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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Miedo y piedad

Leyendo el libro del helenista Wilhelm Nestle Historia del espíritu griego me he encontrado un pasaje que parece escrito por un historiador del futuro al considerar nuestra propia época. En este pasaje, alusión al mundo helénico del siglo VI antes de nuestra era, se hace referencia a una explosión demográfica, a migraciones masivas, al aumento de comunicación entre países, a un temor sistemático y a "un ambiente moral caracterizado por la general desaparición de la piedad". Aunque no me entusiasman los paralelismos históricos, forzados la mayoría de las veces, me ha llamado la atención la insistencia de Nestle en la presencia del miedo y en la ausencia de la piedad porque, en efecto, creo que ambos fenómenos son simultáneos y se dan con fuerza también en nuestro tiempo.

En relación al miedo, Nestle opina que los textos procedentes del periodo inmediatamente anterior al Siglo de Pericles denuncian una atmósfera inquietante de amenazas que no siempre están justificadas por los acontecimientos que realmente ocurrieron. Esa sociedad que él estudia mediante los escritos de la literatura épica y de la primera filosofía parece atenazada por signos turbadores pese a que, por lo que sabemos, gozó de una notable prosperidad y alcanzó una sobresaliente capacidad organizativa, sobre todo en la polis del Asia Menor. Sin embargo, la riqueza mercantil, el despegue artístico y los prolongados períodos de paz no fueron suficientes para alejar las señales siniestras que, a juzgar por los testimonios que hemos preservado, irrumpían en el escenario en forma de malos augurios y oráculos sombríos. Si es cierto lo que han dejado escrito los poetas, los hombres de ese momento únicamente superaban un temor cuando ya habían abrazado otro.

Una actitud que, saltados los siglos, resumía muy bien un titular reciente del New York Times: ¿A quién hay que temer hoy? El periódico neoyorkino se preguntaba si el terrorismo seguía siendo la principal fuente de nuestro pánico, como lo había sido en los años posteriores al 11 de septiembre de 2001 o si, por el contrario, habíamos ya identificado otras sólidas pistas por las que avanzar hacia nuestro íntimo temor. La conclusión del artículo era que, en cierto modo, el hombre contemporáneo necesita estar anclado en un temor, del tipo que sea, pero no andar a la deriva.

Las oleadas de males augurios y oráculos sombríos de las que se hace eco la poesía griega son recogidos en nuestros días, puntualmente, por los medios de comunicación, los cuales -como también hacía la antigua poesía- cuando ya han agotado los inevitables capítulos dedicados a las guerras y las hambrunas, orientan nuestros ojos y nuestros oídos hacia inesperadas catástrofes que prometen aniquilarnos y cuyos efectos psicológicos persisten más allá de sus manifestaciones reales. No deja de ser curioso que los principales pronunciamientos oraculares de nuestros días se presenten, revestidos de un inapelable lenguaje científico, en los espacios de información sanitaria, cada día más abundantes y cada día más inclinados hacia el reforzamiento de la intranquilidad de los pobres mortales. Sin dioses y sin sibilas que nos asusten a los humanos con sus presagios, soportamos, no obstante, la autoridad de los expertos que emplean sus artes -o malas artes- para confeccionar el catálogo de los inminentes cataclismos. Sólo en la última década los expertos-videntes han construido a nuestro alrededor, con sus epidemias y pandemias, un bestiario que hace palidecer a los monstruos medievales: enfermedad de las vacas locas; gripe aviar, o porcina, llamada luego, bastante absurdamente, nueva.Cuando el monstruo mayor, la serpiente, el terrorismo parece no ser suficiente para mantener la tensión, surgen en el horizonte estos animales mutantes y terroríficos, cerdos, vacas, aves; es decir, nuestros alimentos convertidos en veneno masivo. Nadie sabe con exactitud el grado de veracidad de todas esas noticias. Lo que es seguro es que tras la sombra de una epidemia aparecerá otra, sea porque alguien está interesado en que así se desarrollen los hechos, sea porque como aquellos hombres del siglo VI antes de nuestra era, no sabemos, al menos por el momento, vivir sin el morboso estímulo de la amenaza y, paradójicamente, nos sentimos más seguros cuando podemos preguntar ¿a qué toca temerle hoy?

Es muy posible, por otra parte, que esta obsesión por el temor, convertido en condición para la supervivencia, repercuta negativamente en nuestra capacidad de compasión. El miedo atenaza y acostumbra a disolver la relación generosa con la existencia a la que está predispuesto el que se siente libre de temor o que se enfrenta sin falsedades a la propia inseguridad que genera la vida. Es más: el miedo transformado en ciega cotidianidad, en algo definitivamente asumido e insuperable, puede llegar a borrar la idea misma de piedad, una suerte de trasto inútil del que no se puede hacer uso alguno en una sociedad milimétrica dibujada para la producción y la posesión.

