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Entre Orwell y Kafka

Un amigo que seguramente nunca ha leído a Kafka, llamó el otro día por teléfono al inspector Dolores Morales, que ya retirado tiene en Managua su oficina de detective privado, y que tampoco ha leído a Kafka, y le comentó que cada día ocurre en Nicaragua una situación kafkiana: muchachos que ya estuvieron en la cárcel como reos políticos son vueltos a capturar, sacados de sus casas con toda violencia y sin orden judicial alguna, y llevados a centros de detención desconocidos, para ser condenados después por jueces sin rostro mediante sentencias que ya están escritas en machotes de sólo rellenar el nombre del procesado.

Entonces el inspector Morales recordó que otro amigo, que ese sí ha leído a Orwell, le había dicho el día anterior en un chat, que vivimos en un país orwelliano, donde la mentira oficial busca crear una realidad paralela que a través de la reiteración del discurso llegue a volverse dominante. Este otro amigo es profesor de literatura en la Universidad Nacional, y oculta su nombre bajo seudónimo porque esas opiniones suyas pueden llevarlo cuando menos al despido fulminante de su cátedra.

El inspector Morales desconoce a Orwell, pero está familiarizado con el caso que origina el comentario de su amigo. Hace poco un encapuchado entró en la catedral de Managua con el ánimo fanático de prender fuego a la imagen centenaria de la Sangre de Cristo, la más venerada del país, la cual resultó seriamente dañada. Sacerdotes, templos, imágenes, se hallan hoy día bajo ataque.

La vocera oficial del régimen, que es la primera dama y a la vez vicepresidenta, se adelantó a declarar que se trataba de un accidente provocado por una vela que había prendido fuego a un cortinaje; verdad ficticia que una vez establecida debe ser llevada hasta las últimas consecuencias, no importa el tamaño del ridículo que la mentira traiga consigo, opina el profesor de literatura que se oculta bajo seudónimo.

El cardenal Brenes, arzobispo de Managua, aclaró que en la capilla donde se venera al cristo no hay cortinajes y está prohibido encender velas, y que se trataba de un acto premeditado de profanación ejecutado por un terrorista que tenía prevista la ruta de escape. 

En repuesta, la policía se llevó presos a los testigos, sacándolos a la fuerza de la propia catedral, quienes terminaron declarando que no habían visto entrar a ningún encapuchado. La verdad iba camino de ser sometida. 
 
El paso siguiente fue descubrir en el lugar de los hechos un pequeño rociador de alcohol de 200 mililitros, de los que se usan para desinfectar las manos, y a partir de ese trascendental hallazgo los expertos forenses determinaron que el incendio se había producido por el fenómeno químico llamado "solvatación"; los vapores del alcohol entraron en contacto con el aire caliente y avivaron la combustión de una veladora. 
 

La veladora no podía faltar porque estaba en la esencia de la explicación inicial de la primera dama y vicepresidenta, y la realidad debe amoldarse a sus palabras. Por lo tanto, donde no hay veladoras, aparece la veladora. Si no hay cortinaje, el cortinaje debe materializarse de la nada. Y el terrorista encapuchado deja de existir.

El inspector Morales se rasca la cabeza, y vuelve al comunicado de la policía: la solvatación fue provocada por el atomizador de alcohol isopropílico. Pero el artefacto, que cabe en la palma de la mano, aparece intacto en la escena del crimen, sin haber sufrido mengua alguna, a pesar de su poder destructor.

Nadie lo ha llamado a investigar, y tiene casos pendientes de los que suele llevar, esposas que necesita fotografías del marido en casa de la amante, sorprendido en intimidades que el distanciamiento social impuesto por la pandemia no aconseja. Pero el caso del fanático incendiario lo apasiona. 

Recurre entonces a otro amigo suyo, químico de profesión, quien también oculta su nombre porque trabaja en una institución del estado. Otro que iría al desempleo.
"El alcohol isopropílico", le explica, "alcanza su punto de inflamación a partir de los 12 grados Celsius; para que sea capaz de producir vapores que causen semejante conflagración, se necesitaría al menos 60 litros, que es, más o menos, un barril, abierto, además".
 
El inspector Morales inscribe los datos en su acostumbrado cuaderno de notas, aunque sea sólo para su propio descargo, y luego agrega sus conclusiones acerca del caso: 
"El poder en Nicaragua no es capaz de detener la mano criminal de ninguno de los suyos. No tiene partidarios, sino cómplices a los que no se puede castigar, así incendien, así maten. La impunidad es el precio de la complicidad, así los contradiga el papa desde su balcón en la plaza de San Pedro. Sólo les queda protegerse unos a otros, los de arriba a los de abajo y viceversa, así se hundan todos juntos". 
 

