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La novela que abre mil puertas

Pocos días atrás terminé lo que para mí es una de las mejores novelas en español que he leído en mucho tiempo. Se llama La Anunciación, fue editada en 2007 y su autora es la también poeta María Negroni.

         Había oído hablar de Negroni aquí y allá. Le debo su descubrimiento a Elsa Drucaroff, que la convocó al ciclo La voz propia del Malba que brinda a los escritores la oportunidad de interpretar sus textos. Allí oí el comienzo de La Anunciación de sus labios y quedé prendado.

         ¿Qué cuenta La Anunciación? Algo difícil de definir. (De hecho la novela misma arranca asumiendo la dificultad de la tarea por acometer: “No sé cómo se cuenta una muerte, Humboldt. Y, menos, una muerte como la mía, que terminó volviéndose vida”.)

         Se podría decir que La Anunciación habla de la experiencia de los años 70 en la Argentina. Pero nunca que se trata de una novela sobre los años 70. En todo caso, se refiere a aquellas experiencias traumáticas del mismo modo en que Oliver Twist habla sobre la Inglaterra del industrialismo desatado o Lorrie Moore habla del 11 de septiembre en A Gate at the Stairs: como la particular circunstancia a trascender, la horca caudina de la Historia bajo la que hay que pasar para arribar a la hache minúscula –a la historia propia, de la que uno desearía adueñarse aunque más no sea por un rato para después perderla a conciencia.

         En cualquier caso diré que es una novela donde una voz femenina evoca al fantasma de Humboldt (¡otra hache mayúscula!), el amado muerto, ido, desaparecido. Pero también es una novela donde de tanto en tanto asoma Athanasius, el monje del siglo diecisiete a quien se le atribuye la creación de un Museo “que contiene o duplica el mundo” y que dialoga con la narradora y con el poeta Vicente Huidobro. (Aquel que pretendía que el verso fuese “como una llave que abra mil puertas”.) Donde una mujer llamada Emma pinta infinitas copias de La Anunciación de Filippo Lippi, en busca del Santo Grial de un color azul que se insinúa irrepetible. Y donde asimismo las palabras (por ejemplo, casa) debaten el proceso revolucionario y por supuesto, el sentido de todo.

         Quizás habría que preguntarse, mejor: ¿cómo cuenta La Anunciación? Pero la respuesta sería igualmente esquiva. La Anunciación cuenta como puede, al igual que todas las novelas, pero ante todo: como quiere. En un ensayo recogido en el libro Galería fantástica, Negroni dice lo siguiente de La condesa sangrienta de Alejandra Pizarnik: “Ninguna humillación de narrar. Ninguna sumisión a ‘las partes serviles del relato’. Sólo el recuento obsesivo de algunas ceremonias para someter el acto de escribir a un escrutinio brutal”. La misma preceptiva que Negroni adoptó para La Anunciación. Aquí no hay trama, no hay búsqueda del verosímil, no hay construcción de una temporalidad –esas servidumbres que la mayoría de los narradores solemos aceptar, con tal de que se nos permita entrar en el templo de la novela.

 

(Continuará.)

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9 de diciembre de 2009
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I. Los socialistas se apartan

Una resolución aprobada en el Parlamento Europeo acerca de la situación de ruptura del orden constitucional en Nicaragua no contó con el respaldo de los diputados socialistas, que se abstuvieron bajo el alegato de que no era oportuno, y solamente fue votada por los grupos parlamentarios liberal y conservador. Es decir, se abstuvo la izquierda, y la condena a los perturbadores hechos de violencia contra la democracia que han venido ocurriendo en Nicaragua, sólo correspondió a la derecha.

            Grave error de apreciación de los socialistas. La batalla a favor del restablecimiento de la democracia que se está librando en Nicaragua, no es un asunto de banderas partidarias dentro del país, ni debería serlo fuera de él. Se trata de si la democracia se salva o no se salva, y quedamos de nuevo, a lo mejor por décadas como en el pasado, en manos de un gobierno dictatorial, de rasgos familiares, bajo cuya égida la constitución y las leyes, y por tanto las instituciones, pierden importancia y pierden vigencia frente a una voluntad omnímoda.