Hace poco, un profesor de historia de la medicina me comentó que tenía grandes dificultades para que sus estudiantes comprendieran el significado del término piedad. Al sospechar que quizá sus oyentes otorgaban a la palabra una connotación religiosa recurrió a una especie de traducción laica y se refirió a filantropía. Con el cambio algo ganó, pero no mucho, y el hombre estaba desesperado porque pensaba que sus estudiantes, precisamente por ser de medicina, tenían que ser los primeros en reconocer el sentido profundo de la piedad. Era chocante, desde luego, esta ignorancia en buena parte de los futuros médicos, los cuales, muy probablemente, llegado el momento, no se sentirían demasiado obligados a colgar de la pared de su despacho el Juramento Hipocrático, juzgado como definitivamente anacrónico en la época de la eficacia y la funcionalidad.

No es de descartar que esa misma dificultad relatada por el preocupado profesor de historia de la medicina se pueda extender a todos los ámbitos, a excepción, tal vez, de aquellos que, enfrentados a la pobreza y a la desigualdad, han convertido la compasión en una pasión. Fuera de estos casos, afortunadamente bien representados asimismo en nuestra época, no parece que la práctica de la piedad obtenga un sitial relevante en nuestras escalas de moralidad. El prestigio de que goza entre nosotros la posesión inmediata de las cosas y el acatamiento del utilitarismo en todos los órdenes deja pocos resquicios para una actividad poco rentable o cuya rentabilidad se mide a través de esta lentísima acumulación que caracteriza a los procesos espirituales.

No es que estemos dominados por la impiedad, malvados a conciencia, por así decirlo, sino que, para demasiados, la piedad ha dejado de formar parte del rompecabezas humano. Escuché atentamente, semanas atrás, al ejecutivo de France Telecom al que se hacía directamente responsable de la epidemia (de nuevo una epidemia) de suicidios entre trabajadores de la compañía que no habían podido soportar más situaciones de oprobio e indignidad. Como desconozco el asunto por dentro, me he formado una idea a través de las informaciones que no me permite juzgar con detalle lo sucedido en la empresa. No obstante, sí puedo emitir un juicio sobre el alto ejecutivo de acuerdo con sus explicaciones: este hombre, acusado indirectamente de 25 muertes, magnífico especialista en balances y reajustes, brillante con los números, habló tres cuartos de hora con buenos recursos oratorios sin dedicar un solo segundo a algo parecido a un ejercicio de piedad. Cuando apagué el televisor pensé que se sentía "un héroe de nuestro tiempo". Acaso con razón.

Pero tampoco es necesario dejarse aplastar por esta percepción. La mezcla de temor y falta de piedad detectada por Wilhelm Nestle en el siglo VI antes de nuestra era no impidió el advenimiento de una época espléndida que, pese a muchas penurias, acogió a la democracia, el arte clásico y la filosofía. La tragedia ática nos lo explica maravillosamente al combatir el temor mediante la catarsis, y al proponer la compasión como el vínculo más elevado que une a los seres humanos. Sería un consuelo pensar que también en esta actitud podamos, quizá pronto, encontrar similitudes entre el pasado y nuestro tiempo.

 

El País, 08/11/2009



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11 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Hipócrates

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Y sin embargo, lo habitual es que suceda exactamente lo contrario de lo que exigía Hipócrates de los médicos. Estamos ya acostumbrados a que una decisión política sirva para liarla o en todo caso para obtener el resultado contrario al proclamado. Tampoco es extraño que la publicación de una información periodística sirva para oscurecer algo más las cosas y obstaculizar el conocimiento de la realidad. Y tenemos bien presentes decisiones de la justicia que no sirven para dar a cada uno lo que es suyo o restablecer el orden vulnerado sino para crear más problemas y dificultades para todos. Basta con pensar en el caso del Alakrana. Cuando la ley, los gobiernos y la información no están al servicio de los ciudadanos, de las personas, se cae toda la arquitectura de la sociedad y pierden cualquier sentido las invocaciones al estado de derecho, a la justicia y a la libertad de expresión. ¿Para qué queremos unas leyes que en vez de estar al servicio de los ciudadanos sirvan para someternos a su rígida arbitrariedad? ¿Para qué unos gobiernos dedicados a complicar las cosas en vez de resolverlas? ¿Y para qué unos medios de información dedicados a suscitar peleas entre políticos y jueces y a obstaculizar la resolución de los problemas gracias a su esmerada vocación castatrofista?

