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Eder. Óleo de Irene Gracia

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El Caín de Saramago

  Querido José:

He leído la larga entrevista que te hacen en La Vanguardia de Barcelona publicada junto a una crónica de la polémica "desatada" en Portugal por tu nueva novela. El periodista, como no podría ser de otro modo, utiliza la palabra "escándalo" para contar las reacciones políticas y eclesiásticas a la publicación de Caín. Supongo que habrá lectores inclinados a lamentar esta nueva manifestación de intolerancia pero yo querría detenerme a celebrar las airadas controversias que excita tu libro. ¿Acaso no es una prueba del poder que todavía tiene la literatura? La susceptibilidad de los custodios de La Biblia -los mismos que durante siglos prohibieron su lectura- nos demuestra que jamás la han leído. Si la hubieran leído, meditado y comprendido, se habrían visto sorprendidos por una creciente y desconcertante sospecha: los redactores de la Biblia no estuvieron tan ajenos como parece al espíritu de José Saramago. Tu Caín, José, contribuye a descubrir el valor de un texto milenario: el autor bíblico que nos relata el comportamiento de la divinidad es un hombre escandalizado. Lo que cuentas de Abraham y Sodoma, por ejemplo. ¿Acaso no es la Biblia la que nos permite conocer un episodio que conmueve nuestra Humanidad y asienta el alcance moral de nuestras dudas? La Biblia es el resultado de una impresionante paradoja: testifica cómo brota, crece y se expande la conciencia del hombre ante un Dios incomprensible. Y sin embargo, esta voz del hombre consternado -intrigado, seducido, convencido y repudiado- se convierte en un libro sagrado. Un libro venerado por una iglesia tan ignorante como mojigata. De hecho, su preocupación ha sido siempre la misma: impedir que el hombre comprenda la Biblia, impedir que el hombre se comprenda a sí mismo. De ahí su enfado con tu libro.



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22 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El muro de Berlín

 Berlín deja una huella profunda en el viajero, de modo íntimo y a veces insólito. Walter Benjamin y Alfred Doblin trazaron esos pasos como el eco que otros caminantes retoman. Aquí el viajero sueña más que en ninguna otra ciudad. Quizá porque Berlin es, en verdad, un mausoleo. Y uno, de paso, se sueña soñado. En este aniversario de la caída del Muro, y para que caigan muchos otros, a algunos amigos les he propuesto este enigma alemán. He aquí sus respuestas, libremente transcritas.

Juan Goytisolo: La arena del desierto

Es cierto que uno sueña mucho en Berlin. Pienso que se debe a que Berlín está construida sobre un lecho de arena. De noche, dormidos, percibimos que la ciudad oscila, se desliza y mece. La arena es una materia similar a la del sueño, hecho a su vez del horror de lo vivo.

Carlos Fuentes: Los lagos de la imagen

Yo creo que soñamos más en Berlin no porque sea un cementerio, como dices, sino porque la ciudad está rodeada de grandes lagos. Son lagos que, de noche, reproducen el cielo como espejos fieles. La noche se hace clara gracias a esos tramos de luz que nos multiplican. En el sueño, vemos esas imágenes entre la luz nocturna. Aunque yo no escribo los sueños que recuerdo sino los que olvido.

Julián Ríos: La leche nocturna

Los meses que pasé en Berlín soñé muchísimo, pero yo no creo que los sueños sean lecturas, creo que deben escucharse. En Berlin, las voces que nos hablan en el sueño hablan turco. En las terrazas del Kreuzberg yo saboreaba la crepitación del lenguaje más terrestre. Y en mis sueños mamaba de esa fuente propicia.


Alfredo Bryce Echenique: Los ojos de Nefertiti

Vine a Berlín porque me dijeron que aquí estaba la Nerfertiti. Tomé un taxi, que resultó conducía un peruano, y le dije: Lléveme a ver a Nefertiti. Me llevó a una casa de ventanas ciegas, más allá del barrio árabe. Le aclaré que ella estaba en un museo, que era una reina egipcia. Por fin la vi, pero fue un encuentro antidramático. Ella no está acabada de hacer: el escultor que la perpetuó, seguramente un esclavo enamorado de la Reina, no le dibujó los ojos para no ser descubierto. Por eso soñamos, para que por fin Nefertiti nos vea.

