Joana Bonet
Estábamos acostumbrados a utilizar el codo para hablar con metáforas. Empinar el codo, sí, al levantar el brazo una y otra vez apurando vasos y copas, aunque se trate del mismo gesto flexor que hacemos para peinarnos. O hablar por los codos, agitando manos y brazos como síntoma de una verborrea infinita. Luego está el codazo, quizás la expresión más gráfica de este vértice del cuerpo que se transforma en un arma puntiaguda. Los codazos pueden causar perplejidad y encender la rabia, que te expulsen de una oficina o de un partido. Pero los figurados suelen ser mucho más dañinos. La exclusión del otro. La tendencia boyante del linchamiento lo demuestra: en las redes se quiere anular la voz de quien difiere del pensamiento de un grupo, aunque el verdadero agravio se produce cuando los codazos proceden de la envidia y la inseguridad de los tuyos, la consabida penalización del talento.
Paradójicamente, los codazos que antes servían para hacernos sitio y despachar al que nos molestaba sustituyen hoy a apretones de manos y abrazos. Es un contacto ilusorio, muy escenográfico, que intenta expresar acercamiento: hacer chocar algo de nuestro cuerpo sin que se trate de una patada -también se propuso al principio, pero el tendón de Aquiles empezó a sufrir-. Somos bichos raros que abrazamos la costumbre como un narcótico proustiano, capaz de acomodarnos a lo que antes detestábamos. Nuestros agradecidos codos nunca habían estado tan exfoliados.