No puede olvidarse ahí, por supuesto, a los armadores que mandan sus barcos de pesca a zonas de alto riesgo, a sabiendas de que pueden caer en manos de los secuestradores somalíes. Los pesqueros que faenan en la zona protegida militarmente por el dispositivo de seguridad internacional, y concretamenre por la operación europea Atalanta, apenas están sufriendo ni siquiera el acoso de los piratas.

El secuestro del Alakrana, en todo caso, en un buen revelador del estado de las instituciones en un país como España. Aquí, unos y otros invierten la sentencia hipocrática: ante todo, buscar el propio beneficio aun a costa de producir el máximo daño.

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11 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El Gatopardo

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El Gatopardo

Acaba de aparecer El Gatopardo en una edición que Edhasa publicita como "definitiva". Ello es una excelente excusa para adentrarse de nuevo en esta novela que, casi cuarenta años después de su aparición en España, conserva todo su vigor y su capacidad de mantener absorto al lector desde la aburrida apertura con el rezo del rosario en  familia hasta la prodigiosa escena final en la que el fiel pero disecado perro Bendicó, al ser arrojado a la basura desde una ventana del palacio, compone por un instante en su caída la apolillada silueta del gatopardo que ha ejercido de animal totémico en esa familia Salina ahora en el umbral de su extinción.

Creo de justicia reivindicar aquí la figura del escritor Giorgio Bassani, que en 1958, cuando ejercía de director de Feltrinelli, cayó en sus manos el manuscrito de un desconocido. Pese a que dicho manuscrito le llegaba rebotado desde Mondadori porque Elio Vitorini lo había rechazado allí,  Bassani no sólo decidió publicarlo sino que se encargó personalmente de editar el texto. Es más: cuando el libro ya estaba en galeradas, Bassani supo que un sobrino de Tomasi di Lampedusa ( Gioacchino Lanza Tomasi, autor del prefacio en la presente edición de Edhasa) poseía una manuscrito mecanografiado posterior al que él mismo había utilizado en Feltrinelli, se trasladó a Palermo con las galeradas a fin de cotejar ambas versiones e introducir todas las correcciones y adiciones que consideró necesarias.  A pesar de lo cual, en 1968, cuando el libro ya era un éxito mundial y Luchino Visconti había estrenado su película, un oscuro profesor de Catania logró una efímera fama al denunciar que Bassani punto menos que había reescrito un texto en el que había " miles de inconsistencias", algunas de ellas  "sustanciales".

Para nada de nada. El sobrino, que parece ser un auténtico caballero, empieza por excusar en su prefacio a Vitorini diciendo que supo reconocer la talla del autor de El Gatopardo (bien que lamentablemente no llevase su reconocimiento hasta el extremo de imponer su publicación en la editorial Mondadori que él mismo dirigía). Y defiende asimismo el trabajo de Bassani, al que reconoce su profesionalidad  y agradece el detalle de haberse recorrido media Italia para mejorar en lo posible el texto sobre el que había trabajado, y que no difiere gran cosa del ahora considerado definitivo. Por otra parte,  los pequeños fragmentos y esbozos encontrados tras la muerte de Lampedusa, y recogidos en la presente edición, no añaden pero tampoco quitan gran cosa al texto original.

En cambio es de gran interés el propio prefacio, sobre todo cuando Gioacchino Lanza Tomasi hace una observación sobre El Gatopardo que a mi me parece muy bien vista. Y me refiero al momento en que traza un paralelismo entre EL Gatopardo y otra novela, traducida en castellano como Las confesiones de un italiano (Acantilado, 2008), de  la que fue autor Hipólito Nievo (1831-1861).  Y dice el prologuista: "... ambas novelas describen efectivamente el ocaso de un mundo; pero Lampedusa hace sonar la campanilla de alarma tan pronto como la voluntad de describir es reemplazada por la voluntad de crear una experiencia, mientras que Nievo es capaz de entregarse a la retórica de la patria y del amor durante capítulos enteros". Y por si cupiera alguna duda, añade un  par de líneas más abajo: "Sin duda [Lampedusa] siente más rechazo por la retórica del Resurgimiento que  por la ideología del Resurgimiento".