 

Eugenio Montejo: Dos poetas en la cafetería

Fui en compañía de Antonio Gamoneda, y convinimos en que, después de estar frente a ese busto maravilloso, ya no se podía ver nada más ese día. Bajamos a la cafetería del Museo. Aparte de la belleza, de la estilización fascinante de la figura, me impresionó su cercanía humana, la concepción terrestre del arte egipcio. El egipcio ve a la sagrada mujer de un Faraón con la misma humanidad de una mujer que vende en una tienda del desierto. Sólo la distinguen los atuendos y la dignidad de la pose, pero es también la muchacha que Pound vio en el metro como el súbito temblor de unos pétalos

Héctor Abad: El aprendizaje de la filosofía

Sobre los sueños te digo algo muy triste para mí: casi nunca los recuerdo. Sé que sueño, pero no sé qué sueño. Y Machado decía que sólo el arte de evocar los sueños es el que hace al poeta, o algo así. Por eso escribo prosa, tal vez. Sin embargo, al poco tiempo de llegar a Berlín, tuve un sueño bellísimo, que recuerdo muy bien: un niño muy pequeño, de unos seis o siete años, se pasó toda la noche dándome clases de filosofía. Supongo que será uno de tus niños muertos; el idioma alemán es filosófico. ¿Sabes cómo dicen aquí "cámara lenta"? Zeitluppe, lupa del tiempo.

 
Diamela Eltit: El muro de Berlín

Soñé, en Berlín, con el muro de Berlín. En mis sueños todavía está, pero al despertar sé que ha sido derribado hace tiempo. Fui, como todos, a comprar mi pedazo de muro. Me vendieron en un sobre una estría del supuesto muro, con un sello de autentificación: "Éste es un fragmento verdadero del muro de Berlin". Berlin hace indistinta la verdad del muro y la falsificación turística del muro. La primera es del orden del sueño: la verdad es soñada. La otra, del simulacro: el precio de lo residual.

Antonio Cisneros: Monólogo del insomne

Me convertí en Berlín, al caer de la noche, en un insomne radioescucha de onda corta. Y terminaba, aburrido y errático, recorriendo sin cesar el dial del aparato en pos de alguna palabra reconocible. La BBC de Londres, Radio France y las emisiones en lengua española de Viena, Tirana o Budapest fueron voces de arrullo en esos siniestros duermevelas donde maldije, más de una vez, el siempre bien ponderado ocio creador de los helenos.

Antonio José Ponte: El hilo del habla

En el Museo de Arte de Berlin me encuentro con una magnífica serie de estelas aztecas.

Un sacerdote vestido de tigre sujeta a su victima mientras le corta, de un tajo, el hilo de habla que ondea bajo su boca, circula sin peso y se apaga. El sacrificio humano no es aquí estrellarle la cabeza ni sacarle el corazón: es cortarle el habla. En mis sueños soy el sacerdote, soy la víctima, soy la frase cortada. Y escucho que alguien sentencia: "Ha dejado de hablar." Despierto, salvado por una sílaba.

 

Agustín Fernández Mallo: Informe a la Academia

Fui a Berlín a estudiar la lengua alemana pero me asaltaban unas pesadillas en las que hablaba sin pausa en alemán. Entendí que uno no aprende alemán, vuelve a nacer en ese idioma. El alemán se apodera de tí y te obliga a traducirlo todo, como si todo fuese transparente menos el alemán mismo, que es intraducible. Sospecho que por eso hay tantas malas novelas en español que ocurren en alemán. Y tuve miedo de hablarlo porque todos los otros idiomas, incluso el mío, me hubiesen abandonado. Ya casi no lo sueño, pronto lo habré olvidado.