Más noche me llama, porque me cuento también entre sus amigos. ¿Le podría prestar un libro de Kafka? ¿Por cuál empieza? Le recomiendo La metamorfosis. Me pide explicarle de qué se trata. Me escucha atento. "Un día todos vamos a amanecer en este país convertidos en cucarachas", me dice, y se ríe con esa risa suya que yo le conozco.

 

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17 de agosto de 2020
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A las cornejas les gustan los macarrones

En mayo de 2018 trasladé mi residencia al hotel Muerte y Occipucio. Se trata de un establecimiento familiar, situado en la falda del monte Caspolino, en el que dispongo de una amplia suite, casi un apartamento. Durante los veranos, siempre incómodos, el hotel sufre una drástica transformación al dividirse en dos secciones, una, llamada Supremacistas, destinada a vascos y catalanes, y otra, llamada Maquetos y Charnegos, destinada a habitantes de las otras regiones españolas. En ese periodo, desayuno, como y ceno en mi suite, y las salidas al exterior las realizo a través de un pasillo, un pasadizo de cuando el hotel era una casa palacio fortificada, y que lleva directamente al garaje. Es Tilde, la gobernanta, quien, en exclusiva, se encarga de mis cuidados; limpia, hace la cama y sirve la mesa, situada junto al gran ventanal que da al norte, a las Praderías de Juan el Guarnicionero, en las que abundan las aves córvidas y algún busardo euroasiático. Ella, Tilde, siguiendo mis indicaciones, recoge de la cocina diversos restos cárnicos que disemina por las praderías para el consumo de urracas (Pica pica), cornejas (Corvus corone), cuervos (Corvus corax), milanos reales (Milvus milvus) y buitres leonados (Gyps fulvus), y hacer así más interesantes mis observaciones ornitológicas desde la terraza. Ayer descubrí, que en un descuido del cocinero, se echaron, mezclados con restos de pollo al ajillo, unos macarrones hervidos, y cuál sería mi sorpresa al ver que eran devorados con fruición por una familia de cornejas compuesta por dos adultos y dos jóvenes del año. Desgraciadamente, el mecánico que pone a punto el motor de mi silla de ruedas ha anunciado su visita a la misma hora en que echarán de nuevo macarrones, lo que no me permitirá, hoy, comprobar si ese hábito trófico se ha consolidado.

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15 de agosto de 2020
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Las enseñanzas de educar durante la pandemia

 

Durante más de dos décadas he sido profesor universitario. Empecé con pizarrón y tiza, pasé a las transparencias y a una tele abombada para pasar las películas en VHS, y de ahí al Power Point y a los videos de YouTube en las aulas de la Universidad Alberto Hurtado, en el centro de la capital chilena, donde hoy trabajo. Pero en este semestre desaparecieron las aulas y debimos reinventarnos.

Como casi todos los oficios, el de la educación ha cambiado con la llegada del coronavirus. Ahora, los profesores y los estudiantes llevamos cuatro meses de dar y tomar clases y exámenes a distancia. ¿Qué pasará cuando esto termine?

Hay gerentes de universidades, sobre todo privadas, que preferirían que, tras la pandemia, sigamos así, sin gastar en aulas, lugares comunes, limpieza, seguridad, luz y calefacción. En el otro costado, hay profesores de la vieja guardia que anhelan volver a la clase magistral y el pizarrón de antes, como si nada hubiera pasado.

 Yo pienso que ambas opciones son malas. En esta total transformación de la educación superior perdimos y ganamos, y es hora de aprender de esto para educar y aprender mejor.

¿Qué perdimos?

Algo vital: el lugar donde estábamos juntos, donde los alumnos, cualquiera que sea su origen de clase o su barrio, compartían un mismo espacio.

Como escribe la profesora norteamericana Karen Strassler, los espacios universitarios no garantizaron nunca la igualdad entre estudiantes de distintas procedencias y clases sociales, pero sí crearon un ambiente propicio, un “paraíso de aprendizaje” en el que verse y medirse compartiendo las mismas herramientas y espacios —escapando de las propias circunstancias— les permite a estudiantes de disímil procedencia imaginarse en otro sitio y pensar en la transformación del sitio del cual vienen.

Según un informe de 2019 de la UNESCO, en los últimos cinco años en Latinoamérica, el número de alumnos en educación superior creció un 16 por ciento, hasta llegar a los 27,4 millones de ese año. Esto hizo aumentar mucho el porcentaje de alumnos que son primera generación en la educación superior.

En la universidad en la que enseño, el 72 por ciento de los alumnos son los primeros universitarios de sus familias. Las salas de estudio, las bibliotecas, los equipos y softwares y los laboratorios hacen que todos tengan similares posibilidades. Antes de la pandemia, en las amplias mesas de madera de la biblioteca reinaba un silencio de concentración propicio para el estudio.