            En noviembre del año pasado unas elecciones fraudulentas arrebataron a los legítimos ganadores decenas de gobiernos municipales. Este año, una reforma a la Constitución Política ejecutada por magistrados de la Corte Suprema fieles a Daniel Ortega, abrió a éste, de manera también fraudulenta, las puertas de una incesante reelección presidencial, mientras tanto todas las instituciones civiles del estado se encuentran avasalladas. Ortega trata de doblegar también la voluntad de los mandos de la Policía Nacional para que se alineen a su voluntad personal, y la fuerza pública se convierta en un instrumento de represión en contra de los ciudadanos que protestan.

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9 de diciembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El papel higiénico

Prácticamente todos los objetos existentes son amables gracias al sortilegio por el que emiten alguna suerte de positiva evocación. Son queridos por ser autónomos pero de ahí procede una especial forma de decir que nos seduce, reclama nuestra escucha y, al cabo, nuestra particular interpretación. Sólo un objeto de la casa queda excluido de esta condición vitalista o de la misma habla preformativa y se trata del papel higiénico. Objeto cuya obviedad desborda los límites de lo asumible y cuya significación rebasa cualquier propósito de reelaborar una interpretación personal. De hecho su insuperable  obviedad lo vuelve mudo y su abusiva significación sustituye la posibilidad generativa del habla.

De una parte, su clamante ignominia saturada de sentido anula cualquier evocación de segundo grado, de otra siendo inexcusable en el hogar la categoría de su elocuencia se impondría tanto y sin necesidad de palabras que una complicidad inscrita naturalmente en los habitantes obra como una conjura para evitar mencionarlo. De modo que si de una parte nadie desea hablar de él, de otra su propia naturaleza de extrema categoría se ahorra el mundo de las evocaciones o las vagas referencias.

 Mudo y quieto en su ubicación, discurre sin fomentar ningún imaginario y todo a su alrededor es un silencio amasado con el pudor y el miedo. No hay pues un recurso  referirse a él como objeto simbólico, no hay manera de aludirlo como inocente elemento afectivo porque no existe peroración que lo perdone.

El rollo de papel higiénico existe así en la máxima soledad y junto al sonar abovedado de la taza. O aún más, habita en una suerte de vacío doméstico donde trata de desvanecerse no por desaparición puesto que su evanescencia es imposible de acuerdo a sus tareas pero sí en cuanto orden  nemotécnico. Su presencia forma parte de un convenido olvido y siempre, cuanta indicación lo nombre  para anotarlo en la lista de la compra o para comentar acaso su precio o su escasez, será a través de una cita lacónica, artificialmente abreviada  por el oprobio que en sí conlleva, su vulgaridad o su permanente vileza.

Porque de hecho, a pesar de las infinitas invenciones históricas, el papel higiénico ha defendido su carácter, su morfología y su inequívoco baldón. No un gran baldón en términos absolutos pero absolutamente un baldón en el universo psicológico del sistema doméstico. Como no es fácil apartar de la mente la fuerza de su significado, no es posible eludir el oprobio de su nombre cuando se junta, en la enumeración de artículos, al de los  alimentos, la colonia o el suavizante. Su intrusismo en la atmósfera sabrosa o bienoliente destruye los deseables  encantamientos de la vida hogareña y hasta reclama un llamado "ambientador" para juntarse en sus procedimientos.

¿O no? ¿No será por otro lado el tabú de lo que más vivamente nos importa? Porque, desde otro punto de vista, una vez que del hogar han sido descartados los espejos de luna, los cuadros de los antepasados y los rizos como reliquias del muerto, el sendero más directo que enlaza con la muerte es, sin duda,  el papel higiénico. Blanco, rosado, celeste, perfumado o no, estampado o liso, el papel higiénico carga con una dirección única y fehaciente que, en cuanto animales irredentos, nos impulsa a la descomposición, la sepultura y el excremento.

De los excrementos  del cuerpo vivo a los desechos del cadáver. La fosa que muestra la taza (¿el sanitario?) transporta a un  más allá fosco, tan relucientemente negro que, como un charol llega a formar, a lo largo del tiempo, el esmalte de la muerte. El papel higiénico es tan sólo el primer paso de ese viaje hacia la penumbra eterna y, en este sentido, no significa más que las vísperas ligeras y todavía diurnas de una excursión que nos hundirá sin metáforas, ni rollos blancos.

