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Pensar, mirar, buscar

En 1964 Jack Kerouac contestó a mano el cuestionario que un alumno de doce años para quien el novelista era su escritor favorito le había mandado desde Boston, como parte de un trabajo escolar obligatorio. A una de las preguntas del audaz niño, "¿Cuál cree que es el modo ideal de vida?", Kerouac le respondía: "Eremita en los bosques, cabaña de un único cuarto, estufa de leña, lámpara de petróleo, libros, alimentos, retrete, sin electricidad, solo agua de riachuelo o arroyo, dormir, ir a pie". El cineasta navarro Oskar Alegria, que probablemente no sea un beatnik, tuvo entre el invierno de 2017 y un prolongado verano de 2018 una aventura fluvial en la que el río Arga fue para él el agua primordial de una infancia trascurrida en sus orillas, desde las que entonces se divisaba una isla en el centro del río, un Zumiriki, título del largometraje ahora estrenado, ocho años después de su primera película La casa Emak Bakia. Las raras palabras bien provistas de "kas" muy sonoras anuncian ya desde su morfología una pertenencia y una raíz del cine de Alegria, que con esta segunda y fascinante obra se configura como uno de los nombres clave del actual cine-ensayo (mejor diríamos cinéma-essai, dada la filiación con Montaigne), al lado, dentro de nuestro país, de José Luis Guerín, Mercedes Álvarez, Oliver Laxe o Isaki Lacuesta.

Zumiriki tiene un arranque engañoso que parece encaminarse a una exaltación de lo regional y lo telúrico: una ermita campestre, una romería de la Virgen en la montaña, un padre labriego que hacía cine amateur con sus allegados. Todo muy previsible y muy rústico. Pero Alegria no sólo introduce desde el principio las secuencias caseras en Super8 de su padre; cita lo que este decía, "filmar sin pensar", y a eso se entrega el hijo en este film nunca ingenuo sino sofisticadamente cerebral, en el que todo está planeado a la vez que sujeto a la indeterminación de los elementos, al capricho animal y a los accidentes del hombre, entre ellos la muerte. Así que el aventurero, o el deambulador, o el evocador sentimental, decide ir a la margen del Arga y hacerse una cabaña unipersonal como las que, por mencionar solo algunos famosos reclusos voluntarios, ocuparon Heidegger en la Selva Negra, Wittgenstein junto a un lago noruego, Mahler en los Dolomitas, Strindberg en un pequeño archipiélago cerca de la capital sueca, Dylan Thomas y Bernard Shaw dentro de los jardines de sus respectivas casas de campo británicas. Entre ellos había, según sabemos, enemigos sin más del ruido ajeno, quienes al recluirse dejaban atrás un matrimonio nublado o un bloqueo creativo, y los que iban en pos de un uso egotista del tiempo y una inspiración fluida e ilimitada. En su propia confinación, Heidegger, quizá el más significado de todos, encontraba un "lugar de pensamiento" en el que, además de estar solo en su escarpada pradera, cultivaba la fidelidad a una "memoria campesina".

Aislado pero sin rechazar a los naturales del lugar, Alegria, después de levantar y adecentar su básico habitáculo sobre el solar de una antigua borda de su familia, sale a buscar el genio del lugar, sus figuras comunes y los excéntricos, y sobre todo no cesa de mirar ese paisaje idílico ahora anegado por las aguas de una presa construida en tiempos posteriores a su niñez. Su objetivo no es un veraneo fresco a la manera norteña, ni una tarea de mitificación infantil, aunque haya ciertos atavismos; evoca a su padre, a dos navegantes vascos que hicieron una larga travesía a vela en 1962 (cuyas imágenes de aficionado usa), y la figura evanescente de un hombre solitario que ocupó la orilla opuesta a la suya y al morir dejó cien vacas desvalidas. Noventa y nueve fueron al matadero y una, "joven y oscura", se escapó del rebaño, eludiendo el gancho de las carnicerías. "Esta película", dice el narrador en primera persona," pretende encontrarla". Los incidentes y hallazgos (por no decir peripecias y ocurrencias) de Zumiriki nunca cansan; la épica de la subsistencia a lo Robinson Crusoe mantiene su potencia narrativa probada a lo largo de siglos, y todo explorador que sepa contar su historia nos interesa, aunque conste -en el Oskar Alegria también protagonista del film- que su equipamiento, además de las dos gallinas ponedoras y las dos camisetas de cuerpo entero, la negra y la blanca, más propias del Oeste americano que de Navarra, incluía algún moderno utensilio para el bricolaje y cuatro cámaras de video de alta definición (las imágenes son con frecuencia de una gran belleza, tanto en el paisajismo como en el interiorismo.) Lo extraordinario de Zumiriki es que este intruso amigable divaga sin parar, y a menudo sin parar de andar; sus divagaciones son el reino de lo imprevisto, y los demás imprevistos que no emanan de él le dan a esta historia su argumento. Sin olvidar a la vaca oscura, personaje ausente cuya silueta está presente, y no estamos contando el final. El desenlace podría haber sido la garduña voraz instalada en el trono vacío del invasor humano ya desaparecido, pero al narrador Alegria le hacía falta un epílogo que quizá el espectador no necesita a estas alturas del largo metraje. El autor recompensa ese prolongamiento regalándole a su público un tour de force de imaginería nocturna y suspense acuático.