 Y esto hace que el confinamiento en la casa sea ahora especialmente duro y perjudicial. Según expertos en educación y psicología, las enormes dificultades de los sectores más vulnerables para estudiar fuera del aula producen angustia, problemas psicológicos, retrasos y deterioro en el rendimiento en todos los niveles educativos.

Al estar ahora obligados a quedarse en casa, unos tienen silencio y otros, ruido constante; unas comparten habitación y escritorio con dos hermanas pequeñas mientras otras tienen el lujo de un cuarto propio; algunas tienen mejor conexión a internet que otras, hay muchos que deben compartir la computadora de la casa con sus padres que hacen teletrabajo. O hay incluso quienes han tenido que dejar la universidad para trabajar y ayudar a sus familias.

Por eso tenemos que volver a las aulas como sitios donde, aunque no se consigan borrar las diferencias sociales, el terreno está algo más nivelado y las condiciones son mejores para los que menos tienen.

¿Qué ganamos?

A mediados de mayo, en una clase por Zoom con 38 alumnos de primer año de Periodismo sobre qué debe tener un buen reportero, mis alumnos empezaron a escribir en el chat los nombres de los periodistas que admiran. Periodistas como Bob Woodward y Carl Bernstein o Raquel Correa, una profesional valiente durante la dictadura en Chile.

Y de pronto en el chat alguien escribió el nombre de Juan Carlos Bodoque, un conejo del programa infantil chileno 31 minutos. Le pedí que abriera su micrófono y se explicara: de niño quiso ser periodista por este reportero de largas orejas rojas que se preguntaba, entre otras cosas, por qué los pueblos se quedan sin agua. Mi alumno tenía razón: este personaje humorístico cubría temas que muchos de los medios “serios” latinoamericanos de entonces no abordaban, como el medioambiente.

Pero hay algo más. Sé que difícilmente un estudiante presentaría a este muñeco de trapo como su modelo en una clase presencial: debería superar el temor al desdén del profesor o a las burlas de los compañeros, o a ambos.

Terminé la clase pensando en que una de las cosas buenas que nos dejará esta pandemia es que la lejanía puede acercarnos a nuestros alumnos. En mi experiencia de estos meses, los alumnos nativos digitales se sienten con ánimo y coraje de hablar más libremente.

Muchos colegas vivieron experiencias similares: Federico Navarro, quien enseña en la Universidad de O’Higgins de Chile, me contó que sus alumnos innovaron y profundizaron haciendo etnografías familiares, aprovechando el encierro para mirar hacia adentro y pensar en su entorno.

Y también, este momento tan duro, ha llevado a los profesores a entender mejor las condiciones en que sus alumnos menos favorecidos deben estudiar.

En el tiempo en que escribo este texto he recibido tres correos de mis estudiantes explicando las dificultades para hacer el examen que debían entregar la semana pasada. Muchos de sus relatos me duelen, pero también me ayudan a conocerlos mejor.

¿Cómo debemos volver a las aulas a partir de lo que ganamos y perdimos?

No todo es malo: debemos conservar lo que hemos ganado trabajando en el entorno digital, en la que esta generación de veinteañeros se siente como peces en el agua, aunque no todos sienten que su comodidad en redes se traspase a sus labores educativas. Hay que seguir compartiendo contenidos en internet, las herramientas que aprendimos a usar en cuarentena.

Eso postula Diego Mardones, profesor de la Universidad de Chile. Él y otros académicos latinoamericanos están creando formas de transmisión de conocimiento y evaluaciones de aprendizaje a distancia, que en su criterio cambiarán para siempre la forma de dar y recibir clases.

En un reciente encuentro por Zoom, Mardones me mostró una de sus clases de Introducción a la física, donde los alumnos se adentran en los secretos de la ciencia como en un simulador de vuelo. Siguiendo su clase como si fuera su alumno, siento que ahora sí puedo entender la física del siglo XXI. A mi ritmo, deteniéndome en lo que no comprendo.

Y junto con la ganancia digital, tenemos que revalorar lo presencial. Usar mejor las clases, los ejercicios grupales, los aspectos intransferibles de encontrarnos en un mismo lugar para conocernos mejor y aprender juntos mirándonos a las caras.

 

Este artículo fue publicado por The New York Times el 27 de julio. 

 

 

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10 de agosto de 2020
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La vieja utopía en ruinas

La última vez fue estuve en Venezuela fue en 2007, tiempo ya lejano en que el chavismo buscaba consolidarse apretando todas las tuercas posibles de la maquinaria de poder, para convertir, tantos años después, la incierta utopía del socialismo del siglo veintiuno en la alucinante distopia que es ahora. Y me acompañaban entonces dos libros que me ayudaban a entender el paisaje viviente, la novela País Portátil, de Adriano González León, ganadora del premio Seix Barral en 1967; y Chávez sin uniforme, escrito a dos manos por Cristina Marcano y Alberto Barrera Tyszka, entonces recién aparecido.
 

