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Imitación

Illa es el candidato perfecto para unas elecciones en la nación perfecta, aunque inexistente

Dentro de un par de semanas algunos catalanes volverán a las urnas mecidos por un sueño que se ha prolongado durante décadas desde que Pujol, actor de novela romántica, se inventara una nación lingüística. Es decir, una nación oral. Por esta razón a mí me parece que el señor Illa es el perfecto candidato para ese país únicamente oral.

Como todo en aquella comunidad, Illa es una perfecta imitación. Ha imitado a los ministros españoles con un éxito rotundo. Ha hablado sosegadamente, no ha insultado a nadie, siempre ha llevado corbata, en fin, ha sido un modelo que deberían imitar los restantes ministros. Ahora bien, su efectividad ha sido nula. Era, simplemente, un buen simulacro oral y visual de ministro sin capacidad ejecutiva alguna. Si se hubiera tumbado en una hamaca bajo el sol de cualquier desierto africano, el resultado habría sido el mismo, o sea, nada.

De modo que es el candidato perfecto para unas elecciones en la nación perfecta, aunque inexistente. Todo es así en aquella comunidad. El equipo de fútbol no es un equipo de fútbol, sino más que un club. Da igual que sea más o menos, el caso es que no es un club como los demás. Lo mismo sucede con los obispos, que son más que obispos, y los dirigentes del empresariado son más que empresarios. La alcaldesa de Barcelona ha logrado algo que no ha osado ninguna alcaldía real: proteger a los invasores legales de viviendas (llamados, por disimulo, okupas) contra todos los ciudadanos que pagan impuestos. Las universidades catalanas tienen como primera función ser las madrazas del separatismo, que es lo menos universal que existe. Y así sucede con todas las instituciones del país. De modo que Illa será la más adecuada imitación de candidato catalán. Que les vaya bien.

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2 de febrero de 2021
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Las gotas milagrosas del doctor Maduro

Uno de mis personajes favoritos del bestiario político centroamericano es el dictador de El Salvador, el general Maximiliano Hernández Martínez,  militar y teósofo a la vez. Era un ciego creyente en los poderes de los médicos invisibles, por cuyo consejo mantenía en el patio de la casa presidencial decenas de botellas de distintos colores llenas de agua, que expuestas al sol adquirían facultades sanadoras para cualquier enfermedad, desde la tiña  a la disentería. Fue con el agua de una de estas botellas, de color azul, que pretendió curar la apendicitis de un hijo suyo, con resultados fatales. El niño murió entre terribles gritos de dolor.

Cuenta también Roque Dalton en Historias prohibidas de Pulgarcito, que ante una tenaz epidemia de viruela no se le ocurrió nada más sabio que mandar a forrar en papel celofán coloreado las farolas del alumbrado público, pues matizar la luz eléctrica era suficiente para matar las bacterias causantes de la peste, que por supuestos siguió creciendo a sus anchas y matando niños y adultos, indiferente a la artes mágicas del presidente de  la república y su corte de médicos invisibles.

Hasta donde es conocido, el presidente Nicolás Maduro no es discípulo de los médicos invisibles, pero sí de Sathya Sai Baba, de probada naturaleza divina, pues se proclamó el mismo en vida avatar del dios Visnú. Maduro visitó a su maestro en el santuario de Puttaparthi en la India, y ahora que ya el gran gurú pasó a otro plano de vida, a lo mejor desde el más allá es quien le aconseja las políticas sanitarias a seguir para enfrentar la pandemia del corona virus con un gotero.

Para asombro de la comunidad científica internacional, Maduro ha anunciado en cadena de radio y televisión desde el Palacio de Miraflores, que un genio científico de su confianza, “una mente brillante”, cuyo nombre “por el momento se protegerá” ha descubierto una medicina milagrosa, más potente que ninguna de las vacunas patentadas hasta ahora, para acabar de una vez por todas con la pandemia.

“Diez gotitas debajo de la lengua, cada cuatro horas, y el milagro se hace, es un antiviral, muy poderoso, que neutraliza el coronavirus”. La pócima “es producto de varios estudios clínicos, científicos y biológicos que se extendieron durante nueve meses e incluyeron experimentación en enfermos, moderados y graves, que se recuperaron de la enfermedad gracias a estas gotas”. Todo, siempre bajo estricto sigilo. La asombrosa panacea, que vendrá en un frasquito provisto de gotero, se llama Carvativir “mejor conocido como las gotitas milagrosas de José Gregorio Hernández” ha dicho Maduro. Y aquí la manipulación asoma sus peludas orejas.