El indagador Oskar Alegria se había fogueado el año 2012 en una búsqueda distinta, de la mano o por inspiración de Man Ray. La casa Emak Bakia es otro lugar ameno al que nuestro cineasta llega por ser cinéfilo, tras conocer el mediometraje abstracto y para-dadaísta que Man Ray realizó en 1926 y llamó Emak Bakia. Tan misterioso pero vascuence título ("déjame en paz", sería su traducción) le conduce, a través de la erudición ligeramente llevada, de las coincidencias y los hallazgos fortuitos, a una casona en la costa vasco-francesa donde el artista de origen norteamericano residió y rodó. La digresión es el territorio donde Alegria se siente más seguro, y nosotros mejor acompañados. Su película contiene lo siguiente: una primera aparición del clown de Fellini Alfredo Colombaioni (que resurge en Zumiriki), un delicioso ballet con el flirt de una mano de plástico y una servilleta voladora, unas entrevistas explicativas a Bernardo Atxaga, Ruper Ordorika, un tendero de ropa vintage y dos expertos en Man Ray (quizá sobren todas), una visita a la tumba del polifacético artista en el cementerio de Montparnasse, una panorámica muy variada de las fachadas con nombres autóctonos de los chalets costeros del golfo de Vizcaya, una disertación en imágenes del modo de dormir de los cerdos, y como acicate, un alegato en pro de la ruptura de formas en el relato fílmico que el director pamplonica asume como una enseñanza del cine experimental de Man Ray, que hizo en total cuatro interesantes películas. Sin olvidar el lado, nada oscuro, del Alegria narrador, quien parece a lo largo de sus dos ensayos cinematográficos sentir nostalgia del cine de aventuras y piratas, del western, del thriller, y hasta de las sagas heroicas, que él reduce a la persistencia y la sagacidad del modesto héroe tenaz: la vaca fugitiva, el ordenado hombre de la cabaña, la novelesca princesa rumana (prima de Nabokov, ni más ni menos) cuyos antepasados construyeron la casa Emak Bakia, hoy residencia estival para trabajadores franceses jubilados.

En realidad, Alegria busca pasados sin futuro o auroras que no tengan fin. La expresión emak bakia ya no se usa en el euskera de hoy, y de los zumirikis solo asoma, cuando baja el nivel del río, la copa de algún árbol resistente a las avenidas. Entonces, además de observarlo y encontrarlo donde siempre estuvo, hay quien quiere también bañarse en sus aguas.

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7 de diciembre de 2020
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En la catástrofe (IV): razón sobre razón… miedo sobre miedo

El pensador francés René Thom (Medalla Fields de Matemáticas a la vez que admirable lector de Aristóteles) es autor (no exclusivo) de una abstracta teoría sobre las formas elementales que se despliegan por doquier en la naturaleza y en las obras de arte plástico, conocida como "Teoría de las catástrofes". Se trata de hecho de una reflexión sobre las singularidades topológicas susceptibles de emerger sobre fondo de continuidad, mas la metáfora utilizada para designarlas ("catástrofes") la convirtió por un tiempo en una teoría casi mundana. Como todo aquello que se populariza de forma caricaturesca, acabó por pasar de moda y hoy la admirable "Teoría de las catástrofes" cabe decir que se perdió en el olvido. Pues bien, recordaré una anécdota: El profesor Thom se hallaba en la tesitura de ilustrar ante un auditorio la tesis de que la inteligibilidad de los fenómenos naturales (objetivo esencial de la ciencia) poco tiene que ver con el dominio práctico de la naturaleza. Tras una pausa a ojos cerrados, nos sorprendió con una reflexión que sintetizo de memoria: hay una situación de emergencia; la inundación alcanza mi casa y yo subo a la terraza, desde la que contemplo como las aguas alcanzan ya el piso superior. Tengo ajustada percepción del fenómeno, cabe incluso suponer que he alcanzado a saber la razón de la emergencia; mi lucidez es, pues, total, pero... no puedo hacer absolutamente nada.

Tras este preámbulo citaré un texto clásico aquí ya varias veces evocado: "Unos se apiadaban de sí mismos, otros de la suerte de sus próximos. Algunos imploraban la muerte por temor a la misma muerte. Muchos elevaban los brazos rogando a los dioses; los más sentían que no había ya dioses en parte alguna, que esta noche era eterna y la última".

Así describe el hombre de leyes y escritor romano Cayo Plinio Cecilio Segundo, conocido como Plinio el Joven, el terror de la población ante la amenaza que se cierne sobre la bahía de Nápoles por causa de la erupción de la montaña. Ignorando que el Vesubio era un volcán, aquellos sorprendentes fenómenos sólo podían ser interpretados como una suerte de castigo. El narrador nos dice que, en el desconcierto, los fugitivos se empujaban sin pudor, preocupados tan sólo por escapar de la nube inquietante.

Hay sin embargo un comportamiento que hace excepción, el del mismo tío del narrador, Plinio el Viejo quien, lejos de huir, parece atraído por el fenómeno, como si fuera menos una amenaza que un reto, y mira de frente la nube grisácea, pronto claramente negra, que se extiende por la bahía y que no parece ser una mera acumulación de partículas, consecuencia por ejemplo del incendio de un bosque.

Los primeros naturalistas de Jonia (aquellos que Aristóteles designaba como "los físicos -hoi physikoi") percibieron que la naturaleza se deja desvelar (se hace transparente a nuestras facultades cognoscitivas) pero no se deja violentar ni dominar, siquiera por los dioses, es decir, no permite que voluntad alguna doblegue su necesidad; como máximo, la técnica puede explotar posibilidades que la propia naturaleza ofrece. Pero en ocasiones la naturaleza además de inviolable se muestra violenta, produciendo esa devastación de cuyo arranque en la bahía de Nápoles es testigo Plinio el Joven, quien nos dice que cayó una noche no como las ausentes de luna, sino igual a la que se produciría en un sitio cerrado carente de toda luz. Ya he señalado que en el momento de la erupción se ignoraba que el Vesubio era un volcán. Mas entonces ¿qué era aquello que empapaba la bahía? La densidad de ceniza impedía considerar que se trataba de una mera "calima", ni tampoco esa forma de la misma que denominamos "niebla".

Si hubiera que hacer una trasposición en nuestra lengua de la percepción psicológica del fenómeno que debieron tener aquella población infortunada cabría servirse del término "tiniebla" o "tinieblas", que tiene tanto una connotación de amenaza física como de caída moral como se recoge en la expresión "príncipe de la tinieblas". Aquella tormenta de ceniza y piedra no podía sino ser interpretada como una suerte de castigo. De ahí la reacción de pánico, que tiene como antes decía excepción en Plinio El Viejo.

Desvelar la naturaleza en los momentos en los que esta provocaba estupor fue siempre el objetivo de Plinio. Por ello, a diferencia de aquellos en los que el miedo incrementaba al miedo, Plinio no escapó ante la calima, sino que quiso ver qué había detrás. Quiero creer que consiguió su objetivo, ciertamente a un alto precio, que estaba dispuesto a asumir. Plinio el joven escribe: "Cuando de nuevo se hizo de día (tercero desde el que había visto por última vez) encontraron su cuerpo intacto, sin heridas y cubierto con los mismos vestidos. Su aspecto era más bien el de un ser dormido que el de un muerto".