Uno podía entonces imaginar aún a Venezuela de dos maneras: como en la historia del rey Midas, que todo lo que tocaba lo convertía en oro, aún los alimentos que se llevaba a la boca, de modo que por eso mismo se moría de hambre; o como el glorioso país de Jauja, donde llueven del cielo longanizas y jamones, y estando todo tan a mano, no se necesita ni arar ni aserrar.

Arturo Uslar Pietri llamó una vez a sus conciudadanos a dedicarse "a sembrar el petróleo", en lugar de gastarlo sin reflexión. Hoy en día, en el mundo distópico que es Venezuela, eso de sembrar el petróleo parece una imagen extravagante, cuando falta hasta la gasolina, si antes un litro de combustible fue más barato que un litro de refresco.

"Detrás de un Mitsubishi hay gente comprometida", rezaba el lema de un anuncio de página entera, cuándo aún había diarios impresos: un ejército de técnicos sonrientes, vistiendo sus uniformes de faena, custodiaba un deslumbrante modelo Lancer. La palabra compromiso, igual que la palabra revolución, pertenecían al léxico sagrado de Chávez, y el mercado, batiéndose ya en retirada, aún podía sacar partido a los eslóganes revolucionarios.

Para las compañías que vendían autos, era una fiesta. "Venezuela rueda, y rueda en carros y camiones hechos en Venezuela", dice el anuncio de la Chrysler citado como epígrafe en País portátil. Todavía en 2007 había colas de espera de hasta seis meses para recibir el modelo de coche reservado, Mercedes, Jaguar, Hummers. Y una fiesta para los cirujanos plásticos. Una muchacha solía recibir como regalo de sus padres, al cumplir los quince años, un lift de los senos, no en balde el país producía reinas de belleza en serie.

Pero Venezuela se había convertido también en los años setenta, gracias a la misma bendición inagotable del petróleo, tan mal repartida, en un foco cultural único: el premio de novela Rómulo Gallegos, que fue el más importante del continente; la Biblioteca Ayacucho, dirigida por Ángel Rama, que se propuso publicar todos los libros capitales de la cultura latinoamericana; y teatros, editoriales, revistas; periódicos innovadores como El diario de Caracas, que dirigió Tomás Eloy Martínez.

El personaje de País Portátil, un combatiente guerrillero, busca en la lucha clandestina lo que aún es posible para la utopía personal en los años sesenta, las claves perdidas del país desigual en que ha nacido. Hoy, las lecturas utópicas de la historia no son posibles, porque la utopía se ha degradado hasta la caricatura, convertida en un adefesio mentiroso, burocrático y letal. Por eso es que las novelas que escriben los jóvenes para contar el siglo veintiuno venezolano, son distópicas.

The Night, por ejemplo, de Rodrigo Blanco Calderón, ganadora de la Bienal de Novela Vargas Llosa: Caracas en la oscuridad de los apagones como un cementerio sin voces, siendo como fue la ciudad más ruidosa del mundo, el alucinante retrato en sombras de un inframundo donde los psicópatas andan sueltos como almas en pena. El poder de mandíbula insaciable que mastica seres humanos en la oscuridad.

Y La hija de la española, de Karina Sainz Borgo, premiada en España, Francia y Alemania, que recién he leído, y que ha provocado este artículo. Es un libro que se lee con creciente sensación de asfixia, el lector mismo acorralado en la trama donde la protagonista se pierde en un laberinto que parece no tener vía de escape.

Caracas ha dejado de ser la ciudad abierta, de agudos contrastes, donde la gente discutía a grito partido en los bares como si se estuviera matando, para estallar luego en ruidosas carcajadas, para convertirse en un escenario de agria confrontación sin escape posible; porque el poder de garras sucias que controla a la gente, invade viviendas, tirotea a los disidentes en las calles, llena las morgues de cadáveres sin nombre.

Entonces, Adriana Falcón, expulsada de su casa, busca refugio metiéndose dentro de la identidad de Aurora Peralta, su vecina, hija de una inmigrante española. El cambio de identidad es la única puerta para escapar del infierno que arde día y noche en las calles, partidas de motorizados, la policía coludida con los acólitos del poder de "los hijos de la revolución".

 Y la Mariscala, y sus secuaces, personajes de los bajos fondos que repiten los eslóganes encendidos que se cantan a ritmo de reguetón, mientras trafican con los alimentos de la cartilla de racionamiento, son la imagen última de la metamorfosis entre la vieja utopía en ruinas y la distopia que arde en las fogatas callejeras con llamas de azufre.