Imma Turbau: Las puertas del infierno

Pensé que el Grito de Munch no se debía al horror de Europa sino al de la ciudad: ocurre exactamente en una calle como ésta, ante un puente vacío. Un autobús pasó a mi lado y se detuvo en la esquina. No iba nadie en él y tampoco nadie lo esperaba. Pero el chofer abrió las puertas. Quedé inmóvil, temiendo que se abrían para mi. Pero él sólo cumplía su deber: se detenía en cada paradero, donde nadie lo esperaba, y abría sus puertas. Pronto las cerró, y pleno de nada, siguió su ruta vacía. El Grito viaja en bus.

 
Matilde Sánchez: Einbahnstrasse

Libro A-Z. Durante la noche siguiente sueño con Anzorena, el amigo de mi padre. Lleva túnica y birrete de juez...está de pie, en medio de la corte, extiende algo, un paquete. Es un libro. Cuando lo abro compruebo que es el viejo libro de fotografías de la guerra que he comprado esa misma tarde. (La ingratitud)

 

Libro-ciudad. En mi versión la lectura se aproximaría al estilo de un paseo fortuito de un inmigrante que descubre su ambiente...Un relato como una ciudad en laberinto, donde se pasara una y otra vez ante las mismas fachadas sin reconocerlas ni dar con la salida, al principio azarosamente y después de acuerdo a un método establecido, una ruta interna como sólo podía ofrecer Berlín, con un principio y un final. (La canción de las ciudades)

Juan Francisco Ferré: Ver Berlin

Fui a la Ópera a ver las ubérrimas valquirias wagnerianas pero no quedaba un asiento libre y me ofrecieron una entrada para ciegos. Todo está irreversiblemente ordenado, como en una pesadilla: yo pagaría la mitad por sentarme al lado de un ciego, que se sentaría frente a una de las columnas casi al final de la platea. No necesitaba, claro, ver a Wagner. Pero yo tendria que llevarlo a su casa esa noche. Me tocó en suerte una ciega, de anteojos de pedrería brillante y peluca violeta. Es la condena de Fausto, me dije, resignado.

Jorge Carrión: Último hombre en Berlín

Vi parado en una esquina con las manos en los bolsillos a un hombre soñoliento. Parecía un trabajador temporero, seguramente agrícola. Tú eres español, le dije, adivinando. Se sobresaltó. ¿Y se puede saber qué haces?, le pregunté. Nadar, respondió. ¿Cómo que nadar? Es el intransitivo de nada, dijo, sin ironía. Desperté, en una esquina de Berlín, conjurado.



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22 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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EN DEFENSA DE LOS OCIOSOS

 

 

Casi nunca estoy ocioso. Estoy leyendo. Escribiendo. A veces pensando, bebiendo, hablando. Incluso haciendo otras cosas. Pero no me recuerdo ocioso. Y me encantaría. No hacer nada. Preferir no hacerlo. Pero no estoy preparado.

 

He recibido cinco pequeñas joyas de una de esas pequeñas grandes editoriales. De esos editores que hacen los libros a mano. Que cuidan cada uno como si fueran únicos. La editorial se llama Gadir. Y ha comenzado con el muy querido Robert Louis Stevenson, el hijo del farero, el añorado Tusitala de Samoa. Son libros para llevar en el bolsillo, para lectura corta y placer largo. El de Stevenson se llama "En defensa de los ociosos". Los otros son de Pessoa, Carlo Dossi, Emerson, Gasquet.

 

La lección ética y vital, el pequeño ensayo de Stevenson recoge el diálogo de dos ingleses conocidos:

"Boswell: Estar ocioso resulta aburrido.

Johnson: Eso sucede, señor, porque como los demás están ocupados, nos falta compañía; más si todos estuviéramos ociosos, no resultaría aburrido; nos entrtendríamos los unos a los otros"

 

Y el mismo Stevenson escribe: "Estar extremadamente ocupado, ya sea en la escuela o en la universidad, ya en la iglesia o el mercado, es un síntoma de deficiencia de vitalidad; una facilidad para mantenerse ocioso implica un apetito católico y un fuerte sentido de la identidad personal"

 

Me gusta pensar en mis ratos de ocio. Ahora me tengo que escapar al sur. Vuelvo en un rato.