Plinio el joven ve en su tío alguien a quien el amor a la verdad llevó tanto a "hacer cosas dignas de ser escritas" como a "escribir cosas dignas de ser leídas". Por ello en un párrafo antes citado agradece a Tácito que contribuya a hacer eterna su memoria. ¿Eterna? En unos tremendos versos de Emilie Dickinson, los caídos por las causas respectivas de la belleza y la verdad se reconocen y entablan diálogo...hasta que, implacable, la naturaleza cubre sus labios con musgo y apaga sus nombres: "I died for Beauty-but was scarce/Adjusted in the Tomb/When One Who died for Truth, was lain/In an adjointing Room/He questioned softly ‘Why I failed'? / ‘For Beauty I replied', /And I For Truth, Themselves are one/ ‘We Brethren are' he Said/And so as Kinsmen, met a Night /We talked between the rooms/Until the Moss has reached our Lips/And covered up our names" ("Morí por la belleza. Pero apenas/ me amoldaba a la tumba/cuando uno que murió por la verdad/ fue puesto al lado mío /Preguntó con voz suave por qué había yo muerto/ ‘Por la belleza', respondí/.‘Y yo por la verdad. Las dos son una sola./ Somos hermanos, dijo./ Y así -como parientes que en la noche se encuentran -/de habitación a habitación hablamos./ Hasta que a nuestros labios llegó el musgo/ y cubrió nuestros nombres". Traducción de José Manuel Arango, Colombia, Universidad de Antioquia, 2006, p.167).

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3 de diciembre de 2020
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Bajorreal

Esto no es una columna sobre la monarquía borbónica, sino sobre el fenómeno de dos de los más grandes escritores españoles del siglo XX que, en su fase larvaria pero ya haciendo esgrima, comparecen en el libro El amanecer podrido (Galaxia Gutenberg, 2020). Unidos desde su juventud por una a veces reñida amistad de iguales, Luis Martín-Santos, que murió en un accidente en 1964, y Juan Benet, llevado por el cáncer en 1993, planearon a fines de los años 1940, en una pensión madrileña, una travesura sublime: escribir al alimón casi 70 cuentos breves en los que su compilador minucioso, Mauricio Jalón, no siempre ve clara la autoría; es probable que fuese en algunos compartida, a modo de cadáver exquisito a 4 manos de quien ya era médico y quien aún estudiaba en la escuela de Caminos.

En 300 páginas asistimos al fascinante espectáculo de la inmadurez del genio afilando armas para el asalto al campo de la novela, más allá de sus (exigentes) ocupaciones en la psiquiatría y la ingeniería. El libro, completado con otros materiales de interés, lleva el título que le habían puesto al proyecto común nunca editado, y en el que, siguiendo el espíritu de su erudición impertinente, se rescata aquí el esbozo de una medio-jocosa corriente literaria que llamaron bajorrealismo.

Sabemos lo que ambos hicieron en la literatura de lengua castellana, en el caso de LMS con la trágica brevedad de su obra. Hay piezas memorables de Benet, como Mientras el Ebro sonríe, Vértigo de la ciudad en noviembre o El matrimonio, que ocupa dos líneas, y, siendo más numerosos, excelentes cuentos de LMS, Delicatessen, Amor, Nadia, donde brilla el buen lector de Kafka. El bajorrealismo del tándem no prosperó como tal: ambos tomaron caminos opuestos, Martín-Santos bajo la advocación de Joyce y Sartre, Benet escrutando a Faulkner y Proust. De los dos han quedado obras maestras. Estas piezas son su primer aliento.

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3 de diciembre de 2020
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Educación

 

La señora Celaá está logrando acabar con los suspensos, no fuera a ser que el Gobierno tuviera una tonelada de los mismos

Entiendo bien a la tal señora Lastra. Felipe González ha de callarse o quizás incluso mejor morirse. En la sociedad ideal que planean Iglesias y Sánchez un hombre de 78 años no tiene otro deber que morir. Alguien que ha cumplido una función histórica, que llegó al poder por aclamación, alguien con estudios y experiencia internacional, es el zumbido de un mosquito en la siesta de un Gobierno inerme, con escaso conocimiento del mundo, sin otra experiencia que husmear el rastro de los zapatos por las moquetas y sin interés por nada que no sea su beneficio inmediato.

El jefe de ventas de La Moncloa ha ordenado que a la gente de esa edad hay que aplaudirla, sí, aplaudirles mucho, pero solo cuando están agonizando en hospitales y residencias gracias a la pericia de un ministro de Sanidad que viene de la filosofía catalana. Casi con seguridad los agonizantes son gente que sabe cosas como la capital de Islandia, el autor de La montaña mágica o el cálculo integral. Son conocimientos que escandalizan al actual Gobierno y deben ser combatidos. La señora Celaá está logrando acabar con los suspensos, no fuera a ser que el Gobierno tuviera una tonelada de los mismos. Así que, con toda autoridad, puede presentar a la señora Lastra como un modelo para el futuro educativo de España: no tiene estudios y ha vivido en los pasillos del partido pasando curso sin necesidad de aprobar absolutamente nada. Abundemos, pues, con Lastra: cállense los viejos que no entienden el mundo actual. Paso a la juventud.

Me asalta una duda. En realidad, quien afea su edad a González, con ese delirio de Peter Pan que afecta al Gobierno, es una mujer talluda. ¿Debemos confiar más en una cuarentona indocta que en un sabio setentón? Y sobre todo ¿por qué?

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1 de diciembre de 2020
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Oh…

«Mis novelas son negras porque el mundo en el que vivimos no es demasiado luminoso», suele decir Philippe Djian cuando lo entrevistan. Debo decir que nunca había leído tantas reseñas negativas sobre una novela. Cuando me propuse escribir sobre «Oh...», una joya insólita de la literatura francesa, pensé que, antes de soltar el argumento principal en una sola frase, debía poner en contexto demasiados aspectos de la novela para que el potencial lector no lo malinterpretara y perdiera interés. En fin, no lo voy a hacer porque me cargaría ese je ne sais quoi literario y elemental.