Su aspecto, unas veces sano o pleno y otras mermado hasta la patética visión del tubo de cartón representa el primer punto de un fatal itinerario cuya meta será la nada. De este modo la primera negación (¿oral?) del papel higiénico lo convierte en el eslabón inaugural de una escalinata invertida y en cuyo colofón se cumplirá la definitiva pestilencia del sumidero.

En la casa ese sumidero final no se ve nunca en su entera  realidad, es confuso en el lavabo o el fregadero y compulsivamente se trata de perder de vista en la taza del ¿sanitario?. No se ve, por lo tanto,  plenamente ni en su consecuencia profunda. En aquella profundidad  donde las aguas se mezclan y la mescolanza forma una melaza opuesta a la compota, un puchero opuesto al estofado, un mundo inmundo, antagonista de éste mundo.

Es, por tanto, así como la fuerte carga humana  del papel higiénico ha hecho imposible,  desde que lo inventaron los chinos hace muchos siglos,  expulsarlo del hogar. En sustitución del rechazo efectivo la forclusión lacaniana. El olvido extremo del papel higiénico que en la medida de su presencia impoluta preludia el contraste de su polución.  Suciedad no de esto o de aquello, no de un día u otro aisladamente, sino suciedad personal regular y asidua, suciedad tan adherida al sujeto que bastará una reflexión superficial, un roce apenas, para adquirir de sí mismo una cierta consideración de bardoma. Hogareños productores de materia fecal, irremediables secretores de excremento,  preludios de desintegración, hediondas señales de la muerte que todavía sinuosamente, intestinalmente, sigue avanzando desde adentro.  



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9 de diciembre de 2009
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El visor de Chus

En un momento dado de la historia de España aparecieron, enclavados en un piso de la calle Leganitos de Madrid, los que con el tiempo serían llamados "los Visores", antes de que cada miembro del clan adquiriese consistencia propia, aunque la tenían ya como conjunto, sobre todo en razón del material altamente inflamable que manejaban en la trastienda de un local que era fundamentalmente librería pero también hacía, creo, las veces de rincón de tertulias, editorial y distribuidora de libros. En los cuatro apartados bordeaban la legalidad franquista entonces vigente.

      Se sabía que eran varios hermanos, pero era difícil saber cuántos exactamente, pues, envuelta en la rutina de los apellidos García Sánchez, se escondía una facción de activistas de alcance largo y diverso. Yo he llegado a conocer en mi vida a tres de ellos: Miguel, Jesús y, de modo más fortuito, a  Aristónico, competente notario de profesión pese a su nombre de filósofo cínico de la Antigüedad. Miguel y la familia que empezó a formar poco después han sido siempre presencias cercanas y muy queridas, asociadas infaliblemente a los libros que ellos han editado, distribuido y vendido en la excelente tienda que lleva el nombre de Antonio Machado en la calle Fernando VI de Madrid. A Jesús, que en el siglo prefiere ser llamado Chus, le he tratado con una gran asiduidad en los últimos cuarenta años, solo o en compañía de otros, y no pocas veces junto a Conchita, que a su estado civil de esposa unía las condiciones de librera y antóloga, ésta última una categoría que imprime carácter.

    Contar los avatares de los hermanos García Sánchez requeriría las dotes de un novelista-río de la escuela Biedermeier, que no es mi caso. Por eso quiero centrarme, hablando sólo del ‘visor' Chus, en dos aspectos (el futbolístico, por ejemplo, como irredento seguidor del Atlético de Madrid, no lo toco en profundidad). Lo que yo físicamente más le he visto hacer a lo largo de varias décadas en su amplio local de la calle Donoso Cortés es vender libros, aunque ahora que lo escribo me doy cuenta de que no; más que venderlos le he visto manejarlos, dominarlos, ‘saberlos'. Chus es el ISBN más confiable que existe, con la ventaja, frente al sistema de archivo informático, de que cuando él te da el dato de un libro de hoy o de hace treinta años casi seguramente lo ha leído y acompaña la información con un comentario. No en todos los títulos me dejo guiar por él, pues es un lector drástico en su inmensa cultura, pero siempre le escucho. Es muy vigorizante escuchar a Chus despotricar contra cierto poeta o cierta novelista para él indebidamente entronizados, tanto como lo es oír la cálida expresión de sus grandes amores literarios, llamativa por ser este hombre más bien austero en el registro sentimental.