Este médico de los pobres, nacido en 1864, que ha estado por un siglo en los altares populares, santo de una devoción sincrética, según me recuerda Ibsen Martínez, se graduó en La Sorbona y fue discípulo de Claude Bernard, con lo que no fue de ninguna manera un curandero de aguas de colores, sino un científico pionero, de gran espíritu humanista, quien se entregó de lleno a enfrentar la influenza española, la pandemia de entonces. Murió atropellado por un automóvil en una calle de Caracas en 1919, mientras corría a socorrer a un enfermo.

Una figura muy conveniente para endosarle las gotitas milagrosas, pues será beatificado por la iglesia católica este año, con lo que tendrá abierta las puertas de la canonización oficial. Santo ya es, de todas maneras,  para los miles que le rezan.

La Academia Nacional de Medicina quitó toda seriedad al anuncio presidencial de las “goticas milagrosas” del doctor Maduro y demandó al régimen que no desinforme a la población creando expectativas falsas. “Esta Academia no tiene conocimiento de estudio alguno que demuestre científicamente la efectividad de este u otro tratamiento ‘natural’ para la enfermedad COVID-19” advierte en un comunicado. Y agrega: “hacemos un llamado al gobierno nacional y a la población en general a no difundir información carente de sustento científico y a acatar las directrices emanadas de la OMS, ya que puede ser contraproducente en una situación de pandemia, el generar falsa sensación de seguridad en una población vulnerable, dado lo depauperado de la salud de los venezolanos”.

El especialista en salud pública Jaime Lorenzo, ha advertido que al usarse un recurso mágico religioso como este “lo más seguro es que mucha gente crea en el anuncio y al tomar este medicamento relajen aún más las medidas de protección y lo que puede ocurrir es que tengamos una mayor cantidad de casos”.

Los médicos de feria se multiplican en medio de las catástrofes sanitarias, ofreciendo remedios milagrosos, como ya se puede ver en El diario de la peste, de Daniel Defoe, que narra la plaga mortal que asoló Londres hace 350 años. La desesperación ante la inminencia de la muerte hace que se empiece a creer en el poder curativo de los brebajes de hierbas, del aceite de culebra, o de los sahumerios de azufre.

Lo grave es cuando desde los palacios presidenciales se proclaman las virtudes de las aguas de colores y la luz tamizada de las farolas, como solía hacer el general Hernández Martínez, o el poder de gotas milagrosas aplicadas debajo de la lengua cuatro veces al día, según receta el doctor Maduro.

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1 de febrero de 2021
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Cinco epidemias históricas

Solo la historia que sirve para comprender el presente y proyectar un futuro de prosperidad tanto material como espiritual, da sentido al papel del historiador. Esa es la trinchera desde donde siempre ha combatido José Enrique Ruiz-Domènec, un conspicuo medievalista, prolífico ensayista y desde hace muchos años catedrático en la Universidad Autónoma de Barcelona. A la historia se la acompaña desde la complejidad, viene a decirnos este sabio profesor, de ahí el interés y la oportunidad de su último libro, El día después de las grandes epidemias (Taurus, 2020; Rosa dels vents, en su edición catalana), que aprovecha la circunstancia del coronavirus para darnos a conocer algunos acontecimientos y mentalidades importantes respecto de la enfermedad a lo largo de la historia.


Aunque se remonta a las clásicas citas conocidas –las de Tucídides durante las guerras del Peloponeso en torno a la peste que padeció Atenas–, Ruiz-Domènec considera que solo se pueden documentar no más de cinco grandes plagas microbianas a lo largo de la historia, más la sexta actual. La primera de ellas en el siglo VI, cuando Justiniano y su refulgente esposa Teodora se trasladaron de Constantinopla a Rávena huyendo de la peste, una infección que aceleró la crisis del Imperio Bizantino, cuyo colapso dará pie a los dos grandes mundos mediterráneos que alcanzan hasta nuestros días: la cristiandad europea estructurada en bloques nacionales y el Islam en las orillas sur y oriental del antaño mare nostrum.

