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Eder. Óleo de Irene Gracia

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La forja de un rebelde

 

La forja de un rebelde

La reedición de La forja de un rebelde en formato de bolsillo ofrece una oportunidad más, a quien todavía no la haya leído, de conocer por sí mismo una de las mejores novelas escritas en la segunda mitad del siglo XX.  Otra cuestión es si, a estas alturas del nuevo siglo,  la lectura es tan gratuita como sugiere el precio de tapa (17,50 € los tres volúmenes con su estuche y todo), entendiendo el término "gratuito" en la segunda acepción del diccionario de la RAE: arbitrario, sin fundamento.

                Teniendo en cuenta que la voz narradora empieza a dar cuenta de su historia personal hace ahora más o menos un siglo, ¿tiene algún interés meterse entre pecho y espalda casi mil quinientas páginas en las que se habla fundamentalmente de la situación en España antes y durante la Guerra Civil?

                Y lo que es más grave: teniendo en cuenta que la conciencia moral de la voz narradora se forjó (pues de eso va la novela, de asistir a la forja de una conciencia moral) hace ahora exactamente un siglo, ¿compensa el esfuerzo de adaptarse a la mentalidad, el lenguaje, el vocabulario o la forma de narrar de entonces?

                Doy por descontando que se conocen las circunstancias de esta trilogía en la que Arturo Barea, un republicano de buena fe, deja constancia de su peripecia vital desde que se abre a la vida en los barrios pobres del Madrid de principios de siglo hasta su salida de España hacia una Inglaterra de la que (eso lo sabe el lector actual) ya nunca regresará. El primer volumen, La Forja, abarca la niñez y adolescencia del narrador hasta su llamada a filas. La segunda, La ruta, trata de sus experiencias en la Guerra de África y de sus primeros pasos hacia la literatura en el Madrid inmediatamente anterior a la Guerra Civil. Y la tercera parte, La ruta, empieza cuando el narrador ha cumplido ya treinta años y ve configurarse su futuro (y el de todos), con augurios funestos: "En treinta años mueren muchos hombres y muchas cosas. Se siente uno como rodeado de fantasmas o como si el fantasma fuera uno mismo". En las últimas páginas del libro anterior ya ha hecho su aparición en el Norte de África el personaje que por activa o por pasiva va a llenar todo lo que resta de siglo: un generalillo ávido de gloria y poder  llamado Francisco Franco...

                Cuando la leí, la trilogía estaba prohibidísima en España y supongo que fue en una edición de Sudamericana entrada medio destrangis. Una de las cosas que me intrigaban al releerla ahora era si aquella sensación de transgresión y de estar realizando un acto subversivo no le habría puesto un plus que ahora, tantos años después ya no jugaría a su favor.

                Primera sorpresa: la que más ha envejecido es La forja, justo la que mejor recordaba, y la que más me gustó entonces, probablemente porque al ser la primera fue la que marcó    decisivamente los otros dos tomos. Pero hoy es la que más enseña los afeites y esas torpezas narrativas que tanto le han reprochado a Barea. Habla un niño de pocos años y no sólo emite juicios y da informaciones imposibles para su edad sino que a ratos redondea la (mala) faena remedando la forma de razonar infantil. No creo que le hubiese costado mucho empezar diciendo: "Hola, me llamo Arturo Barea, tengo casi cincuenta años y me propongo relatar mi vida de forma novelada, empezando por mi niñez". O lo que sea, con tal de no adoptar el tono del adulto que hace como que habla un niño.

                 Más grave me parece el punto de vista moral que adopta el narrador ante las diversas situaciones y circunstancias que se le presentan, algunas tan graves como la injusticia social de la época; la corrupción generalizada del Ejército en África;  el clima social que se creó en España y que condujo inevitablemente a la Guerra Civil, o muchos de los episodios que le tocaron vivir durante la guerra, empezando por su propio oficio de censor. Muchas veces da la sensación de que Arturo Barea está convencido de que basta la mera denuncia, es decir, la descripción "objetiva" de una conducta reprobable, para que ésta quede condenada y maldita, hecho lo cual  uno puede seguir adelante con su vida con la conciencia tranquila. Como si dijera: "Bastante hago con dejar constancia del desaguisado. ¿Acaso esperas de mí, maldito lector, que encima empeñe mi vida en resolverlo?"

