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Chupones

Admito haber tenido tendencias vampíricas desde muy joven y en ambas modalidades, vampirizado yo gustosamente y vampirizando sin darme cuenta. Todo ello con apenas derramamiento de sangre. Así que al saber que Vampiros, la evolución del mito, clausurada en marzo poco después de abrirse, había despertado de su letargo y estaba abierta en Atocha hasta septiembre, me fui a Caixaforum desprovisto de crucifijo y ristra de ajos.

El vampirismo no es un humanismo, y lo sabíamos. Su máximo símbolo es un murciélago, y el primer acierto de la exposición es iniciarla con cuatro grabados de Goya en los que el mamífero volador que tanto obsesionaba al aragonés comparte sala con otros visionarios de la pintura y con el apóstol del mito, Bram Stoker, de quien se puede ver el manuscrito original de su novela Dracula. Llama la atención el Capricho nº 45, Mucho hay que chupar; sus come-niños no son más truculentos que otros rufianes goyescos, pero el comentario del artista tiene la llaneza brutal de tantos de sus escritos: "Parece que el hombre nace y vive para ser chupado". 

En el repertorio de rijosos y alcahuetas de Goya, chupado y chupador son de ambos sexos, ambiguos o binarios, como si anunciaran el moderno salto de la vampiresa al trans-vampiro. Y asombra en la estupenda muestra (organizada en su origen por la Cinemateca Francesa) la cantidad de andróginos reflejados en el espejo de la moda, el arte y, sobre todo, el cine. ¿Contagio yugular? La exposición es un desafío al actual statu quo.

Las muchas alas presentes en las galerías del tercer piso de Caixaforum, membranosas o no, nos recuerdan nuestra parte y origen animal. ¿Quién chupa a quién? Y surge entonces, en mitad del recorrido, la cámara del horror político, con sus caricaturas de avariciosos chupones históricos y célebres iconos del capitalismo succionador, en su mayoría centroeuropeos o anglosajones. El visitante español se pregunta: ¿y los de aquí? Con tanto vampiro de colmillo retorcido y tanta vamp de melena rubia como tenemos en la realidad cotidiana, ¿ningún chupóptero nuestro en efigie o imagen?

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17 de julio de 2020
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Una España de penuria y de promesa

 

En un momento de la "Interpretación de los sueños", Freud pone en boca de uno de sus pacientes el siguiente relato: "Un padre asistió noche y día a su hijo mortalmente enfermo. Fallecido el niño, se retiró a una habitación vecina a fin de poder ver desde su dormitorio la habitación donde yacía el cuerpo de su hijo, rodeado de velones.
Un anciano, a quien se le encargó vigilarlo, se sentó próximo al cadáver, murmurando oraciones. Luego de dormir algunas horas el padre sueña que su hijo está de pie junto a su cama, le toma el brazo y le susurra este reproche: ´Padre, entonces ¿no ves que estoy ardiendo?´.

El padre despierta, observa un resplandor que viene de la habitación vecina, se precipita hasta allí y encuentra al anciano guardián adormecido, y la mortaja y el brazo del cadáver querido quemados por una vela que le ha caído encima".

