras. Y casi sin sexo. También íbamos a la Casa de Fieras. La vuelvo a recordar gracias a Gonzalo Hidalgo Bayal, novelista esencial que nos descubrió Rafael Conte. La evoca en uno de los paseos madrileños que su tribu de provincias, más ebrios que beatos, hacen por aquél lugar que también nos hizo soñar con cabalgar a lomos de elefantes africanos. Para eso sirve la literatura, para imaginarnos juglares, profesores de latín sin vocación de padres, ni de hijos, tal vez sólo de espíritus no tan ásperos.

Necesitamos la literatura para ser dioses, diablos, asesinos, víctimas o náufragos. Para ver como William Blake, "un mundo en un grano de arena". Sentarse cerca del Ángel Caído- "a menudo el Infierno he deseado,  por que me aliviara del cielo"- y disponerse a leer sus poemas, por ejemplo la "instrucción espartana: "Acércate, hijo mío, y cuéntame lo que allá ves: Veo a un tonto enredado en un trampa religiosa". Y quizá seguir con la "respuesta al cura: "¿Por qué no aprendes paz de las ovejas?: Porque no deseo que usted me esquile". Un placer santificar el domingo con lecturas tan purificadoras de las fatales influencias de los traficantes de rebaños.

Lecturas que nos llevan a mundos extinguidos. Al rescatado universo de "Bearn" esa sala de muñecas qué Llorenc Villalonga- entonces Lorenzo, refinado burgués aristocrático, colaboracionista con el fascismo, afrancesado y cobarde- supo contar como nadie. Unas vidas de nobles ensoñaciones,  con adulterios, asesinatos  y rosacruces. Decadentes y elegantes seres de un final de raza que no quería perder sus privilegios. Y al lado de "Bearn", las diabólicas noches y días de la guerra en  isla tan refinada, tan plácida pero que en los primeros días sangrientos fue capaz de aliarse con el mismo Diablo para matar en nombre de Dios. Tiempos terribles que cuenta  Dalmau en forma de novela dónde aparecen con nombre y apellidos historias que algunos pretenden olvidar para seguir viviendo a la sombra, entre gatos y curas. No leer ni al  católico Bernanos que ya lo escribió en "Los cementerios bajo la luna".

No todo son tragedias. También está lo otro. Como recuerda en sus escritos pornográficos el snob Boris Vian,  el escritor Havelock Ellis tenía razón: "Los adultos necesitan una literatura obscena como los niños necesitan los cuentos de hadas, a modo de alivio contra la fuerza opresiva de las convenciones". Terminaré la adictiva novela de Coe, "La lluvia antes de caer" y, antes de las lluvias, vuelvo a las obscenidades. ¿Estará bien esa novela de Dessal?  Comienza con dos jóvenes muertas, mientras su compañera de piso, una rubia hermosa, masturba a un cerdo en directo en un late show británico. En un rato despejo incertidumbres.

 



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1 de junio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Poesía cortesana (Siglo XV)

Que la poesía se ha convertido en una actividad vocacional y casi clandestina es un hecho, por desgracia, largamente probado. Resulta curioso ver a los poetas jóvenes de provincias acudir a la conferencia magistral o cualquier otro acto social oficiado por un Maestro.  Por lo general se camuflan en las últimas filas o incluso aguardan fuera a que terminen los aplausos y los parabienes. Y entonces, en un discreto aparte, proceden a un intenso intercambio de libritos de poemas casi clandestinos, algunos impresos a costa del propio autor. Buen conocedor del ritual, el Maestro nunca sale de viaje sin echarse al bolsillo un puñado de sus propios libritos que entrega a cambio de los que le aportan los jóvenes vates. Un saludo cariñoso por parte del Maestro, y no digamos un elogio público a costa de algún librito anterior, son como un espaldarazo para el poeta novel, que ve de pronto aumentar su prestigio y autoridad ante sus pares. Lo vi hace años con Jaime Gil de Biedma y Gabriel  Ferraté, y lo he visto después con Pere Gimferrer y Félix de Azúa. El prestigioso poeta te abraza y felicita públicamente. Que más puedes pedirle a la vida, pues si lo que esperabas eran piscinas y mujeres de lujo está claro que te has equivocado de oficio. O de época.

