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Cioran, carretera y mar

 

Hubo un tiempo para Cioran. Algunas cosas que nos contaba desde su atrapador nihilismo nos ayudaron a ser como somos. Y eso es mucho suponer, tanto como suponer que sabemos como somos. Gracias al viejo invento del libro de bolsillo, y también al ligero libro electrónico, he vuelto a Cioran. Ha sido como una predestinación después de haber visto "The road", desasosegante, brutalmente hermosa, como la novela de Corman McCarthy de la que viene, quise leer no al novelista, uno de los más grandes vivos, sino al pensador rumano que nos dejaba sin esperanza en casi nada, sin futuro y destrozando cualquier idealización del pasado. El, de tan amarga y desesperada escritura, fue un ciudadano que se cuidó. Frecuentó amores, mujeres diversas como diversos eran los deseos, cuidó su cuerpo y dejó que su espíritu caminara por derrotas, por carreteras sin futuro. En la película "The road", el padre siempre cree que él y su hijo, sobre todo su hijo, tendrán una oportunidad si se acercan al mar, al sur. El mar que siempre parece ofrecer una vida más allá, una viaje, un misterioso placer. El mar ya no es aquél de los baños de verano, ni el de los besos al atardecer. No es esa mentira de azul horizonte, esa ensoñación de felicidad.

Y abrí un libro de Cioran, reeditado en Tusquets, en bolsillo y por ocho euros- el dinero de una entrada de cine- y en esa obra maestra que todavía escribió en rumano, antes de la perfección de su francés de madurez, llamada "Breviario de los vencidos", me encuentro con estos mares de Cioran:

"Al igual que amas los libros que te hacen llorar, las sonatas que te han cortado el aliento, los perfumes que te insinúan renunciamientos, a las mujeres extraviadas entre el cuerpo y el alma, así sucede con los mares: te enamoras de aquellos cuyo oleaje induce a ahogarse en su seno.

No he buscado en el Mediterráneo poesía ni violencias, ni tampoco turbulentas vorágines en sus olas. A esas inclinaciones encontré respuesta sobre los acantilados de Bretaña. Pero, ¿cómo olvidar un mar donde dejé mi pensamiento?

En una memoria más corta que el presentimiento de eternidad de lo efímero, guardaría la imagen y el reconocimiento del azul inhumano del mar decadente. En sus orillas se hundieron imperios y tantos y tantos tronos del alma...

Cuando el aire suspende su calma y la inmovilidad meridiana alisa las olas en medio de un fulgor abstracto, entonces sé lo que es el Mediterráneo: lo real puro. El mundo sin contenido: la base efectiva de la irrealidad. Sólo la espuma, actualidad de la nada, continúa como si pugnara por ser...

Lo único que podemos hacer es zarpar a alta mar. Sin deseos de echar el ancla. ¿No es acaso el sentido de la inestabilidad agotar el mar? Que ninguna ola sobreviva a la odisea del corazón. Un Ulises, con todos los libros. Una sed de planicies marinas que tienen origen en lecturas, un erudito vagar. Conocer todas las olas..."

 

También el Mediterráneo es una invención. Y sin embargo ahora me gustaría que al final de la carretera lo pudiera encontrar tal cómo lo quiero recordar. Menos mal que me quedan esos mediterráneos que son las rías gallegas. Otro día hablaré de Gloria Fuertes.

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7 de febrero de 2010
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Sin rumbo