Otra peste, la negra, “se propagó por toda Eurasia entre 1347 y 1353”. Es la que más nos suena gracias a los cuentos eróticos del Decamerón que escribió Giovanni Boccaccio para entretener a los jóvenes que se habían desplazado de Florencia a sus casas de campo toscanas. Aquel reencuentro plácido con la naturaleza es el punto de partida de la modernidad, el Renacimiento. Dicha peste duró varias décadas, en diversas oleadas y por distintos territorios, y no sería hasta 1377 cuando en la veneciana ciudad de Ragusa (la actual Dubrovnik) se pondría en ejecución una medida novedosa: el aislamiento durante 30 días para los viajeros que llegaban a la misma. Más tarde, se alargó hasta 40 jornadas, la quarantina, como bautizaron los italianos.

La tercera gran plaga de la historia se sucedió en oleadas, una cadena de enfermedades más bien, transmitidas por los españoles en América: la viruela, pero también la gripe, el tifus, el sarampión o la fiebre amarilla entre otros patógenos inexistentes hasta entonces entre los nativos, provocaron una hecatombe demográfica entre los pueblos mexicas y los incaicos. Las cifras son especulativas, pero hay investigadores que hablan de más de cincuenta millones de muertos en apenas treinta años. Los supervivientes reaccionaron creando sociedades criollas, en las que se garantizó el derecho de gentes a los indios, sentando las bases para la descolonización.

En el siglo XVII las pestilencias se desplazarían a Europa una vez más. Durante cerca de cuatro décadas, el tifus, la viruela y de nuevo la peste diezmaron a los europeos dando lugar al mundo tenebrista del barroco, contra el que reaccionará la ciencia y el higienismo –el perfumista Henri de Rochas se hará famoso entonces como médico de la princesa Conti. La respuesta a esta enfermiza situación fue ilustrada: la confianza en la lógica del conocimiento y el empirismo de la experimentación.

Es entonces cuando el Estado se hace cargo de la sanidad y los problemas que generan las epidemias ya no dependen solo de la respuesta del saber médico sino también de la gestión política de las mismas. ¿Les suena? A pesar de lo cual no hubo posibilidad de réplica adecuada a la quinta gran pandemia humana: la de la gripe A, injusta y políticamente llamada “española”, que al parecer surgió en la primavera de 1918 en Fort Riley, Kansas. Los cálculos son aterradores: la gripe, la influenza (flu en inglés), mataba en cuestión de días, primero a los mayores, en segunda oleada a los jóvenes. Hasta 1920 pudieron morir por esta enfermedad más de cincuenta millones de personas; en la guerra del 14-19 propiamente hubo nueve millones de bajas entre los soldados y siete más entre los civiles.

El cierre en falso de aquella crisis dará paso a la II Guerra Mundial y a los horrores del Holocausto. Entonces sí, hubo una respuesta a la altura de aquel descenso a los infiernos, la sociedad antepuso unos nuevos valores contemporáneos: la redistribución de la riqueza para evitar las grandes brechas sociales, la educación y la cultura como remedios frente a los traumas, la lucha contra el racismo o la discriminación de la mujer. Y en la actualidad, ¿qué lecciones estamos aprendiendo? ¿La reacción social futura estará a la altura de las circunstancias o sucumbiremos al reto de transformar nuestro sistema de valores?

Más allá de la retórica política, de las “inoportunas distopías”, nuestro historiador apela a un escenario responsable basado en siete propuestas:
1. La vida no es una free party, no nos dejemos atrapar por las cosas prescindibles, y son muchas.
2. Los actuales gobernantes sobreactúan; la gobernanza futura debe ser razonable, sensible, dinámica.
3. No avanzaremos sin un adecuado espíritu crítico, flexible y cooperador, un “cosmopolitismo de la diferencia”.
4. Ante un mundo complejo, debemos confiar en los más preparados frente a los intereses creados.
5. Veracidad… para acabar con la posverdad, los profesionales de la comunicación han de desarmar el actual estercolero de mentiras.
6. Apostar por la cultura, pero la que permite “insertar el hogar en el cosmos”, no el consumo masivo de hits y bets sellers banales.
Y 7., sopesar éticamente hasta dónde podemos llegar en la biotecnología que pretende transformar radicalmente la vida cotidiana.

