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Joan Miró: El indignado discreto

Por 17 de octubre de 2020 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Roberto Herrscher

En plena Guerra Civil española, la República encargó a los dos principales pintores de la época sendos murales para el pabellón español en la exposición universal de París. Pablo Picasso pintó el Gernika; Joan Miró, la imponente estampa de un orgulloso campesino catalán transformado en miliciano: El segador.

El Gernika fue transportado a Nueva York, y con la vuelta de la democracia a España se instaló con gran pompa en el Museo Reina Sofía de Madrid. Ahora es un símbolo de los horrores de la guerra en general y del fascismo en particular. Es parte de la memoria colectiva de occidente.

 El segador, en cambio, desapareció sin dejar rastro. Cuando desmontaron el pabellón en París, el cuadro se esfumó. Quedan fotos de Miró subido a un andamio, manchado de pintura, trabajando en su gran lienzo.

 ¿Quién se acuerda hoy de que Miró, despreciado por muchos militantes del ‘arte comprometido’ como un pintor abstracto y metido en su colorido mundo interno, se jugó también por la República? Los tópicos son difíciles de borrar, y el mito del Miró ‘infantil’ ya casi se convirtió en un chiste: ¿quién no dijo, creyéndose ingenioso, que esos círculos de colores primarios los podría dibujar un niño de seis años?

La primera edición de este ensayo la escribí y publiqué en 2012, porque ese año, Londres, Barcelona y Washington se unieron para terminar con ese desprecio. Vuelvo ahora a estas ideas sobre el luchador tranquilo, el indignado discreto, porque siento que siguen diciendo algo que se me hace importante.

Yo había visitado varias veces antes el Museo Miró de Barcelona y conocía – o creía que conocía – su obra. Pero ese año, la exposición de la “vuelta a casa” de gran parte de la obra del genio a su ciudad, las charlas y conferencias y la exposición paralela de carteles me descubrieron al artista tímido que desde entonces, para mí fue el más valioso entre tantos egos sueltos.

Del Miró político, comprometido a su manera, resistente e indignado, trataba la macro-exposición que vi en marzo de ese 2012 el Museo Miró de Barcelona. Un Miró hasta entonces oculto tras la máscara del pintor poético, onírico, aniñado y atildado. Para Rosa María Malet, la directora del Museo Miró de Barcelona, el maestro catalán estuvo siempre atento a las injusticias de su tiempo, siempre comprometido con el presente y con su pueblo. Pero lo hacía de forma dignamente discreta, sin aspavientos.

 “Picasso ayudaba a los exiliados en Francia y lo pregonaba a medio mundo; Miró también ayudaba, pero lo hacía de forma callada, modesta. Cumplía con su deber, no hacía un show de ello”, dijo Malet en una de las mesas redondas que me hicieron redescubrir al maestro.  

Esa exposición reunió 176 obras de todos los períodos del prolífico y longevo artista (nació en Barcelona en 1893 y murió en su lugar de trabajo y refugio, Palma de Mallorca, en 1981).  

Una tesis sobre el tercero en discordia

Desde el centenario del nacimiento del pintor, en 1993, no se hace una mega-exposición de Miró. Y entonces fue enciclopédica: buscaba mostrar todas las facetas del pintor.

En 2012, en cambio, el redescubrimiento se basó en que ahora se veía la obra de Miró en forma temática, de tesis: aspirando a demoler los falsos mitos sobre la progresiva elección del artista por la abstracción vista como falta de compromiso con los graves asuntos de su tiempo. 

La tarea era difícil, porque parecía haber dos posibles caminos en la pintura del siglo XX: el de Picasso, por un lado, y por otro el del genial payaso de sí mismo Salvador Dalí.