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22 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La moda

No crean nada que relacione directa o indirectamente la moda con la situación económica o social. Las faldas no suben cuando la bolsa sube ni bajan cuando la bolsa baja. Estas señales no sirven sino para forzar una interpretación racional de un fenómeno tan arbitrario como es la moda. Toda moda es retro y toda moda se inspira en lo que antes fue fealdad. Convertir el pasado en presente y lo feo en hermoso es el desafío interior del mundo de la moda, su pugna intestina y continua en la que intervienen todos los factores propios de la sastrería que, como bien ha demostrado su  historia, constituye lo más libre y estrafalario que se pueda imaginar.

En la vida del vestido, las ropas llegan al principio para abrigar pero a continuación cada prenda establece sus principios. ¿Vuelven las hombreras? ¿Se llevan las botas? ¿Prima el color berenjena? Todo intento de asociar los factores de la moda con otros fenómenos de su entorno históricos suelen ser tan cursis como idiotas.  Si hay moda es precisamente gracias a que nadie es capaz de relacionarla ni predecirla y, por tanto,  puede mantener el alma de su temporada infinita: la novedad.



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22 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Katyn sin Auschwitz

Uno a uno, con un tiro en la nuca. Así hasta 21.857. La flor y nata de la oficialidad polaca, pero también millares de profesionales de toda condición. La élite de un país que no quería conformarse a su desaparición y al reparto de sus despojos entre Alemania y la Unión Soviética, las dos grandes potencias que lo habían ocupado en septiembre de 1939. Sucedió en la primavera de 1940, en los mismos días en que las cárceles y cuarteles de la España franquista se habían convertido también en un matadero de hombres, ejecutados también por razones políticas aunque de significado contrario.

El exterminio se realizó a propuesta de Beria, en carta dirigida a Stalin, fechada el 5 de marzo de 1940, y clasificada como ultrasecreta. El escrito ordena a la NKVD (la policía de Estado soviética) que juzgue en tribunales especiales, sin comparecencia de los detenidos y sin acta de acusación, mediante la mera producción de certificados de culpabilidad y que "se les aplique el castigo supremo: la pena de muerte por fusilamiento".Meses más tarde, el 22 de junio de 1941, Hitler invadió la Unión Soviética. De los más de 22.000 polacos detenidos por los soviéticos 448 se salvaron del exterminio, fueron amnistiados y se integraron en el ejército polaco en el exilio al mando del general Anders. Los soviéticos y el propio Stalin se hicieron los locos respecto al ejército polaco aparentemente esfumado, hasta que los alemanes dieron la primera noticia del crimen cuando llegaron a Smolensko y descubrieron unas fosas comunes en el bosque de Katyn.Tres fueron los campos de ejecución, pero sólo en Katyn, donde se asesinó al aire libre al pie de las fosas, quedaron evidencias suficientes de la matanza. Goebbels convirtió el descubrimiento en un arma propagandística, que le permitió neutralizar las noticias que empezaban a llegar sobre los campos de exterminio nazis. La reacción soviética fue salvaje: reconocer Katyn como el crimen soviético que era se convirtió en signo de colaboración con el nazismo. Los aliados actuaron sumisamente ante el dictador soviético: tanto el Roosevelt admirado por Obama y los progresistas como el Churchill adorado por Aznar y los neocons se sumaron al negacionismo de Katyn para complacer a su aliado.En España, en cambio, se supo la verdad en seguida; verdad de un lado sin la verdad todavía más terrible del otro: a los españoles de los años 50 y 60 se les contaba una historia de Europa en la que estaba Katyn pero no Auschwitz. Lo contrario de lo que les sucedía a los otros europeos y americanos, que sabían de Auschwitz sin Katyn. En la historia soviética era peor: ni Auschwitz ni Katyn, todo confundido en la Gran Guerra Patria contra el nazismo con un solo héroe llamado Stalin; ni eran judías las víctimas de los campos, ni eran soviéticos los verdugos de Katyn.La documentación probatoria, con la carta de Beria incluida, fue guardada celosamente en los archivos del PCUS, sin que tuvieran noticia de ella más que los máximos responsables soviéticos. Gorbachov eludió todas las peticiones para su publicación, incluidas la del general Jaruzelski, pero no pudo impedir que la perestroika lanzada por él mismo terminara haciendo luz sobre la matanza. En 1988, finalmente, Moscú admitió la responsabilidad de su policía de Estado en el crimen, aunque la presentación de las disculpas no se produjo hasta octubre de 1990. El día en que cedió el poder a Borís Yeltsin, en diciembre de 1991, le entregó personalmente la carpeta que contenía la carta de Beria a Stalin, con una indicación: "Temo que puedan surgir complicaciones internacionales. Pero eres tú quien tiene que decidir". En 1992, Yeltsin entregó la documentación al tribunal supremo de la Federación Rusa para que la adjuntara al proceso contra el PCUS como organización criminal, así como al presidente polaco Lech Walesa.Se conoce casi todo de Katyn. Los nombres de los ejecutores y los responsables, los móviles del crimen y los documentos probatorios. Nadie ha sido acusado y ni siquiera interrogado en Rusia acerca de todo ello. Andrzej Wajda hizo hace dos años un filme estremecedor, que ahora se ha estrenado en España. Pero en la Rusia de Putin, la niebla cubre de nuevo la memoria del estalinismo. No es extraña la inquietud actual de los polacos.Katyn tiene la misma edad que los hechos de similar crueldad cometidos por unos españoles contra otros españoles. Pero nuestro Tribunal Supremo ha querido procesar a Baltasar Garzón, el juez que quiere saberlo todo sobre aquellos crímenes. Es Katyn sin Buchenwald, Mauthausen y Auschwitz, todavía.(Fuentes: La matanza de Katyn, de Victor Zaslavsky y A puerta cerrada. Historia oculta de la Segunda Guerra Mundial, de Laurence Rees, también resumido en el artículo Katyn de la revista Claves de Razón Práctica, nº 191).