    Que un librero conozca y ame los libros debería ser habitual, y lo es, o lo era. En Chus García Sánchez se superponen además la producción y la defensa del libro en varios frentes, lo que le convierte, allí donde esté, en un todoterreno de la lucha cuerpo a cuerpo contra la ignorancia. Su colección Visor de poesía no necesita aquí más comentario; en el territorio de lo mejor que se ha publicado en las últimas décadas en castellano es un bastión, palabra que le va mejor que pilar a un hombre contundente como él. Y hay algo suyo que me apetece sacar a la luz, pues no es enteramente del dominio público: en la intimidad a Chus le gusta hablar el idioma abstracto de la poesía concreta, que ha estudiado a fondo y  -también él-  ha difundido como antólogo. En todo caso, el muy amplio catálogo que ese sello de Visor ofrece demuestra la versatilidad, la ambición y el buen ojo del editor.

     Acabo por el lado oculista del asunto. Doña María Moliner da en su diccionario esta definición, y es la única que da, del vocablo ‘visor': "Dispositivo de las máquinas fotográficas que sirve para enfocar". La palabra me gusta mucho, y no sólo por mis veleidades cinematográficas. Hay algo ‘voyeurista' en esa familia semántica que incluye expresiones como "de viso" y términos como "visera", un aditamento que nunca he comprobado si Chus García Sánchez lleva al estadio Vicente Calderón cuando va a ver jugar a su equipo. Entre todas las acepciones posibles de ‘visor' en los diccionarios me quedo con la de Moliner. Porque si algo llevo viéndole hacer a Chus desde que éramos jóvenes todos, los vivos y los que nos faltan, es enfocar. Ajustar la prodigiosa lente de su máquina poética para darnos la imagen más certera y profunda del campo de la palabra escrita.

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9 de diciembre de 2009
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Rebuscando en el fondo del tiempo

A veces te quedas sin libro y es un momento delicado. Tocan las doce, se acabó lo que tenías entre manos ¿y ahora qué lees hasta que venza el sueño? Reptas por las estanterías. Te topas con un monstruo de dos mil páginas que compraste muy animoso hace exactamente veintiún años y te dices, "ea, a ver qué era esto". Y "esto" es la "Historia de la Revolución Francesa" que Michelet escribió en 1846. Y "esto" sucedió hace dos semanas y ya voy por la página setecientas. Casi no he hecho otra cosa en los últimos quince días: ha sido como encontrar a un viejo amigo y no poder salir de la taberna mientras te cuenta su vida.

Michelet, con Burckhardt y Hegel, es un fundador de la historia tal y como la concebimos ahora, digamos que con humos científicos. Una historia causal y material. Pero está tan cerca de la historia antigua, de las crónicas, que conserva el talento literario para la escena y el retrato. En la historia moderna no cuenta el personaje, lo relevante son los movimientos sociales, las presiones técnicas y la maquinaria económica. En las crónicas, en cambio, contaba si el rey era idiota o si el general cogía la escarlatina en plena la batalla. En estos primeros historiadores (¡qué pedazo de novela es la historia del renacimiento de Burckhardt!) aún vive intacta la potencia narrativa. Y del mismo modo que la música de Mahler anuncia la necesaria invención del cine, así también la historia de Michelet está escrita con técnicas fílmicas.

Hay una escena estremecedora, cuando se han reunidos los miembros de la asamblea y aún no saben que van a asaltar la Bastilla e ignoran que van a provocar una hecatombe. Michelet nos muestra a los abogados, notarios, comerciantes en maderas, inmobiliarios, que empujarán al mundo a su edad republicana. Sin embargo, la cámara se desvía un grado y en un instante tangencial muestra a un joven atildado y de baja estatura que con la cabeza erguida trata de ver por encima de sus colegas. Esa cabeza produce escalofríos: es la de Robespierre mucho antes de convertirse en el ángel del apocalipsis.

Artículo publicado el sábado 5 de diciembre de 2009.