                Y si esto describe con más o menos justeza la situación de la Poesía contemporánea, pedir a un lector normal y corriente que preste la atención debida a un libro como este, dedicado a la poesía cortesana del siglo XV encarnada por los Manrique suena como a desatinada prédica en el desierto. Con el agravante, sea dicho a favor de quienes se muestren reticentes a embarcarse en semejante aventura, de que hasta cierto punto tienen razón.

                El tiempo, ese mismo tiempo frente al que tan altivamente despectivo se mostraba el propio Jorge Manrique, es inmisericorde en su labor destructiva. El autor de la antología, Vicenç  Beltrán,  ha realizado un notable esfuerzo  a favor de la comprensión y para ello ha actualizado  las formas fonéticas, morfológicas y léxicas propias de la época y que tanto fatigan al lector actual.

                El resultado es un lenguaje diáfano y que se lee sin la menor dificultad. A pesar de lo cual ningún antólogo/adaptador puede (pues cómo podría) reconstruir en su totalidad el ámbito de significación que multiplicaba el sentido último de una poesía, y que para los contemporáneos era evidentísimo. El propio Vicenç  Beltrán afirma que, si fuera posible recrear  el aparato crítico adecuado, a partir del poemario de Gómez Manrique se podría trazar no sólo la trayectoria biográfica de su autor sino un análisis de la situación política y el devenir histórico de su época. Pero el ejemplo más claro quizá sea el de las "Coplas" de Jorge Manrique, sobrino del anterior e hijo de don Rodrigo Manrique, gran señor y  comendador de la Orden de Calatrava. Sus lectores de entonces, gente conocedora de los vericuetos de la poesía de la época,  supieron ver los mismos valores literarios, morales y místicos que todavía impresionan al lector actual. Y por descontado que también ellos debieron de estremecerse ante la idea de que tanto los señoríos como los ríos iban camino de  ese  mar que es el morir, "derechos a se acabar e consumir".

                La gran diferencia entre ellos y los lectores actuales estriba que en su momento todo el mundo sabía que esas coplas tan sentidas y honestas eran además un manifiesto político de manifiesta intención,  pues a raíz de la muerte de su destinatario la familia Manrique estaba pasando serías dificultades y tenía gravemente comprometidas su ascendencia política y su patrimonio. Resaltar la fidelidad a la Corona del fallecido,  recordar (con la debida humildad, eso sí) los grandes servicios prestados  a los futuros Reyes Católicos y poner de manifiesto las persecuciones que por ello había sufrido el finado era una forma de reivindicar su propia causa y de poner de manifiesto al servicio de quién estaban  su fidelidad y su espada. 

                Que Jorge Manrique muriese con las armas en la mano durante una escaramuza librada en 1479 a favor de Isabel la Católica fue otra de las muchas ironías de la tan maldecida fortuna. En primer lugar porque no le dio tiempo de sacar rédito alguno a sus afanes bélicos y en segundo lugar porque, muerto sin haber cumplido los cuarenta años de edad, no llegó ni a sospechar que la tan despreciada fama (¿qué se hizo del rey don Juan?/ los infantes de Aragón,/¿qué se hicieron? ) le iba a deparar el rarísimo honor de que, quinientos años después, cualquier persona medianamente culta puede recitar de memoria el arranque de las "Coplas" y al menos unos cuantos versos dispersos.