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22 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Apocalypse Love (2)

Pero las osadías no son nuevas para Fresán, que lleva ya casi veinte años revolviendo avisperos. La edición original de Historia argentina data de 1991, e irrumpió en la narrativa local como una explosión cuya onda expansiva dista de haberse extinguido. El aprendiz de brujo sigue siendo un gran cuento, full stop. Javier Moreno dijo hace no tanto que Historia argentina contenía in nuce todo aquello que desde entonces Fresán ha ido y seguirá desarrollando, del mismo modo en que The Beatles (es decir, el álbum blanco) contiene todo lo que la música pop y aledaños han venido desarrollando desde 1968. Pero quizás sea necesario ser todavía más preciso y decir que, de todos sus relatos, El aprendiz de brujo, con su relectura de Malvinas a mitad de camino entre Salinger y los Monty Python y su apelación el episodio de Fantasia en que Mickey desata fuerzas que no puede controlar, sigue siendo sin duda alguna el Big Bang (Moreno dixit, nuevamente) del Fresanuniverso.

         (¿Será este el lugar más adecuado para sugerir que El fondo del cielo es la novela en que Fresán controla, por fin, las tormentas que  desató aquel riff inicial? Seguramente no. Así que volveré sobre el asunto más adelante.)

         Desde entonces Fresán no hizo otra cosa que irritar el establishment literario local al tiempo que generaba, en sus lectores, una adoración que sólo suelen despertar las estrellas de rock. (Salvando la distancia, claro, en materia de ganancias y de disponibilidad de groupies.)

         Admito que a menudo sus viajes me dejaron girando como un trompo. Recuerdo llegar al final de, por ejemplo, Vidas de santos, y preguntarme de inmediato qué era eso -qué clase de criatura literaria acababa de rugir, o de balar, o de bramar (¡o todo a la vez!) ante mis ojos.

Pero ni siquiera cuando me quedé afuera (y Fresán plantea el juego literario sin grises: o entrás, o te lo perdés) dejé de creer que estaba en presencia de un autor en cuya huella debía perseverar. Porque Fresán poseía dos elementos que sólo tienen los grandes.