Y ahora un segundo relato:
"Mientras su padre [Manuel Moreno Mauricio, nacido en Vélez Rubio, Almería, 1908, fallecido en Badalona, 1983, tras múltiples años en la prisión franquista de Burgos] intentaba evitar que el PSUC [partido de los comunistas catalanes] se quebrara, su hijo Felip Moreno Sarriera murió una tarde de invierno de 1981. Gravemente afectado por la esclerosis múltiple, Felip apenas se podía mover tendido en la cama (...) Todavía podía mover las manos para encender un pitillo. Fumaba mucho. Un pitillo se le cayó de los labios y fue a parar a la almohada. Cuando su madre, que dormía la siesta en otra habitación, se dio cuenta la cama ya estaba envuelta en llamas. Una muerte terrible que hundió a su padre (...) perdía al hijo a quien no pudo ver crecer y la causa a la que había dedicado tosa su vida se estaba degradando. Se mantuvo en pie, sin embargo. Eje vertical sobre la tierra. Ese modo de andar flexible, rápido y la mirada siempre delante, una mirada que ahora era triste (...) El PSUC murió en 1981 y no volverá..." (Enric Juliana, "Aquí no hemos venido a estudiar" Arpa, Barcelona 2020).
Contexto social de esta tragedia:
"Tenemos que ir a Vélez Rubio, municipio de diez mil habitantes de la provincia de Almería. El cura pitillo ha quedado anonadado al saber que su amigo manolo ha sido condenado a muerte (...) el cura Juan Sánchez está consternado. En cuestión de días, su amigo de niñez puede ser fusilado en el campo de tiro de Paterna (...) Manolo era hijo del pastelero del pueblo: Juan era hijo del alpargatero (...). La alpargatería de la familia Sánchez ni iba nada mal, hasta que murió la madre y, después la abuela. Tuvieron que cerrar el negocio (...) Entonces fue cuando el padre de Manolo ayudó a la familia Sánchez a pagar los estudios de Juan en el seminario de Almería (...). Juan Sánchez saca el genio (...) Hace tres días que la esposa del general Perón ha llegado a Madrid con gran alboroto (...). La gira prevé una visita a Granada (...) 16 de junio de 1947. Hacia las dos de la tarde salen del hotel (...) Un cura se abalanza con un papel en la mano (...) ‘¿qué quiere?' pregunta Evita, ‘Quiero clemencia' le responde el cura, mientras le entrega el sobre. Dentro diez líneas y un nombre. ‘Clemencia', repite el sacerdote Juan Sánchez, conocido en su pueblo como el Cura Pitillo" (Enric Juliana, idem). 

Hay veces que indiscutiblemente una palabra y las metonimias a ella asociadas abre vericuetos por los que discurren los más abismales de los temores. Los velones rodean el lecho del niño del sueño de Freud; "Pitillo" es el apodo de Juan Sánchez, cura de Vélez Rubio, pueblo natal también de Manolo Moreno que debe su vida a la tenacidad del primero; un pitillo es la causa del accidente que provoca la muerte del hijo de este último...a la par se quema un mundo: mundo que había amanecido como promesa de fraternidad, confundida con la vanguardia de la vida espiritual desde el arranque del pasado siglo.

Un relato conmovedor narrado por un periodista que se adentra en la vida y el esfuerzo de personas vinculadas a la tragedia que España vive inmediatamente antes, durante y después de su guerra. Historias paralelas en las que los protagonistas principales son miembros del partido comunista de España y del entonces estrechamente vinculado al mismo (aunque con autonomía formal dentro del movimiento comunista internacional) PSUC, Partido socialista unificado de Cataluña.

En el libro se consignan todas las diatribas, desde mera oposición de perspectivas hasta contradicciones sangrantes, que afectan al interior del movimiento comunista internacional, pero todo ello como cristalizando en un lugar tremendo y emblemático: la gélida cárcel burgalesa dónde, en los años terribles, el franquismo concentró a muchos de los más significativos opositores al régimen.
Encuentro en la cárcel de Burgos del vasco Ormazábal y del catalán-andaluz, Moreno Mauricio, confrontados por la muy diferente percepción que uno y otro tenían de la situación social y del grado de fortaleza del régimen, pese a la crítica internacional y a un nivel de resistencia interna, que, dadas las circunstancias, cabría catalogar de heroico.

Por el libro de Juliana pasan nombres muy conocidos simplemente para los que hemos vivido la España del último medio siglo. No se trata de un libro de investigación historiográfica, no revela inesperados documentos, pero sí pone sobre el tablero la significación de muchas cosas evocadas en otros libros o artículos sin excesivo escrúpulo de verificación y de inserción en su contexto: por ejemplo el poema de Jorge Semprún (Federico Sánchez según el nombre de guerra) a Stalin, o lo que ocurrió en el debate "intelectual" que en la localidad francesa de Arras (dónde por cierto había sido fusilado el filósofo resistente francés Jean Cavaillès), desemboca en un conflicto que acaba con la expulsión del partido del mismo Semprún y de quien compartía su visión de las cosas, el entonces segundo en la secretaría del partido Fernando Claudín.