Los ecos de la guerra y los desembarcos, Garibaldi y sus sueños dislocados,  los austriacos o los borbones, la nueva clase emergente  con la que el  príncipe Salina va a negociar  hasta el extremo de intercambiar sangre (su sobrino Tancredi) por dinero (Angélica, la hija del alcalde llamado a ser más rico que el propio príncipe) son como los lejanos aullidos del lobo que sólo vienen a importunar con sus funestos augurios ese universo aristocrático cuya futilidad está prodigiosamente descrita en el traslado familiar desde Palermo a Donnafugata para pasar el verano: una Sicilia aplastada por el calor, blanquecina de polvo, esquilmada y sedienta pero que rinde pleitesía al señor pese a que este se encuentra tan blanquecino de polvo, sediento y esquilmado como la propia Sicilia. Con su observación, Gioacchino Lima Tomasi está planteando a su manera la diferencia que se crea dentro de toda narración  entre tiempo histórico y tiempo psicológico, una distinción tan más fundamental cuanto que se trata de una novela que algunos definieron en su día como "autobiográfica". Es prodigiosa la capacidad de Lampedusa para transformar en narración su propia experiencia y para poner al descubierto lo que tiene de retórico, o sea vano, el mundo que va a ocupar su lugar cuando él muera.

 

 

 

 

 

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El Gatopardo

Giuseppe Tomasi di Lampedusa

Edhasa[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]



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11 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Crecer de golpe (5)

La imagen del artista solitario, apartado del rebaño, que no necesita que nadie entienda su obra porque le basta con entenderla él mismo, es un invento del siglo XVIII –idea que coincide, ¿casualmente?, con la formalización del capitalismo como sistema y el desarrollo de las modalidades de propiedad privada que todavía están en boga.

         Hasta entonces ningún artista concebía el deseo de crear algo tan sólo para sí mismo, o bien su coterie. Nadie en su sano juicio esculpe un bloque de piedra para esconderlo en su habitación, del mismo modo en que los profetas no recibían revelaciones para guardarlas como secreto. La verdadera obra de arte no es tan sólo una prueba de excelencia individual, sino también una expresión de las potencialidades de la especie en su conjunto. En este sentido, no hay mejor lógica para definirla que aquella aparentemente contradictoria de la física cuántica: una obra de arte sólo puede ser excelsa cuando se la puede valorar en simultáneo como producción individual y social a la vez.

El artista es un mediador privilegiado –¡y vaya si se lo privilegia en nuestras sociedades!-, pero mediador al fin. Por eso mismo, la medida definitiva del valor de la obra de arte pasa por el impacto duradero que produzca en su generación, y por supuesto en las venideras. Y conste que no me refiero aquí a un impacto masivo, popular en el sentido en que hoy se suele usar el término: hablo más bien del impacto en las mentes y espíritus adecuados, que a su vez reformularán ese influjo en sus propias obras de arte, ensayos o hechos políticos como parte de su evolución personal, claro, pero también de la evolución del arte mismo.

Lo que me pregunto en este contexto es lo siguiente: ¿cómo juzgar las obras de tantos artistas que trabajan para decorar su propia habitación, sólo que al precio ya no de un bloque de granito, sino de un millón de dólares, o quinientos mil, o cien mil, o lo que sea –siempre mucho- que cueste la realización de una película? ¿Y qué diferencia hay, en esencia, entre esos films ‘de arte’ y los horrendos ceniceros que moldeábamos de pequeños y nuestros padres se veían obligados a exhibir en casa para probar cuán orgullosos estaban de nuestro ‘talento’?

Yo creo que esa gente le hace el juego a un sistema que valora lo raro (en el sentido de escaso) por encima de lo bello o significativo. Y creo asimismo que esa gente propicia una noción autocrática del arte, en tanto sostienen que nada existe, o por lo menos que nada vale, más allá de la conciencia iluminada del Artista.

Esta es una de las razones que explican porqué la literatura y el cine que pretenden escribirse a sí mismos con mayúsculas se han enajenado, y voluntariamente en buena medida, de sus destinatarios naturales: porque algunas de sus voces más notorias, o cuanto menos más estentóreas, sostienen con sus acciones (ya que no con palabras lisas y llanas, dado que sería políticamente incorrecto) una visión aristocrática del arte. Ocultando, así, la sencilla verdad de que la mayoría de los artistas somos unos pánfilos que no sabemos muy bien cómo ni por qué hacemos lo que hacemos. Razón que explica nuestro desmedido agradecimiento cuando producimos algo que, independientemente de nuestros móviles y nuestro dudoso talento individual, opera como fermento en la vida de la gente.

 

(Continuará.)