En primer lugar, una visión. En algún sitio definió lo suyo como irrealismo lógico, en contraposición a ya-saben-qué. Suena ocurrente, como tantas cosas que dice o escribe, pero de adoptar la etiqueta estaría enfrentándome nuevamente al riesgo del reduccionismo. Ni siquiera sirve decir que Fresán podría ser el hijo rocker de Kurt Vonnegut, en tanto heredero de la iconoclastia, el millaje acumulado como frequent flyer de todos los géneros, el sentido del humor y la voz "monologante y confesional" que no tarda en darnos la bienvenida a la fiesta de su locura. No: contentémonos con decir que Fresán es un original, lo cual en estos tiempos marketineados hasta la exasperación es casi lo máximo que se puede pretender de un escritor.

En segundo lugar, Fresán ha sido fiel a esa visión. Aun cuando esa fidelidad amenazaba con convertirlo en un paria, en alguien que escribía cosas que no se parecían a nada de lo que se estaba publicando, y peor todavía: a nada de lo que tenía éxito.

Alguien dirá: seguramente no pudo hacer otra cosa. Tal vez. Pero en un medio que está lleno de armiños que juegan a ser perros, Fresán es consciente de que nació quimera, y quimera morirá.

 

(Continuará.)

 

 



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21 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La razones de José Alejandro

Nadie conoce mejor los mecanismos de la censura en Cuba que quienes escriben en los pocos periódicos de tirada nacional. La prensa se ha convertido aquí en una profesión escabrosa que obliga a medir los adjetivos, sopesar los temas y esconder muchas veces la opinión personal en aras de conservar el empleo. Es una decisión de vida ser un periodista de los medios oficiales, lo sé, pero también conozco algunos que se han quedado atrapados en los vericuetos de la complicidad, esperando ese día en que puedan escribir lo que piensan. De aquella redacción del periódico Juventud Rebelde donde trabajó Reinaldo hasta 1988, queda muy poco, pues la mayoría de sus colegas de entonces viven hoy en Miami, México y España. Otros se han retirado de la profesión, desengañados ante la abortada glasnost y los consecutivos llamados a la crítica, que terminaron por ser un cebo para los más atrevidos. José Alejandro Rodríguez sobrevivió a todo eso y lleva su batalla personal en la sesión ?Acuse de recibo?, donde publica las cartas de los lectores con sus reclamos e interrogantes. Cada vez que leo su cruzada contra el burocratismo y lo mal hecho, percibo el conteo regresivo que probablemente culminará con su silenciamiento profesional. Hace unos días, José Alejandro no pudo más. Sacó de sí todo lo que tenía acumulado sobre la ?excesiva centralización? a la que está sometida la prensa en esta Isla y condenó el secretismo que rodea las decisiones gubernamentales. En su artículo ?Contra los demonios de la información secuestrada? se palpa el verbo de un hombre honesto que todavía cree en la posibilidad de humanizar el actual sistema a través de la transparencia informativa. Discrepo sana y respetuosamente con él, pues lo que se ha desarrollado sobre la base de esconder, condenar y filtrar no puede sobrevivir a la luz clara que emana de un periodismo incisivo y libre. Las tres cuartillas de su arenga duraron apenas unas horas en la versión online de JR. El artículo fue secuestrado por los sagaces halcones de la ortodoxia, quienes conocen bien el peligro de una Nación que comienza a enterarse de todo aquello que le esconden. Una copia del artículo ?Contra los demonios de la información secuestrada? se puede leer aquí.



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21 de octubre de 2009
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El derecho a irse

A veces conviene irse de Madrid, o de cualquier otro lugar donde uno viva. "Le droit de s´en aller", el derecho a escaparse o simplemente salir del sitio fijo donde se está, era, para Baudelaire, uno de los derechos humanos que -escribiendo él mucho antes de la existencia de la ONU y otras org.com- los ciudadanos tendrían que reclamar a sus mandatarios. He vivido la mayor parte de mi vida en Madrid, y precisamente este verano he cumplido mis treinta años de residencia ininterrumpida en la capital, en la que ya antes, de estudiante universitario, había residido cinco cursos, y a la que volví después de pasar casi una década en Inglaterra. Salgo en viajes cortos o largos siempre que puedo, aunque eso, por supuesto, lo comparto con la mayoría más o menos pudiente, que se desplaza para hacer turismo o para cumplir un trabajo. Al alivio del irse le corresponde, no siempre simétricamente, la dulzura del volver, pues la añoranza de la propia cama o de algún ser querido puede ser más poderosa que el perderse extramuros.