                Pero  si antes se ha utilizado el término "aventura" para describir el acto de leer (leer a los Manrique desde luego, pero es una práctica que debería generalizarse a cualquier lectura, incluida la de los periódicos) es porque  actualmente se puede leer con el libro en una mano  y la otra sobre el teclado del ordenador. Cualquier cosa que ponga un libro, por rara que sea, basta encomendarse a San Google para que la duda te sea disipada, y con un poco de suerte enriquecida con unas cuantas posibilidades más que puedes satisfacer allí mismo. O dicho en otras palabras, que quien no se enriquezca leyendo a los poetas amorosos del siglo XV es porque no tiene curiosidad, ni ganas de crecer, ni el conocimiento necesario para beneficiarse de tantas otras ventajas como ofrece el pertenecer a una cultura rica y plagada de grandes hombres el pasado.

 

Poesía cortesana (Siglo XV)
Rodrigo, Gómez y Jorge Manrique
Biblioteca Castro
 



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1 de junio de 2009
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“Redención y metáfora”

Se ha escrito en ocasiones que Marcel Proust jugaría en relación a la narrativa el papel que a Mallarmé  se atribuye en relación a la poesía. No está de más recordar la concepción que de tal revolución tiene el propio Mallarmé en lo referente a la necesidad de escapar al "carcan" de la forma. Pero lo esencial está más allá. La no obediencia a reglas apunta a no obedecer simplemente a la limitación, a mostrar que efectivamente aquello que constituye a la vez el material y la causa final de la escritura se abre sobre un horizonte ilimitado, o por mejor decir, es en sí mismo apertura a un horizonte ilimitado. Cuando el lenguaje se propone describir el mundo físico, es imprescindible que responda a las cartesianas claridad y distinción. E incluso esta ha de ser también  la exigencia cuando se trata de dar cuenta de rasgos psicológicos, cuando- por así decirlo- se trata de convertir el alma humana en objeto, es decir en correlato de ciencia o conocimiento. Pero tal no es el criterio cuando el lenguaje meramente apunta a sí mismo, ya sea apoyándose de entrada  en lo que sí tiene consistencia, en lo que responde a la lógica de la objetividad, ya sea descubriendo sus cartas desde el primer momento.

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1 de junio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El narcisismo

No hay peor factor para crear disputas interminables en la relación amorosa que el narcisismo, de uno, de otro o de los dos. Explícito u oculto, el culto a sí mismo y la necesidad de su disfrute con la colaboración de los demás constituye una característica altamente propensa a la explosión, la descomposición, la incomprensión, la discusión y el arrasamiento estéril. Pasiones, todas ellas, presentes en diferentes lugares de la cotidianidad pero especialmente ácidas y frecuentes en el interior de la pareja donde ser querido por el otro (y apreciado, y distinguido, y adorado, etcétera) es la salsa especial de su mejor sabor.

Mientras esta salsa discurre, se promociona y se intercambia, su circulación actúa como el fluido perfecto para la mermelada cordial. Eso que se llama empalagoso en el amor no es otra cosa que el desfile de esa salsa por los entresijos, las palabras y cualquiera de los imaginarios. Cuando esta salsa, sin embargo, escasea, se reseca o vira sospechosamente hacia otro lado, la bendita relación diádica entra en crisis. Y no en una crisis más sino en la crisis más característica. Aquella que impulsa a romper esto y aquello, lo dicho y lo callado, la acción mal interpretada y forzadamente llevada hacia el lugar donde la reclamación de uno mismo pueda apalancarse mejor contra el supuesto deudor.

Todos sabemos en qué consiste el juego del yo parapetado en la ofensa, la estrategia de rebuscar un nuevo reconocimiento a partir de subrayar la injusticia de un supuesto maltrato. Todos sabemos, de qué modo la mentira imbuida por el narcisismo necesita afianzarse en una herramienta utilitaria para desmontar en el otro la súplica o la excusa. Todo ello en aras de reconquistar por ese camino tortuoso, pedregoso, cada vez más torpe, cada vez más duro y cada vez más ineficaz la moneda narcisista que se anhelaba y que al cabo se contempla en la mano y tras la trifulca como un mísero objeto. El burdo objeto en que de nuevo se tropieza y que, con el tiempo, podría llegar a ser no ya una china sino la roca que ahoga y harta al amor.