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10 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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En memoria de Pauline

Ernest y Pauline Hemingway. Fuente: jfklibrary París era una fiesta es un libro póstumo de Hemingway, y para muchos una de las mejores memorias escritas en el siglo XX, cuya publicación a manos de su cuarta esposa, Mary Hemingway, siempre ha estado atravesada por la polémica. Dicen que Hemingway en vida pensaba que el libro estaba incocnluso pero Mary, la viuda, impuso la edición luego del suicidio. Y ahora uno de los nietos de Hemingway, Sean, cuya abuela es la segunda esposa de Hemingway, Pauline, ha "restaurado" la edición del libro para demostrar que Mary lo manipuló para dejar a su abuela como una arpía. Si una viuda es demasiado, cuatro (y sus descendientes) es imposible de manejar. Dice la nota:¿Por qué esta revisión? se preguntan muchos expertos o simples aficionados a la lectura. Los cambios son más bien pocos, en su mayoría de orden dentro del volumen. Lo que en un sitio aparece en un capítulo - el dedicado al poeta Ezra Pound-, ahora son dos, uno en el cuerpo principal y otro en los sketches adicionales. Así que sobre la iniciativa de Sean pende la sospecha de que la principal razón para esta revisión no es otra que la de "restaurar" la imagen de su abuela, Pauline Pfeiffer, la segunda esposa del autor de El viejo y el mar. En la edición clásica, a Pauline se la pinta como una depredadora que rompió el feliz matrimonio entre el escritor y Hadley Richardson. Esa misma pregunta del porqué se la formula a bote pronto uno de los lectores que ha acudido a escucharle. "Cuando se publicó por primera vez - contesta el nieto-no se utilizó todo el material. Mi abuelo lo dejó inacabado y el capítulo con el que se cerraba (Nunca hay un final en París) lo rehízo Mary". Precisamente es este capítulo el que ofrece el cambio más sustancial. En la nueva edición no aparece como tal. Parte de ese relato se encuentra en el núcleo central, en el llamado Inviernos en Schrums.Pero cortado de forma abrupta. De pronto se habla "de tres corazones", en lo que es la única referencia a Pauline, a la que no se cita por su nombre ni en un libro ni en el otro. "Cualquier culpa fue mía", escribe ahora Hemingway, se llame Ernest o Sean, para justificar su primera ruptura matrimonial. Además, la conclusión del primer relato se traslada, en la reedición, a los sketches. Es un nuevo título, The pilot fish and the rich, lugar en el que se recupera el tramo final del libro original aunque modificado. Se incide en la irrupción de la que sería la segunda esposa, aunque si en la edición de 1964 ella era la arpía, en la del 2009, el autor de Fiesta o Adiós a las armas asume la culpa. (...) Poco antes de suicidarse, Ernest Hemingway envió una carta a su editor, Charles Scribner, en la que le informaba que esas memorias de los años veinte "no pueden salir tal como están y no tienen final". Mary, su viuda, no lo vio igual y en un artículo que publicó en 1964 sostuvo que "Hemingway debía dar el libro por acabado". Se encargó de perfilar el manuscrito, cambió el orden de algunos capítulos y añadió otros que el autor había descartado. Y, lo más relevante, insertó un apartado final sobre la ruptura del primer matrimonio. El origen del proyecto restaurado, comenta Sean, se encuentra en su tío, Patrick Hemingway, hijo de Pauline. No esconde, porque así lo ha reconocido, que su tío cree que "la edición original fue terrible con su madre". La nueva le satisface. De la revisión de los archivos deduce que "sus padres fueron felices". Patrick, de 81 años, no arremete contra Mary en declaraciones a The New York Times, pero da una clave para entender la animadversión hacia Pauline y el cariño a Hadley: todo se debe, según su versión, a que Hadley poseía un cuadro de Miró que quería Mary.



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10 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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No al Paro