Ya vamos bien, con tres oleadas de pandemia y con las sugerencias del profesor Ruiz-Domènec para que agudicemos el pensamiento. Su ensayo se lee en apenas una tarde confinada y da sentido al transcurrir del tiempo.

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31 de enero de 2021
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El hijo del chófer

Durante algunos años buena parte de los políticos valencianos dormían inquietos. La justicia había empezado a intervenir en las tramas que corrompían la relación de las administraciones públicas con empresarios poco escrupulosos. Quien más quien menos sabía de alguna chorizada, o se había visto involucrado en tráfico de influencias. Las prevaricaciones y amaños eran corrientes, sustanciales al sistema, al democrático y al autárquico decían los historiadores.

Cualquier noche podía llegar a casa la Guardia Civil o la Policía con una orden de registro, o aún peor, con un principio de encausamiento dictado por un juez instructor. Todos conocían lo que ocurrió con fulano, detenido de madrugada, conducido esposado al cuartelillo y de allí a los juzgados, a declarar, previo paso por los corrillos de la prensa, canutos de televisión y flashes en ristre. La llamada condena del telediario.

Valencia fue asidua de los noticiarios durante ese tiempo y los valencianos hemos tenido que pechar con esa carga como si esta tierra fuera Sicilia o Calabria, media clase imputada por cualquier causa. Todos los concursos de adjudicación de obras o de servicios bajo sospecha. Ningún funcionario quería comprometerse a firmar un papel más.

Ahora las cosas no siguen igual, pero los lobbys y los conseguidores continúan trabajándose el contrato que persiguen, tal vez no de forma descarnada y tan a la luz. La gestión pública anda muy paralizada y la intensidad vigilante de jueces, fiscales y periodistas ha bajado el diapasón.

A esta intrahistoria valenciana se han aproximado algunas narraciones, aunque casi todas formalizadas mediante estereotipos y muy contaminadas por las posiciones ideológicas de los observadores cuando no por intereses políticos o comerciales. Las novelas y películas sobre el asunto resultaron thrillers banales.

Se salvan de la trivialidad la película El reino, de Rodrigo Sorogoyen (2018), que no habla de ningún caso concreto aunque algún valenciano se puede dar por aludido, y el libro de Quico Arabí, Ciudadano Zaplana, la construcción de un régimen corrupto (Akal 2019), escrito con un estilo punzante e incluso divertido, en el que se cuenta de modo periodístico la génesis de aquella aventura inmoral. Una pena que el libro no sobrepasara los límites valencianos.

Todo lo contrario está ocurriendo con El hijo del chófer (Tusquets 2020), la crónica del periodista Jordi Amat que lleva camino de convertirse en uno de los libros del año, y cuyo impacto en el poder político empieza a trascender más allá de su lectura. No les haré spoiler pero les centro el tema.

En los años 60, ya retirado en su masía ampurdanesa, el escritor y posiblemente espía franquista Josep Pla, uno de los más brillantes e inteligentes prosistas de su época y, finalmente, decidido representante de la alta cultura catalana, empezó a tejer en torno a su existencia un círculo de personas, un pequeño Camelot en palabras de Amat, de la mayor relevancia en la vida política, económica y cultural de Cataluña –entre otros, su gran admirador Joan Fuster– de cuyas idas y venidas fue testigo el viajante de comercio que le hizo de chófer en esa época ante los ojos de su hijo adolescente, Alfons Quintà, quien con el paso de los años se convertiría en un influyente periodista, pues no en vano dirigió la primera delegación de El País en Barcelona y tuvo mando agitador en TV3.

El libro de Amat revuelve en la biografía de Quintà para desvelar la corrupción catalana, la falacia del llamado oasis catalán, cuyo hedor hace tiempo que inunda todo el paisaje político del Principado. Una Cataluña que, contra lo que el independentismo ha construido en su relato, se implicó en las corruptelas del franquismo –La Canadiense, Porcioles y Samaranch, Matesa…– y también con la monarquía borbónica: el caso Nóos, el de Urdangarin, se gesta en la escuela de negocios Esade de Barcelona.