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1 de junio de 2009
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Larra y los duendes

Larra fundó muy joven, un mes antes de cumplir los diecinueve, una empresa unipersonal que le fue muy bien hasta que él mismo, a la edad de veintisiete años, le puso fin a golpe de pistola (por dolor de España, por mal de amores, por el mal del siglo o quizá por todos esos males juntos). Al comienzo, la empresa era autónoma y autosuficiente, produciendo su único trabajador cinco entregas, todas bajo el título de ‘El Duende Satírico del Día'. Satírico y polémico, ese primer duende adolescente ya tenía sin embargo claras sus metas empresariales, universalmente comercializadas casi dos siglos después bajo el nombre de auto-ficción.

    Larra es el primer fabricante del yo al por mayor en la literatura española. Tenía precedentes, desde luego, pero todos de importación: Montaigne, el primer hombre que se sabe moderno y lo explica, Addison, Leopardi. Al contrario que ellos, Larra introduce en su empresa unos avances inéditos, y en especial la creación de personas literarias desdobladas de su creador que hoy conocemos gracias a Pessoa y a ciertos ‘dons' ingleses que se cambian de nombre para practicar el ‘thriller'. Al ‘Duende' le sucedió ‘El Pobrecito Hablador', y a éste ‘Fígaro' y ‘Andrés Niporesas', ya los dos últimos al servicio de grandes conglomerados periodísticos, que le pagaron contratos astronómicos. Pero conviene señalar que lo de Larra no eran seudónimos (al modo de los utilizados por tantos periodistas de la época, y más tarde por Azorín, el mayor ‘larrista' que ha habido) sino heterónimos ‘avant la lettre': a cada una de sus encarnaciones les daba distinta voz y función, haciéndolas alguna vez pelear entre sí.

     A Larra se le ha admirado siempre por la rabia fustigadora de sus artículos, suavizada en algunos casos por el fondo de un costumbrismo decimonónico. Su lejano descendiente Jesús Miranda de Larra, que ha publicado con motivo del centenario una biografía documental de Mariano José, cita una carta de 1835 en la que el futuro suicida les reconoce a sus padres haber "pasado rabiando una tercera parte lo menos de la vida". Cernuda, que le homenajeó en 1937 al cumplirse cien años del pistoletazo fatal, arranca el poema diciendo que "Aún se queja su alma vagamente".

    No tan vagamente. Larra inventó el periodismo del yo, y las desdichas y veleidades de la subjetividad se cuelan en todo lo que escribe, incluyendo sus estupendas críticas teatrales. En uno de sus artículos en tanto que ‘Pobrecito Hablador', el titulado ‘El hombre pone y Dios dispone', el escritor dictamina "lo que ha de ser el periodista", dando la siguiente definición: "ha de estar en continua atalaya como el ciervo, y dispuesto como la sanguijuela a recibir el tijeretazo del mismo al que salva la vida". Ese modo de definir la noble e ingrata función del periodismo, entre lo obsceno y lo penitencial, lo lleva Larra al paroxismo en una de sus piezas célebres, ‘La nochebuena de 1836'. Hastiado de la navidad, ‘Figaro' dialoga en su cuarto con un criado imaginario que representa, locuaz por el alcohol, a la Verdad. "Hay un acusador dentro de ti", le reprocha el impertinente. El artículo, escrito siete semanas antes de matarse, acaba con una de las confrontaciones esquizofrénicas que hacen -también- de Larra una figura contemporánea; el sirviente está ebrio de vino, su señor, de deseos y de impotencias. "Tú me mandas, pero no te mandas a ti mismo".  

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1 de junio de 2009
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Cuando hay arquitectos amables

Según cuenta su último biógrafo, Le Corbusier pasó los años finales de su vida con una vértebra humana colgada del cuello. Dicen que al morir su mujer se procedió a la incineración, pero de modo inexplicable entre las cenizas apareció una vértebra intacta. Una vértebra es un elemento perfecto para ilustrar la tarea del arquitecto. La columna vertebral, esa sinusoide flexible formada por pequeñas piezas de prodigioso diseño, debería figurar en el escudo de armas de los arquitectos.