Desde fuera, la ciudad en la que vivimos adquiere perfiles extravagantes, o eso he sentido yo en las muchas semanas pasadas en Valencia. Las conversaciones telefónicas con los amigos, las noticias locales madrileñas que leía cuando algún visitante traía las ediciones del periódico compradas antes de salir de viaje, las imágenes televisadas de algún suceso o evento (la Noche Blanca, por ejemplo) en calles y espacios cerrados que conozco bien y frecuento, me daban la sensación de que la vida diaria, ‘mi' vida diaria más regular, trascurría sin mí con la misma rutina o desorden o ruido o jarana que posee cuando, día tras día, yo la co-interpreto con ese reparto de millones de madrileños. Cosas que me he perdido y cosas de las que me he librado. Me he perdido el espectáculo teatral ‘orwelliano' de Tim Robbins, un artista plural al que admiro y con el que desayuné (él mucho más copiosamente que yo) una mañana inolvidable en el Hotel de las letras de Gran Vía. Tampoco he podido acompañar en sus estrenos teatrales a Sancho Gracia (‘La cena de los generales'), Carlos Hipólito (‘Don Carlos') y Toni Cantó (‘El pez gordo'), tres magníficos actores amigos de quienes no me querría nunca perder nada. En el otro plato de la balanza, veo con alivio que cruzar la calle Serrano, un itinerario para mí frecuentemente inevitable, sigue siendo más peligroso que adentrarse en la jungla del Amazonas, o lo que quede de ella.

Recibir esas impresiones madrileñas desde Valencia ha tenido para mí otro valor añadido, pues salgo de una familia de una valencianidad genéticamente pura, dentro de la que yo mismo, por el destino de nacer 200 kilómetros al sur de la capital de la Comunidad, soy el más ‘alejado'. Mi madre nació, con todos sus hermanos, mis tíos, a tres kilómetros de donde escribo esta columna, mi padre y mis abuelos eran de Sueca, y en las cercanías de ese pueblo arrocero he rodado planos de una película que dirijo. Tengo desperdigados por el resto de la comunidad a la totalidad de mis ‘relatives', con excepción de mi hermano, otro largo residente de Madrid.
La capital del Turia ya no debería llamarse así, pues el río Turia no pasa, con sus aguas alguna vez arrolladoras, por la ciudad, habiendo en su cauce ahora jardines, fuentes, canchas de tenis y sendas para los corredores y practicantes de la bicicleta. A medida que uno sale del centro sin dejar la antigua ribera fluvial, el cauce está más seco y sólo adornado en sus paredones desnudos con mensajes de amor de los grafiteros -unos seres muy sentimentales, pese a las apariencias-, casi todos ilegibles desde la altura de nuestra mirada peatonal. Sin duda Dios sí los ve.

Tengo con Valencia una relación de la que el Dr. Freud podría haber sacado mucho partido psíquico. Por la hondura y densidad de mis raíces, yo iba a menudo a la capital del Antiguo Reino, y al niño aquella monumentalidad de su centro histórico le impresionaba entonces menos que otras opulencias más frondosas y hasta chillonas: las frutas de cerámica del Mercado Central, las ‘mascletás' de las fiestas de San José, y los propias fallas, que eran mucho más hiperrealistas y grandiosas que las que por San Juan se plantaban en Alicante. En esos viajes, mis padres hablaban el valenciano con los suyos, y mis hermanos y yo quedábamos, entendiéndolo casi todo, un poco excluidos de esa lengua atávica que a nosotros no nos enseñaron. Desde fuera, Madrid se me aparece como un lugar añorado, a ratos ajeno, como lo son las ciudades que se desconocen, aunque estoy seguro de que cuando en pocos días regrese la encontraré igual de levantada y extenuante, igual de entretenida. Y al poco de estar en ella viviendo allí todas las horas del día, me habré merecido, como ustedes, mi derecho humano a huir de ella a la primera ocasión.

