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Diferencia material: el verbo en sus dos polos

 

“E hizo Dios (kai epoiesen ho Theos) el hombre (ton anthropon). E imagen de  Dios ( kai eikona Theou) lo hizo (epoiesen auton), varón y fémina (arsen kai thelu) los hizo (epoiesen autous)”. Génesis 1. 27.

Evoco este pasaje fundamental de nuestra cultura, apuntando como se verá a una controversia que juega un papel importante en la escena política actual.

Empecemos por el texto. No cabe racionalmente discutir sobre si el verbo se hizo carne, pero siendo, como es, indiscutible que nosotros representamos una singular vida de la cual emerge el verbo, cabe perfectamente preguntarse cómo tal cosa ocurrió. Cabe preguntarse por la razón de que en el registro genético se operara esa revolución por la cual a los instintos que reflejan simplemente la tendencia de la vida a perseverar, se sumó el denominado por Pinker "instinto de lenguaje", tendencia no tanto a conservar la vida, como a conservar una vida impregnada por las palabras. Y he tenido múltiples ocasiones de señalar en este foro el carácter subversivo de este nuevo instinto, que se refleja en el hecho de que puede llegar a no ser compatible con los instintos directamente vitales, tal como sucede cuando, bajo amenaza de tortura o muerte, un ser humano no traiciona convicciones forjadas en la complicidad de una palabra compartida.

Apostar por una legitimación genética de la hipótesis según la cual el hombre, y sólo el hombre, posee un dispositivo que lo hace vehículo del lenguaje, equivale a apostar por el peso de las palabras, sin por ello hipotecarlas buscando su matriz en un ser trascendente. Apuesta de la cual es indicio la disposición de espíritu de narradores y poetas en el acto creativo.  Nuestra condición de seres de palabra posibilita que, con plena lucidez, podamos sentir que nos motivan objetivos no subordinados al mero persistir; sentir que la finitud inherente a los entes naturales, y por consiguiente también a los seres vivos, siendo lo inevitable, no es sin embargo lo único que cuenta.

Y vuelvo al texto del Génesis que ponía en exergo a fin de puntualizar algo que tantas veces ha sido olvidado o relegado, a saber, la intrínseca polaridad que supone el hecho de que el lenguaje haya surgido desde la animalidad, o en la metáfora bíblica que la palabra se haya encarnado. En el origen contenido único de Dios, el Verbo decide tener contrapunto de sí mismo en la naturaleza y en la vida. Y a fin de reconocerse en esta alteridad, proyecta su propia imagen en los dos polos del hombre, haciendo que varón y fémina sean asimismo Verbo (“varón y fémina -arsen kai thelu- los hizo”) Y ya que tantas veces la interpretación de la Biblia recurrió al aristotelismo de forma abusiva, me permitiré respecto a este texto evocar una distinción fundamental establecida por el Estagirita.

La diferencia específica en el seno del género de los animales permite diferenciar a un ser humano de un chimpancé. Pero ¿qué es lo que permite diferenciar a Sócrates de Calias, es decir, a un individuo de otro individuo, en el seno de la especie humana? Obviamente esta diferencia no es específica, no es una diferencia formal y en consecuencia no es cabalmente inteligible, puesto que la intelección es para Aristóteles precisamente la especificación. Mas entonces, ¿por qué no confundimos a Sócrates con   Calias? Pues por la percepción de una diferencia material (por oposición a formal), la cual está sometida a arbitraria variación.

Nótese que esta concepción de la diferencia entre individuos no está muy alejada de lo que se podría sostener desde la genética actual. Hay partes del ADN que no codifican proteínas y que tienen la característica de la iteración. Sean dos Individuos I1 e I2.  Un importante rasgo diferencial entre ellos es que, si comparamos las secuencias repetitivas que se dan en uno y otro, encontramos puntos de coincidencia, pero en ningún caso encontramos identidad. La inmensa variabilidad en el seno de este ADN repetitivo sería una de las causas de que un individuo sea diferenciable de cualquier otro por una suerte de marca digital genética. Estas secuencias repetitivas no parece que reporten para el individuo ventaja alguna desde el punto de vista de la selección. Su única utilidad aparente (como la diferencia material aristotélica) es la de ofrecer un criterio para aproximarse a la captación de ese límite del conocimiento que constituye para Aristóteles el individuo. Pues bien:

La diferencia material aristotélica concierne principalmente a la distinción entre individuos, pero no exclusivamente. Así cuando no confundimos al ser humano Marco Antonio con el ser humano Cleopatra, en razón de que el primero es varón y la segunda fémina, estamos asimismo estableciendo una diferencia puramente material. Ahora bien, la diferencia eidética, la diferencia formal o específica, es la que para el Estagirita tiene no sólo importancia epistemológica sino dignidad ontológica.  En consecuencia, en el seno general de la animalidad la diferencia entre macho y hembra sería poco relevante, pues lo que cuenta es la cualidad que especifica, que hace una especie frente a otras especies. La cosa es sin duda problemática tratándose de la animalidad en general, donde las variables esenciales son de orden biológico, pero tratándose de la especie humana lo secundario de la polaridad se incrementa por el hecho de que, en este caso, macho y hembra no son polos de una especie entre otras, sino polos de la única especie en la que se da esa emergencia que supuso el Verbo.

Si en lugar de las palabras que cierran el anterior párrafo, decimos “la única especie en la que proyectó el Verbo” se evidencia que el relato bíblico es simplemente una portentosa metáfora de la excepcionalidad de nuestra condición.  Y un apunte al que aludía al principio: la concepción de la diferencia varón -fémina como meramente material quita peso a la actual disputa entre los que defienden una concepción de la feminidad en la que cuenta mucho la disparidad genética y los que la relativizan.

Y un segundo apunte relativo a la traducción misma del texto bíblico.  El término sustantivo  hombre designa en nuestra lengua  a la vez al ser humano (como homo  en latín) y al varón (como vir en latín), siendo el contexto el que muestra el sentido en cada caso.  Tal sustantivo posee en nuestra lengua sinónimos, pero obviamente los sinónimos no son siempre absolutos, ni siempre intercambiables. En ciertos casos hombre puede ser susttuido por personaser, o cualquiera de los  términos sinónimos que ofrece la RAE. Pero en otros casos tal sustitución simplemente distorsiona la idea que se trata de expresar. Si en razón del carácter no inclusivo de la segunda designación se renunciara al uso de “hombre” para designar la humanidad, estaríamos simplemente debilitando el universo potencial de la significación.

 

 

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19 de diciembre de 2024

'Un brazo muerto del río' de Mikolaj Grynberg ( Acantilado, 2024)

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Mikolaj Grynberg: los profundos silencios y las heridas indelebles de la Polonia judía

¿Qué ha quedado de la cultura judía en Polonia? Es más, ¿cuántos judíos residen todavía allí? ¿Y los que se quedaron o regresaron, así como sus hijos (se calcula que la comunidad judía asciende hoy a unas decenas de miles de miembros), qué vida llevan? ¿Cuál es su relación con el resto de los polacos? ¿Cómo les afecta el fantasma del Holocausto y el antisemitismo latente? ¿Prima el silencio? ¿La reconciliación? ¿La suspicacia? ¿Y qué opina la diáspora de ellos, de los judíos polacos, y de Polonia?