Durante miles de años ellos fueron quienes decidían nuestro modo de vivir y mientras fue cosa suya nuestras habitaciones fueron dignas. Podían resolver cómo se honraba a los dioses y levantaban templos, pero también cómo tenían que veranear los potentados y aparecían las villas palladianas. En la actualidad ya no deciden ellos sino las empresas constructoras. Los arquitectos ahora consumen dos tercios de su tiempo en discusiones con Colegios, abogados, seguros, funcionarios y otras especies que chupan de la raíz. A la arquitectura real le pueden dedicar, como mucho, una de cada tres horas perdidas en batallar contra la burocracia.

    Todavía había arquitectos cuando yo estudiaba. Dibujaban con elegancia, reconocían el terreno como exploradores victorianos, examinaban los materiales al tacto y a veces al gusto (lamiendo un ladrillo medían su impermeabilidad), para ellos un paisaje era una escultura y un edificio el remate que debía glorificar ese paisaje.

    Hace pocos días murió un excelente arquitecto por quien yo tenía respeto y afecto. Puede parecer una broma, pero no lo es: entendí a la perfección el arte de Alfonso Milá cuando le vi en una de sus frecuentes imitaciones de insectos. ¡Qué rigor en el detalle! Frotaba los codos como un saltamontes, zumbaba a cuatro patas con el zigzag espasmódico de las moscas, alzaba los élitros del coleóptero, trotaba de hormiga o saltaba de pulga. Era el suyo un arte refinado, de minuciosa observación y mímesis, el de alguien para quien las máquinas naturales son el mejor modelo de adaptación. Como la vértebra de Le Corbusier.

Artículo publicado el sábado 30 de mayo de 2009.

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1 de junio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El que está en el suelo

Tengo un amigo, historiador del arte, al que hace poco sucedió lo que hacía largo tiempo estaba temiendo. Especialmente en el Renacimiento, mostraba a los alumnos del último curso de la facultad una reproducción de El descendimiento, una obra de Correggio que se halla en la Galería Nacional de Parma. Tras explicar algunos detalles del cuadro, como el juego entre los rostros de María Magdalena, la Virgen María y el fallecido hijo de ésta, recostado ya en el suelo, sobre una sábana, en lugar de ser sostenido por quienes lo bajan de la cruz, la iconografía más extendida en los descendimientos, el profesor aludió a la luz que emanaba del cadáver, una luz que parecía surgir del interior del cuerpo, preludio por tanto de Caravaggio y de los pintores barrocos.

Movido por su entusiasmo, el historiador de arte olvidó momentáneamente el tema del lienzo para lanzarse a explicar la influencia de Leonardo da Vinci en Correggio y que éste no tenía la fama que merecía a causa de la imbatible competencia de Rafael Sanzio. En medio de las entusiastas explicaciones del profesor, entró en el aula un alumno que se sentó en primera fila, muy atento a la reproducción que tenía delante y con cara de preocupación, tal vez un intento de compensar su retraso. Cuando hubo terminado su rodeo por la época, el profesor se propuso volver al motivo de la pintura, pero antes quiso saber si los oyentes querían formular alguna pregunta. Como es habitual en estos casos, un espeso silencio se apoderó de la sala, hasta que el recién llegado levantó decididamente el índice. El profesor interrogó con la mirada, esperanzado, y el estudiante pudo expresar públicamente lo que le preocupaba: "¿Por qué el que está en el suelo tiene los dedos crispados si ya esta muerto?". Incrédulo, el profesor le preguntó a quién se refería. No hubo manera. Únicamente oyó repetir: "El que está en el suelo".

Mi amigo, que unos días es ateo y otros sólo agnóstico, y que defiende fervorosamente el Estado laico, propondrá para el curso próximo la Biblia como el primer libro de la bibliografía de su asignatura. "Si han olvidado quién es Cristo, ¿cómo van a reconocer al 90% del arte occidental?".

El País,  16/05/2009


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1 de junio de 2009
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