Pero el libro se detiene con detalle en muchas otras cosas, que rara vez se han contado desde una perspectiva en la que no estuviera directamente involucrado un militante del partido comunista: la capacidad de resistencias en las situaciones más agónicas y los ejemplos de solidaridad que simplemente hacen contrapunto a la impostura que suele caracterizar la mayoría de los procederes humanos. Es conocido que de esto también dieron testimonio - aunque esto no forma parte del libro- muchos españoles en el campo de concentración de Mathausen.

El libro no oculta nada de las luchas, calumnias, acusaciones inconcretas de traición y en consecuencia desmoronamiento psicológico, entre miembros de las organizaciones comunistas. Pero también pone de relieve que cuando el caído en desgracia Joan Comorera, que fuera primer secretario general del PSUC, llega desgastado a la prisión de Burgos (tras haber rechazado un pasteleo que le proponía el comisario Creix, que efectivamente sí hubiera supuesto una traición), el "ortodoxo" Manuel Moreno impone que no se le haga el vacío, a la vez que personalmente se esfuerza por entender sus razones. Cuando Comorera fallece por una neumonía el 7 de mayo de 1958, "los presos formaron en las galerías y unos cuantos llevaron el ataúd sobre los hombros hasta las puertas de la cárcel. Por primera vez se despedía a un difunto en la prisión de Burgos sin responder al cura".

Hay en el libro páginas simplemente emocionantes recordando la reacción de personas del pueblo natural del protagonista, Vélez Rubio, totalmente alejadas de su ideario comunista y que se movilizan con gran dosis de imaginación: de entrada para evitar que se lleve a cabo su paso por las armas; más tarde tras 24 años de lucha clandestina y dieciséis de cárcel para ayudar a su mujer, María, enferma y psicológicamente afectada cuando (en razón de su tenacidad ) se acentúa para él el régimen carcelario.

La España resistente que este libro evoca es una contradictoria síntesis de penuria y de promesa, una penuria a la que fuimos porosos, y alcanzó nuestras entrañas, desde las cuales, sin embargo, apelaba a redimirnos de ella misma. Una España que el régimen intentó carcomer, pero que, al leer el libro, se tiene la sensación de que no lo consiguió nunca en lo profundo. Y en algunas páginas el autor deja entrever que en ocasiones en la vida española más que el peso del régimen se constataba el perdurar de un alma.

España, ni idealizada ni dada por perdida u olvidada. España que, en ausencia, (para tantos exiliados por razones políticas, económicas o ambas a la vez) incide como marca de hierro incurable, y que en presencia exige que se luche por hacerla perdurar. España de Cernuda y España de Vallejo, España privada de "lo que el espíritu del hombre ganó para el espíritu del hombre a través de los siglos" y España que, de caer, los niños del mundo habrían de luchar por re-encontrar: "¡salid, niños del mundo; id a buscarla!".

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16 de julio de 2020
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La geometría del aula

Las aulas no han cerrado, ya lo estaban, permanecían mudas desde marzo, aún prendido su olor a pizarra, madera y hormonas; afuera los patios secos de risas y empellones. Su mística, la de un espacio donde aprender a descifrar los contornos del mundo, ha quedado cancelada, produciendo un efecto desmadejado. El curso ha terminado sin diplomas ni festivales, ni rastro de aquellos abrazos infinitos en los que las chicas intercambian temor y excitación, una mezcla de la añoranza que vendrá y el encanto de lo desconocido.
 
Aprender y examinarse a través de la pantalla ha resultado una árida travesía para la mayoría de los alumnos. Sin intercambiar apuntes, hacer trabajos en grupo y reforzarse unos a otros. La gran mayoría se ha resentido de la falta de roce, impedidos de acompañar su aprendizaje con un recorrido físico que es, al tiempo, moral. Porque el aula representa uno de los eslabones más sólidos de nuestra cadena por la supervivencia. Un contexto donde el alumno debería permanecer a salvo, armado siempre de curiosidad y concentración, y a ratos de desgana y tedio.