Ante las manifestaciones que se están preparando en toda Europa de protesta por el desempleo, escribi, a petición de un grupo de sindicalistas, el texto que a continuación se reproduce. No al Paro La gravísima crisis económica y financiera que está convulsionando el mundo nos trae la angustiosa sensación de que hemos llegado al final de una época sin que se consiga vislumbrar qué y cómo será lo que venga a continuación. ¿Qué hacemos nosotros, que presenciamos, impotentes, al avance aplastante de los grandes potentados económicos y financieros, locos por conquistar más y más dinero, más y más poder, con todos los medios legales o ilegales a su alcance, limpios o sucios, normalizados o criminales? ¿Podemos dejar la salida de la crisis en manos de los expertos? ¿No son ellos precisamente, los banqueros, los políticos de máximo nivel mundial, los directivos de las grandes multinacionales, los especuladores, con la complicidad de los medios de comunicación social, los que, con la soberbia de quien se considera poseedor de la última sabiduría, nos mandaban callar cuando, en los últimos treinta años, tímidamente protestábamos, diciendo que nosotros no sabíamos nada, y por eso nos ridiculizaba? Era el tiempo del imperio absoluto del Mercado, esa entidad presuntamente auto- reformable y auto-regulable encargada por el inmutable destino de preparar y defender para siempre jamás nuestra felicidad personal y colectiva, aunque la realidad se encargase de desmentirlo cada hora que pasaba. ¿Y ahora, cuando cada día aumenta el número de desempleados? ¿Se van a acabar por fin los paraísos fiscales y las cuentas numeradas? ¿Será implacablemente investigado el origen de gigantescos depósitos bancarios, de ingenierías financieras claramente delictivas, de inversiones opacas que, en muchos casos, no son nada más que masivos lavados de dinero negro, del narcotráfico y otras actividades canallas? ¿Y las expedientes de crisis, hábilmente preparados para beneficio de los consejos de administración y en contra de los trabajadores? ¿Quién resuelve el problema de los desempleados, millones de víctimas de la llamada crisis, que por la avaricia, la maldad o la estupidez de los poderosos van a seguir desempleados, malviviendo temporalmente de míseros subsidios del Estado, mientras los grandes ejecutivos y administradores de empresas deliberadamente conducidas a la quiebra gozan de cantidades millonarias cubiertas por contratos blindados? Lo que está pasando es, en todos los aspectos, un crimen contra la humanidad y desde esta perspectiva debe ser analizado en los foros públicos y en las conciencias. No es exageración. Crímenes contra la humanidad no son solo los genocidios, los etnocidios, los campos de muerte, las torturas, los asesinatos selectivos, las hambres deliberadamente provocadas, las contaminaciones masivas, las humillaciones como método represivo de la identidad de las víctimas. Crimen contra la humanidad es también el que los poderes financieros y económicos, con la complicidad efectiva o tácita de los gobiernos, fríamente han perpetrado contra millones de personas en todo el mundo, amenazadas de perder lo que les queda, su casa y sus ahorros, después de haber perdido la única y tantas veces escasa fuente de rendimiento, es decir, su trabajo. Decir ?No al paro? es un deber ético, un imperativo moral. Como lo es denunciar que esta situación no la generaron los trabajadores, que no son los empleados los que deben pagar la estulticia y los errores del sistema. Decir ?No al paro? es frenar el genocidio lento pero implacable al que el sistema condena a millones de personas. Sabemos que podemos salir de esta crisis, sabemos que no pedimos la luna. Y sabemos que tenemos voz para usarla. Frente a la soberbia del sistema, invoquemos nuestro derecho a la crítica y nuestra protesta. Ellos no lo saben todo. Se han equivocado. Nos han engañado. No toleremos ser sus víctimas. José Saramago



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10 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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James Wood comentado

James Wood. Fuente: observer James Wood es uno de los críticos más prestigiosos del mundo anglosajón. Y de los más influyentes, como lo comprueban sus polémicas (muchas de ellas comentadas en Moleskine) literarias sobre el realismo. Hace unos años, el crítico publicó Los mecanismos de la ficción, el ensayo que ahora traduce Gredos, para saber cómo funcionaba la ficción interiormente. Era, dicen, el libro que él quiso leer cuando tenía 20 años. En El País comentan la edición en castellano:El libro no es un texto de crítica académica al uso, mantiene un tono de conversación con breves capítulos que dan agilidad a sus argumentos. En sus páginas, Wood habla de las personas narrativas, de los personajes, del uso del detalle y de la temporalidad y de la eterna cuestión del realismo en la novela. "Recurrimos a la ficción porque nos plantea preguntas sobre el ser humano. El argumento que intento exponer es que uno puede obtener placeres convencionales sin tener que recurrir a formas tradicionales y de la misma manera uno puede tener un gran interés en lo real sin tener interés alguno en el realismo", precisa. La tendencia de algunos lectores a buscar personajes que les caigan bien más allá de entender si están suficientemente vivos, es uno de los errores más comunes, según Wood, a la hora de comprender los mecanismos de la ficción. "Hay una enorme diferencia entre simpatía e identificación", dice. "Es complicado encontrar gente que te caiga bien en la vida y aún más en la literatura, pero la ficción te vuelve más perspicaz ante las situaciones humanas". El profesor no ha querido renunciar a su vocación de crítico y argumenta con fuerza señalando por ejemplo a Flaubert y no a Balzac como el padre de la novela moderna. "Me interesa la forma. Flaubert creó un estándar para la narrativa y Sebald, Marías o Roth le deben algo. Quería abrir debate. A menudo me tildan de defensor del realismo tradicional", explica. "Se trata de una corriente muy común en América: textos sólidos un poco periodísticos, abarrotados de detalles. A mí me resultan bastante aburridos". Al otro lado, se sitúan los detractores del realismo. Wood sostiene que intenta buscar el punto medio. En el centro de su libro ha querido situar la figura del personaje; lo vivo que éste puede estar, el misterio de cómo un novelista crea a un ser en una página. Para ello Wood dice que es fundamental crear el contexto, las reglas del juego. "Se trata de un problema de gestión del apetito, de ver cómo de grande es el plato en relación con la ración de comida que en él se sirve".Ajeno a sus reflexiones sobre los misterios y trucos de la ficción ha quedado el argumento, algo por lo que Wood no siente mucho interés. (...) Fuera ha quedado también una mención directa al realismo histérico, un término que Wood acuñó para referirse al trabajo de Zadie Smith, o David Foster Wallace, entre otros.