                Ni qué decir tiene que la respuesta a esa pregunta es uno de los fundamentos de la Tragedia. Y mira tú si les dio para escribir obras que todavía hoy dan respuestas a las calamidades que nos afligen.

                Y a pesar de todo ello, o por volver a la pregunta de si merece la pena despacharse mil quinientas páginas, etc., la respuesta es sí. Radicalmente, si. Y cuando logras hacer lo que se espera que haga todo lector, es decir, dejarse de historias y meterse de lleno en la historia, la novela se lee maravillosamente y puede decirse que muchas de sus páginas están a la altura de las mejores páginas de Baroja o Sender. Por lo  menos.

               

La forja de un rebelde

Arturo Barea

Debolsillo



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2 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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UN ACTOR ESPAÑOL

 

Se parecía al país. Me refiero a esa España, aquella y un poco ésta. No era alto, ni guapo, ni valiente. No es fácil ser más tópicamente español desde por nombre, apellido o aspecto. Un español del pasado que felizmente no será ya el que fue.

José Luis López Vázquez es la representación mejor terminada de un español que supo supervivir disimulando. Podía haber sido un pelotilla de ministerio, un siervo simulador, un medico de provincias, un tapado republicano o un facha sin demasiado correaje. Un superviviente, un rijoso simulador o un hombre cerrado en el armario de sus secretos. Y un falso amigo, admirador o siervo. Un hombre que fue mejor actor que pensador, mejor ficción que realidad. Tal cómo fuimos.

No podía ser un galán pero ha sido imprescindible en lo mejor de nuestro cine. Sin olvidarnos del teatro y de historias de la televisión de tiempos pioneros. López Vázquez, capaz de estar bien en el cine de Ozores o en las más crípticas películas de Saura, un actor que fue capaz de que Chaplin o Cukor se fijaran en él.  Nunca se atrevió. Hizo bien, allí ya estaban Lemmon o Mathau. El era el hombre perfecto para la España berlanguiana que se parecía a la verdadera España. Siempre estamos cerca de nuestra imagen deformada. De nuestro esperpento.

Unas cuántas veces coincidí con él. Hablamos poco. Yo creo que tenía una perpetua desconfianza o una educada reserva. Era un gran actor. Lo que no quiere decir que fuera tan grande en otras actividades o cualidades. Era, cuentan, un hombre muy preocupado por el dinero. Sobre todo por la carencia de dinero. En la lista de los "roñosos" siempre ocupará un privilegiado lugar.

Una vez esperaba que se publicara una entrevista suya en "ABC". Haciendo una excepción, en un descanso de rodaje, compró el periódico. Se decepcionó porque la entrevista se había convertido en una corta información y sin foto. Una inversión inútil. Un compañero le pidió prestado el periódico. López Vázquez- viendo una salida digna para recuperar su inversión- se lo ofreció en propiedad por cincuenta pesetas. La mitad de su precio y ¡casi sin usar!

Los actores, incluso tan geniales, también son esos económicos seres humanos.



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2 de noviembre de 2009
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Sodoma y Sión II

"Una sociedad decente es aquella que no humilla a sus miembros", declaraba el jefe del gobierno español, tras la aprobación de la ley de unión homosexual de 2205. Uno  de los textos  de la Recherche, que citaba la pasaba vez prosigue de esta manera estremecedora:

 

Asesinato en los invertidos, traición en los judíos

 

"Hijos sin madre, a la cual han de mentir incluso llegada la hora de cerrarle los ojos; amigos sin amistad pese a las múltiples afecciones que su encanto, frecuentemente reconocido, inspira y al sentimiento que su corazón, tan a menudo bondadoso, experimenta. ¿Pero, cabe llamar amistad estas relaciones que vegetan al amparo de una mentira y en las que el primer impulso de confianza al que tendrían la tentación de entregarse haría que fueran rechazados con repugnancia, a menos de topar con un ser imparcial, quizás simpatizante, el cual entonces, confundido respecto al tema por una psicología convencional, a partir de la confesión del vicio, extraerá conclusiones relativas a afectos que nada tienen que ver con el mismo, al igual que ciertos jueces excusan con mayor facilidad el asesinato en los invertidos y la traición en los judíos... Amantes a los que está casi cerrada la posibilidad de este amor cuya esperanza les confiere la fuerza de soportar tantos riesgos y tantas y soledades"  (III, 16-17)