Las pizarras son fáciles de sustituir por ordenadores o tabletas, aunque estos dispositivos no permiten elegir tu lugar en el aula. Los profesores suelen guardarse una carta en la manga, que sacan con audacia y cálculo: cambiar a un alumno de pupitre cuando menos se lo espera. "Al mover a cuatro o cinco estudiantes de sitio, la clase se convierte en otra", me razona un docente de secundaria. Y añade que cuando son ellos quienes se cambian, no hay duda de que se ha producido una catástrofe emocional.

Según un estudio realizado hace una década en la Universidad de Salisbury (el Reino Unido) -en el que se analizaron más de 70 clases durante 15 cursos-, los estudiantes que ocupan el área central de las primeras filas del aula no solo son más participativos sino que obtienen las mejores calificaciones. Algo ha cambiado. "En nuestro centro no colocamos a los alumnos de cara a la pizarra, ni en filas, sino en grupos de cuatro que trabajan cooperativamente. El profesor hace una exposición en el centro, pero luego se mueve. Nadie se puede quedar detrás ni atrás", me cuenta Montse Julià, directora del Montessori Palau en Girona.

La enseñanza tiembla ante el desafío del nuevo curso: se refuerzan las herramientas virtuales, caen las matrículas en la universidad pública... poco se sabe acerca de la nueva realidad que aterrizará en las aulas en septiembre acechando la geometría existencial según la que ellas y ellos se ubican para forjarse un lugar en el mundo.

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16 de julio de 2020
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Berroqueño


El Escorial simboliza lo mejor y lo peor que hemos venido haciendo los españoles

El viernes me fui a El Escorial para visitar a un amigo. La ciudad dista 50 kilómetros escasos de la capital, pero la Renfe tarda una hora en hacer el trayecto porque se detiene en una decena de estaciones. Es muy entretenido. Suben, sobre todo, chicas jóvenes apretadas en prendas nimias. Ellos deben de ir en moto.

El monasterio, una mole colosal, sigue como hace 500 años. Ni una grieta ni un roce. Ni siquiera un triste graffiti. Lo tengo por invisible desde su perspectiva común, frente al portal, de modo que voy siempre al Jardín de los Frailes donde se ofrece una vista algo más humana, aunque el monasterio es implacablemente inhumano.

Todos los imperios han construido sus monumentos triunfales. Roma no lo tuvo hasta el Panteón que en realidad no simboliza al imperio sino a los cientos de dioses que lo protegían. Los imperios modernos construyeron soberbios conjuntos como Versalles, Schönbrunn o Buckingham, pero con alma simple y vanidosa. Suelen ocupar parques con surtidores, usan colores apastelados, se adornan con diosas y ninfas exentas o en hornacina, en fin, son lugares que lucen la satisfacción del poder absoluto.

No así El Escorial, ante el cual sobra todo regocijo o deleite burgués. El enorme monasterio y panteón de reyes no puede "gustar". Es una grosería inaceptable decir "a mí me gusta mucho El Escorial". La mole hiela la sangre, sobrecoge, pasma, puede causar espanto y escalofríos, pero lo que se dice gustar, mejor el Chantilly francés. El nuestro es un monumento mesopotámico y guarda el misterio cósmico de una pirámide o una mastaba. Su único ornamento, la parrilla de asar mártires, figura incluso en las papeleras. Simboliza lo mejor y lo peor que hemos venido haciendo los españoles.

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14 de julio de 2020
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Carta a Meneceo

En relación a los temas que he venido planteando en las últimas columnas, mi amigo el poeta euskaldún y filósofo Juan Ramón Makuso, me hace llegar el siguiente fragmento de la "Carta de Epicuro a Meneceo" (siglo IV antes de Cristo).

"Que nadie, por joven, tarde en filosofar, ni, por viejo, de filosofar se canse. Pues para nadie es demasiado pronto ni demasiado tarde en lo que atañe a la salud del alma. El que dice que aún no ha llegado la hora de filosofar o que ya pasó es semejante al que dice que la hora de la felicidad no viene o que ya no está presente. De modo que han de filosofar tanto el joven como el viejo; uno, para que, envejeciendo, se rejuvenezca en bienes por la gratitud de los acontecidos, el otro, para que, joven, sea al mismo tiempo anciano por la ausencia de temor ante lo venidero". (Noticia, traducción y notas de Pablo Oyarzún disponible online).