La redención prometida, ha terminado en una fantasmagoría de esperpentos.

 

 

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4 de agosto de 2020
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Lo más asombroso

 

Lo más asombroso de esta vida es que además de trucar los naipes cuando jugamos con los otros, también los trucamos cuando jugamos con nosotros mismos.

Hacer trampas con uno mismo es una locura muy extendida que te conduce a un laberinto: el de tus propias trampas narrativas.

En ese laberinto lleno de pasillo y puertas siempre confías que vas a encontrar una salida. Cruzas un pasillo, abres una puerta. ¿Dónde estoy? En otro pasillo que concluye en otra puerta. Lo cruzas, la abres: otro pasillo más, y otra puerta.

Puedes pasar así media vida, recorriendo tu propio laberinto y creyendo que estás recorriendo el mundo.

Un día, de pronto, abres otra puerta más. Esta vez sí parece la salida... Y lo es: tras la puerta se despliega un cementerio donde celebran un funeral. Te acercas a la comitiva, miras el ataúd de cristal que deja ver la cara del muerto: es tu cara, es tu cuerpo.

Hay gente que muere sin haber nacido, y gente que muere antes de morir y que nunca ha poseído su vida.

Y gente que cuando vive, vive, y muere cuando muere. Como debe ser, sin falsificar demasiado la vida, ni falsificar demasiado la muerte.

 

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3 de agosto de 2020
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Paco Madrid: Delicias de un pionero de la crónica sucia

“A mí, el barrio bajo, el bajo fondo, me inspira una gran curiosidad. Está allí el verdadero sentido primitivo de todas las ciudades. No hay nacionalismo profundo. Un barrio bajo es el principio de la idea internacionalista. Nadie es del país y todos lo son: rusos, montenegrinos, chinos, franceses, italianos, ingleses pueblan un barrio bajo y forman una república. Ninguno dice al otro: –¡Qué vienes a hacer en este país, sale meteque!”, se lee en la página 66 del libro de Francisco Madrid Sangre en Atarazanas.

Este párrafo es Paco Madrid en estado puro.

Francisco Madrid, el niño huérfano convertido en cronista de los rincones más oscuros de Barcelona y del alma humana, el cronista de las prostitutas y los criminales y los poetas bohemios. El inventor y descubridor del Barrio Chino, entre las Ramblas y las aduanas del puerto, que en su época de esplendor, hace cien años, se llamaban Atarazanas. El enamorado de las dos lenguas de su ciudad y de cada recoveco de sus calles empedradas, el exitoso dramaturgo y crítico de cine y teatro que en plena Guerra Civil tuvo que refugiarse en Argentina, donde escribió novelas de su añorada patria y guiones cinematográficos para artistas como la jovencísima Eva Duarte, después Evita Perón. Paco Madrid, que murió prematuramente apenas pasado el medio siglo de edad en 1952, y que dejó un fabuloso tesoro de crónicas y retratos de personajes tan potentes que hoy misma uno se los imagina deambulando por las callejuelas del Raval.

Entre los personajes que pinta con salvaje piedad está el señor Pedro, dueño de un prostíbulo respetable: “Tenía casi todo el pelo negro, unos bigotazos furibundos y un tórax peludo como una piel de león. El señor Pedro se pasaba la vida leyendo novelones que compraba en la feria de libros, bebiendo cañas y discutiendo con unos camaradas en el café de los italianos o regañando con las pupilas por si trabajaban poco y comían demasiado”.

Y también Teresa, la niña coqueta que traficaba con las pulsiones de los hombres pero tenía miedo de dejar su rincón gris y abrirse a la Rambla: “En su ‘país’ no la asustaban ni las recriminaciones de un guardia, ni el puñetazo de un cobrador de tranvías que la sorprendiera agarrada a la trasera de un coche, ni los bocinazos de los taxis que pasan por el Conde del Asalto; pero al llegar a las Ramblas, el timbre de un tranvía, la voz de un vendedor de periódicos, el cachazudo paso de un carretón de mano, la asustaban. Odiaba las calles anchas, transitadas por mucha gente, y su espíritu se habituaba a la pequeñez.”

 

Sangre en Atarazanas, que fue muy exitoso y contó con nueve ediciones en los años treinta, se lee hoy con fruición y suena a moderno, una creación entre el reportaje de investigación, el cuadro de costumbres y el alegato de denuncia de la sordidez y la hipocresía. Madrid transitó las calles mugrientas del barrio que él mismo bautizó como “Chino”, trabajó relación con prostitutas de medio mundo y sus chulos, usó sus meses en la cárcel por su militancia de izquierda para entrevistar allí a forajidos e infelices.