Nos habituamos a las cifras engordadas, al secretismo cuando algo iba mal y a un producto interno bruto que nunca reflejaba el contenido de nuestros bolsillos. Por décadas, los informes económicos tuvieron la capacidad de esconder, tras páginas llenas de números y análisis, la gravedad de los problemas. Entre los licenciados en la ciencia inexacta de las finanzas, hubo algunos que se atrevieron a desenmascarar  la falsedad de ciertos números ?como Oscar Espinosa Chepe? y fueron penalizados con un ?plan pijama? de desempleo y estigmatización. Esta semana, la lectura del análisis ?serio y bien argumentado? publicado por el presbítero Boris Moreno en la revista Palabra Nueva ha aumentado mi nerviosismo sobre el colapso que se nos avecina. Con el sugerente título de ?¿Hacia dónde va la barca cubana? Una mirada al entorno económico?, el autor nos alerta de una caída ?en picada? del estado material y financiero de la Isla. Palabras que deberían aterrarnos, si no fuera porque los oídos se nos han vuelto un tanto impermeables a las malas noticias, de tanto zambullirnos en las aguas de la improductividad y la escasez. Concuerdo con el Máster en Ciencias Económicas en que la primera y más importante medida a tomar es ?el compromiso formal del gobierno en reconocer la capacidad de opinar de todos los ciudadanos sin que esto implique represalias de ningún tipo. Deberíamos eliminar de nuestros entorno los calificativos que restringen el intercambio de ideas y opiniones?. Después de leer esto, me figuro a mi vecina, contadora retirada, diciendo en voz alta sus criterios sobre la necesidad de permitir la empresa privada sin que esto le granjee un mitin de repudio frente a su puerta. Cuesta trabajo proyectar algo así, ya lo sé, pero acaricio la idea de que algún día ?sin el temor a que los acusen de ?mercenarios a sueldo de una potencia extranjera?? miles pasarán a hacer sus señalamientos y a plantear soluciones. ¡Qué capital enorme recuperará Cuba! Aunque las arcas no van a colmarse sólo con propuestas y razonamientos, nuestra experiencia nos señala que el voluntarismo y las exclusiones sólo han contribuido a vaciarlas.

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7 de febrero de 2010
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Carta desde el más allá

La vida tiene estas cosas deslumbrantes. Hace un par de días mi padre me trajo copias en papel de viejas fotos en blanco y negro (lo admito: ¡yo soy de la época en la que todavía había tranvías y no existía el control remoto!), en las que tengo unos pocos días de vida y mamá me sostiene en brazos. Pero además me trajo un par de hojitas garabateadas con una letra conocida. “Esto lo escribió tu madre”, dijo. El papel no tenía encabezamiento ni fecha alguna. Lo cual lo tornó todavía más inquietante. No ocurre todos los días que uno reciba carta de la madre que murió hace veinte años.

         Lo que me asombró fue que el texto arrancase con una disquisición sobre la forma en que evolucionamos biológicamente que parecía un eco de ciertos párrafos de Kamchatka. (Que escribí, por cierto, después de la muerte de mi madre, y casi a modo de despedida.) Después viene una frase que suena a testamento, a la expresión de aquello que deseaba legarnos. (Otra vez: ¿cuándo escribiste esto, madre mía? ¿Estabas ya enferma y consciente de ello?) “…el deseo de ayudar al prójimo en la medida de nuestras posibilidades, el afán de perfeccionarse en todos los niveles, la humildad de comprender y aceptar nuestras limitaciones”, puso con esa letra suya redonda, elegante, inconfundible.

         Pero lo que me habló más directamente fue un adagio oriental que citó así: “Cuando tú naciste, todos sonreían, sólo tú llorabas. Haz que cuando mueras todos por ti lloren, y sólo tú sonrías”.

         En eso estoy, madre. En eso estoy.

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5 de febrero de 2010
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Las visitas

Entre recibir o no recibir en casa se intercala, de todos modos, una variable inquietud. La casa es sustantivamente para la estabilidad, la conservación o la estabulación.

 ¿Una visita? Se trate de parientes o amigos, seres humanos con o sin mascotas,  su introducción en el mundo hogareño constituye  una rara inoculación, casi siempre consternadora.

 Muy bien que tras la terminación  de la visita entre besos y abrazos de  despedida, un balsámico silencio casi ancestral vuelva al salón en señal de haber superado el trance.  Muy bien que esas personas más o menos ajenas o próximas hayan consentido en acercar nuestras vidas, sus nuevas o antiguas noticias y, al final, del conjunto hablado y sentido se haya compuesto una solidaridad imprevista y confortadora.

El acto de visitación que se desarrolla  bien deja tras de sí una secuencia fresca y dichosa y de la visita que sale mal, no merece la pena hablar puesto que corrobora la aciaga perspectiva de abrir la puerta a cuerpos y circunstancias incontroladas y necesariamente desazonantes.