Aunque se trate de tema bien distinto aprovecho para transcribir también un célebre párrafo que se haya en la misma carta un poco más adelante, desde luego obviando todo comentario:

"Así, el más terrorífico de los males, la muerte, no es nada en relación a nosotros, porque, cuando nosotros somos, la muerte no está presente, y cuando la muerte está presente, nosotros no somos más. Ella no está, pues, en relación ni con los vivos ni con los muertos, porque para unos no es, y los otros ya no son".

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10 de julio de 2020
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Desnudar

 

En un acceso de frivolidad sin ardor me puse a practicar el striptease, no en la ropa sino en la lengua. Me acordé, por ejemplo, de la palabra independencia, que tan frecuentemente salía de nuestras bocas y nuestro entero cuerpo social; hace un año no se hablaba de otra cosa. Pero llegó este mes de enero con sus presagios, y ya en marzo ninguna persona sensata iba a urgencias independentistas, estando al lado la calamidad de las UCI. La palabra se desprendió del prefijo in, y entramos en la era de la dependencia. Los mayores pasamos a ser dependientes, unos más que otros, y de esa forma de depender de los demás dependía no sólo la vida de miles de ancianos internados en residencias desmanteladas, sino la subsistencia, en cualquier lugar, de los que aún nos valemos por nosotros mismos. Morían muchos sin que les llegara el remedio, mientras seres humanos con batas de patchwork improvisado trabajaban por la salud de todos bajo el aplauso sincero de los balcones. En el anfiteatro de los Parlamentos las ovaciones iban mejor trajeadas y por color ideológico; la prioridad allí era una palabra menguante que se queda en pendencia. De todas las miserias de lo vivido y del dolor causado por esta pesadilla del corona-virus, el talante pendenciero de los partidos de la Oposición se recordará en España mientras haya memoria.

Nuestro porvenir político y sanitario pende hoy de tres letras. El verano, naturalmente caluroso, tiene algo antinatura: en las playas, más que sombrillas hay sombras, los niños no le temen al mar, los adultos buscamos de nuevo el deber y el placer sabiendo el peligro que esconden. Cumplido el rito del DEP no hay que hacer de ese acrónimo fúnebre la última palabra. Demos descanso sin olvido a quienes sucumbieron y descansemos nosotros en paz sobre una tierra a la que deberíamos darle un respiro, quitándole las vestiduras falsas que la asfixian y ensucian.

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9 de julio de 2020
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Reencuentro con las musas

 

El termómetro digital del Prado me toma la temperatura: 35,7 saludables grados, y el domingo queda secretamente sellado, ya hay garantía de contagio artístico. El guarda, con mascarilla, saluda con la cabeza y se mueve igual que un personaje del Greco mientras indica la entrada al templo de las musas. Elevadas en un pedestal, una quiere sentirse bajo la mirada de Talía, Calíope, Clío, Erato o Terpsícore, las musas romanas que adquirió la reina Cristina de Suecia y que posteriormente traerían a España Felipe V e Isabel de Farnesio en 1724. Las hijas de los dioses Zeus y Memoria ­permanecen derretidas de belleza bajo los pliegues de las túnicas que desnudan sus hombros. Ellas dan nombre a los museos, contenedores de belleza que provocan encuentros -o choques- entre la mirada y la imaginación, que te conducen al pasado pero superan el futuro. Volver al museo significa recuperar la llave del templo.