Son treinta y una viñetas, separadas por evocadoras fotografías en blanco y negro, las que Mikolaj Grynberg (Varsovia, 1966) construye a modo de micromonólogos dirigidos a un entrevistador fuera de campo -pista tras pista acabamos por entender que es el propio Grynberg-, y tratan de dar respuesta a estos interrogantes, a partir de historias concretas, centradas, sobre todo, en la segunda generación nacida durante la guerra o después.

La capilaridad del trauma

Testimonio a testimonio (aunque estamos ante una obra de ficción, podría considerarse una síntesis de los tres volúmenes documentales previos del autor, con entrevistas a supervivientes y sus descendientes) se va perfilando la cultura judía polaca contemporánea, sus heridas indelebles, sus profundos silencios: "¿Te das cuenta de que vives en un brazo muerto del río? El caudal ha ido haciendo meandros, un brazo ha quedado aislado y se ha ido secando. ¿Lo ves? ¿O quizás no quieras verlo?".

Se sabe cuándo empiezan las guerras, pero no cuándo acaban. Sus consecuencias desbordan a la generación que las vivieron, más todavía cuando van ligadas a un genocidio. Grynberg nos muestra la capilaridad del trauma: padres que ocultan su experiencia a sus hijos, o que esconden su identidad judía a su entorno -se siente como una maldición que no se quiere traspasar a los vástagos-, o que no cuentan lo que les ocurrió a los abuelos, generando así un misterio que los nietos sienten como una carga insoportable a pesar de todo.

Antisemitismo actual

"Muchos sobrevivieron para dar su testimonio; yo, para guardar silencio", dice una viejecita de Lódz. No solo quedan dañadas las relaciones intrafamiliares -hijos que descubren en la edad adulta, por ejemplo, que sus verdaderos padres murieron en los campos-, sino que también se exponen ciertos odios entre judíos por no haber sabido reaccionar a tiempo, o defenderse, así como la doble estigmatización si se es judío de origen alemán, además.

Y de mar de fondo: esos comentarios y actitudes antisemitas que emergen entre los polacos no judíos, tanto en la época soviética -"de otro modo nos habríamos convertido en una colonia de Israel"- o ahora: "Dígame, ¿por qué tienen ustedes los judíos esa manía de embrollarlo todo?", leemos en el primer monólogo.

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17 de diciembre de 2024
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Un asunto de familia

 

Desde los tiempos de la independencia las constituciones políticas en América Latina se escribieron en un lenguaje a la vez sobrio y solemne, en el que resonaban los ecos de la declaración de los “derechos naturales, inalienables y sagrados del Hombre” proclamada en Francia por la Asamblea Nacional en 1789, resumen de todo el espíritu de la ilustración; y se articulaba el estado democrático en base a la clásica división de poderes ejecutivo, legislativo y judicial, herencia del pensamiento de Montesquieu y de la ejemplar constitución de Estados Unidos votada en 1787 en la convención de Filadelfia.

La constitución de Nicaragua no se apartaba de este modelo, afianzado tras el triunfo de la revolución liberal de 1893, y aunque a lo largo del siglo veinte hubo varias constituciones, la separación de poderes persistió invariable, aún bajo la dictadura de la familia Somoza, que se cuidaba de las apariencias legales, aunque lo controlaran todo en un solo puño, ministros, diputados y jueces.

Es la constitución que yo estudié en la escuela de derecho, letra muerta en su mayor parte, y si alguien no conociera la realidad que el país vivía, con un “hombre fuerte” a la cabeza, como en la prensa de Estados Unidos se llamaba entonces a los dictadores, habría tomado fácilmente Nicaragua por un país democrático, con plenas garantías ciudadanas, libertades públicas aseguradas, elecciones libres y alternancia en el poder.

La mano del legislador, por mucho que fuera animada por los hilos del titiritero desde arriba, se movía sobre el papel con elegancia de estilo, y se atenía a las formas. Ahora se acaba de aprobar una reforma a la constitución tan vasta, que equivale a una nueva, donde no solo se ha roto toda contención del lenguaje para dar paso a una retórica disonante y exaltada del peor gusto, sino que el estado mismo pasa a ser un verdadero esperpento, sin maquillajes ni escondrijos.

Al menos, podrá decirse que, fuera las máscaras y caretas, el régimen pasa a mostrarse como verdaderamente es, cerrándose toda brecha entre apariencia y realidad. La torpeza del lenguaje constitucional responde a la torpeza del estado que describe.

Los poderes independientes del estado desaparecen y hay una sola entidad suprema, la presidencia de la república, de la que dependen los “órganos” legislativo, judicial y electoral. ¿Para qué andarse con falsas apariencias?, parece decirnos el amanuense disfrazado de legislador. Ahora la constitución misma proclama que los magistrados y jueces son nombrados por la presidencia, de la cual, entonces, dependerán las sentencias y fallos judiciales; y como el órgano legislativo también depende de la presidencia, a la asamblea de diputados sólo le toca pasar leyes a voluntad de la presidencia. ¿Y las elecciones?  El “órgano” electoral depende de la presidencia, y, por tanto, la presidencia tiene la última palabra en el recuento de los votos. Mayor claridad, ni los cielos en un día de verano.

De la presidencia depende el ejército, y depende la policía. Y los gobiernos municipales. Y todo lo demás. No hay resquicio; “la presidencia de la República dirige al Gobierno y como jefatura del Estado coordina a los órganos legislativo, judicial, electoral, de control y fiscalización, regionales y municipales, en cumplimiento de los intereses supremos del pueblo nicaragüense”.

Otra novedad: “la presidencia”, entidad autárquica y suprema, colocada por encima de toda falibilidad, tiene carácter bicéfalo, compuesta por un copresidente y una copresidenta, ambos con iguales poderes. Una constitución, como se ve, hecha a la medida. Pero se queda un pequeño paso atrás, y no se establecen (por el momento) los nombres y apellidos de la pareja de copresidentes, tal como la constitución de Haití de 1964 declaraba presidente vitalicio al doctor François Duvalier “a fin de asegurar los logros y la permanencia de la Revolución Duvalier en nombre de la unidad nacional”.

Pero se da por supuesto que ya se sabe de qué pareja se trata, y sobra por lo tanto agregar tanto detalle. No hay otra pareja. El legislador, incensario en mano, la declara pareja vitalicia, y no se preocupa de responder al enigma de qué pasará en el futuro a falta de esta pareja. Sólo responde que, si uno de los dos falta, el otro se queda con todo.

Una constitución matrimonial, por primera vez en la historia de América Latina, que presupone la avenencia de la pareja que manda por partida doble. Ya sabemos que el sastre obsecuente ha cortado la constitución a la medida de la pareja, según la pareja misma se lo ha ordenado.  No se puede imaginar a ninguna otra sentada en el doble trono.

Todo trono es hereditario, y pasa de padres a hijos. Pero, la zalamería pudorosa del legislador no ha contemplado la sucesión dinástica, y ya quedará para una nueva constitución resolver la manera en que el poder habrá de transmitirse por derecho de sangre. A lo mejor hasta se les ocurre establecer de una vez por todas una monarquía revolucionaria, antioligárquica y antimperialista.