En la Guerra Civil, en la Segunda Guerra Mundial, en la guerra fría en el mundo y la represión franquista en España, dos famosos pintores españoles tomaron bandos opuestos: Picasso se afilió al Partido Comunista, fue celebrado por los intelectuales de izquierda y mirado con perplejidad por quienes admiraban su fuerza de trabajo, su creatividad y su forma de demoler mundos; en el otro rincón, Dalí se vendió al marketing, pactó con el régimen de Franco, fue agasajado por los viejos mandamases y los nuevos ricos, se solazó en el uso del surrealismo para revolcarse en su estrafalario mundo interior y darle la espalda a los sufrientes del mundo. Su obra es genial, pero, como él mismo se definió en uno de sus cuadros más perfectos, es la obra de "un gran masturbador".   

¿Y Miró? ¿Qué hacía Miró mientras Picasso se exhibía como revolucionario de brocha fina y Dalí se vendía al mejor postor? Miró inició una revuelta callada, discreta, que sólo años después de su muerte se comienza a entender.

Cuando Stalin ordenó someter el arte al realismo socialista, “André Bretón, como pope de los surrealistas, bajó la orden de que había que servir al Partido”, dice Joan Minguet, profesor de historia del arte contemporáneo en la Universidad Autónoma de Barcelona y autor de Miró y su entorno cultural. “Miró no comulga con el realismo; defiende su arte como una revolución, no como una herramienta al servicio de la revolución”.

Primero, se centró en su lugar en el mundo, el paisaje catalán y el mundo campesino. El segador de su cuadro para la exposición parisina no es un sufriente genérico, que representa a todos, como las figuras cubistas del Gernika: es un campesino catalán de un lugar y un momento determinado. No es declaradamente universal, pero logra mostrar el mundo pintando su aldea, como pedía Tolstoi.

Tras la Segunda Guerra Mundial, Picasso prestó su fama y regaló su paloma de la paz a la Unión Soviética de Stalin; juró no volver a España mientras gobernara Franco, y no volvió. Dalí pactó con el régimen, fue homenajeado y hecho marqués, y vivió sus últimas décadas en dos palacios: en uno vivía él y en el otro, su extraña musa, Gala.

Miró no soportó vivir lejos, pero tampoco se plegó a los halagos del franquismo. Se recluyó en un pueblo de Mallorca, donde pintaba febrilmente. No aceptó honores ni exposiciones en su país: cada vez que se anunciaba una exposición de Miró en París o Nueva York, sus admiradores de Barcelona tenían un día para ver las pinturas, antes de ser subidas al barco. Esos días mágicos la ‘intelligentsia’ catalana se apresuraba a contemplar los nuevos trazos libres del rebelde oculto.

“La grandeza de Miró es que vivía en su tiempo, y cuando coincidió con momentos trágicos de España y el mundo, mantuvo firme su defensa de la democracia contra el fascismo y de Cataluña, su tierra, contra la desmemoria”, explica el profesor Minguet.

El cuadro más famoso del Miró joven, el que lo hizo saltar a la fama, se llama La masía, que es una casa de campo catalana. El gran ensayista Robert Hughes lo usa como eje para describir la identidad y el espíritu de Cataluña en su gran ensayo Barcelona. Es una detallada pintura de una casa de piedra campestre, un huerto, un corral con animales. Es detallista, muestra lo que él veía, pero sólo puede ser de Miró. Es una mirada única al mundo en el que esa mirada tiene sentido. No es realista, no es impresionista ni primitivista ni surrealista, pero abreva de todas esas fuentes. Muestra una mano segura y una idea clara de lo que quiere pintar y cómo lo quiere hacer.

La masía (que ‘vive’ en la National Gallery) es una de las decenas de pinturas de Miró que rara vez se pueden ver en ‘su’ museo de Barcelona, una construcción mediterránea, solar, planeada por el arquitecto Josep Sert en permanente consulta con Miró. Decenas de cuadros del maestro, como muchos de la serie de las Constelaciones, cielos de óleo cubiertos de extrañas criaturas de colores, a la vez alegres y desconcertantes, nunca antes habían estado juntas en una exposición.