Durante la última fase del confinamiento, en el Prado se obró magia para poder reabrir con un plan. No imagino mayor habilidad de ilusionismo que la de un servicio de brigada subiendo y bajando doscientos Goya, Murillo, Rubens o Velázquez para recomponer un nuevo itinerario post-Covid. Contemplar la pintura de Fra Angelico en silencio, con apenas veinte personas en una sala ¡un domingo!, resulta electrizante. Los greatest hits del Prado parecen conversar entre ellos. Te invitan a entrar y a salir de un cuadro a otro como si pasaras del frío al calor. Los dos Saturnos, de Rubens y Goya, juntos, devorando doblemente a sus hijos, reflejan el horror de la incomprensible supervivencia. Enfrente, Dánae recibiendo la lluvia de oro , de Tiziano, desnuda pero con pulsera y pendientes bajo un cielo que llueve placer. Las meninas al lado de los bufones producen un efecto extraño: la dignidad no entiende de clases. La historia de la civilización permea en esas paredes que invitan a volver a empezar. A mirar de nuevo los cuadros como si fuera la primera vez. A viajar por Villa Médici, pasear por el Edén con el Adán y la Eva de Durero, a preguntarte por la invención del color ante Tintoretto o Reni, a paladear el virtuosismo del detalle de Artemisia Gentileschi y Sofonisba Anguissola, cuyas obras respiran equilibrio y ambición.

Reencuentro es un chute de Prado exprés, la evidencia de que el arte es un medicamento sin metáfora. De cerca, sin los reflejos virtuales de la pantalla, los cuadros te dejan sobras en el plato para continuar el banquete. Y sales del museo recordando el azul de Elpaso de la laguna Estigia, de Joachim Patinir, con vicio. No sé si el arte nos hace mejores, pero sí invencibles frente a la nada.

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8 de julio de 2020
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La reacción


La actual actividad vandálica que destruye estatuas tiene un poder simbólico singular. Seguramente esos bárbaros levantarían de nuevo estatuas a sus déspotas favoritos

A finales del siglo XIX Rusia se vio sacudida por una efervescencia liberal. La exigencia de que acabara la esclavitud y la tiranía había encendido a las masas, pero apenas conmovió la pétrea voluntad de poder del zar Alejandro. Como todo movimiento revolucionario, los rebeldes buscaron un símbolo y lo encontraron en el proyecto de una estatua para Pushkin. La campaña se arrastraba desde 1860, pero en veinte años no había logrado apenas nada. Ahora era el momento.

Rusia no tenía un solo monumento que consagrara a un artista o a un hombre de letras. Sólo militares y políticos del zarismo habían merecido el honor de encarnar en piedra o bronce la fuerza y la sujeción del país. Pero hacía décadas que Goethe y Shakespeare representaban, en sus países, la grandeza espiritual de la nación. Ahora la insurgencia exigía que se honrara el alma del país y no su cuerpo acorazado. Turguénev y Dostoievski participaron en los actos de exaltación a Pushkin que agitaron a toda la nación. Enormes masas se concentraron en Moscú para asistir a la exposición de la estatua en junio de 1880. Lo cuenta Figes en Los europeos.

Durante siglos, las estatuas habían representado tan sólo los símbolos del poder físico. Es muy interesante que en el siglo XIX apareciera la necesidad de representar también la fuerza intelectual. Por eso la actual actividad vandálica que destruye estatuas tiene un poder simbólico singular. Seguramente esos bárbaros levantarían de nuevo estatuas a sus déspotas favoritos. Fue delirante el momento en que unos fanáticos quisieron quemar la estatua de Colón en Barcelona, pero otros fanáticos se lo impidieron porque, decían, Colón era catalán. Dieron la exacta medida de cómo son ahora los pretendidos izquierdistas.

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7 de julio de 2020
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El mundo que da miedo

He vuelto a ver el video donde el tenor polaco Leszek Świdziński canta Nessun Dorma en un patio rodeado de los edificios de un hospital de Varsovia, por cuyas ventanas se asoman médicos, enfermeras, pacientes con mascarillas, mientras los miembros del coro, vestido de cualquier manera, y como si pasaran por el patio por mera casualidad, van juntando sus voces. Al final, los espectadores enclaustrados aplauden, lanzan vivas al tenor. Son voces remotas, como de otro mundo. El mundo del encierro. Siento que podría contemplar la escena desde una de esas ventanas.

El aria de Puccini, ascendiendo hacia el pozo de luz arriba de los edificios grises, suena más triste que nunca. Nadie duerme. Nadie sabrá mi nombre. Un beso fantasmal del que nadie sabrá nada nunca. Por desgracia hay que morir. Que se vaya la noche. Que se pongan las estrellas. El amanecer será un triunfo. ¿Vendrá el amanecer?