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9 de diciembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El pañuelo de Herta Müller

¿Cuántas madres preguntaban por el pañuelo cuando el niño salía de casa? Esa vieja y minúscula prenda, en creciente desuso, encierra todo un mundo. A los pequeños se nos enseñaba a salir de casa por la mañana con el pañuelo limpio en el bolsillo, minúscula ayuda ante una herida, la suciedad, el resfriado, el sudor o el dolor y sus lágrimas; y también prevención educada y signo de la digna prestancia con que íbamos a enfrentarnos con los avatares de una jornada agitada y de un mundo feroz. Apenas nadie lo usa ahora, y quien lo hace recibe la recomendación de que lo abandone por parte de las autoridades sanitarias, en prevención de la gripe A, y se sume así a la cultura común del pedazo de celulosa, al parecer más higiénico que aquel pequeño trozo de lienzo de nuestra infancia. Herta Müller, la premio Nobel de este año, ha recurrido al viejo y querido pañuelo para evocar en su discurso previo a la entrega del galardón el valor de las palabras y la dignidad de las personas que defienden su libertad ante la dictadura.

Todo lo que contó la escritora el martes en Estocolmo, en su discurso previo a la entrega del Premio de 2009, sale de su experiencia biográfica, de mujer que nació y creció en la región germanófona del Banato, en la Rumania dictatorial de Ceaucescu. Fue la necesidad de expresarse libremente y de reivindicar el derecho a hacerlo lo que la llevó a militar contra el régimen en el grupo de intelectuales de habla alemana Aktionsgruppe Banat. En su discurso narra las visitas a su despacho de un policía secreta, que pretende convertirla en confidente del régimen: ??y entonces llegó la horrible palabra: colabore. (?) Me dirigí a la ventana, por la que miré hacia la polvorienta calle. No estaba asfaltada, baches y casas gibosas. Y esa calleja ruinosa se llamaba, encima, Strada Gloriei: calle de la gloria. En la calle de la gloria había un gato trepado en la morera desnuda. Era el gato de la fábrica y tenía una oreja desgarrada. Encima de él brillaba el sol matinal como un tambor amarillo. Dije: 'N-am caracterul'. No tengo este carácter. Se lo dije a la calle, fuera. La palabra ?carácter? puso histérico al hombre del Servicio Secreto.? Antes de echarla de la fábrica donde trabajaba de traductora, fue objeto de un feroz acoso laboral. La echaron de su despacho y se vio obligada a trabajar sentada en un peldaño de la escalera. Con sus diccionarios a cuestas, así lo hizo: sobre su pañuelo, de nuevo una ínfima referencia blanca en aquel mundo oscuro. El pañuelo regresa una y otra vez, en detalles insignificantes. La foto de los restos de su tío, un nazi muerto en la guerra, es también la de un pañuelo con unos restos humanos: ?En el pañuelo blanco había un nazi muerto, en su memoria, un hijo vivo?. Regresa también en el recuerdo del acordeón que heredó del difunto, con los tirantes demasiado grandes, pues era un pañuelo lo que utilizaba el maestro para atarle el instrumento a a la espalda. En la nariz sangrante de su amigo disidente, deportado a Rusia, donde una madre le da un pañuelo para la hemorragia. El día en que detienen a su madre, y ésta se vuelve y le pregunta a su hija como en los días de la infancia: ¿Tienes un pañuelo? Ese pedazo de tela de la escritora rumana deviene así la pequeña e íntima bandera de las víctimas de las dictaduras y de los totalitarismos del siglo XX. El símbolo de su dolor y de sus sufrimientos. Así termina el discurso de Estocolmo de Herta Müller: ?Me gustaría poder decir una frase para todos aquellos que, en las dictaduras, todos los días, hasta hoy, son despojados de su dignidad, aunque sea una frase con la palabra pañuelo, aunque sea la pregunta: ¿Tenéis un pañuelo? Puede ser que, desde siempre, la pregunta por el pañuelo no se refiera en absoluto al pañuelo, sino a la extrema soledad del ser humano?. El siglo XXI es la época del 'kleenex', del pedazo de papel desechable. No hay duda de que la dignidad de los seres humanos está más defendida que en la época en que dos totalitarismos pusieron la máquina de matar en marcha e intentaron apoderarse del mundo. Pero hay una futilidad en nuestra época, que lleva a añorar aquellos blancos pañuelos, planchados y doblados en cuatro, en los que se ordenaba el amor y el cuidado de la madre por su hija, de unos por otros. (Enlaces: con el discurso de Herta Müller, con la traducción castellana.)