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21 de octubre de 2009
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Un buen corazón puede llevar al crimen

Sorprende el elevado número de parricidios que se está produciendo. Sólo la semana pasada creo haber contado tres. Es una figura clásica. Un hijo (nunca una hija) mata a sus padres con un hacha, machete o catana, y luego trata de suicidarse o queda estupefacto ante los cadáveres hasta que los vecinos dan la alarma. Al cabo de dos o tres telediarios alguien dice que el asesino tenía problemas mentales o que sufría de esquizofrenia. Uso las palabras de la tele.

    En un reciente artículo, mi neurólogo favorito, Oliver Sacks, habla de los antiguos asilos para lunáticos (así se llamaban), grandes palacios creados, los mejores, durante el barroco. Eran admirables fábricas que aún impresionan por su grandeza y dignidad, en donde se acogía a los enfermos mentales con cargo a la municipalidad, mediante previa y colosal donación de algún magnate. Los testimonios que han quedado hablan de lugares muy bien organizados y en donde los locos recuperaban parte de su dignidad y podían, por lo menos, evitar las agresiones del populacho.

    Estos grandes asilos se transformaron en centros administrativos a lo largo del XIX, se tecnificaron y perdieron la capacidad de cuidar a los enfermos de un modo piadoso. Se convirtieron en almacenes o prisiones para ciudadanos superfluos. Las condiciones de la reclusión comenzaron a ser atroces. En el siglo XX siguieron degenerando y con la generalización de la química psiquiátrica empezaron a vaciarse. Lo peor sin embargo llegó a partir de 1960 cuando notorios intelectuales de buen corazón pusieron los derechos del enfermo por encima de lo que estos pudieran preferir. Por ejemplo, se les prohibió trabajar en el asilo con la excusa de que era una explotación. Muchos enfermos enmudecieron para siempre al asumir su inutilidad. Los más radicales (los italianos), vaciaron los manicomios para que los enfermos se integraran en sus familias. Las calles se llenaron de vagabundos desesperados y la criminalidad creció espectacularmente.

    A veces el narcisismo de la bondad puede ser más peligroso que el terrorismo.

 

Artículo publicado el sábado 17 de octubre de 2009.

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21 de octubre de 2009
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I. Juventud, divino tesoro…

En el cuadro La fuente de la juventud de Lucas Cranach, que se  conserva en el Museo Estatal de Berlín,  ancianas decrépitas son llevadas en carromatos hasta el borde de un estanque de aguas milagrosas, y tras entrar en ellas salen del otro lado, jóvenes y bellas otra vez, para ser conducidas por pajes a unas tiendas donde reciben ricos ropajes, y ya vestidas se entregan de nuevo a la fiesta del mundo en un verde prado donde hay mesas ricamente servidas, y caminos floridos por los que se pierden con amantes tan jóvenes como ellas.

            El sueño de la eterna juventud se parece al sueño de la inmortalidad. Las aguas providenciales no sólo devuelven a los viejos las carnes lozanas, sino que el milagro obrará cuando veces sea necesario, hasta la eternidad. Es lo que pretendía Juan Ponce de León cuando siendo gobernador de Puerto Rico escuchó decir que a leguas de allí se hallaba esa fuente de la juventud urdida en las historias más antiguas: el agua de la vida a la que se llegaba tras atravesar la tierra de la oscuridad, que ya estaba en el Libro de las maravillas del mundo de Juan de Mandeville y en los escritos acerca del Preste Juan.

Soplaron en el oído ambicioso de Ponce de León la noticia de que un cacique anciano había recuperado de tal manera sus fuerzas gracias a aquellas aguas, que pudo emprender de nuevo "todos los ejercicios del hombre, tomar nueva esposa y engendrar más hijos". Armó entonces una expedición para ir en busca de la fuente maravillosa que le daría juventud eterna, y al mismo tiempo en busca de la riqueza infinita que le depararía la industria de vender juventud embotellada.

 

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21 de octubre de 2009
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El Boomeran(g)
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