 

Y respecto a la coincidencia en persecución con los judíos: recuérdese  que se trata de la Francia en la que el caso Dreyfus había desencadenado una campaña ideológica antisemita que de alguna manera prejuzgaba el  nazismo, la cual tuvo algo  más que un rescoldo en la innoble actitud de tantos franceses bajo el régimen inmundo del general Pétain:  

 

 

La  traición y el escándalo

"Ciertas noches, en otra mesa hay extremistas que dejan entrever un brazalete bajo la manga, en ocasiones un collar  en la obertura de su cuello, forzando con sus miradas insistentes, sus carantoñas, sus risas, sus caricias mutuas, la salida precipitada de un grupo de colegiales, mientras son servidos, con una amabilidad bajo la cual se incuba la indignación, por un camarero que, al igual que en las cenas en que le toca servir a partidarios de Dreyfus, avisaría con sumo gusto a la policía, si no tuviera el aliciente de embolsarse la propina." (III, 21)

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2 de noviembre de 2009
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La promesa cumplida

Escribo este texto con el ánimo de disculparme ante una serie de personas cuyo número desconozco: aquellas que, habiéndose sentido molestas e incluso agredidas por mi artículo de la revista Tiempo ‘Dibujos animados', replicaron con cortesía y mesura, no por ello dejando de ser contundentes en sus opiniones contrarias a la mía. Quiero citar por su nombre en primer lugar a Álvaro Pons, que se dio con razón por aludido, si bien mi alusión no ponía en entredicho sus trabajos como crítico y comentarista del cómic en El País, que suelo leer; una de las motivaciones del artículo era lo que yo veía (y veo) como desmedida importancia reciente dada al cómic en detrimento de otras actividades y facetas artísticas. Mi arremetida iba principalmente dirigida contra esa descompensación, no contra las personas que gustan de las historietas, las siguen y las crean. Asimismo, de ningún modo se podía traslucir de mis palabras de Tiempo que yo pidiera la desaparición o el silenciamiento de las publicaciones, revistas, profesionales y editoriales que se ocupan del cómic, cosa, por cierto, que sí es lo que han pedido hasta la saciedad la mayoría de quienes me han insultado en nombre del cómic, reclamando ‘autos da fe' y boicots públicos, profiriendo comentarios homófobos de la peor calaña, mentiras de índole personal y otras injurias graves, que habrían sido indudable causa de denuncia y persecución legal de no haberse escondido sus perpetradores en el cobarde anonimato del seudónimo o el nombre suplantado (otro perseguible delito).

 

    Especial consternación me produjo, en ese apartado, la carta del señor Antonio Altarriba, catedrático de literatura francesa de la Universidad del País Vasco (la misma en que yo fui profesor de Filosofía del Arte durante casi diez años), por su tono vindicativo y su exigencia de un ‘mea culpa'; ni siquiera como broma pesada son aceptables este tipo de actitudes próximas a la ‘fatwa', y mucho menos  -debería saberlo el señor catedrático- en el contexto vasco. Citaba Don Antonio Altarriba con interés una novela mía, cosa que le agradezco sinceramente (es una de mis preferidas), pero también me llamaba caduco, apoyándose en la autoridad de Umberto Eco. Pues bien, le citaré al señor Altarriba un texto reciente de mi no menos admirado Eco en el que, escribiendo sobre su trabajo de columnista periodístico, se refería a quienes a menudo le han preguntado si él trasvasaba a esas breves piezas reflexiones más desarrolladas en sus libros mayores. Todo lo contrario, era su respuesta; lo que quiere plasmar en esas columnas es "la reacción irritada, el impulso que lleva a la sátira, la estocada crítica escrita al hilo de la actualidad".