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9 de diciembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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John Lennon

 

La biografía es un género anglosajón. Aquí, salvo rarezas contadas, hemos pasado de las vidas de santos a los inciensos civiles de algunos de nuestra galería de famosos. Los que quieran trabajar el género tienen todo el campo abierto, el terreno abonado y a los protagonistas deseantes. Hay en nuestra historia reciente y lejana toda clase de ilustres que siguen esperando un biógrafo paciente. No necesariamente complaciente.

 Estoy leyendo estos días una biografía ejemplar. Lo digo con esperanza y con envidia. Es la vida de poca santidad de John Lennon. Escrita por Philip Norman y publicada por Anagrama. No es nuevo en estos pagos el biógrafo Norman. Pertenece a  la generación del pop y autor de un libro imprescindible sobre los Beatles, "¡Gritad!", además de otras sobre los Rolling, Elton John o Buddy Holly. Solo conozco su trabajo sobre los de Liverpool que es, sencillamente, imprescindible. Mucho más si te gustan los Beatles.

Ahora ochocientas páginas sobre Lennon, el más fascinante del grupo. El más genial y uno de los personajes que cambiaron los gustos del pasado siglo. Sin duda me importó mucho más que el Che, que Cristo- o sus seguidores- o que Kennedy. Lennon fue el ídolo, el héroe que necesitábamos una generación que ya estábamos muy dispuestos para seguir a los descreídos,  los contradictorios y los arbitrarios. Después de la alegre inocencia juvenil, nos llegaron sus pacifismos, su vida entre camas blancas, la exótica Yoko- ¡la mala!- los caprichos de un famoso que parecía indomesticable. Después llegó esa muerte, tan injusta, tan cruel pero con la edad de hacer un presentable cadáver. Lennon siempre fue uno de esos creadores que salvaríamos de los infiernos, o purgatorios, y que nos llevaríamos como acompañante de músicas, y algunas letras, para construirnos paraísos falsos, sí, pero más apetecibles que la habitual oferta del menú de las falsas religiones.

La primera parte de la biografía de Norman me recuerda a la vida posible de un nieto sacado del mundo de Dikens, pasado por la música rock, la televisión y las chicas de la rebelión sexual. Un chico de barrio, una familia complicada, unas vidas de perdedores que se salvan por el talento, la música y las ganas de salir de las viejas moralidades. Una biografía que nos hace entender con sus músicas, sus letras, sus caprichos, sus manías, cinismos, amores, disparates y arbitrariedades a un ser fascinante. Y también al otro, al mismo, al que tantas veces resultó un tipo insoportable. Lennon fue el hermano mayor que muchos hubiéramos deseado. Sobre todo después de haber triunfado en compañía de unos chicos como él, como nosotros. Todos quisimos ser los Beatles. Ninguno lo consiguió.

Una vez dijo que "no creía que hubiera alguna causa que merezca que te peguen un tiro por ella". Yo tampoco. Un día como hoy de hace veintinueve años un cretino, y mal lector de "El guardián entre el centeno", quitó la vida de un tiro de John Lennon, acababa de cumplir los cuarenta años y ya era un hombre para la eternidad.  



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8 de diciembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Trasval