Siempre, en cualquiera de los supuestos, ser visitado conlleva una rara perturbación y de hecho, las personas al envejecer y debilitarse van reduciendo el número de encuentros con los demás, por la misma razón de la energía que se requiere y la fatiga con inevitablemente se deriva.

 No sólo no abrir las puertas a las personas de afuera sino impedir que el significado interior se altere por efecto de elementos externos, indeterminables en sí, es una querencia que aumenta con los años del hogar y de sus huéspedes.

La edad, especialmente en los varones, hace crecer una orientación centrípeta en todo su ser a  la manera de un lento torbellino que tiende a arroparse en sí mismo, como en un movimiento de metamorfosis que convierte la actividad anterior en un lienzo y la movilidad en el amor a la parálisis. Toda experiencia de esta lentitud final, cada vez más encharcada de luto, induce a protegerse,  cuidarse de tropiezos y averías que acaso una visita podría traer desde el paisaje exterior, incluido el paisaje impreso en la propia visita.

  Correlato de todos estos mundos adultos, , donde la morosidad y el torpor aumenta, es el modelo de la  casa adulta, tan madura en  la decoración, desgastada en la tapicería como sobrecargada de objetos. Un universo tan manoseado y abigarrado que tanto la novedad como el volumen de la visita se acogen entre el temor a cualquier percance y el miedo al insoportable abigarramiento.

 Más que amigos y amigas que, en la juventud, se comportan como compañeros del juego o piezas del juego mismo, en la vejez, amigos y amigas, son en cuanto visitadores bultos que, tarde o temprano sobre los que tarde o temprano se preferirá su ausencia.

 Ante estos encuentros lentificados, espesos y semienfermizos se resiste la quebrada salud de la vivienda y, en definitiva, el delicado estado de su composición y el difícil equilibrio de su supervivencia.
La ausencia, en cambio, se convierte así -como nunca antes- en la forma privilegiada de la presencia.

La vinculación al presente de cada jornada va pareciendo más y más aburrida mientras el lazo con cualquier forma de  ausencia cobra un valor biológico y brillante en casi todo. Por esa circunstancia, la edad va coleccionando y puntuando  aquellos factores que, más o menos,  se relacionan con el vacío, la lejanía o  la pérdida de manera que la más apreciada compañía termine siendo la habitación de la soledad. ¿Cómo pedir que haya pues contento en el momento de recibir? ¿En la coyuntura de ver presentes, ásperos de realidad, a  los que endulzaba la memoria desde su lontananza  y con quiénes nos abrazábamos tanto en la pureza del silencio como en el ilimitado amor de su transparencia?

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5 de febrero de 2010
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El conocimiento y el milagro griego

Edwin Schrodinger se encontraba en Dublín ejerciendo docencia en el Trinity College  y profesando un curso de Doctorado para físicos. Un día sin embargo interrumpió las clases, sorprendiendo a sus alumnos con la reflexión de que, antes de seguir avanzando en meandros perdidos de la Física, había que interrogarse sobre la palabra misma que daba origen a la disciplina a saber physis que solemos traducir en castellano por naturaleza. A fin de efectuar tal cosa Schrodinger se volcó sobre el pensamiento griego, muy especialmente el presocrático. Resultado de la misma fueron unos apuntes, más tarde ordenados en un libro titulado Nature and the Greeks[1].

La primera interrogación de Schrodinger concernía  la cuestión del llamado "milagro griego".  Tópico tanto más  reiterado cuanto que nadie sabe muy bien en qué consiste precisamente. Pues bien, para el eminente físico, el milagro griego residiría fundamentalmente en los dos rasgos siguientes (a uno de los cuales ya me he referido):

         1) Grecia seria la primera civilización profundamente marcada por el postulado según el cual la naturaleza es en su esencia transparente a la razón, inteligible,  susceptible -en suma-  de ser conocida. Ha de señalarse que esta percepción de la singularidad griega no implica en absoluto algún tipo de jerarquización de las civilizaciones. Pues cabe perfectamente que una gran civilización tenga un lazo con la naturaleza que no privilegia su transparencia al conocimiento; una refinadísima civilización puede sentir, por ejemplo, que sobre todo la naturaleza es sagrada, misteriosa y objeto de culto. Asunto éste no baladí en un mundo en el que a la vez que se enfatiza retóricamente la equivalencia salva veritate de todo hombre respecto de todo otro hombre, se procede de hecho a una jerarquización no ya de regímenes o costumbres sociales  (cosa perfectamente legítima), sino de enteras  civilizaciones y hasta de lenguas,  a menudo tomando precisamente como criterio el grado en el que se hallan marcadas por el desarrollo científico y tecnológico.  