       Imposible expresar mejor que Eco la forma y el similar propósito de ‘Dibujos animados', esté yo equivocado en mis opiniones o acertado (y hay más gente refractaria al cómic de la que lo hace saber públicamente, créanme). Tengo, como cualquier otro ser humano, derecho a mis fobias, y de ellas se nutre, para bien o para mal, el mundo del columnismo, muy distinto al del editorial o el reportaje periodístico, que exigen ecuanimidad y comedimiento. Yo no me mostré ecuánime, lo acepto, ni comedido en la expresión de ese rechazo, y por ello he apreciado aún más la contribución escrita al debate de quienes  -como Beatriz Olivenza, ‘Lepetomane' o el dibujante de historietas que firmaba Oliveira-  siendo opuestos a mis criterios han tratado de entenderlos y permitirme la libertad de opinar.

    Dos apostillas finales en esta polémica que doy por mi parte cerrada con el presente artículo. Es muy preocupante para la salud mental de los miles de sinceros aficionados al cómic que algunos de sus, digámoslo así, cabezas responsables, exhiban la ignorancia del señor Pau Martínez, Bibliotecario de la Red de Bibliotecas Populares de Barcelona y miembro del Grupo de Trabajo de Biblioteca y Cómic del Colegio Oficial de Bibliotecarios de Cataluña, como firmaba en la carta dirigida al director de la revista Tiempo . Don Pau me llama a lo largo de su muy extensa misiva "el director", tal vez desconociendo que soy únicamente un cineasta ocasional (una película y media hasta la fecha, y ya he cumplido los sesenta) pero autor de más de veinte libros, y, si se me permite la aclaración puntillosa, ganador con mis novelas, publicadas en sus mayoría en conocidas editoriales catalanas como Anagrama, Seix Barral o Plaza & Janés, de premios como el Herralde, Azorín, Barral, Salambó o Nacional de Literatura. Quiero confiar en que los lectores de la red de bibliotecas que dirige el señor Martínez tengan más acceso que él mismo a alguno de mis libros. Tampoco era tranquilizadora la carta al director del señor Alejandro Casasola, Director del Salón Internacional del Cómic de Granada; estaba plagada de faltas de ortografía.

   Más triste para mí, por lo que revela, ha sido comprobar el odio que -con sus conocidos ribetes fascistoides- surge a la menor ocasión, y aun sin venir a cuento, en torno al cine español, del que antes que nada me considero espectador, no más defraudado por sus producciones que por las de otras cinematografías comparables. Es llamativo que esos improperios maximalistas los expresen quienes han querido lincharme a mí por expresar no una descalificación de raíz del cómic sino una falta de sintonía personal.  

   No quise herir con ‘Dibujos animados', sino polemizar, y por eso pido perdón, no por tener las ideas que tengo en este particular sino por haberlas formulado de manera que el artículo pudiese parecer, más que una protesta, un afrenta.

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2 de noviembre de 2009
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El escritor cubierto de harapos

No se puede uno fiar de sus mejores amigos. Sobre todo si no han tenido más remedio que perderse en la literatura. Casi todos los escritores esconden un ciudadano atemorizado por los personajes que va condenando a vivir y morir sobre el papel. Hay tanta vida ficticia en el alma de los novelistas que no osan sacar de sí mismos el carácter que les llevaría a un glorioso final de novela.

Esta es, aproximadamente, la conclusión a la que llego tras leer las Tres vidas de santos que Eduardo Mendoza acaba de publicar con Seix Barral. El último de los tres santos, un delincuente apocado que acaba convirtiéndose en el novelista más valorado por la jerarquía literaria mundial, conoce esta convicción: el escritor es siempre un fraude. Y el fraude, añado yo, se debe a que no podrá jamás darse vida a sí mismo, dejarse vivir.

Los tres santos que presenta Mendoza con una prosa neutra, la de la hagiografía tradicional, son tres fraudes que representan el fraude mismo de toda existencia. Da igual que seas obispo, como el primer santo, enfermo terminal (el segundo), o el raterillo del último cuento. Los tres son uno y los tres comprueban la inutilidad del esfuerzo, el timo de la voluntad, la petulancia de las explicaciones que tratan de dar sentido a una vida. Todo es producto del caos, del albur, del acaso. Y sólo los más arrogantes se empecinan en construir trabajosos juicios que tratan de apagar las carcajadas del público que los escucha.