En cambio, Cataluña no padece la crisis de reputación de Valencia. Hasta tal punto que las fechorías del clan Pujol son vistas, a ojos de muchos catalanes de a pie, como artilugios politícos creados por el españolismo para dañar la imagen de su gran timonel y patriota catalanista. Y no es así ni mucho menos. Como se narra en El hijo del chófer, desde los tiempos del patriarca Florenci Pujol y la refundación de Banca Catalana algo huele a podrido en Cataluña. Políticos y banqueros, editores y periodistas, jueces y notarios, incluso artistas, futbolistas y novelistas van a ir participando del gran holocausto ético que se perpetra al norte del río Ebro. Donde todos miran hacia otra parte e impera, aquí sí, la omertà. La máxima de aquel teatrillo se oyó cerca de Marta Ferrusola: «A casa, els draps bruts es renten amb silenci».

La crónica de Amat es sobrecogedora, dinamita. No sé si es verídica pero cuenta con una formidable documentación. Es verosímil, pero es también buena literatura. Está escrita de manera luminosa y pugnaz. Al modo del nuevo periodismo que cautivó a los del oficio en los años 70 y 80, cuando Tom Wolfe le dio la vuelta a la corrección política y Truman Capote mostró cómo la escritura literaria es capaz de abordar la actualidad. De ese mismo género se ha servido con talento Amat para suturar los vacíos de la narración hasta calibrar un texto que, además, nos reconcilia con la función del buen y honesto periodismo.

No sé Amat de qué pie ideológico cojea, de hecho colabora con La Vanguardia, rotativo que a priori comulga con el ideario conservador catalán, mientras que Quintà fue un progresista que hemos descubierto desalmado. Amat, en cualquier caso, cumple con la lección profesional que me enseñaba el gran director de periódicos que fue Jesús Prado en los buenos tiempos de Levante: «Si quien te atribula con su comportamiento inmoral es un enemigo, cuéntalo, y si es amigo, cuéntalo todavía con más intensidad, pues añade a su conducta el haberte decepcionado en lo personal».

Después de leer El hijo del chófer en una sentada, publica Enrique Vila Matas un artículo demoledor en El País. Cita el libro de Amat para dar curso a un diagnóstico sobre Barcelona, una ciudad que –escribe–, vive inmersa en un ángulo muerto, en el abandono, sumida en el poshlost, algo así como suspendida en un tiempo indefinido, ahistórico y sin alma.

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30 de enero de 2021
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Lo  pecaminoso

Se le ha prestado atención al pecado últimamente, y no para condenarlo. En Londres la National Gallery tuvo entre octubre y enero una gran exposición, Sin (Pecado), en la que sólo pude entrar virtualmente, y en el IVAM de Valencia sigue abierta hasta el 21 de marzo la muy amplia Des/orden moral. Arte y sexualidad en la Europa de entreguerras, con excelente catálogo. Como si, por azar o poder psíquico, los comisarios de ambas hubieran previsto que en un tiempo de extremada profilaxis las lujurias del arte nos desahogarían. Coincide sin embargo esa evocación del desenfreno con una reincidencia en inculpar poco menos que de delincuente a Jaime Gil de Biedma, un hombre que pecó; sus desobediencias al sexto mandamiento las hizo él mismo públicas en Retrato del artista en 1956, una de las (no muy numerosas) obras maestras de la literatura memorial en español. De su vida sin milagros se sabía por biografías y cartas, pero nadie mejor que él para contar sus andanzas prostibularias, al margen de las sentimentales (no todas masculinas), que también las hubo. Hay que ser cuidadosos en las acusaciones hechas al tuntún en el dominio erótico. Casi la mitad de lo expuesto en el IVAM podría haber sido secuestrado en una redada policial de un tiempo no lejano, puesto que allí se muestra el desarreglo sexual, el cuerpo revertido, el desnudo sin edad, el deseo y su procacidad. Pecados íntimos permitidos ya desde que el avance social hizo caduca la ley que los perseguía. El código penal, claro, sigue vigente para los muchos crímenes aún cometidos en nombre del sexo: el estupro, la pederastia familiar o religiosa, la violencia. A Gil de Biedma se le acusa en falso de abuso y vejación, sacando conclusiones ternuristas que dan sonrojo, ya que de ningún modo queda patente que el promiscuo poeta maltratase o humillase a quienes, por voluntad propia, y sin coacción, se iban con él, de ligue, no de víctima. Pecados de la carne, sin cuerpo del delito ni asesino.