«Oh...» son treinta días en la vida de Michèle, una empresaria de 50 años a la que acaban de violar en su propia casa. No acude a la policía y, cuando descubre quién ha sido -aquí llega el cortocircuito-, vuelve a acostarse con él, con el hombre que la violó. Es una novela cerebral y agotadora, no lo digo en el mal sentido de la palabra, sino en el mejor que podría tener. Se agradece, a veces, leer una prosa tan directa y espontánea, casi como un guion de cine.

Parece que este argumento no fue bien digerido por muchos lectores y de ahí que yo me haya topado con tanta mala crítica. «Nadie se creería ni por un momento que no me procuran placer estas mascaradas aterradoras, por muy retorcidas que sean, pero yo nunca he dicho lo contrario, jamás he fingido que se tratara de una cuestión platónica». Michèle, siempre con un estado de ánimo más tétrico que triste, accede -y propicia- una y otra vez el mismo encuentro: los mismos gritos de socorro y el mismo pasamontañas. Se puede divergir por otra lectura: quizá llevar a su agresor a sentir humillación por el simple hecho de prestarse fácilmente a otra simulación de violación.

No sé hasta qué punto estará de acuerdo conmigo la persona que lea esto, pero parece que la literatura francesa es de las pocas que sigue creando personajes masculinos de dudosa moral y, todavía más importante, que siguen siendo creíbles, a la par que criticados. ¿Ocurre lo mismo con los personajes femeninos? Ignoro el motivo, pero el problema es que no los encuentro tan a menudo o, tal vez, por caprichos de la estadística, esos libros no caen en mis manos con la misma asiduidad.

«Con la perspectiva que me da el tiempo, no entiendo cómo pude acceder a jugar a ese juego abominable, a menos que el sexo lo explique todo, pero no lo veo nada claro. En el fondo no creía ser una persona tan rara, tan complicada, tan fuerte y tan débil al mismo tiempo. Es sorprendente. La experiencia de la soledad, del tiempo que pasa, es sorprendente. La experiencia de uno mismo. Otras más valientes que yo han vacilado; aunque yo hice mucho más que vacilar, claro. A veces, vuelvo a ver escenas enteras de nuestros encuentros, por razones que se me escapan asisto a ellas, como si flotase varios metros por encima de esas dos criaturas enfurecidas que pelean cuerpo a cuerpo en el suelo, y alucino con mi actuación».

«Oh...» fue llevada a la gran pantalla por Paul Verhoeven en 2016 con el título Elle y Michèle fue interpretada por mi actriz favorita, Isabelle Huppert, otro motivo más para verla. De Verhoeven, debo decir que me sigue fascinando su filmografía tan dispar, desde RoboCop o películas que bien podrían pasar por la película del domingo por la tarde de Antena 3 hasta Delicias turcas, una cinta poética que me gustó mucho y también recomiendo.

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27 de noviembre de 2020
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Los mediocres

En los hervores de esta crisis, cada semana recibo una noticia procedente de mi entorno que constata el ascenso de alguien mediocre, así como la tóxica influencia que ejerce en las vidas de otros. Pienso en la palabra mediocre. Acaso sea injusta. En realidad se trata de hombres y mujeres revestidos de un tipo particular de talento que consiste en no hacer nada o muy poco, y aparentar lo contrario. Suelen ser ases haciendo pasillos, y no, no tienen la lacerante sensación de apartarse de su cometido mientras enredan, forman alianzas, conspiran y lanzan escupitajos de rencor.

Les irritan las buenas ideas si no las proponen ellos -pues, aunque no las tengan, las roban y copian-, ya que, como advirtió Stendhal, "no existe nada que odien más que la superioridad de talento: esta es, en nuestros días, la verdadera fuente del odio". Y, a pesar de su mezquindad, van creándose una minirreputación gracias a sus modales altaneros y a menudo iracundos, siempre faltos de modestia y empatía, excepto cuando, en un rapto de calculada magnificencia, deciden perdonar la vida a sus pobres lacayos o invitar a una ronda aduladora.

Pero también están los mediocres silenciosos, aquellos que suelen pasear un perfil bajo a fin de no ser descubiertos, o que han aprendido del coach de turno que lo ver­daderamente importante no es el conocimiento, ni la preparación o la experiencia, sino que se aferran a una palabra resba­ladiza, actitud , que camufla su oportu­nismo sonrojante. Y si es cierto que todo ejercicio del poder, desde la política hasta la em­presa o la universidad, implica cierto grado de cinismo que pisotea la ética entre ­iguales, en su caso, la única verdad inamovible es que para ser popular hay que ser aborregado.

¿Por qué las personas más cultivadas, ­generosas y sensibles no suelen ocupar puestos de poder? Me dirán que su propia inteligencia, una cualidad a menudo despreciada por la jauría competitiva, juega en su contra. Demasiado buenos, moderados y poco ambiciosos, argumentarán otros. Escribía el incontestable Paul Johnson que las buenas acciones son más fáciles de describir que de realizar. Malcolm Muggeridge le comentó una vez a Graham Greene: "Yo soy un pecador que trata de ser un santo, y usted es un santo que trata de ser pecador". Pero ¿qué hay de la insípida mayoría que, como yo, no desea ni la notoriedad ni una aureola?". Y, a su pregunta, añadiría otra: ¿a qué podemos aspirar todos aquellos que asistimos con cara de pasmarotes al desfile de mediocres que vampirizan el aire que respiramos?

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26 de noviembre de 2020
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Estos pelos

Es una foto memorable que cayó en el olvido, quizá por su apariencia anecdótica. Ilustraba, con otras tomadas en la actualidad, la entrevista de Javier Moreno a Barack Obama, y nadie que leyera el periódico el pasado jueves 19 habrá dejado de reparar en esa imagen: el niño negro, vestido de domingo, poniendo su mano en la pelambre corta del entonces presidente, que se agacha: pelo rizoso afro, el de ambos. La historia reciente de Norteamérica se condensa en dos pelos, el genuino e igual que el niño comprobaba en Obama, y el levantisco rubio dudoso de Trump. Eso me llevó a una consideración peluquera de la política, que tiene en Inglaterra ejemplos señeros, la permanente Thatcher y el desmadejado rubio natural por estratos de Boris Johnson. Dos formas de peinarse a lo tory. Ya puesto, hice memoria histórica, aunque el franquismo dio poco juego estético al cabello. En las Cortes el corte era monótono y monocolor, apenas había mujeres, cardadas o no, y solo la primera izquierda aportó novedades: la melena leonada de Rafael Alberti, el inmarcesible flequillo González.