El obispo verá su destino con toda lucidez cuando se tope con una ballena embalsamada, el pobre Dubslav expondrá el vacío de toda vida humana durante la entrega del Premio Europeo de la Investigación Científica, y el más famoso escritor del mundo destruirá la única prueba de que es un ser humano tras encontrarse con un antiguo colega del trullo que acude a devolverle la cartera que le acaban de robar. Insignificancias, azares, contingencias que dejan nuestro destino en cueros.

Disimulado detrás de su disfraz harapiento, Mendoza ha escrito su libro más explícito, más nihilista y quizás el más bello.

Artículo publicado el sábado 31 de octubre de 2009.

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2 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Planeta India

Oscar Pujol, el director del Cervantes de Delhi es un catalán especialista en sánscrito que vive en este país hace veinte años y con quien sostuve una conversación amena y llena de interesantes observaciones durante el larguísimo trayecto hasta el restaurante donde nos esperaba el embajador peruano. La presentación que hizo Pujol de mí fue cálida y de una sobriedad exquisita.  Pero gracias sobre todo a Nitesh Gurbani y a Carlota Taboada, en Delhi y en Bombay, respectivamente, he podido aprovechar mejor estos diez días en la India. Nitesh es un joven indio que trabaja en el Instituto Cervantes y conoce bien España, pues hizo la carrera de Filología en Córdoba. Él me ha enseñado esta ciudad mareante, caótica hasta la extenuación, sorprendente de lo tanto que se puede parecer a la imagen que de ella nos hacemos y que sin embargo, intuyo mientras camino por el casco viejo de Delhi, que sólo es la superficie, la manera de defenderse o burlarse de quienes ingenuamente creen que la pueden abarcar en pocos días. Naturalmente no intento semejante insensatez y me limito a caminarla, observando las hileras de rickshaws, las vacas que se apostan invulnerables en plena calle, entre una tienda de Lacoste y otra de Armani, a los indios ricos y vestidos a la usanza occidental que pasean de la mano de chicas fugaces y hermosas en sus saris multicolores. Nitesh mira con los ojos de un occidental, pero también de un indio, y eso es fantástico porque me salva de zozobrar en medio de tantas experiencias deep India con un dry martini en el Hotel Imperial, que es lo más parecido a un viejo enclave de las colonias británicas.

Carlota Taboada es una profesora de español en la universidad de Bombay que lleva poco menos de dos meses en esta ciudad tan distinta a la ensimismada Delhi. Se mueve con mucha soltura por sus calles y barrios, no se deja marear por los taxistas y es capaz de entender el enrevesado inglés de los indios. Pero al igual que Nitesh, Carlota ha sido una anfitriona estupenda que ha sabido equilibrar la sobredosis de realidad con breves oasis de sosiego occidental. Bombay es más festiva, despreocupada, un punto cínica. Delhi parece más contenida y sobria, más metida en sí misma. No es un impresión a la ligera: mis anfitriones y la gente con la que he conversado en estos días me ha confirmado esa sensación inmediata que nos asalta al recorrer las dos horas de vuelo que las separa. Pero en ambos casos la identidad india es un vínculo demasiado fuerte como para no percibirlo. Bombay es una espléndida vista nocturna (ciudad con mar, claro) que invita a imaginar su tráfago como una fiesta perpetua, espejismo que se deshace durante el día, cuando el calor, el tráfico pespunteado de bocinazos, el tropel de gente que inunda plazas y calles, nos la devuelve menos coqueta y mucho más conservadora de lo que a simple vista parece. Y entonces asoma en el recuerdo la Delhi norteña y un punto envarada, un poco a su aire. Como en realidad parece ser toda la India y que se vuelve hacia Occidente con esa indiferencia ancestral de los países que son en realidad planetas.  



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2 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El negro y el blanco

Sólo fuera por la connotación que procede de las bodas, el blanco y el negro son viejos amantes. Amantes gay. Parecería que la rotundidad del negro abate al blanco pero basta probar con ellos para comprobar de qué esclava manera la superficie negra depende de la mancha blanca y hasta qué punto uno y otro no pueden separarse ni fugarse a solas ningún lugar. Amantes gay, amantes siameses, esposos o conyugados en cuya hermética confrontación encuentran el destino de su pervivencia. Ninguno de ellos puede comerse al otro, ninguno entre los dos muere sin arrastrar tras de sí y a la tumba sin luz, oscura, radiante de una blancura tan ciega como la inmortalidad soñada. 