Condenado a la esperanza

En una veintena de salas de los tres pisos del Museo Miró (todas menos tres, una para la colección permanente y dos para el inclaudicable compromiso con jóvenes creadores), se desplegó gran parte de la obra del escurridizo, poco comprendido Joan Miró, desde los paisajes catalanes de la primera época, pasando por los monstruos coloridos de su despliegue surrealista en el París de los años veinte, las deslumbrantes Constelaciones, las pinturas cada vez más despojadas, menos coloridas, de sus años de exilio interior en Mallorca, para terminar con su obra más furiosa: el tríptico ‘La esperanza del condenado a muerte’, telas de un blanco desafiante, desgarradas por una línea negra aparentemente casual y un punto de color, como un destello de luz en la noche.

El régimen de Franco estaba a punto de ahorcar con garrote vil a su última víctima, el anarquista Salvador Puig Antich. ¿Debió el maestro ser más explícito? Puede que una sola de estas telas deje al observador perplejo. Todas juntas dejan claro que el maestro tenía un mensaje. Y que quería transmitirlo sin comprometer un ápice su credo estético. Aunque lleve décadas que lo entiendan.  

Como si se completara un puzle, siempre recordaré como, en esa exposición impresionante, ‘La esperanza del condenado a muerte’ de pronto adquirió un nuevo sentido al ser puesta junto con las Telas quemadas, lienzos pintados de los dos lados y rotos por el fuego, que no mitiga, sino que enfatiza el mensaje.

En todo este recorrido pude percibir con claridad que Miró, bajo sus dibujos aparentemente infantiles, de líneas sinuosas y claras y colores primarios, estaba expresando un mundo interior irreductible, y al mismo tiempo hablándole a su pueblo y a su tiempo.

Miró no se plegó al gusto popular ni a las órdenes de Moscú: tal vez por eso, los niños catalanes hacen hoy en sus escuelas alegres ‘mirós’, y en estos días de otoño soleado, hacen cuadras y cuadras de cola para entrar a la exposición que muestra la obra de un pintor insustituible y demuestra que hay un tercer camino entre la protesta ruidosa y el auto-marketing.   

“Hace unas décadas no podíamos hablar de Miró”, le explica el decano de los críticos de arte catalanes, Daniel Giralt-Miracle, al público del panel que inauguró los actos que acompañaron la exposición. Durante mucho tiempo fue incómodo por su “compromiso moral con la libertad, porque era un hombre que buscaba siempre la libertad individual y la libertad colectiva. Pero no era panfletario: se indignaba con lo que no le gustaba”.  

La mano del cartelista comprometido

Cualquier turista que se encuentre en una calle de Barcelona con una de las innumerables oficinas de la entidad financiera más poderosa de Cataluña, La Caixa, notará que su omnipresente logo – una estrella azul con las puntas redondeadas, un punto amarillo pequeño y un punto rojo más grande en alegre desparpajo, “parece un Miró”.

No lo parece: es un Miró. En los últimos años del franquismo y la inmediata posguerra, el veterano artista se implicó en llenar su ‘país’ catalán de símbolos y apoyos, siempre en su lenguaje visual inconfundible. Así, carteles de Miró protagonizaron la campaña para la aprobación del Estatuto de Autonomía de Cataluña, el primer diario en catalán (el Avui), campañas del Fútbol Club Barcelona durante la transición. En los años setenta y ochenta, no hubo congreso o manifestación por la defensa de la autonomía, la lengua y la cultura catalana que no tuviera su cartel mironiano.

Los carteles de Miró, en los que se ve claramente que tuvo los mismos estándares de calidad que su obra ‘seria’, pertenecen a la parte más fresca y vitalista de su producción: son diseños simples, de una idea básica, con los contornos fuertes y colores primarios.

Coincidiendo con la exposición del Museo Miró, el Museo de Historia de Cataluña dedicó su principal sala temporal a los carteles del maestro. En esas semanas mágicas visité también esa exposición, que se llamó Joan Miró: Carteles de un tiempo, de un país.

En el galpón portuario que aloja el museo histórico informaban, convocaban y gritaban los carteles de Miró. Pero por la proliferación de estatuas, logos y símbolos que siguen decorando la ciudad desde su muerte en 1983 (en casi cada esquina hay una Caixa, en cada quiosco el diario Avui muestra la grafía de Miró) hacen que la exposición pudiera ser vista como la prolongación de la calle.