 

Enmarcado por una presentación precisa de Sergio Vila-Sanjuán y un epílogo de Juliá Guillamón, Sangre en Atarazanas presenta a las nuevas generaciones a un periodista literario único, hermano por ambientación y temas del Joan de Sagarra de Vida privada, primo del Josep Pla del Quadern gris en la delicadeza y sensibilidad de la mirada, amigo en el lúcido pesimismo ante la tragedia que se avecinaba a Manuel Chaves Nogales, igual en la minuciosidad de su recolección de voces y detalles para denunciar el crimen del gran cronista francés de su época Albert Londres. 

 

En un trabajo de amor y erudición, Julià Guillamón rescató esta joya, cotejó versiones, le agregó crónicas procedentes de la misma revista El Escándalo, donde Madrid publicó originalmente estas viñetas, y entrevistó a la hija del escritor, quien le cedió fotos y documentos de su padre. Su epílogo cuenta y analiza, reivindica y hace justicia a la historia de este barcelonés de prosa exquisita y sabor popular.

 

(Publicado el 1 de agosto de 2020 en Cultura/s de La Vanguardia)

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2 de agosto de 2020
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Monocultivo

He vuelto al Paraíso pero lo he hallado muerto. Un paraíso, un enclave llamado Puente Ascara que ofreció a ornitólogos y naturalistas, durante las décadas de los sesenta a los ochenta, la posibilidad de alcanzar, si no la gloria, un sustituto muy cercano a ella. Un enclave que en los noventa empezó a peligrar y que en el presente siglo ha alcanzado la degradación absoluta. Puente Ascara, sobre el río Aragón, y su monte contiguo, Paco Mondano ("paco", "pac", "bac", “obac”, “obaga", serie de nombres no latinos que de oeste a este equivalen a “umbría"), feudo indiscutible de las aves rapaces diurnas; una ladera montana densamente arbolada en la que nidificaban milanos reales, milanos negros, águilas culebreras, águilas calzadas, ratoneros, abejeros, azores, gavilanes y, en un pequeño cortado rocoso, una pareja de alimoches. Los necrófagos disponían de comida en los pequeños muladares emplazados en los barrancos de los cercanos cerros testigo, y las aves depredadoras conseguían sus presas en los carrascales de las tierras de pasto. Mas llegó el turismo, ese monocultivo, esa forma de prostitución que vende su cuerpo, que vende el paisaje, aquí no a los bárbaros del norte como en las playas, pero sí a las hordas esquiadoras que destrozan los prados alpinos para practicar esa actividad infantil de deslizarse montaña abajo y que exigen autovías y rotondas para llegar cuanto antes a las pistas y regresar cuanto antes a sus hogares para ver el fútbol del domingo. Y a la par que el turismo, surgió la histeria higienista, la eliminación de la ganadería, molesta para los nuevos habitantes de las rehabilitados y pulcras casas de los pueblos, eliminación que se compensó implantando la agricultura subvencionada e industrial, la que esparce productos químicos y rotura carrascales, setos y sotos para facilitar la labor de tractores y cosechadoras. Sólo faltaba la crisis de las vacas locas, que no fue episódica, que aún mantiene clausurados los grandes muladares para que prospere el negocio montado en torno a la recogida de los cadáveres de las reses que, por ejemplo, en la región aragonesa se centraliza en la ciudad de Zaragoza desde donde parten flotas de camiones que recorren cientos de quilómetros a la búsqueda de los cuerpos que antes desaparecían en minutos gracias a los buitres y otros carroñeros, y que ahora, mientras llegan o no llegan a recogerlos, se depositan en contenedores de plástico, rivales en cuanto a efluvios de los camiones que recogen sus contenidos. Cuentan que incluso una gallina, si por desgracia fallece, requiere de ese servicio puerta a puerta, no gratuito por cierto. Y, cerrando el círculo comercial, esa laxo pero fluido desfile turístico supersticioso del Camino de Santiago, que aunque no mueve millones, sí permite que los viejos senderos y caminos se adornen de basura y heces.

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2 de agosto de 2020
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Los dos reyes

Érase una vez un país donde reinaba un padre recto que había llegado al trono por vías torcidas y tenía un hijo que le salió tarambana. Pero el viejo rey cayó enfermo, y el príncipe, sin dejar su vida tabernaria y faldera, tuvo la presunción de la majestad y sentó la cabeza bajo la corona del padre, que estaba adormecido en su alcoba y se la había quitado. El padre murió pronto, los compañeros de farra del heredero, uno de ellos muy grueso, fueron apartados de la corte, el joven rey ganó una batalla y se hizo el monarca más amado por su pueblo. Esos dos reyes existieron, y los cronistas de su verdadera época narraron sus hechos de guerra y sus controversias, que un poeta, el más grande que hubo en aquel país tan ininterrumpidamente monárquico, convirtió doscientos años después, con la bravura del drama histórico y el espíritu de la comedia, en tres obras maestras: las dos partes de Enrique IV y Enrique V.