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28 de enero de 2021
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El hombre cuenta (III): Este anhelo de ciencia y de inmortalidad

En un día de pleno invierno (enero de 1855), el poeta francés  Gerard de Nerval aparece  colgado de la reja de un túnel de  alcantarillado  en una oscura calle de París llamada “La vieja linterna”. Había escrito que de disponer de 300  francos hubiera podido  sobrevivir al invierno. La tesis del suicidio fue puesta en tela  de juicio…En cualquier caso la voluntad o el destino le llevaron, en palabras de Baudelaire,  a “liberar su alma en la calle más negra que pudiera encontrar » (« délier son âme dans la rue la plus noire qu’il pût trouver).

En febrero de 1832, casi diez años antes de su tremenda muerte, Gerard de Nerval es encarcelado en Sainte Pélagie, al lado del parisino Jardin des Plantes.  Durante su estancia en la prisión, Nerval escribe un conmovedor poema en el que implora a los vientos y a las aves  que lleven hasta su celda un herbajo o una hoja (Dans votre vol superbe, /Apportez-moi quelque herbe, / Quelque gramen, mouvant/ Sa tête au vent!) que dieran testimonio de la existencia de una naturaleza. Es este mismo Nerval quien, refiriéndose a un poeta no nombrado escribe el siguiente “Epitafio”:

“Unas veces vivió alegre como un pájaro/ Enamorado y luego despreocupado y tierno/Otras sombrío, errático como un triste Pierrot/Un día oyó que alguien golpeaba su puerta/ ¡Era la muerte! Entonces le rogó que quisiese /Dejarle terminar su último soneto/Y luego fue, impasible, a colocar su cuerpo/Que temblaba en el fondo del helado ataúd/ Era un hombre holgazán según cuenta la historia/El tintero en su mesa se secaba olvidado/Todo quiso saberlo y nada consiguió/Y al llegar el momento en que, harto de esta vida/Al fin voló su alma una noche de invierno/ Dejó el mundo diciendo: ¿para qué vine aquí?” ( Traducción de Anne Marie Moncho en Gerard de Nerval, Las quimeras y otros poemas Visor 1974).

“Todo quiso saberlo y nada consiguió”, tremenda frase en la pluma de quien  desde sus años de estudiante de bachillerato vivió acompañado por el Fausto de Goethe y dedicó una parte de su empeño en  legarnos ni más ni menos que cuatro versiones (en prosa y verso) de la misma. Y digo bien versión, porque, más allá de los problemas  de fidelidad al estilo y al texto (que Nerval reivindica en el prefacio a la edición de 1828),  todo aquello que el alemán apunta a iluminar en su obra sirve de punto de apoyo  para dar impulso a las obsesiones y  a la propia  exigencia literaria del traductor:

 “¿Qué alma generosa no ha sentido algo de este estado del espíritu humano que aspira sin descanso a alcanzar revelaciones divinas, tensionado todo lo largo de su cadena, hasta el momento en el que la fría realidad viene a desencantar la audacia de sus ilusiones o de sus esperanzas y, como la voz del Espíritu, devolverlo a su mundo de polvo?” (Faust Nouvelle Traduction complète en prose et en vers Paris, Dondey –Dupré 1828, Observations, p. IX. La traducción del párrafo es propia).

La fría realidad…aquello que devuelve a Fausto a los límites incluso de lo que es capaz de apostar:

 “Este anhelo de la ciencia y de la inmortalidad, Fausto lo poseyó en alto grado, elevándolo a menudo a la altura de un dios, o de la idea que del mismo nos hacemos, y sin embargo todo en él es natural y previsible; pues si tiene toda la fuerza de la humanidad, posee también toda su fragilidad”.

Resulta incluso chocante que alguien vincule el anhelo de ciencia y el anhelo de inmortalidad. La ciencia se atiene a los hechos y tiene precisamente como postulado (cuando menos implícito) que no hay hechos inmortales (lo contrario sería suponer que algún hecho escapa a la flecha del tiempo). Y desde luego la ciencia no tiene entre sus interrogaciones la de si el ser que da cuenta de los hechos es asimismo un hecho. De llegar a planteársela, ha traspasado la barrera de la ciencia, aunque quizás esté obligada a dar este paso conducida por las aporías que surgen por todas partes en las propias disciplinas científicas.