En los últimos años hemos recurrido a menudo al bello plata gastado de Christine Lagarde, y la variedad actual da gusto verla, bastante más que oírla. En Europa la cosa empezó, como ha de ser, con los griegos; las entradas a lo Varoufakis atraían mucho a las mujeres, y la calvicie franca de aquel breve ministro de finanzas produjo, yo diría, un efecto llamada en nuestras cabezas. Podemos o la antítesis: las espesas rastas de Alberto Rodríguez, la coleta mutante de Pablo Iglesias. En los bancos de enfrente, un prototipo: la lacia y rubia fría hitchcockiana representada por Cayetana Alvárez de Toledo.

Una visión muy cruda de la mentira escondida en el tinte capilar y en nuestra sociedad se dio el otro día en Washington, donde los churretes negros caían sin piedad por las mejillas de Giuliani, el abogado de Trump.

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26 de noviembre de 2020
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La armónica de Moloch

1. "Las guerras son duelos a gran escala", decía el teórico de la guerra Clausewitz, creyendo que estaba formulando una gran verdad. No era cierto en su época, pues si analizamos un poco la dialéctica del duelo y de la guerra, vemos que los duelos suelen ser voluntarios, pero pocos son los soldados que van a la guerra por su propia voluntad. Sin embargo sí que parece cierto ahora, cuando el liberalismo se ha quedado sin enemigos. “La carencia de enemigo propicia la perduración indefinida del sistema”, dice Juan Luis Conde en su libro, a la vez que nos prepara para afrontar una verdad trágica: la de la desaparición de la luz de la verdad en el agujero negro del sistema. ¿Estamos todos enrolados en un viaje al fin de la noche? Ahora sí que la guerra total en la que está sumido todo el planeta parece un duelo a gran escala, con unos patrocinadores que permanecen en las sombras, y que prefieren no tener nombre ni apuntarse a ninguna ideología, como muy bien nos indica Juan Luis Conde.

Banalizar el saqueo, la usurpación (y la guerra), o darle un tono necesario y natural es una ideología de la iniquidad que arrastramos como mínimo desde Roma, viene a decir Conde, pero es ahora cuando sentimos el aliento pestilente de la codicia en estado puro, emergiendo de lo más profundo del sistema, enmascarado además tras esa jovialidad que los americanos usan como pintoresco mascarón de proa de sus conquistas.

Las fronteras entre el bien y el mal nunca han estado claras, y puede que ambos emerjan de una idea equivocada de la moralidad, como creía Nietzsche, pero ya en Homero podemos ver con cierta claridad la diferencia entre la clemencia y la violencia desatada, entre la bondad y la atrocidad. Sí, hay fronteras muy leves y llenas de niebla, de ahí que sea tan necesario el ejercicio de pensar, y eso es lo que ha hecho Juan Luis Conde en Armónicos del cinismo: discurso, mito y poder en la era neoliberal.

2. La reflexión que acabo de de mostrar, me surgió tras la lectura del ensayo de Juan Luis Conde, y puede considerarse una derivación libérrima, pero también ajustada, de lo que leí en él, pues el libro de Conde trata de la guerra que el neoliberalismo ha emprendido contra toda forma de bondad estatal, y contra toda forma de bondad personal. El cinismo derivado del neoliberalismo quiere armonizarlo todo: la sociedad con la evasión fiscal y el lucro a gran escala, la desarticulación del Estado del bienestar con una idea falseada y bárbara de la libertad, la sangre con la mostaza. Aunque una de sus batallas más perversas la está librando contra toda forma de pureza en el lenguaje, contra toda forma de verdad verbal.

Todo se difumina en su gramática de la confusión y la ambigüedad, y es como volver al estadio de la guerra primordial de Hobbes. La sociedad misma se desvanece, y se desvanecen sus lenguajes, corrompidos como las nubes de gas radiactivo por las que viaja el dinero, muy por encima de los sistemas fiscales de los estados, muy por encima de las desdichas diarias de una ciudadanía cada vez más empobrecida y envilecida.

Como buen latinista, Juan Luis Conde lleva a cabo todo un trabajo arqueológico sobre la codicia, desde el planteamiento cínico e hipócrita que ya hicieron los romanos, cuando luchaban bélica y teóricamente contra los griegos, hasta nuestros días. En muchos aspectos, su breve y sustancioso ensayo es una historia general de la codicia, haciendo paralelismos muy oportunos entre el imperio romano y el americano (como ya hiciera en su anterior ensayo La lengua del imperio: la retórica del imperialismo en Roma y la globalización), analizando la maniobra ideológica que consiste en llamar reto, duelo y competencia a lo que es una guerra feroz, y paz a lo que es una matanza, y bien a lo que es la imagen más descarnada de la maldad, y pragmatismo a la más contundente brutalidad, y daños colaterales al dolor generalizado. La confusión semántica siempre nos abre de par en par las puertas del infierno. Como dice el mismo Conde, uno de los elementos claves de neoliberalismo es su falta de definición, en cierto modo su abstracción. Es el gran ectoplasma cuya pertenencia nadie reclama, y de paso también el gran Moloch tocando su estridente armónica.

El capítulo que más me ha interesado es el referido a la corrupción de nuestras lenguas por la influencia que está ejerciendo el inglés. Roland Barthes dijo en su momento que la inclusión de palabras inglesas en el francés o el español no era grave si no se alteraba la sintaxis, que es el alma de las lenguas. En el epílogo titulado Castellano doblado: interferencias del inglés en el español contemporáneo, Juan Luis Conde demuestra que el inglés está alterando considerablemente la sintaxis del español. Como dice el autor en el último párrafo de su luminoso ensayo, ahora “necesitamos pensar primero en un idioma ajeno, para permitirnos hablar, después, en nuestra propia lengua”. Sus reflexiones sobre el fin del mito de Babel abren alucinantes perspectivas a la reflexión y convierten el libro de Conde en un texto esclarecedor. Desde su triple oficio de novelista, pensador y latinista, Conde está capacitado para descodificar perfectamente el lenguaje neoliberal y conectarlo con la antigüedad greco-romana, abriendo ampliamente su espectro e iluminando largos períodos de nuestra historia con brevedad, con velocidad, con inteligencia.