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16 de diciembre de 2024
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El arañazo

Me permito el atrevimiento de pausar el hilo recorrido en este almanaque de mis lecturas para compartir algo diferente, tal vez más desenfadado ante la pesadez de las festividades: El arañazo, un relato que escribí hace unos meses con el que me divertí mucho y que espero disfrutéis.

Hace ya varias noches que se despierta abruptamente, presa de un sobresalto desagradable; la sensación de tener dos dedos -el índice y el corazón de una mano ajena- apretándole la boca del estómago, justo en medio del vulnerable valle que dejan las costillas. La propia orografía del torso recibe con calidez la intención de perforar la piel: una oquedad en la carne, abriéndose paso hasta los indefensos órganos internos, una succión mullida ejercida desde dentro, un hambre suave y viscosa, una sensación canina. Se toca el hueco, justo por debajo del plexo solar: hay una huella. Recorre la marca que ha dejado la presión invisible y alargando el brazo que le queda libre, cubriendo toda extensión abarcable de la cama, busca su presencia, movida por la necesidad de tocar algo que palpite; las sábanas suaves oliendo a tabaco y provocándole un estremecimiento placentero. Quiere contarle que ha vuelto a pasar, que el poltergeist sigue aquí, con ellos. Acaricia el vacío, no está ni siquiera un poco cerca: hace ya varias noches que duerme en el sofá.

Se levanta sin encender luces, tratando de recordar la disposición de los objetos que conviven plácidamente en su habitación. Identifica los muebles con facilidad; sus cantos blancos reflejan la penumbra, y cuando los ojos se acomodan a la oscuridad puede ver sus contornos refulgentes, como animales dormidos dibujados por finos tubos de neón. El reclamo publicitario de un túnel de lavado protagonizado por un elefante. Lo que hay en el suelo dificulta el andar; túmulos indistinguibles albergando civilizaciones, restos orgánicos, un grinder, zapatillas extraviadas buscando a sus parejas, probablemente demasiado lejos las unas de las otras para que su neumático silbido sea perceptible. Procura deslizarse entre los cascotes a la manera de los murciélagos, prácticamente ciega pero con la atención puesta en percibir el eco inaudible de la materia, esperando que le rebote en los tobillos y pantorrillas. Ya no quiere despertarle, y conoce bien la ligereza de su sueño. La puerta que da al salón está entornada, y la mala costumbre de no cerrar ninguna persiana -hábito que ni siquiera las madres fueron capaces de doblegar-, juega ahora en su favor.
El bulto que yace estirado donde solían practicar siestas entrelazadas, irremediablemente fuera de su elemento, se asemeja ahora a un pedazo de madera arrastrado por el piso, mudanza forzada y forjada bajo la esperanza del cambio: la promesa de un inesperado y optimista giro de guión; también la de tirarles un guante a los vecinos del piso de abajo, que dinamizan los domingos aburridos a base de exabruptos chauvinistas y entrechocar de porcelanas. Gallegaaaaaa es que galleeeeegaaaaa tenías que ser, ¡Estáis todas locas!

Menudo como es, de aparente hombría desmigada, no ocupa el espacio que se le presupone. Se afina el oído para disfrutar unos segundos de su breve ronquido de alimaña que sueña, de nariz aguileña, de gurruño; la espalda mansamente arqueada, gritándole a la cara una caricia que no merece, el espinazo abocetado queriendo reventar la piel. Se pregunta si soñará con el agravio, si es la culpa tratando de escaparse por su garganta lo que escucha, y espera, llenándose lentamente de amargura, gotero venenoso, que así sea. Observa su pelo negro y lacio, a veces pelirrojo, lleno de remolinos insolentes; una vez le dejó cortárselo, y al acordarse del resultado de aquél teatrillo de la domesticación tiene que contener la carcajada que le asoma entre los dedos. Una pulsión reptante y sibilina se le enrosca por los pies y la clava al suelo con una leve descarga: la ternura abriéndose paso entre los lodazales de la cólera, el deseo empapando la tierra añeja, agrietada y seca y llenando sus surcos, devolviéndole la elasticidad; la moldeable plasticidad del barro. Desposeída, sin ningún control y llena de agua, viaja al recuerdo de la tarde en la que se enfadó tanto tantísimo ante la insistencia y el refriegue masculino, pasando del no estoy por la labor al eres un animal, pero aún así dejándose hacer, permitiéndole el alivio porque no se le ponen barreras al campo. Y después el placer. El ruido del velcro al separar la tela de la pulpa provoca que la masa antes inmóvil se dé la vuelta con un suspiro entrecortado, sus párpados cerrados mirándola con lo que, de poder ver a través de las membranas, sería la inspección congelada de unos ojos como aceitunas. Es tan guapo que podría asfixiarle: la idea cruzando las autopistas del pensamiento, tantas veces recorridas en un circuito cerrado e infinito; tantas veces el impulso homicida del requiebro, la ingobernable tentación de morderlo hasta hacerle sangrar y llenarse los labios de hierro viejo, el amor agarrotándole la mandíbula y afilándole los dientes. No amas si no pruebas la chicha.

En las ocasiones en las que se siente inundada -oleadas de un afecto mal entendido saliéndose por todos los orificios, desbordando cualquier entendimiento-, él parece olisquear el peligro y trata de desembarazarse de la prisión que son sus brazos de la manera menos hiriente que conoce, todavía de una brusquedad dolorosísima que la araña desde dentro. Sabedor de su condición de venerado a pesar de todo, se ha exiliado del dormitorio al salón-comedor, donde parece sentirse como rey en su castillo, protegido por un espacio sin fronteras de pladur ante el desasosiego encerrado en el cuarto pequeño. Pero ahora, ausente, no tiene posibilidad de huida; podría arrinconarle, apretujarle las tetas-esternón contra la cara, ahogarle en un desvelo compartido. Sin embargo, después de sopesarlo por un instante, sucumbe ante los gozos del voyeurismo, consciente de lo inapropiado del espionaje frente a la vulnerabilidad.De nuevo bajo el abrazo protector del edredón, la mujer se toquetea rítmicamente la pisada fantasma sobre su abdomen, preguntándose si el ectoplasma que la acecha cuando se acuesta no será el mismo que ahora ignora con desdén su presencia durante las horas diurnas.

La mañana parece traer consigo una quietud inusual; todo sigue en su lugar correspondiente. El desorden voluntario continúa en estado de gracia y perfección. Hábilmente delineados, los perímetros del caos permanecen intactos. Nada se ha movido, nadie ha desatado su furia provocadora contra el irremediable e involuntario inmovilismo de las demás habitantes del domicilio.
No ha venido a buscarla a la cama, haciendo gala del esperado anhelo balsámico y reparador, un gesto inocuo que diera pie al comienzo de su pequeña liturgia diaria y permitiera relegar al cajón de las cosas sin importancia los acontecimientos del fin de semana. No ha registrado su melena con los dedos, cuidadosamente preservada de la electricidad estática mediante un trenzado estrecho y tirante a prueba de garras y enredos, él siempre a la caza del mechón más fresco y de su escalofrío: se le cae mucho el pelo y cualquier precaución es escasa, tan pobre como su densidad y volumen. Tampoco le ha buscado insistentemente la boca, hocico contra hocico, como suelen hacer nada más despertarse y a pesar de las tragaderas estancadas de la fase REM; un almizcle plomizo que parece provocarles más ansia que repulsa. Ha apagado la alarma fija de su remugar, previa ingesta de la dosis adecuada de gasolina, pero la casa no huele ni a café ni a pan tostado.