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10 de noviembre de 2009
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Menos mal que hay gente decente

Acabo de ver en el informativo de alguna cadena a Miquel Iceta, cerebro dominante del partido socialista CATALAN (uso las capitales en estricta obediencia al partido, el cual escribe sus siglas de este modo: psC) y aún me tiemblan las piernas. Quiero decir, de admiración. Debería haberlo grabado, pero me cogió a trasmano.

    Este caballero es sublime y me parece un despilfarro que sólo le conozcan en Cataluña. En el fragmento que yo pude ver, una mujer adulta, de profesión periodista, le hacía una pregunta. Bien es verdad que le hacía la pregunta componiendo una expresión malévola, como si dijera: "¿Se dan cuenta de lo bruja que soy?". La pregunta afectaba a los últimos latrocinios y venía a ser así: "¿No es menos cierto que, según dice todo el mundo, todo el mundo sabía lo de los latrocinios y que ustedes no hicieron pero es que absolutamente nada, aun sabiendo que todo el mundo lo sabía?".

    Miquel Iceta, el cual habitualmente luce un espléndido rostro de buda alopécico e irradia una grandísima serenidad de alma transmigrada desde alguna ostra perlífera, dio muestras de intensa pena y respondió: "¡Oh Dios mío, pero qué me dice! ¿De modo que lo sabían y no lo denunciaron de inmediato en una comisaría? Pero, pero... ¡entonces se han convertido en cómplices del latrocinio!"

    Colosal. Homérico. Me recordó de inmediato aquella escena, cuando la esposa de Woody Allen le encuentra en la cama con otra señora y el actor reacciona airadamente ante la acusación de adulterio. "¡Pero bueno!, dice. ¿A quién vas a creer, a tus ojos o a mí?".

    Estamos exagerando la desconfianza en los representantes del pueblo. Como dicen nuestros políticos, si no confiamos en nuestros políticos acabaremos en una dictadura comunista, nazi y antropófaga dirigida por nuestros políticos. Y como no es eso lo que queremos, al menos de momento, hemos de confiar en ellos y no en nuestros ojos.

    Al fin y al cabo, como decía Iceta, los inmorales de verdad, los deshonestos colaboradores del latrocinio, somos los votantes. Por votarles a ellos, según sugiere el cerebro del psC.

 

Artículo publicado el sábado 7 de noviembre de 2009.

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10 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La paradoja de la felicidad

Extraordinaria encuesta la del norteamericano Pew Reserch Center acerca de los cambios de actitudes en los países del desaparecido bloque comunista. Con motivo del aniversario de la caída del Muro, el instituto se ha interesado por el prestigio de la democracia y del capitalismo, la reunificación alemana, los sentimientos nacionales o la satisfacción con la propia vida comparativamente con los tiempos del comunismo. Lo que más choca de toda la encuesta es el contraste entre los juicios sobre el cambio político y el funcionamiento de sus países, de una parte, y de la otra, los sentimientos sobre la propia vida. Este contraste es lo que yo denominaría como la paradoja de la felicidad.