Me han fascinado esos videos para promover el gusto por la ópera, donde los cantantes andan por las plazas, los cafés, los centros comerciales, los mercados, disfrazados de paseantes, de empleados y compradores, y de pronto el tenor, o la soprano, rompen a cantar, se les junta el coro, van llegando uno a uno los músicos con sus instrumentos, y la gente se detiene primero extrañada, luego empieza a prestar atención, hasta que se siente en el concierto.

Qué otro escenario más espléndido que el café Iruña de Pamplona para el coro del brindis de La Traviata. En el mercado de San Ambrosio, en Florencia, la mezzosoprano disfrazada de expendedora de carne se quita el mandil y empieza a cantar una de las arias de Carmen. Un celista toca en solitario en el Crystal Court, un mall de compras de Minneapolis, la gente pone billetes en el sombrero que tiene a sus pies; van llegando más músicos, comenzamos a identificar los acordes de la Oda a la alegría, llegan los cantantes del coro, y ahora estamos dentro del torbellino ascendente de las voces que reclaman esperanza y contento para la humanidad.

Estos videos son de hace tiempo, diez años a lo menos. Es un pasado demasiado remoto, ahora que el tiempo se ha quebrado en astillas y nos cuesta más recomponer el cuadro del pasado, cómo fue, que fuimos, y del futuro sólo tenemos una visión borrosa y llena de signos abstractos incomprensibles, como en las pantallas nevadas llenas de ralladuras negras de los viejos televisores cuando se iba la transmisión.

Hasta ayer mismo teníamos una idea más o menos razonable del tiempo transcurrido y por transcurrir. En el fondo de nuestras mentes reposaba esa idea silenciosa de que el progreso es inevitable, y veíamos cómo los sistemas y objetos, fruto del afán tecnológico, y de la capacidad de invención, se sucedían unos a otros para volverse al rato obsoletos; y, como en ninguna otra etapa de la civilización, teníamos cada uno un cuarto atiborrado de trastos envejecidos prematuramente.
Y la mejor novedad tecnológica era la prolongación de la vida. Adivinar por adelantado los pasos de la muerte. Medicamentos inteligentes. Cirugías sobrenaturales. La longevidad como panacea. La vejez saludable, sin carencias, empezando por el vigor sexual. Un fetiche benefactor llamado calidad de vida.
Y, de pronto, lo que tenemos es incertidumbre. De la seguridad del progreso que vuela en alas del ángel de la historia, hemos pasado a escuchar el fragor del huracán que arrastra esas alas hacia atrás, para recordar la reflexión de Walter Benjamín frente al cuadro de Klee. Sabemos que estamos viviendo el principio de algo todavía desconocido. Ignoramos lo que será, pero no será lo mismo.

Y desesperamos por una vacuna milagrosa. No se sabe cuánto tardará en descubrirse y luego fabricarse. Pueden pasar años, y, mientras tanto, la inseguridad continuará, y no se podrá prescindir del distanciamiento como regla de vida. Es otro mundo. El mundo que da miedo.

La gente sale de sus encierros, con la ansiedad de dejar atrás la pesadilla. La vida está afuera, esperando. Pero la mano oscura te detiene. Malas noticias. La contaminación recrudece, la curva no se aplaca, se mueve hacia arriba otra vez, con movimiento de látigo implacable. Los índices crecen de nuevo en Estados Unidos. América Latina es el nuevo centro mundial de la pandemia.

¿Volverá el mundo a ser tan seguro como antes, en el sentido de que no le temíamos al prójimo? Al amigo escritor que tenías tiempo de no ver, junto al que te sientas en la mesa donde van a presentar juntos un libro, a dialogar sobre literatura. El chofer del taxi que te lleva al recinto de ferias desde el hotel, a mí que me gusta sentarme adelante y entretenerme e instruirme en la conversación con los taxistas, que saben de todo y le mientan la madre al gobierno de turno.

Se acabaron las certezas. Porque llegará un momento en que la pandemia habrá dejado de ser una amenaza constante para la mayoría, que tendrá que regresar de cualquier manera a la vida diaria.