 

      2) El hecho de conocer modifica nuestra relación con la naturaleza , con los demás humanos y con nosotros mismos, pero la naturaleza misma seria totalmente indiferente a estos cambios .En suma: la naturaleza es cognoscible, pero el conocimiento por si mismo  no modifica la naturaleza. Nótese que esta tesis implica ya una concepción del conocimiento que abre la puerta a una radical diferencia entre conocimiento y tecnología, pues esencial a la idea de tecnología es la potencialidad de modificar todo aquello que se convierte en su objetivo.


[1] Traducción española bajo el título La naturaleza y los griegos, Tusquets, Barcelona,1997. Yo mismo efectué la tradución, ignorando que veinte años atrás el texto había ya sido traducido por el poeta Gabriel Ferrater

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5 de febrero de 2010
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II. Complicidades y alegrías

Pasaron años sin que Tomás y yo volviéramos a vernos, hasta que nos encontramos otra vez en Buenos Aires en 1998, diez años después, para la Feria del Libro cuando se presentó mi novela Margarita está linda la mar, que había ganado la primera convocatoria del Premio Alfaguara, con él entre los miembros del jurado; pero fue un encuentro muy fugaz porque Tomás regresaba a la Universidad de Rutgers en Nueva Jersey donde estaba ahora enseñando.

            Es desde entonces cuando estuvimos lado a lado de cerca y de lejos, en proyectos, complicidades, alegrías y tribulaciones como la muerte trágica de su esposa Susana, que le descalabró en tantos sentidos la vida, encontrándonos en tantas partes del mundo, en New Brunswick, o en su apartamento de la avenida Pueyrredón en Buenos Aires ya de regreso para siempre en Argentina, o en mi casa  en Managua, cuando vino por una única vez en toda su vida a Nicaragua y ya no quedaban ni rastros de la revolución, compartiendo asientos en el Consejo Rector del Premio de Nuevo Periodismo Iberoamericano, en la junta directiva de la cátedra Julio Cortázar, en las sesiones anuales del Foro Iberoamericano. Largas jornadas en librerías de Madrid o Lisboa, largas sobremesas en México o en Sevilla, su voz de timbre tucumano convocando a la risa, llamadas sorpresivas desde lugares distantes, mensajes electrónicos como cartas, ahora que ya no se escriben cartas.

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5 de febrero de 2010
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?Ángeles de la guarda?