Armónicos del cinismo: discurso, mito y poder en la era neoliberal, Juan Luis Conde Reino de Cordelia, 2020

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26 de noviembre de 2020

Foto: Biblioteca Nacional de San Petesburgo. Ferrán Mateo.

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Veinte apuntes de amor a la traducción y una petición desesperada

Notas dispersas sobre el oficio de traducir, con la reciente presentación de la Mesa del Libro en trasfondo

Uno. Toda traducción es una suerte de salvoconducto a otra zona que despierta nuestro interés; en principio, un "coto vedado" debido al desconocimiento del idioma original. El hambre de alimentarnos de historias no se sacia solo con el consumo de obras cercanas. Al leer, somos nómadas. Apátridas que burlan fronteras. En busca de nuevos paisajes narrados, encontramos a autores que ya amábamos incluso antes de conocerlos. "No he conocido / a mis poetas preferidos. / Viven en países distintos / en épocas distintas", escribió Adam Zagajewski.

Dos. Al traducir, se moldea la lengua de destino. Este proceso es similar a como actúa una horma, pues da forma a los idiomas y los ensancha. Nos permite llegar más lejos. Gracias a los traductores -hablamos en este caso del español- podemos hundir los pies en la nieve siberiana del gulag (Varlam Shalámov / Ricardo San Vicente), habitar en la corte del Japón del siglo X (Sei Shōnagon / Amalia Sato) o deambular por las calles tangerinas (Mohamed Chukri / Malika Embarek).

Tres. En épocas de sequía y de cosechas escuetas en una lengua, la traducción sirve de abono para hacerlas más ricas y abundantes. En 1937, unos meses después de que detuvieran en Barcelona a Andreu Nin (y lo hicieran desaparecer), la escritora y traductora Anna Murià reivindicó la figura del político en su faceta de traductor al catalán de obras como Crimen y castigo o Anna Karénina. En el artículo, titulado "Magnífica aportación a nuestra literatura", Murià afirmó: "En una literatura, la traducción es una cosa tan importante como la propia creación. Las letras de un pueblo resultarían de una aridez y de una limitación rayanas en la miseria si no se vertiera en ellas el diverso contenido literario de los demás pueblos. Ser un buen traductor es casi tan difícil como ser un buen creador".

Cuatro. Según Milan Kundera, el primer esfuerzo de quien traduce debería ser comprender las transgresiones lingüísticas del escritor o escritora cuya obra vierte; es decir, aquellos rasgos en que su estilo se desvía de lo normativo, del estilo complaciente, aceptado, previsible. Ahí está el gran reto. Antes de trasladar esa impronta distintiva, hay que saber apreciarla. Y el doble salto mortal sería identificar en esos autores la originalidad que resulta poco visible, sutil, velada. Kundera no se deshace en elogios hacia los traductores que tienden a "mejorar" un texto (supresión de repeticiones, perfeccionamiento de sintaxis, etc.). "Sin duda alguna, se podría escribir mejor una u otra frase de En busca del tiempo perdido. Pero ¿dónde está ese loco que quiera leer a un Proust mejorado?".

Cinco. Decía Borges que el original es infiel a la traducción. Esto, que podría parecer una ocurrencia, resume, en realidad, una poética del oficio de traducir que, en vez de priorizar la correspondencia palabra por palabra, entiende la traducción como un género literario.

Seis. ¿Perdemos algo al traducir un texto de una lengua a otra? Todo acto comunicativo está salpicado de errores y confusiones. Según un antiguo proverbio yiddish, una persona oye una palabra, pero comprende dos. Traducir es el arte de la aproximación y, por ello, hay que saber convivir con despistes y deslices. Apuntaba Ivo Andrić que es fácil descubrir imperfecciones, o incluso errores, en la obra de los mejores traductores, pero muy difícil comprender la complejidad y el valor de su trabajo.

Siete. Se tiende a olvidar, escribió Nina Berbérova en Nabokov y su Lolita, que no pocos libros se han leído y valorado más en traducción.

Ocho. Maurice Blanchot llamaba a los traductores los "dueños secretos de la diferencia de las lenguas" y los "escritores de la más rara especie". En su ensayo Traducir, el crítico francés ahondó en el misterio que rodea a la práctica de la traducción y que, aun estándoles agradecidos a los traductores, ese agradecimiento suele ser "silencioso, un poco despectivo".

Nueve. Aunque la traducción, en principio, tiene que aspirar a sustituir el texto original, debe conservar huellas, rastros, señales de su identidad extranjera. "El extravío de un pórtico griego en la latitud de la tundra... eso es la traducción", comentó Joseph Brodsky.

Diez. Isaak Bábel, apasionado de la literatura francesa, escribió sus primeros textos en la lengua de Victor Hugo. En un relato de su ciclo autobiográfico, el protagonista, recién llegado a San Petersburgo procedente de Odesa, consigue trabajo como asistente de traducción de una mujer adinerada. En la primera revisión que hace de su versión de Miss Harriet, de Maupassant, advierte que no ha quedado en ella rastro alguno de la frase del autor francés, "libre, fluida y con el largo respirar de la pasión". Cuando le devuelve la traducción corregida, la mujer, visiblemente excitada, le pregunta cómo lo ha hecho. Poco antes, el narrador ha desvelado a los lectores cuál es el secreto de la precisión: "Una frase ve la luz, a la vez, buena y mala. El secreto está en hacer un giro casi imperceptible. La manivela debe reposar en tu mano y calentarse. Y hay que darle la vuelta una vez, no dos".