Ahora mismo vivimos los españoles, que también sabemos lo nuestro de reinas licenciosas y reyes arrebatacapas, un drama en el que hijo y padre intercambian papeles en un cast familiar con estrella invitada: un joven rey sensato, una discreta reina plebeya, un cuñado preso, unas hermanas borrosas (o borradas), y dos princesas, todavía niñas pero ya con aplomo, que han visto a su abuelo en la picota y lo verán, seguramente, hacer mutis o irse al destierro.

Tampoco nos han faltado cronistas, no todos del mismo calibre; unos investigando pagarés, otros pescando en el lío revuelto de las sábanas sucias. Para que la historia de estos seres humanos poderosos y en parte descarriados se cerrase con plena justicia pero evitando el gore de la venganza, ayudaría un Shakespeare que captara en ellos su verdad profunda, sus engaños, los servicios prestados, dirigiendo una mirada final a los inocentes de una familia rica e infausta.

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31 de julio de 2020
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El señor al que sirven

"Hijos respetuosos y agradecidos de Calvino, nuestro gran reformador, condenamos sin embargo un error [el juicio y condena de Miguel Servet] que fue propio de su siglo...", puede leerse en el algo farisaico monumento expiatorio erigido en el lugar mismo donde se consumó la vida de Miguel Servet. Más justas con el destino de un pensador sometido al acoso de inquisiciones confrontadas, son las palabras al pie de ese otro monumento erigido a sólo cuatro kilómetros de Ginebra, pero en la población francesa de Annemasse:
"A Miguel Servet, apóstol de la libre creencia, nacido en Villanueva de Aragón el 29 de septiembre de 1511. Quemado en efigie en Vienne por la Inquisición Católica, el 17 de junio de 1553 y quemado vivo en Ginebra el 27 de octubre de 1553, a instigación de Calvino".
 

En 2009, periodo álgido de la crisis financiera el entonces primer ministro holandés Jasn Peter Balkenende, afirmaba con indisimulada satisfacción: "muchos sostienen que nosotros somos la nación más calvinista del mundo" y esta creencia tenía a su juicio sostén en la constatación de que "trabajar firmemente, tener un modo de vida frugal y ser tenaz en las opiniones forman el carácter de los holandeses".

Obviamente otros no hemos tenido la suerte de que el dedo del señor nos hubiera señalado para contar entre los que están dotados de tales virtudes.
En este mismo mes de julio el semanario holandés "Elsevier Weekblad, bajo el titular "Ni un céntimo más al sur de Europa" señalaba:
"Los hechos muestran que los países del Sur de Europa no son pobres y tienen suficiente dinero o acceso al dinero. También pueden mejorar de forma bastante fácil el poder adquisitivo de sus economías, con reformas como las que ya se implementaron en el norte", haciendo referencia a las reformas aplicadas en Holanda tras la crisis financiera de 2008.

Hasta aquí todo es cuestión de perspectiva. El problema del artículo reside en que la portada del semanario presenta hombres bigotudos tomando vino, mientras que esforzados holandeses laboran frente a un ordenador o luchan contra la resistencia a la torca de un tornillo. Para acabar el cuadro, en el ángulo las piernas de una muchacha se muestran insinuantes, se supone que en dirección al frívolo y bigotudo mediterráneo.

Nada excepcional, dada la conocida entrevista, tres años atrás, del periódico alemán Frankfurter Allgemeinen Zeitung en la que el entonces presidente holandés del Eurogrupo Jeroen Dijsselbloem: "Como socialdemócrata atribuyo a la solidaridad una importancia excepcional. Pero el que la solicita tiene también obligaciones. Uno no puede gastarse todo el dinero en copas y mujeres y luego pedir que se le ayude".

"Esa mezquindad recurrente amenaza el futuro de la UE", dijo el primer ministro portugués Costa, tras unas declaraciones del ministro holandés de finanzas Wopke Hoekstra el pasado abril en las que señalaba que antes de liberar fondos europeos para los países afectados por el coronavirus (Italia en primer término) había que investigar en qué esos países habían dilapidado su dinero, en tiempos en los que en Holanda se ahorraba y trabajaba duro... Sin morderse la lengua Costa añadió que esa actitud reiterada (de la cual tales declaraciones eran simplemente un reflejo) resultaba simplemente "repugnante".

El país más calvinista del mundo...con permiso del cantón de Ginebra, dónde la actitud espiritual infiltrada por el calvinismo había evitado la creación de un teatro que el liberal (¿o meramente libertino?) Voltaire, instalado en la ciudad, promocionaba. En cualquier caso el calvinismo tiene viejas historias de reglamentos de cuentas sino con España sí al menos con españoles. Y en el espíritu de todos está un nombre, un verdadero espíritu universal, víctima de un ignominioso trato por parte del calvinismo: que al hilo de estas polémicas tan contemporáneas y quizás menos contingentes u ocasionales de lo que parece. 