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2 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La teoría del oasis

Esta es una metáfora definitivamente condenada. Quien habla de oasis catalán presupone charca de podredumbre. No tiene más vueltas: si acaso tuvo alguna vez un significado positivo, ha quedado inhabilitado para siempre. Hacer a estas alturas genealogías del oasis es un ejercicio redundante, que aporta lo que ya sabemos. Quienes van a seguir utilizándola son quienes están convencidos de que la charca catalana es la excepción respecto a la hispánica normalidad. El tópico de los fenicios especuladores y corruptos no anda lejos de la inversión del oasis. Lo extraño, lo verdaderamente extraño, es la fuerza del tópico entre los propios nacionalistas, que lo han usado estos días casi con tanta intensidad como los otros.

Parece fuera de toda duda que esta metáfora simplona originada por una autosatisfacción bienintencionada tiene que ver más con los deseos que con la realidad. Suele ser un espejismo en el sentido literal de la palabra, que surgió en tiempos republicanos cada vez que las cosas iban un poco mejor en Barcelona que en el resto de España. Su fuerza, ya entonces, estaba en su inmediato efecto boomerang: el espejismo del oasis servía de gozosa demostración de que las diferencias políticas efectivas que se daban en Cataluña no eran más que una excusa para la ocultación del pillaje. Detrás de los sentimientos, las identidades y los símbolos no hay más que la cruda realidad de los más bajos intereses, la charca. Esto funciona siempre, incluso ahora, cuando conocemos la trivialidad del resorte. Es evidente que en Cataluña hay un sistema de partidos distinto, con cinco formaciones, en el que el PP se halla entre los pequeños y una coalición nacionalista ocupa su lugar frente al socialismo. El propio PSC no es el PSOE. El catalanismo es una ideología transversal que penetra incluso dentro del PP. Y hay una gran capacidad de consenso entre los dos más grandes, CiU y PSC, que tiene incluso el nombre de una coalición de gobierno que todavía no se ha producido: la sociovergencia. Pues bien, la ideología de la sospecha anticatalana sabe desde siempre a qué se debe todo esto: son monsergas que sólo sirven para robar. Lo único que cabe concluir hoy en día sobre el oasis catalán es que es un tópico que descalifica a quien lo usa porque conduce indefectiblemente a la idea de una charca fenicia de abiertos relentes excluyentes y xenófobos. Su origen no está en la República sino mucho más atrás. En Quevedo, por ejemplo, que veía al catalán como un ladrón de tres brazos. (Enlaces: sobre el origen de la metáfora; sobre el uso nacionalista del oasis; no he encontrado la referencia sobre Quevedo, que conozco de memoria y añadiré si alguien me echa una mano).



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2 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Final de partida