La tienda se alza en la aurícula izquierda de la calle Galiano esquina a San Rafael, donde antes hubo un Ten Cent carcomido por los años y la mugre. Verdadera nave espacial caída en un barrio que ha visto como muchos de sus comercios se convierten en albergues para damnificados, oficinas intrascendentes o locales cerrados por tupiciones albañales. Pero Trasval es diferente. El gran almacén, administrado ?según se dice? por el propio Ministerio del Interior, fue bautizado por la población como ?el museo?, pues más bien se iba a mirar que a comprar, debido a los altos precios ?en pesos convertibles? de cada mercancía. Trasval era jugar al capitalismo, con música indirecta, empleados con trajes y audífonos, cámaras por todas partes y productos que nuestros ojos nunca habían visto. Nos sentíamos como pollitos arropados por la luz de las lámparas y el tintinear de la melodía, que terminarían en el matadero de la caja contadora pagando por un abridor de latas el salario de tres meses de trabajo. En su interior, aún se exhibe una zona con implementos para piscinas, aunque desde hace varios meses las vendedoras no sonríen a los clientes ni les responden amablemente las preguntas. La última vez que estuve en ese bunker forrado de lozas negras, ya el desplome era inminente. El aire acondicionado no funcionaba, los empleados habían prescindido de la calurosa indumentaria con corbata incluida y en los anaqueles, metros y metros de un mismo producto anunciaban el declive. Todos los abridores de latas habían desaparecido y un rumor de escándalo por corrupción se extendía en sus pasillos. Su esplendor fue breve, su ganancia pudo haber sido enorme. Porque Trasval fue la más reciente trampa mercantil que nos tendieron a los cubanos, el último cebo elaborado por esa mezcla de comerciantes y policías secretos que tanto pululan en nuestros días. Individuos que lo mismo trafican con mercancías que con informes, venden una lámpara o vigilan en una esquina, cuentan las monedas o se soban la pistola que llevan en el costado.



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8 de diciembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Viva Aminetu Haidar

En esta batalla a muerte entre una mujer sola y la monarquía alauita ya hay un perdedor. Puede haber más, pero ya hay uno y bien claro. Marruecos ha cometido un terrible error de cálculo, de consecuencias que todavía no alcanzan a calibrar los máximos responsables del callejón sin salida en el que se han metido. Pase lo que pase, haga lo que haga Aminetu Haidar, Rabat ya ha perdido esta batalla desigual, en la que confiaba transferir el entero problema y la entera responsabilidad a Madrid. Incluso si Haidar abandona la huelga de hambre sin conseguir su objetivo, no será ella, ni mucho menos, la perdedora, sino el monarca marroquí.

Mohamed VI ha querido comportarse como hubiera hecho su padre, con la frialdad de corazón que le hizo temible y famoso; pero lo único que ha conseguido ha sido ponerse una trampa a sí mismo y regalar así a la causa saharaui la mejor bandera que podía soñar. Aminetu Haidar, una madre de familia sencilla y obstinada, ha borrado en tres semanas la imagen negativa que tenían los saharauis, como militantes de una causa perdedora y maldita, señalada por su entrega al autoritarismo izquierdista y a una lucha armada sin perspectiva alguna. Los saharauis han conseguido con Haidar lo que los palestinos, mucho más visibles, todavía no tienen: ese símbolo puro e inocente de la resistencia individual, pacífica y digna, con fuerza moral y valentía física para levantarse ante la opresión y la ausencia de respeto y reconocimiento. La única respuesta de Rabat a una ciudadana indemne que se niega a reconocerse individualmente como marroquí ha sido la expulsión y la desposesión de la ciudadanía, a menos que se reconozca como súbdita y se someta al monarca. No se dan cuenta el monarca y sus amigos pretendidamente modernizadores que no es sólo la causa saharaui la que están reforzando sino que fragilizan también a la propia institución monárquica. Marruecos había conseguido consolidar sus posiciones en España, donde el pragmatismo político ha ido conduciendo a muchos a apartarse del inviable proyecto saharaui. Ahora esta decisión esta revertiendo las cosas y Marruecos está perdiendo el capital de simpatía y de comprensión acumulados durante años. Y sólo falta que su gobierno y sus representantes exhiban impúdicamente las armas de la inmigración, el tráfico de droga y el terrorismo, como chantaje para que sea Madrid quien le resuelva el problema creado exclusivamente por su actitud despreciativa hacia sus ciudadanos. Visto lo visto, sería de desear que Haidar dejara inmediatamente su huelga de hambre. No ha conseguido el objetivo individual que se había propuesto: que le devuelvan su pasaporte marroquí sin obligarla a reconocerse como lo que no es. Pero ha conseguido algo mucho mejor para su causa: el pueblo saharaui está vivo, vuelve a estar en el mapa, se halla otra vez en marcha, pero esta vez no por absurdas amenazas de guerra, sino precisamente por lo contrario, por la fuerza descomunal de la lucha pacífica. Por eso, ahora que su pueblo vuelve a estar vivo, Haidar debe seguir viviendo.



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8 de diciembre de 2009
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