Once. La energía creadora que se necesita para escribir y traducir es muy similar. Por eso, Ósip Mandelstam se mostraba reticente a aceptar encargos de traducción, por mucho que le asediara la pobreza. Decía que por ahí se le escapaba el hálito de la inspiración. Una vez le dijo a Pasternak, en presencia de Anna Ajmátova: "Sus obras completas constarán de doce tomos con traducciones y de uno solo con sus poemas". A Pasternak, en cambio, traducir le permitía dar rienda suelta a su voz -Shakespeare o Goethe mediante, por ejemplo- en un momento en el que, si escribía su propia obra, se arriesgaba a caer en el punto de mira de las autoridades. La traducción: escudo y acto de resistencia.

Doce. Cuando se dice que una palabra que designa una emoción es intraducible, ¿también lo es la emoción en sí? En su ensayo sobre Gógol, Nabokov respondía a esta cuestión así: la ausencia de una expresión particular en el vocabulario de una nación no supone necesariamente la ausencia de la noción correspondiente, pero dificulta su percepción. El acto de nombrar es una manera de articular la visión que se tiene sobre el mundo. "Cada pueblo calla unas cosas para poder decir otras", sentenció Ortega y Gasset.

Trece. "Las palabras apuntan. Son flechas. Flechas clavadas en la piel áspera de la realidad", observó Susan Sontag. Se habla de la importancia de la "intuición" o del "oído" del traductor. La metáfora de esta escritora me hace pensar también en "puntería". El traductor arranca esas flechas y apunta con ellas para clavarlas en otra piel. En el tiro con arco son muchas las variables que entran en juego: la concentración, la velocidad, la dirección del viento, la distancia, el arco, etc.

Catorce. En el único registro sonoro que se conserva de Virginia Woolf -una emisión de la BBC de 1937- habla de las palabras. "Las palabras [...] llenas de ecos, de recuerdos, de asociaciones. Llevan tantos siglos rondando en los labios de la gente, en las casas, en las calles, en los campos...". Y esa es una de las dificultades principales de emplearlas, decía. Y de traducirlas, añado yo. Las palabras (en su caso, se refería a las inglesas) viven en la mente, no en los diccionarios. Se enamoran y aparean con palabras francesas, alemanas, indias, africanas... Las lenguas son errantes, promiscuas.

Quince. La traducción es un taller de escritura. Esta actividad se podría comparar con la que se llevaba a cabo en los anfiteatros anatómicos, como el del siglo XVI que una vez visité en Padua, donde se diseccionaban cadáveres para comprender el funcionamiento del cuerpo humano. "Teatro" deriva del latín, "escena, escenario", y este, a su vez, de la voz griega que significa "mirar, contemplar". El teatro es el lugar donde se ven o se descubren las verdades ocultas de la vida. El texto que se traduce se coloca en la mesa de disección -como en la lección de anatomía representada en el cuadro de Rembrandt-, se abre con el bisturí y se analiza su sistema circulatorio, su corazón, el esqueleto, la médula... Para luego, como dijo Paul Valéry, coserlo de nuevo y "poner de pie a un nuevo ser vivo". Por eso, se suele citar esta recomendación de Julio Cortázar: "Yo le aconsejaría a cualquier escritor joven que tiene dificultades de escritura [...] que deje de escribir un tiempo por su cuenta y que haga traducciones; que traduzca buena literatura, y un día se va a dar cuenta de que puede escribir con una soltura que no tenía antes".

Dieciséis. San Jerónimo es el patrón de los traductores. Tradujo del griego y del hebreo la Biblia al latín, su lengua materna. Ya entonces formuló el eterno dilema: "Si traduzco palabra por palabra, suena absurdo; si, por necesidad, cambio en la frase algo que está en un orden parecerá que me he apartado de mi deber". Para perfeccionar el hebreo viajó a Belén, donde acabó muriendo. A menudo aparece representado sentado a la mesa, abstraído en la tarea de escribir, casi siempre con la mirada gacha. En un grabado de Durero de 1514, sobre su cabeza tiene un reloj de arena. Junto con el cráneo o las velas casi consumidas, es un recordatorio de que el tiempo apremia. A veces aparece acompañado de un león; según se dice, le curó una pata herida. Agradecido, el animal lo siguió hasta la tumba. Pero la historia, aunque llamativa, le fue atribuida a él por descuido, pues le corresponde a otro santo de nombre similar, Gerásimo. Una anécdota ilustrativa de que, al traducir, se lidia sin descanso con el error.

Diecisiete. Entre algunos de los placeres de la traducción, Lydia Davis destaca el estado placentero de olvidarse del propio ego. Ese distanciamiento de uno mismo se parece a un intenso viaje. Al traducir, "uno deja de habitar exclusiva y constantemente en su propio país y su propia cultura para situarse a una altura más elevada, con una perspectiva más amplia, más consciente del mundo". Entre los fastidios de ganarse la vida como traductora, comentó: "A los traductores se les paga por palabras... Cuanto más cuidado ponen en su trabajo, menos se les paga por su tiempo: si son muy meticulosos no ganarán mucho. Con un par de libros difíciles le dediqué tanto tiempo a cada página que gané menos de un dólar por hora".

Dieciocho. No existe eso que se llama "traducción canónica". Con cada lectura de un texto literario, se descubren nuevos matices y se deshacen malentendidos. Cuanto más compleja es una obra, más difícil resulta "agarrarla de las solapas" para verle la cara. Un clásico, advertía Italo Calvino, es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir. Josep M. Boix i Selva tradujo al catalán El paraíso perdido de John Milton y, durante décadas, no dejó de corregirla. Su última versión se publicó póstumamente con la inclusión de los cambios que el poeta y traductor de Barcelona dejó apuntados con vistas a una nueva edición.

Diecinueve. Escribe Anne Carson en Nox: "Nunca logré la traducción del poema 101 de Catulo como me habría gustado. Pero, a lo largo de los años en que trabajé en ella, empecé a considerar la traducción como una habitación donde se busca a tientas el interruptor de la luz. Tal vez nunca se termina".