Pero el ser que hace ciencia sí tiene anhelo de inmortalidad. Esta es la paradoja: anhelo de inmortalidad en el único ser que sabe de la no inmortalidad de los seres naturales y que por consiguiente sólo puede apostar a la inmortalidad abriéndose a la hipótesis de que él es un ser algo más que natural.  El ser que asume lo que la naturaleza supone, a saber que hay una evolución de la energía que ha permitido su emergencia, y ha llegado a esta asunción porque anhela la ciencia, anhela al tiempo ser una excepción (¡la única excepción!) a este su saber. El ser que anhela la ciencia quisiera no ser objeto de la misma.

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28 de enero de 2021
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Larry King, adiós al gran conversador

Ha muerto Larry King, el maestro inolvidable de la entrevista televisiva. No hubo y no habrá otro como él, porque transformó la conversación transmitida a través de una pantalla hasta el interior de los hogares en un género picante y amable, cercano y elevado, divertido y serio.

Durante 25 años, fue el rostro y la voz de un nuevo tipo de periodismo: el canal de noticias permanentes en la televisión por cable, un invento de Ted Turner que transformó de arriba abajo la forma de producir y transmitir información. Turner dijo este sábado, al saber de la muerte de Larry King, que sus dos mayores aciertos fueron fundar CNN y contratar a su entrevistador estrella, a quien describió como el mejor periodista del siglo XX.
Como tantos periodistas de éxito, King tuvo que adaptarse a lo desconocido y lo nuevo desde su infancia. Era hijo de inmigrantes judíos de Europa del Este, y aunque desde pequeño soñaba con ser periodista, su voz rasposa, sus ojos saltones y su cara de ángulos picassianos le jugaban en contra: al final, todo se volvió parte de su encanto.

Contaba como un chiste que, en su primer contrato televisivo, cuando le dijeron que Zeiger era “demasiado étnico”, que quería decir demasiado judío, vio una publicidad de una bebida alcohólica en el diario y en el momento le vino la inspiración: Larry King.

Así hacía Larry King periodismo, saltando a la pregunta o el comentario perfecto por impulsos súbitos. Sus asistentes se quejaban de que no se preparaba lo suficiente para las entrevistas. Sí sabía más de lo que mostraba, pero su método fue siempre preguntar desde la exacta mezcla de conocimiento e ignorancia de sus televidentes: era el representante de las preguntas que todo el mundo se hacía, ya sea que tuviera delante a alguno de los cinco presidentes con los que convivio en su etapa de oro en CNN desde 1985 a 2010, hasta cantantes, actores, deportistas, luminarias y criminales, seres anónimos, dictadores y rebeldes.

A todos los trataba con respeto, a todos les dada tiempo para explicarse, a todos les hacía preguntas cortas, claras, directas. Muy pocas veces se notaba qué pensaba él. Su presencia pesaba desde la autoridad de su inteligencia hasta el estrafalario atuendo de tirantes y corbatas llamativas, que tantos colegas de medio mundo imitaron soñando con adquirir así algo del arte del mejor entrevistador televisivo de la historia.
Vano intento: nadie pudo alcanzar la credibilidad, la autenticidad y la capacidad asombrosa para encontrar en el momento la pregunta justa y la palabra precisa. Su programa se llamaba Larry King Live, y esa palabra, “live”, lo dice todo, porque combina lo hecho en vivo, al instante, sin edición previa ni pausa, y lo vivaz, lo espontáneo. Nadie miraba a sus entrevistados con la intensidad de este escuchador genial.

Nelson Mandela, Madonna, Bill Clinton, Michael Jackson, Marlon Brando… nunca terminará el debate sobre cuál es su mejor entrevista. Mientras su fama crecía, publicó docenas de libros sobre su vida y su lucha contra el cáncer y apareció en varias películas, haciendo de sí mismo.

Muchos lo critican por su combinación de periodismo y entretenimiento, pero su persistente fama se debe, creo, a que nunca pretendió ser otra cosa que lo que era: otros harían las investigaciones duras, otros los análisis profundos (Larry no tenía educación universitaria), otros meterían el dedo en la llaga.