En el cartel a favor del Estatuto de 1979, Miró dibuja franjas rojas y amarillas – la bandera catalana – como las teclas de un piano, y la frase ‘Volem l’Estatut’ se escapa de la página, como un guiño al observador comprometido. Las dos últimas letras quedan colgando, a un costado, y lo que salta a la vista es un utópico ‘Volem l’Estat’ (Queremos el Estado), el oculto anhelo independentista del pintor.

Pero no todos los carteles mironianos tienen que ver con la ‘patria chica’ del pintor. Por su fama internacional, Miró también fue convocado a realizar el cartel que dio a conocer las campañas de derechos humanos de Amnistía Internacional y las de sitios patrimonio de la humanidad de la UNESCO. En el texto explicativo de la exposición de carteles, los directores del Museo de Historia y del Museo Miró alertan al visitante de un detalle revelador: en ambos carteles las figuras – parches de colores primitivistas – muestran la palma de una mano.

Es la mano del pintor, embadurnada de negro.

En la estética de cada uno de estos carteles, no puede dejar de notarse la mano pintada como un elemento expresivo, potente y personal. Es la marca secreta del artista comprometido.

El legado del maestro tímido

¿Está creciendo el interés por este artista que durante su vida fue difícil de encasillar? “Picasso fue el gran pintor del siglo XX”, dice Rosa María Malet. “Pero Miró será el gran pintor del siglo XXI”.

¿Será realmente así?

Según los críticos, es difícil encontrar en los pintores actuales huellas directas de los gigantescos, carismáticos rivales del tímido Miró. ¿Quién es el nuevo Picasso? ¿El nuevo Dalí?

Sin embargo, si cruzamos la ciudad y nos internamos en el Museo Tàpies, que muestra la obra del más importante pintor de la generación siguiente, o si se visitan las extensas muestras que salas como Caixafòrum o el Centro Santa Mónica dedican al más famoso de los pintores jóvenes, Miquel Barceló, se percibe fácilmente el influjo de Miró: la aparente simplicidad del dibujo, la abstracción que se vuelve forma, los colores terrosos extendidos por las telas, el enraizamiento en el terruño, el uso de símbolos históricos o religiosos como material plástico.

Detrás de un Tàpies o un Barceló está la sombra, callada y firme, de Joan Miró.

Tal vez El segador no se perdió, después de todo.

 

Una versión de este texto fue publicada en el suplemento de cultura del diario argentino Perfil en 2012.

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Roberto Herrscher

Roberto Herrscher es periodista, escritor, profesor de periodismo. Académico de planta de la Universidad Alberto Hurtado de Chile donde dirige el Diplomado de Escritura Narrativa de No Ficción. Es el director de la colección Periodismo Activo de la Editorial Universidad de Barcelona, en la que se publica Viajar sola, director del Premio Periodismo de Excelencia y editor de El Mejor Periodismo Chileno en la Universidad Alberto Hurtado y maestro de la Fundación Gabo. Herrscher es licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires y Máster en Periodismo por Columbia University, Nueva York. Es autor de Los viajes del Penélope (Tusquets, 2007), publicado en inglés por Ed. Südpol en 2010 con el nombre de The Voyages of the Penelope; Periodismo narrativo, publicado en Argentina, España, Chile, Colombia y Costa Rica; y de El arte de escuchar (Editorial de la Universidad de Barcelona, 2015). En septiembre de 2021 publicó Crónicas bananeras (Tusquets) y su primer libro colectivo, Contar desde las cosas (Ed. Carena, España). Sus reportajes, crónicas, perfiles y ensayos han sido publicados The New York Times, The Harvard Review of Latin America, La Vanguardia, Clarín, El Periódico de Catalunya, Ajo Blanco, El Ciervo, Lateral, Gatopardo, Travesías, Etiqueta Negra, Página 12, Perfil, y Puentes, entre otros medios.

 

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