Veo policías por todas partes. No sé si los tengo pegados en la retina o es que en los últimos meses ha aumentado ?alarmantemente? su número. Van en camiones Mercedes Benz, se paran de a tres en las esquinas y hasta muestran sus perros pastores en varios puntos de la ciudad. Mientras cientos de modernas y redondeadas cámaras nos miran desde arriba, estos uniformados nos controlan al nivel de la calle y de sus rotas aceras. Salen de la nada y desaparecen cuando más nos hacen falta. Sagaces en detectar un saco de cemento transportado sin papeles, rara vez surgen en la noche en un barrio marginal donde el número de delitos crece y crece. También están los vestidos de civil, esos ?ángeles de la guarda? que tienen presencia fija en cualquier cola, centro cultural o aglomeración humana. Ya no son tan fáciles de detectar, porque han cambiado los pullovers de rayas, las camisas de cuadros y el corte militar de sus peinados, por disfraces que van desde las trencitas con cuentas de colores hasta los calzoncillos que sobresalen más arriba del pantalón. Ahora llevan teléfonos celulares, gafas de sol, sandalias de cuero, pero se les sigue notando que están fuera de lugar, con la expresión de quien no encaja en la situación sobre la que informa. Van al Festival de Cine, pero nunca han visto una película de Fellini; están en las galerías, no obstante ser incapaces de determinar si lo que ven es un cuadro figurativo o abstracto. En fin, les han enseñado a camuflarse, pero no han podido borrarles el rictus de desprecio que ponen ante esas ?debilidades pequeñoburguesas? que son el arte y sus manifestaciones. Sin embargo, al que más le temo no es al grupo de los que llevan la placa de metal numerada sobre el pecho ni al de los encubiertos que redactan informes, sino al policía coercitivo que todos llevamos dentro. Ese que suena el silbato del miedo para advertirnos que no nos atrevamos y que sacude las esposas de la indiferencia cada vez que se nos acumulan las críticas o las opiniones. Ha pasado por la Academia de la autocensura y es un soldado diestro en señalarnos los caminos que no nos traigan dificultades. Su código penal tiene si acaso un par de breves artículos: 1ro. ?No te metas en problemas? y 2do. ?Lo que tú hagas no va a cambiar nada?. Si nos levantamos un día con ganas de acallar el golpeteo de sus botas dentro de nuestra cabeza, entonces nos recuerda las rejas, los tribunales, la frialdad de una prisión de provincia. No necesita levantar la porra contra nuestras costillas, pues sabe tocar los resortes del miedo y ejecutar las llaves de kárate que dejan nuestro cuerpo adolorido por anticipado, inmovilizado, ante la frase de ?Quédate tranquilo, es mejor esperar?.

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5 de febrero de 2010
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Obámico Zapatero

Por el contenido de sus palabras, sin duda. A pesar de la religiosidad americana, territorio de paso obligado para quien quiera dedicarse a la cosa pública, Obama es lo que más se acerca al agnosticismo europeo, tan bien representado por Zapatero, de todo el espectro de personalidades e ideologías que se dan en Estados Unidos. Pero también hay proximidad en las opciones morales, respecto a la familia, a la sexualidad o a las políticas llamadas de género. Y no digamos ya en la cuestión hispana: Obama ganó, entre otras cosas, por el voto hispano, y ahí estaba un invitado extranjero hablando en la lengua de los hispanos por primera vez y recordando que el Evangelio se predicó también por primera vez en América en lengua española.

Pero la similitud con Obama más de fondo se dio ayer en otra cuestión, que es la misma que ha marcado el año entero de presidencia del norteamericano: la distancia entre las bellas palabras y los hechos tozudos y a veces horribles. Hay que decir que el discurso de Zapatero estuvo muy bien: de forma y de contenido, incluidos los trucos literarios para que sonara a oración sin serlo y fuera aceptado como tal por el público religioso que iba a oírlo y aplaudirlo. Uno de los mejores pasajes, de gran dignidad y altura hispánicas, es la cita del Quijote sobre la libertad, una frase célebre y central en Cervantes, hombre conocedor de las cárceles y mazmorras, que Zapatero usa para poder impetrar a ?los cielos? y evitar así la obligada apelación a la bendición de Dios. Sobresaliente.  Pero volvamos a la distancia entre palabras y hechos. Mientras Zapatero hablaba en el Hilton washingtoniano la Bolsa española se caía, el CIS ampliaba la ventaja del PP sobre el PSOE en sus encuestas, los sindicatos anunciaban movilizaciones contra los recortes y se extendía un clima sombrío de final de reinado. Zapatero ha intervenido públicamente en el extranjero en cuatro ocasiones en las dos últimas semanas: en Estrasburgo, ante el Parlamento Europeo; en Davos ante el público más selecto de los negocios y de la política mundiales; y en la capital de Estados Unidos ante el ?todo Washington? político y religioso. En todas estas ?actuaciones? lo ha hecho bien, tendiendo a muy bien, pero los hechos no siguen, al contrario.

Zapatero, como Obama, tiene un problema en la relación entre las palabras y las acciones. Es mayor para Zapatero, probablemente porque es mucho menor su credibilidad actual, en el momento en que se lanza a la carrera de la oratoria internacional. Pero también eran mucho más altas las expectativas creadas por Obama y por tanto mayor la capacidad de decepción.