Recordaba la historia de la conducción a la pira de Miguel Servet, sugiriendo que se trató de una ignominiosa venganza. Vuelvo ahora sobre los orígenes de la cosa:

Conminado por el reformador a leer su "Institución de la Religión Cristiana" que había publicado en 1536, Servet le devuelve el ejemplar plagado de notas críticas. Despechado, en una carta a William Farel, fechada el 13 de febrero de 1516, Calvino afirma que si el díscolo ponía algún día los pies en Ginebra, por poco que su autoridad tuviera algún valor, haría que no saliera vivo ("si venerit, modo valeat mea autoritas, vivum exire nunquam patiar").

Así pues en el juicio de Ginebra había razones no exclusivamente teológicas para pedir la cabeza de Servet. Esta animadversión de Calvino no hizo a Servet más simpático ante la jerarquía católica, que incluso le acusa precisamente de haber mantenido correspondencia con el reformador. 

En el juicio que le llevó a la hoguera, el pensador aragonés nunca se doblegó. Acusó al propio Calvino y pidió que éste fuera detenido y sometido a la prueba del interrogatorio al igual que él. En su demanda, Servet esgrimía la propia legalidad reformadora, a la cual Calvino se sustrajo mediante el expediente de que la denuncia la presentara Nicolas Lafontaine en lugar de él mismo. En general, a lo largo de las sesiones, el rigor jurídico que Servet esgrimió en su propio defensa (no le fue concedida la ayuda de un procurador) se sostuvo en todo momento en la reivindicación de sus convicciones. 

La agonía de Servet se prolongó cruelmente, al parecer por humedad de los maderos. A lo largo de la misma fue inútilmente conminado a repudiar sus tesis. "A regañadientes hubieras aceptado que te concediera la vida", hubiera podido decir Calvino (emulando a Cesar al enterarse del final trágico del filósofo estoico Catón el Joven) ante el valor de quien le había acusado de perjuro, de fallar a la propia legalidad que proclamaba, y en último extremo de cobardía.

A diferencia de lo que ocurría en mis años de estudiante no hay ya consenso sobre la tesis de Max Weber relativa al lazo entre el Protestantismo y el espíritu del capitalismo; pero si hay al menos un punto de general acuerdo: Calvino cuenta entre los primeros que justifican teológicamente la práctica de esa forma de acumulación de riqueza consistente en prestar dinero con intereses. Esos intereses que se le exigían a la exhausta Grecia en el momento álgido de la anterior crisis. 

Los intereses pueden rozar la usura, acercarse al cero o ser incluso negativos, pero lo que no parece tener sentido en un espíritu calvinista es simplemente que la noción de interés desaparezca, es decir que haya asunción colectiva de una deficiencia que no te afecta directamente, ya sea provocada por una calamidad de la naturaleza. No andamos lejos de la exigencia holandesa de que el reparto de los llamados "fondos de recuperación" se realice bajo la condición de retorno de cheques a los contribuyentes netos de Europa es decir, Dinamarca, Austria, Suecia, Alemania y naturalmente Holanda (antes de recibir a Sanchez el pasado lunes 13 el primer ministro holandés Mark Rutter avanzaba que "España ha de buscar una solución dentro del país, no en Europa", y por si alguien dudaba explicitó que él "no está hecho de plastilina" y no se dejaría presionar"). 

Como antes recordaba, los calvinistas tienen a gala ser personas de convicciones firmes, o sea dispuestos a no sacrificar la ortodoxia. Las páginas económicas de periódicos reputados suelen señalar de vez en cuando que un sistema difícil de entender para los legos permite a las grandes multinacionales ahorrar miles de millones de euros que deberían ser incorporados a las arcas de numerosos países (España o Italia entre ellos), canalizando sus beneficios a través de Holanda. Este comportamiento no impedirá acceder al reino de los cielos, bien al contrario:
"Siervo ruin y perezoso, sabías que yo cosecho dónde no sembré y recojo dónde no esparcí. Debías pues haber entregado mi dinero a los banqueros, y así al volver yo habría cobrado lo mío con los intereses. ¡Quitadle pues su talento y dádselo al que tiene los diez talentos! Porque al que tiene le será dado y le sobrará, pero al que no tiene aun lo que tiene le será arrancado. Y a ese siervo inútil, echadle a las tinieblas exteriores. Y allí será el llanto y el crujir de dientes" (Mateo 25, 14-30).

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30 de julio de 2020
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El Boomeran(g)
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