Pero habrá quienes deberemos ser más cautos, por vulnerables. Los más viejos. O, en todo caso, si queremos sobrevivir, deberemos aceptar las reglas del claustro, como los monjes medievales.

 

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7 de julio de 2020
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Monte a través

Salvo en el caso de Tom Ripley, sin duda alguna el personaje más complejo, inquietante y moralmente reprobable de cuantos pululan por la treintena larga de obras que alcanzó a escribir Patricia Highsmith, sus protagonistas habituales son personas sencillas y que llevan unas existencias normales, o  al menos sin grandes sobresaltos, pero que de pronto, sin causa aparente, se ven inmersos en una suerte de pesadilla que les obliga a mentir, engañar e incluso a matar para ponerse a salvo. Y eso es lo que le ocurre sin ir más lejos a Guy Haynes, un tenista de cierta proyección que por entablar una conversación aparentemente anodina en el mismo tren que utiliza diariamente para ir y volver de sus entrenos, se verá atrapado en una  maquinación urdida por una mente diabólica y que a punto está de destruirlo. Y sí, hablo de Extraños en un tren, la primera novela de la Highsmith en alcanzar reconocimiento internacional gracias a la extraordinaria adaptación cinematográfica de Alfred Hitchcok con guión de Raymond Chandler.

No pretendo decir que el suizo Peter Stamm sea un imitador de Patricia Highsmith en lo relativo a la utilización del horror en una existencia tranquila, porque tanto la técnica como los universos narrativos de ambos no admiten comparación, pero tampoco se le puede negar que en las seis o siete novelas que lleva escritas Peter Stamm se las ha arreglado para introducir con gran eficacia una dimensión casi metafísica de la vacuidad de la existencia en lo que en principio es una historia de amor como tantas. Y me refiero sin ir más lejos a lo que les ocurre a Thomas y Astrid, un matrimonio suizo joven y bien situado, padres de dos niños y que acaban de pasar unas agradables vacaciones en España. Mientras comparten un  vino a última hora de la tarde en el jardín ella entra en casa para ver qué le ocurre al niño y Thomas, sin apurar siquiera su vaso, sale por la cancela trasera y echa a andar monte a través. Ni el calzado ni la vestimenta son los más adecuados, pues apenas si lleva una navaja de bolsillo y una tarjeta de crédito, y tampoco hay una razón que justifique la huida (una mala relación, problemas económicos, terceras personas) y tampoco cabe esperar justificaciones psicológicas ni de ningún otro orden por parte del autor. Sencillamente, las cosas ocurren y ya está: ella seguirá con su rutina habitual (terminar de deshacer las maletas, meter la ropa sucia en la lavadora, guardar el resto en los armarios) mientras que él se verá obligado a romper ventanas de chalets y roulottes en busca de snacks y chocolate con los que alimentarse, o improvisar refugios para protegerse de la intemperie. Todo lo cual ocurre con una naturalidad que  acaba por darle  la razón a quien tuvo la feliz ocurrencia de definir el universo narrativo de Peter Stamm como “la dulce indiferencia del mundo”.  A quién se le ocurre que uno mismo pueda ser el centro del universo y la única razón de la existencia: podrías no haber nacido o haber muerto por el camino y el universo  seguiría adelante sin ti porque, como decía el título de aquella novela de Ciro Alegría que todo buen escritor quisiera tener en su haber, el mundo es ancho y ajeno y no necesita de nadie. Ella, Astrid, recorrerá sola todo el camino que le restaba por vivir dando vagamente por descontado que Thomas reaparecerá en cualquier momento, mientras que Thomas no acaba de quedar claro si vive una vida feliz ejerciendo oficios que no le comprometen y manteniendo alguna esporádica relación sentimental, o si ha muerto en algún momento porque en el fondo qué importa si al final vuelve a casa o no: y esa es la dimensión metafísica a la que me refería más arriba: el avatar de los Thomas y Astrid de este mundo es irrelevante porque la historia de amor que les atribuye el autor podría ser  exactamente la contraria y el relato, en su feliz indiferencia, no se vería afectado.  

Monte a través

Peter Stamm

Trducción de José Aníbal Campos

Acantilado

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4 de julio de 2020
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El Boomeran(g)
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