Veinte. En un mundo cada vez más distraído, la traducción exige una escucha atenta. Hoy, cuando es habitual silenciar la opinión contraria con un solo clic, dar espacio para incorporar la alteridad significa ir a contracorriente. La traducción crea un diálogo enriquecedor basado en la hospitalidad. Petición desesperada. En la nota sobre la reciente presentación de la Mesa del Libro como "foro multilateral entre el sector y el Gobierno", publicada en la web del Ministerio de Cultura, leo que la "apuesta por la traducción" se limita a "impulsar la traducción de libros españoles". Como viene siendo habitual, no se contempla la situación de los traductores en nuestro país, cada vez más precarizados, como si su labor no fuera relevante para la industria del libro y no repercutiera directamente en la calidad de lo que luego se escribe en España. Hay que recordarlo: no hay escritor que no lea traducciones. Los ejes transversales de la Mesa del Libro, dice la nota, serán la distribución, los hábitos de lectura y su promoción, la pluralidad lingüística, la igualdad de género, el reto demográfico y el vínculo entre creación y comercio. En el texto antes citado de Blanchot, se afirma que los traductores, como los poetas, los novelistas e incluso los críticos, son responsables, "a igual título", del sentido de la literatura. ¿La Mesa del Libro arranca con menos sillas de las necesarias? Esperemos que no.

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25 de noviembre de 2020
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Como si no existieran

Nicaragua ha sufrido en menos de dos semanas el paso desolador de dos huracanes marcados con las letras griegas Eta y Iota, entrando ambos por el mismo lugar del litoral del Caribe norte donde el segundo de ellos arrasó con lo que el primer había dejado en pie. En Managua, bajo las intensas lluvias, nombres como Bilwi, Lamlaya, Wawa Boom, escenarios de la destrucción, repetidos en las redes sociales, siguen sonando sin embargo lejanos.

En Lamlaya, una comunidad costera, el paisaje es de destrucción, y "el fango espeso atrapa los pies en cada pisada", escriben los periodistas de La Prensa Julio Estrada y Lidia López, que han logrado llegar hasta allá. El muelle sigue bajo el agua, las casas perdieron los techos. Nadie ayuda a los habitantes, que han recibido a gente de otras comunidades que quedaron peor. "Es como si no existiéramos", dice una mujer que lo ha perdido todo.

Cuesta a muchos de quienes viven de este lado, del lado de la costa del Pacífico, aceptar que sigue habiendo dos Nicaraguas, y que "la costa", como se la llama a secas, es un territorio ignorado, ajeno, tan ignorado y tan ajeno que también se llama "la costa atlántica" a esos territorios que comprenden casi la mitad del país, a pesar de que el océano Atlántico se halla tan lejos. Es una barrera levantada desde hace siglos. Del otro lado quedan Bluefields, y Bilwi, y Bismuna, y Haoulover, y Pearl Lagoon, ese Caribe que es africano, misquito, zambo, mayangna, creole, garífuna, rama, y también mestizo, el Caribe del wallagallo, el reggae y el maypole. Todo el territorio del litoral estuvo bajo el dominio de la corona inglesa hasta finales del siglo diecinueve. El obispo de Bluefields, monseñor Pablo Smith, dice que estos dos huracanes sumados han sido más catastróficos de lo que fue el terremoto que destruyó Managua en 1972, y exige que el gobierno se ponga a la cabeza del auxilio a la población de las decenas de comunidades que se hayan aisladas entre ríos crecidos y caminos vecinales destruidos, sin techo, sin alimento, con el agua a la rodilla.

"La costa" sólo aparece en las noticias cuando caen sobre ella los huracanes, o, tal vez, cuando las bandas de forajidos armados llegan desde el Pacífico a desalojar a sangre y fuego a los misquitos y mayangnas en la reserva de Bosawás para convertir la selva en tierras ganaderas, no importa que Bosawás haya sido declarada reserva mundial de la biósfera. Tienen apoyos poderosos, y con el tiempo reciben títulos de propiedad.

Y cuando la abogada misquita Lottie Cunningham, nacida en Bilwaskarma, defensora de los derechos humanos de esas comunidades, ganó este año el Premio Right Livelihood, llamado el Nobel Alternativo, fue una noticia efímera de este lado.

Los huracanes lo único que hacen es remover la capa de olvido ancestral que cubre a la costa del Caribe, pero esa capa pertinaz vuelve a asentarse al paso de los días y a ocultar otra vez el paisaje desolado y a sus gentes que quedan chapoteando lodo, buscando recuperar las viejas láminas de zinc que el viento arrancó de sus techos, para volver a empezar. Para colmo, el régimen prohibió la recolección de ayuda destinada a los damnificados, ropa, medicinas, alimentos, y la policía cercó los lugares donde se pretendía recogerla, una de las aberraciones para las que es imposible encontrar explicaciones en un país donde el monopolio absoluto del poder prohíbe la solidaridad, y se apropia de ella. Pero ya desde antes eran damnificados. Son damnificados permanentes. En un reciente artículo en el diario La Prensa el economista Carlos Muñiz se preguntaba cómo es posible que haya nicaragüenses, como los de esas comunidades caribeñas, que vivan en casas que más bien parecen casetas de excusado. Casas que ya estaban allí, fruto del cataclismo de la pobreza, y que seguramente se llevó también la furia del primero o del segundo huracán.

Y los damnificados permanentes están por todas partes en el país. Porque hay otra frontera, detrás de la cual está la Nicaragua rural que queda expuesta cada vez por las erupciones volcánicas, los terremotos, las sequías, las inundaciones y los deslaves causados por los huracanes.

El Iota alcanzó con su furia todo el territorio nacional, y causó más de treinta muertos, entre ellos una familia campesina de la Comunidad de La Piñuela en el departamento de Carazo, en el Pacífico. Los padres, Oscar Umaña y Fátima Rodríguez murieron ahogados junto con sus dos hijos, David de 11 años, y Daniela de 8 años, cuando las aguas del río Gigante crecieron hasta alcanzar su humilde vivienda mientras dormían.

Hay una foto que habla mejor de lo que nadie podría hacerlo acerca de esta tragedia: los ataúdes esperan al lado de la sepultura en que van a ser enterrados, pero sólo son tres. Supongo que habrá habido alguna colecta para comprar las cajas entre la misma gente pobre de la comunidad, pero no ha alcanzado para la cuarta. David, el niño de 11 años, ha sido puesto en un envoltorio de plástico, y así irá a la fosa. Pero eso hubiera sido lo mismo aún sin huracán.

David, y los suyos, están entre los damnificados permanentes.

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23 de noviembre de 2020
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El Boomeran(g)
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