Se despereza con la elasticidad de una babosa y barre el habitáculo con la vista en menos de 3 segundos: un espacio de apenas 45m2. Lo que cualquier portal inmobiliario denominaría como ‘diáfano’ -menuda capa de maquillaje cuarteado, de tosco gotelé, piensa- le da los buenos días, desprovisto de toda humanidad. La saludan con sorna las torres de platos y vasos chapoteando en la bañera sucia de la cocina, felizmente impregnadas de su propia mugre. Es el mes de mayo y el alba brilla sobre la copas de los chopos que apenas cosquillean los marcos de las ventanas: debe de haber salido al diminuto balcón desubicado, el único espacio desde el cual pueden ver el cielo y al que se accede a través de un amorfo y desproporcionado cuarto de baño (los antiguos propietarios abandonándose al doble placer de ennegrecer su epidermis mientras expulsaban todolomalo). En días que apuntan soleados como hoy es habitual encontrarle sentado en el taburete, las palmas apoyadas en el banco que hace las veces de mesa, estudiando ornitología o simplemente observando la danza estática de las nubes, dejándose calentar. La mujer recuerda: en una ocasión su terapeuta le recomendó iniciarse en las complejidades de la meditación así, mirando hacia arriba, después de confesarle que era incapaz de mantener los ojos cerrados sin que le dieran espasmos en los párpados, el sistema simpático como cuchillo jamonero. ¿Qué estará pensando? ¿Le dolerá todavía el guantazo?¿Hasta cuándo durará esta contienda silenciosa y absurda? Echo de menos su mordisco. Venga, ve a decírselo, dale una sorpresa.

Se desliza en calcetines peludos por el suelo laminado hasta el límite del embaldosado, imbuida por un espíritu antiguo, el aliento de quien se sabe tan letal como imperceptible; asomándose por el quicio pintado de blanco aséptico (Pantone 000C) puede vislumbrar la cristalera abierta, la silla infinitamente multiplicada del Ikea, el hule palidecido sobre el que reposa un cenicero rebosante de colillas. Extremidad jugueteando con un cigarrillo imprudente, quizá funambulista, cabeza chafada contra la cerámica. Él sigue sin percatarse de que está siendo observado, sumido en las abluciones del polvo y del polen, bañado por la conversación de los gorriones que anidan en las ramificaciones próximas; antes cualquier crac, frús-frús, ñeeec, cualquier onomatopeya casi silenciosa le habría hecho correr hacia ella, antes hubiera buscado su compañía por encima de la de los pájaros. Se da cuenta, fue demasiado dura; ningún alma salvaje y despierta se queda donde prevalece el castigo. Es mejor que no lo intente, que no diga nada, dejar que sea él quien dé el primer paso hacia una aproximación, ella ya había cumplido con su parte: le pidió perdón incluso con la voz extraviada -se daba un aire a Ariel, todo hay que decirlo-, le besó hasta casi la babosidad las plantas desnudas llenas de pelusas, de miga de galleta, de hilos desprendidos de la alfombra; le arrastró hasta la cama, rogándole que no la dejara sola, jugando la carta de la bebé asustada acosada por fantasmas. Pero su indiferencia no nacía a borbotones, imparable, fruto de una intención malvada e incontrolable, punitivista: era verdadera, una cueva sembrada de carámbanos atravesándole las pupilas, espadas inquebrantables incluso frente al bosque ardiendo que son sus interiores, azotados por un huracán caprichoso. Niñaseñora desencola la cara de la puerta dejándose un cacho pegado. Rebusca en el bolsillo de su pantalón de chándal y mira la hora en el reloj de la pantalla: todavía puede intentar dormir durante un rato más.

Se levanta entrado ya el mediodía de la misma forma en la que ha despertado en mitad de las tinieblas: agarrándose la camiseta a la altura del diafragma, la boca poco abierta para la cantidad de aire que le falta. Se escucha un repiqueteo rápido en suelo de falsa madera, como si estuviera lloviendo dentro. Hay un mechón de pelo sobre la manta y otro suspendido a medio milímetro de su muslo izquierdo, una nube negra cargada de agua sobrevolando un trigal. Al salir del cubículo, el paisaje que le espera con la mano abierta le cruza la cara de un sopapo: un Holocausto vegetal. Arbustos, plantas y flores desahuciadas, troncos hechos jirones, loza cortante y amenazadora. La rave y la rabia. Los únicos embellecedores posibles de los espacios genéticamente insalvables están decididamente devastados, un mar de turba se filtra por las juntas del suelo. Ni siquiera las cuerdas deshilachadas que cuelgan del techo podrían hacer pasar el asesinato del Potus por un suicidio. Se le derrama por las orejas una fiebre furiosa, la cara como una piruleta y el morro encerrando el grito encapsulado de la Sirenita; transformada en pelota de Pinball, rebota de pared en pared enloquecida, presta a agarrarle del pescuezo y ejecutar un tributo a Carl Andre. La venganza más pasivo-agresiva que ha experimentado jamás. Violencia vicaria. Atraviesa el lavabo fuera de sí, recogiendo extremidades verde bosque verde prado verde francés amarillo naranja marrón, dispuesta a lo peor; arranca la cortina para descubrir un balcón desocupado, el suelo sembrado de pitillos, las aves cacareando, mientras desde lo alto de la alacena, con los ojos Manzanilla a media asta y una sonrisa socarrona que deja entrever unos colmillos de vampiro doméstico, él se atusa los bigotes y se arranca las uñas recién afiladas en el cataclismo con un ronroneo motorizado y feliz.

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12 de diciembre de 2024

La actriz Lola Herrera representando Cinco horas con Mario-1979

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La larga sombra de Cinco horas con Mario

 

Leitmotivs

En Cinco horas con Mario el teatro de la vida se dobla como en Hamlet. En la obertura y el epílogo asistimos al teatro del mundo, y en el monólogo de la viuda al teatro de la intimidad. En el teatro del mundo reina la objetividad de la tercera persona, y en el teatro de la intimidad reina el yo desbocado y propio de monólogo interior. Por ambos teatros, de naturaleza sofocante, circulan las repeticiones y los leitmotivs, que le dan a la novela cierto aire musical y creando una espiral: la espiral de la emoción pero también la del conocimiento, pues en cada nuevo regreso de los temas principales se añaden nuevos elementos de información, que permiten conocer cada vez mejor a los personajes de este drama familiar.

Autopsias

He hablado del yo desbocado de la viuda, y al hacerlo me asalta una pregunta. ¿El monólogo de Carmen es una narración desde el yo o una narración desde el tú, como en La modificación de Michel Butor? La mejor respuesta sería decir que nos hallamos ante un monólogo donde el yo y el tú se reparten, de forma más bien beligerante, todo el territorio de la narración de Carmen.