Mientras quedan mitigados los juicios favorables a los cambios obtenidos en estos veinte años, aparece con gran intensidad una mayor satisfacción por la propia vida. Hay que subrayar que la aprobación de la democracia y del capitalismo alcanza niveles mayoritarios en casi todos los países: desde el 52 por ciento de Bulgaria hasta el 85 por ciento de Alemania del este, con la excepción del 30 por ciento de Ucrania, en relación al cambio democrático; y desde el 50 por ciento de Rusia y Lituania hasta el 82 por ciento de Alemania del este, con las excepciones de Ucrania con el 36 por ciento y Hungría con el 46, en relación al cambio capitalista. Pero en todos ellos desciende la opinión favorable en relación a idénticas apreciaciones en 1991, momento en que ambos conceptos antitéticos con el comunismo tenían mayor prestigio. La satisfacción por la propia vida, en cambio, experimenta un salto espectacular en casi todos los países, con el incremento máximo de 30 puntos porcentuales en Polonia y el mínimo de siete en Hungría. Lo mismo cabe decir respecto a la visión optimista sobre el futuro, que supera en todos los países encuestados a la visión pesimista, desde el máximo de un 44 por ciento de los rusos, hasta el mínimo del 28 por ciento de los alemanes del este. Las apreciaciones positivas ante la propia vida y ante el futuro son más intensas entre los más jóvenes, la población urbana y la que tienen mejor educación, por lo que cabe aventurar que justo ahora está empezando a producirse el auténtico cambio de mentalidades. La paradoja radica, todavía, en la disonancia entre unos juicios políticos condicionados por la memoria del pasado y la realidad de cómo transcurren las vidas de cada uno de los encuestados. Y aunque no tengo datos en mano sobre apreciaciones equivalentes en el resto de Europa, me atrevo aventurar que esta paradoja de la felicidad acerca a los ciudadanos europeos del este a los de la Europa que siempre ha sido capitalista. (Enlaces. Hay muchas más cosas de gran interés en la encuesta. Por ejemplo sobre las actitudes xenófobas en dichos países respecto a sus minorías. El lector podrá ampliar la información en El País o consultando directamente el documento del PRC).



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10 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Berlin, después de tantos muros

 

 

 

Nunca olvidaré mi primer Berlín. Tan joven y sin embargo enamorado. No me olvido de aquella casa de la Bahaus, de aquellos cafés casi inalcanzables- ¡éramos tan pobres!- y de aquellas noches de jazz, cervezas y resistencia para no seguir bebiendo porque teníamos que luchar contra el poderoso marco.

No olvidar el viaje, un verdadero viaje en el tiempo, en metro hasta el otro mundo. El otro lado del muro. El viaje al socialismo real, al telón de acero. Yo ya había conocido dos o tres ciudades del control soviético, de sus mentiras y sus miedos. También de sus trampas y su deseo de supervivir, de no dejarse someter por la dictadura. Algo que los que veníamos del franquismo reconocíamos muy bien. Pero Berlín del este, con toda su mitomanía literaria, musical, fílmica; con su historia y su realidad, era más impresionante, más irreal en su belleza deteriorada que Sofía, que Budapest que Praga.

Berlín al otro lado del muro se parecía al peor de los decorados realistas de una novela de Le Carré. Ya nada quedaba del Berlín años veinte, ni de la arrogancia nazi, ni del mundo oculto del cabaret. No, Berlín era un decorado de la tristeza. Gentes vigiladas que no podían dar ningún salto. Y sin embargo, hermosa y pobremente conservada.

Paseamos bajo los tilos, respiramos su tristeza y volvimos a dormir al otro lado del muro.

Nunca fuimos comunistas, menos aún estalinistas, pero era imposible seguir disimulando, creyendo, mirando para otro lado, cuando desde el mundo injusto del Berlín capitalista y democrático, desde esa ciudad reconstruida después de tanta guerra, recordabas quién y porqué se había construido el muro mientras tomábamos nuestra cerveza en un garito con música. Menos mal que podíamos sentirnos izquierdistas no comunistas, seguir pagando alguna cerveza y ver, en libertad, la primera exposición de Eduardo Arroyo. El destino nos convertiría en amigos. Tengo que hablar con él de Berlín. Ahora que aquella ciudad tan muerta, el Berlín Oriental, esa nevera impenetrable, se haya convertido en la ciudad más dinámica de occidente.

Vuelvo a mis lecturas, tengo que hacer una lista de mis alemanes imprescindibles. Mañana si tengo tiempo. Ahora estoy terminando un libro de Berlín, con sus espías y sus mentiras, con sus miedos y sus cambios. Se llama "El muro de Berlín", es de un inglés llamado Frederick Taylor. Está en RBA. Me devuelve a ese Berlín de cuando fuimos jóvenes. He vuelto unas cuántas veces a esa ciudad. Me iría a vivir mañana si no fuera porque Madrid también es un poco Berlín y se habla mejor mi idioma.

Me sonrío con una cita del libro, después de inquietarme con otra de Sebald y Robert Lowell. La cita es de un cliente anónimo de un bar de Berlín Oriental el mismo día de la caída del muro. "Así que construyeron el muro para impedir que la gente se marchara, y ahora lo derriban para impedir que la gente se marche. Ya me dirás si es lógico"

La vida, la política y las ciudades casi nunca son lógicas. Ni la lógica.



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9 de noviembre de 2009
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El Boomeran(g)
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