Estamos en medio del festival de teatro y eso ayuda a escapar de la aburrida programación televisiva y las limitadas opciones recreativas ?casi todas en pesos convertibles- de la noche habanera. Guiados por el drama y la comedia, intentamos disipar los problemas cotidianos, las desazones y las dudas que este guión del absurdo en que vivimos nos genera. Pero en esas salas en penumbras no siempre se logra la evasión, sino que pueden encontrarse las claves para volver sobre nuestra realidad y reinterpretarla. El sábado se exhibió en el pequeño local del teatro Argos ?calle Ayestarán esquina a 20 de mayo- la obra de Samuel Beckett ?Final de partida?. Fuimos temprano para alcanzar espacio en las rústicas gradas de madera. Créanme que estar casi dos horas sin apoyar la espalda y sobre una dura tabla sólo se puede resistir si se trata de una magnífica puesta en escena. Pues bien, la de antenoche era del tipo que hace olvidar los calambres y el dolor en la cervical. Y no porque moviera al divertimento o a la risa, sino por generarnos esa angustia que nos mantiene en vilo, esa desazón humana que nos hace reparar en todo lo que nos falta. Un anciano ciego y agonizante mantiene una relación de maltrato y sumisión con su sirviente, al que encierra en la rutina y el chantaje. Sobre una silla de ruedas, el caprichoso convaleciente quiere controlar todo lo que ocurre y utiliza los ojos de su súbdito para estar al tanto. Una enfermiza gratitud y la incapacidad de imaginar otras circunstancias de vida, hacen que Clov esté atado a su amo Hamm y que posponga el día de alcanzar su independencia. Desde una sucia ventana se ve el mar, señal de todo lo vedado que existe afuera, de todo lo que nos está prohibido experimentar. Caminamos luego hasta la casa, traspasados por el desasosiego que nos dejó la puesta en escena. Fueron demasiado fuertes las paredes pintadas de negro, los gritos del déspota reclamando atención y asomarnos ?con tanta crudeza y familiaridad- a ?la naturaleza incalificable de las relaciones de poder, su misterio y su ritual de culpas, chantajes, imposiciones, perdones, manipulaciones??*. * Palabras de Carlos Celdrán, director de Argos Teatro, en el catálogo de la obra ?Final de partida?, interpretada por Pancho García, Waldo Franco, José Luís Hidalgo, Verónica Díaz.



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2 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Roth también puede equivocarse

Philip Roth ha venido publicando en el último lustro novelas breves relacionadas con la mortalidad: Elegía (2006), Sale el espectro (2007), Indignación (2008), y The Humbling (2009). Hace poco, anunció que ya ha terminado una nueva novela, Némesis, que será publicada el 2010. Las razones de este ímpetu narrativo parecen ser evidentes: es como si el escritor, después de cumplir setenta años, se hubiera dado cuenta que le quedaba poco tiempo para escribir la enorme cantidad de historias todavía dándole vueltas, y habría decidido apurarse. La retórica se ha reducido al mínimo, y las grandes novelas de la última época (El teatro de Sabbath, Pastoral Americana, La mancha humana), han dado paso a textos intensos pero menores. No está mal: un Roth menor es todavía un gran Roth.

Pero entonces, ¿qué hacemos con The Humbling, la novela que Roth acaba de publicar? Aceptar que el novelista de Newark también se equivoca, y que esta obra no es menor ni residual, sino, simplemente, mala. Comienza con una gran idea: Simon Axler, un actor teatral de renombre, ha perdido de la noche a la mañana su talento para la actuación (la analogía con el Roth de esta novela puede ser fácil). Aunque no se exploran las razones de esta pérdida, aquí hay suficiente material para iniciar una reflexión narrativa sobre la creatividad y sus misterios. Sin embargo, lo que hace Roth es, literalmente, retirar de escena a Axler, hacer que se vaya a vivir al campo, y que se reencuentre con Pegeen, una ex-amiga lesbiana. De pronto, estamos en típico territorio de Roth: Axler conquista a Pegeen, se exploran los impulsos oscuros de la sexualidad, y la fantasía erótica se convierte en aliciente para que el hombre pueda reconectarse consigo mismo y recuperar su talento.

El problema es que la forma en que todo está narrado no tiene suficiente carne para ir más allá del sueño mojado de un hombre mayor, con vibradores, látigos y encuentros entre tres en la cama: "It was as if she were wearing a mask on her genitals, a weird totem mask, that made her into what she was not and was not supposed to be. She would as well have been a crow or a coyote, while simultaneously Pegeen Mike". Hay pocas cosas más cómicas que una escena de sexo mal narrada. Ni siquiera provoca mucho la provocación de Roth -una lesbiana puede volver a interesarse en el sexo opuesto si encuentra a un hombre con la potencia adecuada.

Roth siempre confió en la fuerza de su historia. En The Humbling parecen haberle entrado dudas, y por ello necesita reforzar ciertas frases con signos de admiración, como para hacerle ver al lector que lo que está narrando es importante: "Everything he wanted, she was preventing him from having!" "No, he would not be defeated by these two mediocrities. He would not be a boy overcome by her parents!" No hay muchas sorpresas en el desenlace, y queda la insinuación de que los grandes nunca están vencidos del todo. De modo que esperemos Némesis.

La Tercera, 2 de noviembre 2009



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2 de noviembre de 2009
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