La genialidad de Delibes, y su originalidad, es haber colocado un cadáver ante el personaje que habla, de ese modo el monólogo halla un centro inmóvil desde el que poder desplegar toda clase de variaciones sobre el mismo tema, como en una compleja y alucinante pieza de jazz, el jazz de la conciencia herida y enloquecida. En el interior mismo de esa pieza tan reiterativa como musical se van a llevar a cabo tres autopsias: la de Mario, la de Carmen y la de la sociedad en la que les ha tocado vivir.

A las tres autopsias indicadas cabe añadir una más: la de la misma novela. Fue Ortega el que dijo que una novela es una autopsia cuando el autor, en lugar de referir “lo que el personaje es”, consigue que “lo veamos con nuestros propios ojos”. Lo que define una autopsia no es la operación de descuartizar un cadáver sino el hecho de que esa operación es vista, es observada y claramente constatada por el forense. En Cinco horas con Mario no hace falta que el autor nos describa el mundo en el que viven los personajes ni hace falta que los defina. Están presentes, los vemos, los oímos: parecen circular en torno a nosotros. El autor evita los juicios morales o de otra índole: les basta con dejar que hablen a los personajes, que hablen unos de otros y de sí mismos. Tampoco hace falta que nos presente a Carmen. Nos basta con asistir a su monólogo para ver con precisión quirúrgica su parte viva y su parte muerta.

Narración oblicua

Antes de que apareciera Cinco horas con Mario, el lector podía encontrar novelas en primera persona donde el narrador hablaba de sí mismo, como en El Lazarillo, o hablaba fundamentalmente de otro, como en El gran Gatsby. El resultado de ambos procedimientos podía ser muy irónico, pero esa ironía se duplica en Cinco horas con Mario por la sencilla razón de que el narrador principal, además de hablar del otro, habla mal. Carmen no se dedica a hacer ditirambos de Mario. Lo suyo es más bien la antiapología, consiguiendo un efecto bumerán muy parecido al que Esquilo consigue en Los persas, pues en ambos casos se trata de hacer hablar al enemigo, y Carmen está hablando de Mario como de su marido, cierto, pero también como de su enemigo mortal, en un último y extenuante enfrentamiento con él. El retrato que recibimos de Mario es un negativo que se positiva en la mente del lector, que hace de cámara oscura.

De la incomunicación

Uno de los problemas a los que nos enfrenta Cinco horas con Mario es el abismo de la incomunicación, a través de la figura emblemática de la mujer que habla sola en la noche, o que habla ante alguien que ya no puede responder a sus preguntas ni aliviar su angustia existencial.

Carmen y el difunto parecen haber conformado un matrimonio que, visto desde fuera, podría resultar ejemplar, pero observado desde la interioridad de la mujer que habla, que vomita, que se irrita y se revela contra el muerto, sospechamos que siempre se interpuso entre sus almas y sus cuerpos el demonio de la incomunicación. No hablan la misma lengua, nunca la hablaron. Lo comprobamos al escuchar a Carmen y al detectar en ella algo parecido a una oblación de la conciencia crítica, que tendría mucho que ver con otra clase de oblaciones que se dieron trágicamente en las mujeres de su generación, circunstancia que convierte la novela en un análisis invertido de un momento fronterizo en nuestra historia social y moral, por lo que tiene de inauguración de un tiempo nuevo y de clausura de otro. El desgarro entre lo que se apunta y lo que fenece divide el alma de Carmen y colma de penosas contradicciones su discurso. Por un lado está su queja de mujer esclavizada que, como diría Adorno, se le ha “inutilizado” su belleza, y por otro lado se obstina en defender unos límites que ni le corresponden ni corresponden ya a la sociedad que la rodea. Más que anclada en el pasado está crucificada en él.

Cuanto más nos sumergimos en su monólogo, más nos sentimos evolucionando en una ciénaga de peces ciegos, que se cortan el paso unos a otros, se rozan, se atraen y, sobre todo, se repelen. Un universo líquido y a la vez lleno de redes que aíslan a los individuos, un pantanal lleno de compartimentos estancos del que ni siquiera los saca la muerte. Por un lado se observa cierta fluidez pulsional, cierto discurrir soterrado de todas las pasiones del cuerpo y del alma, y por otro lado se detecta una gran rigidez en el pensar y en el discurrir de los seres, que rara vez llegan a comunicarse, que rara vez llegan a expresar su materia y su conciencia, y que a pesar de su obstinación en ocultar lo que discurre por debajo, nunca llegan a lograrlo de verdad, creando movimientos muy desconcertantes bajo la bruma espesa de sus existencias.

Esa capacidad de narrar la imbricación entre el fondo y la forma de los personajes, entre el río subterráneo y el río manifiesto, hermana a Delibes con Faulkner, y da a algunas de sus novelas una hondura abisal.

¿Se están comunicando desde algún lugar o en algún lugar los personajes de Cinco horas con Mario? La maestría objetiva y objetivadora de Delibes está en presentar, en el seno mismo de la estructura Carmen/Mario, el grado más elevado y dramático de incomunicación, anunciado ya en el desencuentro mortal de la noche de bodas. ¿Quiero con ello decir que todo en ellos es incomunicación? En modo alguno. Somos todos peces en una misa pecera: habitamos la misma sustancia en la que a menudo no es fácil separar la atracción de la repulsión, las fuerzas desintegradoras del odio de las fuerzas integradoras del amor, como se ve continuamente en la novela.

De la conciencia

Seguramente son muchas las etapas que conducen desde el estado en que un ser humano afirma su existencia al estado en que afirma su conciencia. Entre uno y otro momento angular hay muchos escalones, y quizá solo son posibles los encuentros profundos con los seres que experimentan los mismos estados angulares entre la existencia y la conciencia. Todo lo demás se reduce a desacuerdos tan definitivos y aplastantes como pueden ser los acuerdos. Pero no nos asustemos ante semejante fatalismo. Acabo de traducir a román paladino pensamientos que nos llegan desde el mundo de los pitagóricos, en Occidente, y de los budistas, en Oriente. Se trata de formas mitológicas, más que filosóficas, de explicar los encuentros y los desencuentros que jalonan nuestras vidas, y que se hacen bien presentes en Cinco horas con Mario y en el mundo retratado en la novela: un mundo lleno de escalones sociales, férreamente defendido por los que más se benefician de él, pero también un mundo lleno de escalones morales y escalones de conciencia que niegan, desde su mecánica interna y externa, la raíz misma de los escalones sociales y su siniestra permanencia. Esa lucha encarnizada de pulsiones e ideas, de prejuicios y de juicios, de fuerzas mayores y menores, de sentimientos encontrados y encontradas aversiones, de deseo y de conciencia es muy frecuente en la narrativa de Delibes y alcanza uno de sus puntos más álgidos en Cinco horas con Mario y en su última novela, El hereje. Dos caras de una misma moneda, dos tiempos de una misma melodía en la que venturosamente se implican la conciencia del narrador y la conciencia del lector: bodas químicas que solo puede propiciar la gran literatura existencial, esa que halla en Miguel Delibes uno de sus más entrañables y lúcidos maestros.