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5 de febrero de 2010
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Mi enfermera favorita

¿Vieron Nurse Jackie alguna vez? Yo apenas pude ver el primer episodio, que el canal Studio Universal preestrenó días atrás. Protagonizada por la maravillosa Edie Falco (Carmela en The Sopranos), Nurse Jackie es la serie ‘de médicos’ para todos aquellos que odian las series ‘de médicos’. Si el resto de la temporada logra sostener el nivel de este debut, Nurse Jackie puede contarme de aquí en más como fan, sin ningún lugar a dudas.

La enfermera del título, Jackie Peyton, nos es presentada como la anti Florence Nightingale: adicta a las drogas, malhumorada, por completo irrespetuosa de las normas (no duda, por ejemplo, en alterar unos documentos para convertir a un recién fallecido en donante de órganos) y entregada a un affaire con el encargado de la farmacia del hospital –que, para más datos, es aquel que le proporciona las drogas que consume.

El hecho de que el hospital donde transcurre Nurse Jackie sea una institución confesional –el All Saint’s Hospital de New York- es útil para marcar la paradoja con más nitidez: porque si bien Jackie no es precisamente una santa (un vocero del Parent’s Television Council la definió sin cortapisas como “una sucia degenerada”), resulta evidente que trata de utilizar su trabajo para hacer el bien. Springsteen debería comentar desde la banda sonora, cantando Es difícil ser un santo en la ciudad.

Como se imaginarán, el humor de Nurse Jackie tiende a la negritud. El momento más desopilante del primer episodio ocurre cuando la enfermera debe atender a un diplomático que, a pesar de haber acuchillado a una mujer, tiene el beneficio de la inmunidad legal. En vez de reimplantarle al dip;lomático la oreja que perdió en la pelea con su víctima, Jackie se la lleva a la boca, le dice: ;Fuck you!’, y la tira al inodoro…

Astringente, esta Jackie. Recetada ciento por ciento, y sin contraindicaciones.

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4 de febrero de 2010
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El energúmeno y el gracioso

En las últimas semanas me he visto obligado a pasar muchas horas en el coche y, en consecuencia, he escuchado la radio con mayor frecuencia de lo habitual. Cuando fallaban las emisoras musicales sintonizaba las otras, las cinco o seis programadas en el transistor, confundiéndolas dada la gran uniformidad de todas ellas. Si evitaba lo que los locutores llaman gráficamente "cortes publicitarios" era inevitable tropezar con un supuesto espacio de entretenimiento o con una tertulia.

Los espacios de entretenimiento comparten una consideración de la humanidad que raya la idiotez. Para comunicar a los radioyentes esta concepción del mundo sus artífices recurren a variopintos procedimientos, con una gran predilección por el cotilleo, la parodia y los concursos de todo tipo, y para reconocer a tantos personajes parodiados debería poseer una erudición que no poseo. Siempre parece vencer el que más grita o el que más chistes cuenta.

Paradójicamente, en las tertulias, cuyos componentes tienen una consideración de la humanidad -es decir, de sí mismos- que raya en lo sublime, los métodos son muy semejantes y los que llevan la voz cantante tratan de aplastar a los demás, sea con chillidos, sea con sarcasmos. No falta el tertuliano, generalmente no profesional, que trata de argumentar, con pocas esperanzas, pues pronto se da cuenta de que las denominadas tertulias, un género recurrente en nuestros medios de comunicación, tienen complicidades y códigos bien determinados a los que el profano le cuesta acostumbrarse: allí no se trata de llegar a conocimiento alguno, sino de alborotar para que el programa tenga -como se dice, bélicamente- impacto.

Las tertulias más patéticas son las políticas y las deportivas. En las primeras, políticos de segundo rango se tiran los trastos unos a otros con el propósito de convertir lo importante (la cosa pública) en fútil. En las segundas, curtidos especialistas se pelean entre sí con la finalidad de transformar lo accesorio (un deporte) en fundamental. Todo se trata de una representación y, como la sangre nunca llega al río, de un lucimiento para graciosos y energúmenos.

El País, 16/01/2010

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4 de febrero de 2010
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