Delibes empezó su carrera con una novela muy bien escrita que fue dejando una sombra tan larga como su título, pero más larga es todavía la sombra de la novela que acabo de comentar. La he vuelto a leer y ha sido como si la leyera por primera vez. No he notado su vejez, solo he notado su aliento, sus prodigiosas elipsis y sus silencios, su tempo exacto y rítmico: su desnudez, su sencillez, su modernidad y su clasicismo.

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12 de diciembre de 2024
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Mercedes Roffé

Resistí. Insistían. Tenía entonces una corte de asesores, de lectores avezados sería más justo y menos pomposo, que me aconsejaban, que conducían mis lecturas y, todos, o al menos una buena parte de ellos, recomendaban a una poetisa argentina muy bien pertrechada, pero yo no podía, no conseguía dar el paso, saltar esa barrera que supone aceptar la recepción del libro y, no digamos, hojearlo. Un apellido, el suyo, insoportable, pastoso, pretencioso, con resonancias catalanas, que anulaba cualquier aproximación, mas alguien, el más tenaz de los lectores avezados, me hizo llegar, subrepticiamente, un poema de esa mujer, y caí en la trampa; un poema magnífico a cuya excelencia se accedía, de modo genial, mediante sólo dos piezas de alta calidad, un sintagma, que la poetisa, sabia, experta, repetía al encabezar cada estrofa, y un término, perdido en el magma poético, un término pasado, antiguo, ramplón, pero extraordinariamente hábil, que convulsionaba la totalidad del texto, le daba razón de ser. De hecho, ese fue un día espectacular, alumbrado por el perdón a un nombre humano (nombre de pila más primer apellido, el segundo se ocultaba) y por los descubrimientos del sintagma repetido y la palabra chocante. Tres elementos capitales que movían el poema, que movían el mundo. Me olvidaba: el sintagma era ‘Caída no hubo’; la palabra suelta, ‘nena’; el poema, el octavo del libro Las linternas flotantes; la autora, Mercedes Roffé (Buenos Aires, 1954).

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11 de diciembre de 2024

'Perdidas en el bosque' de Margaret Atwood (Salamandra, 2024)

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Conquistas de señoras mayores

 

Los últimos relatos de Margaret Atwood, recogidos en el volumen Perdidas en el bosque por la editorial Salamandra y la excelente traducción –como ya nos tiene acostumbradas, aunque no deja de superarse en cada una de sus entregas– de Victoria Alonso Blanco, toman forma en su mayoría a través de un grupo de señoras mayores que han alcanzado a lo largo de su vida muchas conquistas. No alardean de ello, o si lo hacen, es con ese estilo propio de la aclamada escritora canadiense en el que la ironía siempre acaba situando un paso por delante a la narradora y, a su vez, a la lectora.

En femenino porque los mejores cuentos de un conjunto irregular tienen mucho de encuentro íntimo entre mujeres, a pesar de que la intimidad es algo valioso que corresponde proteger incluso de los más allegados, que nunca llegan a estar tan cerca que puedan resultar invasivos. La defensa de la propia experiencia del yo es la que acaba constatando la vida y la existencia cuando ya ha pasado el tiempo y las apariencias, las obligaciones o veleidades han perdido el significado y la importancia que parecían tener. El agotamiento, la pérdida y el duelo llegan con una ironía que se sobrepone a cualquier nostalgia porque de nada sirvió negarlos ni siquiera en los momentos más dulces.

Las mujeres de edad avanzada que habitan los relatos de Margaret Atwood han venido a legitimar el cansancio. Y a reivindicarlo. Al final quedan los recuerdos y, en el mejor de los casos, el prestigio si es que se ha sido capaz de realizar algo meritorio; cuando lo más ansiado ya es la recompensa de las sensaciones más inmediatas. La naturaleza reclama la parte que le debemos. Las reflexiones de Nell, Lizzie, Myrna o Chrissy nos podrían haber llegado a través de un simposio internacional de académicas y eruditas, o bien mediante una reunión de amigas que se han encontrado para atender a una de ellas que está enferma de cáncer. Leerlas a través de la visión de Atwood puede ser una invitación a la calma de la asunción de la derrota cuando ya no es necesario acumular artículos, ponencias o amantes, aunque jamás se renuncie al juego de la seducción o a la alegría de entender palabras nuevas. El sosiego del atardecer y la sabiduría de esperarlo, observarlo y alargarlo, que dure y que su sabor sea intenso.

Volver constantemente sobre sabores y sensaciones pasadas es una de las obsesiones del duelo, muy presente en esta recopilación de cuentos. Margaret Atwood parece haber escrito para aprender a vivir con la ausencia, de la misma manera que la madre-bruja de la protagonista de “Mi maléfica madre” le asegura a su hija que su padre no las abandonó, sino que ella lo convirtió en un gnomo de jardín para que siempre pudiera disfrutar del paisaje y la caricia del viento. La niña lo creyó, hablaba con la figurita, incluso le pedía consejo y permiso hasta ser una joven crecidita, cuando al fugado le dio por reaparecer. Porque las decisiones y actos de los demás siempre son impredecibles. Por eso, conviene estar abrigadas y tener un lugar cómodo donde descansar.

Junto a las voces femeninas, aparece la del padre ausente que regresa del hechizo que lo mantenía convertido en un gnomo de jardín, la del suegro silente de quien muchos años después se descubre que también pudo haber tenido una vida interesante y desconocida para su propia familia, la del marido fallecido e incluso la voz de George Orwell, en una conversación inventada con la autora que, aunque llama la atención, no es lo más logrado del libro. Nada hay de doctrinario ni de condenatorio, pero con las diferencias en la capacidad de comunicarse de estos hombres o en sus silencios y sus distancias Margaret Atwood sí está poniendo sobre aviso. Ya hemos visto que siempre acaba llegando el momento en que las certezas pierden tersura. El único consuelo –una gran conquista– resida, tal vez, en la aceptación de lo que reclama de verdad la naturaleza.

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8 de diciembre de 2024
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La terrorista que inventó nuestras pesadillas

 

Reseña de "Letras torcidas: un perfil de Mariana Callejas", de Juan Cristóbal Peña (Colección Vidas Ajenas, Ediciones Universidad Diego Portales, edición de Leila Guerriero, Santiago, 2024)

Por fin el buscador de historias logró encontrar un personaje escalofriante cuya ambición está a la altura de sus propios sueños literarios.
El periodista Juan Cristóbal Peña viene publicando desde hace casi dos décadas libros, perfiles, crónicas y reportajes que se internan en las vidas y los escritos de represores letrados, pero ninguno como la protagonista de su último libro. Y es que, a la vida y la obra de Mariana Callejas, cuentista y agente de la policía política de Pinochet, se le puede aplicar con justicia eso de que ‘si lo inventas suena exagerado’.
Por eso su historia necesitaba una pluma como la de Peña. Pero la historia no era para nada fácil. La mayoría de los investigadores de la negra noche pinochetista se han centrado en algo necesario, pero más esperable: los dolores y anhelos truncados de las víctimas y sus familiares, o en la exposición de los crímenes de los autores intelectuales y ejecutivos de los secuestros, torturas y desapariciones del régimen.
En cambio, lo que ha distinguido la fecunda y prestigiosa obra de Peña es algo más espinoso y complejo: hurgar en las heridas de infancia, las ansias de figuración y reconocimiento intelectual y los impulsos expresivos de “los malos” de la dictadura.
Después de contar en una trepidante novela de no ficción el frustrado intento de Los fusileros de matar al dictador, Peña se ha adentrado en La secreta vida literaria de Augusto Pinochet, su patética búsqueda de reconocimiento que terminó en robar y usar dinero público para hacerse con una biblioteca valiosa y sus plagios para firmar libros intrascendentes.
Y luego, en las no menos patéticas cartas de amor de su verdugo, el jefe de la DINA Mamo Contreras, a su secretaria y amante, en el perfil que escribió para el libro colectivo Los malos (Manuel Contreras: Por un camino de sombras).
El año pasado, para los 50 años del Golpe, se adentró en la trayectoria del brillante y malvado propagandista Álvaro Puga como intelectual en las sombras del régimen (El primer civil de la dictadura, publicado en Anfibia).
En la mirada de Peña, todos estos personajes tienen en común un pasado de abusos y ninguneos, y un desmedido afán de reconocimiento, que los hace contar, en escritos y entrevistas, más de lo que quisieran o debieran sobre sus crímenes y tropelías.
La cara B de los malos es un agujero por el que el autor se interna en sus mentes, en sus métodos y en la mezcla escalofriante de sensibilidad e inhumanidad de estos seres fascinantes y despreciables. Entenderlos (sin justificarlos) es una manera de conocer una época y una forma de pensar y actuar que tiene dolorosos paralelos con el presente.
Letras torcidas da un paso enorme en esta búsqueda del autor de esos malvados con veleidades literarias. Porque Mariana Callejas sí, finalmente, es una muy buena escritora, porque sus cuentos, leídos como hace Peña a la luz de su esperpéntica trayectoria criminal, echan luz a una mente desquiciada y su entorno, y porque la doble vida que llevó permite un relato de enorme potencia.
Desde su infancia en Rapel, un somnoliento pueblito del valle de Limarí, pasando por la integración a un grupo sionista de izquierda en Santiago y por un kibutz en el inicio del sueño de un Israel socialista e integrador, siguiendo por una vida aburrida de madre de familia en barrios judíos de Nueva York y la vuelta a un Santiago provinciano en los sesenta, todo llevaba naturalmente a que Callejas escribiera cuentos de soledad neoyorquina y soñadores de la Guerra Fría (lo que hace).
Sin embargo, nada la impulsaba a convertirse en terrorista internacional de la DINA del Mamo Contreras y aliada de fascistas antisemitas europeos.
Pero el encuentro con el jovencísimo técnico reparador de motores norteamericano Michael Townley y su fascinación con el movimiento ultraderechista Patria y Libertad en el gobierno de Allende la hicieron descubrir la fascinación por la aventura, el peligro, la violencia, la acción.
Como una especie de Doctor Jekyll y Míster Hyde, durante los álgidos setenta Callejas fue a la vez una admiradora y émula de Jorge Luis Borges, con su taller literario para jóvenes promesas de las letras en su extensa mansión en Lo Curro y, por otra parte, una sicaria de la ultraderecha, con sus viajes peligrosos a Latinoamérica, Europa y Estados Unidos junto con su marido, para matar a los críticos de la dictadura.
Como una anti-Rodolfo Walsh del fascismo criollo, se lanzó a la aventura sin abandonar en ningún momento su vocación literaria.
Su casa misma de Lo Curro es un símbolo perfecto de ese mundo dual de la dictadura: los salvajes asesinos cruzándose en pasillos con una mezcla de la intelectualidad adicta al régimen, los que buscan inescrupulosamente acercarse al poder, cualquiera sea, y los que no quieren ver ni saber ni sentir lo que pasa a su alrededor.
En un libro que cuenta y reflexiona sobre lo que está contando, un libro que es a la vez relato y ensayo, Peña se pregunta cómo pudieron hacer esos jóvenes aspirantes a artistas de la palabra para no ver lo que el jardinero de la familia Townley-Calleja entendió enseguida.
La declaración judicial del jardinero, junto con decenas de documentos legales, libros, obras de ficción y de testimonios y entrevistas a muchas personas que coincidieron con todas las épocas de su personaje y el lúcido análisis de los excelentes cuentos de Callejas, le dan al autor los mimbres para construir un cuento cierto que abona la vieja idea de que la realidad supera a la ficción.
El libro está poblado por personajes variopintos, multifacéticos: desde el rudimentario y apolítico asesino Townley hasta el astuto y sensible hijo mayor de Callejas, y desde los macarrónicos fascistas italianos que se instalan en la casa familiar hasta los geniales Pedro Lemebel y Roberto Bolaño, quienes ven en la fábula del taller de la escritora agente de la DINA una parábola sobre el lado menos conocido de la dictadura, y de paso de la sociedad chilena.
Para mí, el personaje más interesante es el mentor y valedor de la escritora terrorista: Enrique Lafourcade, a quien Peña se refiere irónicamente como “el Maestro”, un complejo, carismático líder de una presuntuosa secta de elegidos que se creen por encima de la banalidad de los demás y que, a la distancia, provocan en el lector una mezcla de furia, fastidio y lástima.
Letras torcidas, que cuenta con la valiosa edición de Leila Guerriero, es el más reciente ejemplar de la colección Vidas ajenas de la Editorial de la Universidad Diego Portales. Al terminar de leerlo queda la impresión de haber entrado en una vida tan extraña que parece deslumbrantemente inventada. Y a la vez tan cercana que no parece “ajena”, sino dolorosamente familiar.

Este texto fue publicado en noviembre de 2024 en la revista digital Anfibia Chile. 

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5 de diciembre de 2024

Jekyll & Jill (2016)

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Clap, clap

 

“Sé por experiencia que a ciertas horas de los fines de semana, en especial durante el calor, el sonido de este barrio, que es un territorio impreciso donde confluyen Gowanus, Boerum Hill y Carroll Gardens, se puebla de golpeteos nerviosos e irregulares, a veces seguidos de exclamaciones de júbilo o de sorpresa. Es el ruido de las fichas de dominó cuando la mano las apoya desafiantes sobre la mesa. Pienso que es la música de las tardes de verano en esta zona de Brooklyn, pasatiempo masculino y percusión impensada que generaciones de portorriqueños han convertido en ruido propio. Uno camina distraído y va escuchando los claps uno tras otro, parece una cadena de golpes que se reproduce a sí misma, con el fondo de conversaciones sobre nada y grabaciones de salsa a medio volumen.”

Fascinante párrafo de Teoría del ascensor, esa narración memorialista del escritor judeo-argentino Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956 - Nueva York, 2022) publicada, en 2016, por mi amigo Víctor Gomollón García en su editorial zaragozana Jekyll & Jill.

El golpeteo, el repiqueteo, el tamborileo, el tabaleo, son acciones nerviosas, cinéticas pero en especial sonoras, de consecuencias inquietantes y a menudo molestas para el sufrido e involuntario oyente. Quiero recordar al abogado Julián Rodrigo Mazas moviendo los dedos a velocidad de vértigo, golpeando sobre el viejo tablero de roble de la mesa de su despacho, mientras estudia la mejor estrategia ante las infundadas acusaciones que pesan sobre mí por el homicidio de unos cazadores de ciervos. También traigo a colación, y al hilo del relato de Chejfec, el repiqueteo coral e inmisericorde de las claveteadas fichas de hueso sobre el mármol de las mesitas de dominó del Casino Principal de la ciudad oscense de Jaca, mientras, a poca distancia, intento aparentar una buena jugada en la partida de póquer sintético, un farol condenado al fracaso por la proximidad del ruido y la consiguiente poca acertada expresión de mi rostro, tan sensible al estrépito y a la falta de sosiego.

Mas no todo el ruido es dañoso. Ahí está la historia de los dos reclusos que inventaron su propio morse para, a través de un muro, articular los movimientos de una imaginaria partida de ajedrez. Y la de Braulio Estebánez Puti, empleado de la mercería “La Concepción” de mi tía abuela Carmen Madroñales Lupo, diseñador de un código para intercambiar, pared con pared, mensajes de alta carga erótica con la vecina, a la que sus padres tenían encerrada dado el furor uterino que la aquejaba y a la que incluso los satisfyer de última generación, traídos de Liechtenstein, tampoco tranquilizaban. Braulio y Almudena, así se llamaba ella (murió hará poco electrocutada), fueron pues los beneficiarios, durante una prolongada etapa, de la percusión parietal, única vía posible para la práctica de ese espasmódico, brutal, cifrado, pero placentero onanismo solidario. El ruido y la furia.

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3 de diciembre de 2024
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Carlos Fuentes y el mural del tiempo sepultado

 

A las puertas de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, en la que España es el país invitado, y después de que el presidente saliente, Andrés Manuel López Obrador, y la nueva presidente mexicana, Claudia Sheinbaum Pardo, hayan exigido al Rey de España Felipe VI pedir perdón por “las atrocidades cometidas en la conquista de México”, no podrá ser más oportuna la reedición del El espejo enterrado de Carlos Fuentes.

La primera edición de su efusivo mural histórico apareció en la remota efemérides de 1992, coincidiendo con la celebración del Quinto Centenario del Descubrimiento de América y en sintonía con el optimismo propio de aquella época feliz. Carlos Fuentes elaboró entonces una perspectiva inédita sobre el significado de la historia que hoy truena con renovado estrépito. Evitando los lugares comunes tan tercamente asentados y señalando relaciones inesperadas entre hechos desperdiciados, Fuentes sortea la retórica decimonónica, prescinde de las consignas militantes y propone ver el Encuentro y colisión entre dos mundos como la causa de una prometedora hermandad.

Con su proteica, dionisíaca y pletórica imaginación intelectual, el escritor mexicano (1928-2012) rescata la genialidad de los tiempos perdidos e instala en el presente de nuestros dilemas la razón que permanecía desapercibida y sepultada.

Habla Fuentes en primera persona de la España griega, cartaginesa, romana y goda, cristiana, árabe, judía y gitana, de la América olmeca, azteca, maya, incaica y su constelada comunidad indígena, y cita a los mozárabes, mudéjares, muladíes y tornadizos que componen la vivacidad criolla, mestiza y mulata de nuestro efervescente sincretismo.

Con resuelta destreza narrativa, Fuentes orquesta una seductora interpretación de la historia hispanoamericana, deja fuera de juego los rudimentarios discursos doctrinales y despliega una formidable energía de agitación política, literaria y cultural.

Fuentes instala en el teatro del presente las ideas y pensamientos elaborados a lo largo de dos milenios, enlaza acontecimientos dispares y evoca la fuerza tejedora de las grandes obras literarias. Nuestro autor oficia en El espejo enterrado una ceremonia de restauración: convoca el espíritu de Maimónides y el de Blanco White, el de Séneca y el de San Isidoro de Sevilla, el de Averroes y el de Sor Juana Inés de la Cruz, el de Bernal Diaz del Castillo, Fernando de Rojas y el Arcipreste de Hita, el de Cervantes y el de Borges.

Con el trazo firme de los muralistas mexicanos (Rivera, Orozco…) Fuentes dibuja en el telón de fondo del tiempo una deslumbrante escena, un inmenso mural narrativo, la visión panorámica que sustentará la lúcida conciencia de nuestro presente.

Junto a los bisontes de Altamira mugen los toros espantados del Guernica; junto al busto de la Dama de Elche gime la diosa del parto Tlazolteotl-Ixcuina; bajo el rostro sonriente del profeta Daniel, en el pórtico de la Catedral de Santiago, danzan los sacerdotes de Bonampak; entre los toros de Guisando pasea el dios desollado Xipe Topec; la bicha de Bazalote, el toro íbero con cabeza humana, contempla con curiosidad al jaguar de los guerreros Nahuatl; sobre las procesiones de los penitentes sevillanos vuelan los guerreros águila de la milicia mexica; Quetzalcóatl se encarna en la figura del temerario Hernán Cortés; el Boabdil que pierde Granada se encarna en el Moctezuma que pierde México; las brujas de Goya revolotean en las cumbres de Machu Pichu; las mil columnas de la mezquita de Córdoba se levantan en la explanada de Teotihuacán; Rodrigo, el último rey visigodo, pasea en su carruaje de marfil tirado por dos mulas blancas entre las pirámides mayas de Yucatán… En las esquinas del mural se distingue el rostro apesadumbrado de otros personajes: Napoleón, prisionero y cabizbajo en la isla de Santa Elena, lamentando que su penalidad empezara con “la maldita guerra de España”; Francisco de Miranda, el verdadero héroe ilustrado de la Independencia, medita con asombro en su mazmorra después de ser entregado por Bolívar a las tropas españolas; Buenaventura Durruti y Emiliano Zapata pasean melancólicos entre las cabezas olmecas intentando descifrar el significado metafísico de la extraña derrota.

Mientras tanto, en el reverso bélico de la historia, mientras se derrumban y sustituyen ciudades, dominios y caudillos, allí en donde actúan a sus anchas esclavistas, mercenarios, sicarios y estafadores de todo pelaje, el lector de El espejo enterrado reconocerá el sanguinario combate entablado desde el principio de los tiempos contra… nosotros mismos. El impetuoso furor que se desencadena en cada uno de los momentos incontenibles de la penosa historia del mundo.

El espejo enterrado, un ensayo intelectual, literario y político escrito para liberarnos de la condenada herencia, recorre los laberintos del tiempo y rescata los luminosos episodios de una ópera grandiosa. Las escenas de la trágica comedia humana, la bulliciosa emergencia de las voces, gestas y obras que dan cuenta de lo que somos. Es el legado que no pueden comprender, abarcar ni manejar los encargados de redactar las apropiaciones oficiales de la Historia.

 

Publicado en Cultura|s de La Vanguardia



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2 de diciembre de 2024
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