Larry escuchaba y sacaba de sus invitados lo que tenían dentro; muchas veces ni ellos sospechaban lo que acabarían confiándole.

Tras un cuarto de siglo en el aire su estrella declinó: el público prefería entrevistadores más duros y partisanos; pero no se resignó a retirarse y fundó con Ora Media algo que tal vez reemplace a la televisión por cable, aunque todavía no despega del todo: el canal por suscripción.

Los estadísticos dicen que hizo más de 50.000 entrevistas televisadas. También le adosan otro dato asombroso: ocho matrimonios y otros tantos divorcios.

Como con todos los grandes, los números dicen poco de lo que hará que su legado perdure en un arte tan efímero como el suyo.

Sus entrevistas seguirán vivas como obras de teatro, más encuentros que peleas, más intentos de entender al otro que ataques; eran muestras de un respeto y una generosidad en primer lugar hacia el público, y después hacia quien tenía delante. A todos los trataba como uno sentía que quería ser tratado.

Por eso esta semana tantos lamentan su muerte. Y tantos lo extrañaremos cuando encendamos la televisión y nos encontremos con la refutación de su personaje amable y punzante, ese duende pícaro que mira a su entrevistado como si en ello le fuera la vida.

¡Qué ganas dan ahora de conversar con Larry King!

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27 de enero de 2021
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Ejemplar

Los artículos de Camus siguen teniendo vigencia en una época en la que de nuevo los mentirosos gobiernan y quieren sacar rendimiento de sus mentiras

Tardamos demasiado en darnos cuenta de que el bueno era Camus y de que Sartre era ya tan solo un juguete roto y desesperado. Todos los de mi generación (digamos la de Mayo del 68) teníamos a Sartre por un héroe. Arengaba a las masas y defendía el comunismo más delirante, el de Pol Pot y los carniceros de Camboya. Eran los años en los que algunos de nosotros pagamos el peaje de insensatez juvenil en partidos próximos a Mao. En Francia, por supuesto, la preeminencia de Sartre duró casi hasta el fin de siglo. Fueron algunos escritores independientes como Tony Judt quienes denunciaron al viejo y miserable Sartre de los años setenta. Hoy nadie lo lee.

El bueno era Camus, y la publicación de sus artículos en la revista Combat entre 1944 y 1947 (Debate), jugándose la vida cuando Hitler gobernaba Francia desde Vichy, bastarían para demostrarlo. Era el órgano de la Resistencia y Camus lo dirigió durante los años más peligrosos, mientras Sartre estrenaba sus obras con una gozosa asistencia de colaboracionistas.

Aquí van las primeras palabras de esta colección: “Nunca es inútil mentir”. Se refiere al provecho que esperaban ganar los nazis mediante sus calumnias sobre la Resistencia. Por eso, aunque han pasado muchos años, estos artículos siguen teniendo vigencia en una época en la que de nuevo los mentirosos gobiernan y quieren sacar rendimiento de sus mentiras. La lucha de Camus podría ser la nuestra, es decir, tratar de denunciar todas las mentiras de los manipuladores, cueste lo que cueste. Él lo hizo incluso enfrentándose a Churchill (p. 87). Nosotros, por fortuna, vivimos tiempos menos dramáticos, sin embargo, el uso de la mentira por parte de los poderosos sigue siendo el mismo. Hay que leer al joven Camus y tomar ejemplo.

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26 de enero de 2021
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El lápiz no se borra

En el cartel que anuncia la última exposición de Leticia Feduchi aparece un conjunto de naranjas sobre un fondo blanco, aunque no impoluto. Componiendo un bodegón imperfecto, las frutas no representan la naturaleza, porque han sido arrancadas del árbol y ya tienen el tiempo contado. Feduchi es capaz de hacer que sí representen un paisaje, pero es necesario que quien observa sepa verlo.

Continuando con la imagen del cartel, me llama poderosamente la atención el rastro de lápiz que la pintora no ha querido cubrir o borrar. Tal vez debiera escribir ‘carbón’ o ‘carboncillo’. La permanencia de ese rastro es una constante en su obra. Y, curiosamente, a pesar del virtuosismo en la reconstrucción naturalista de las formas, allí donde ella se hace más presente es en esa huella que hace pensar en un olvido o un descuido. Porque se trata de un falso olvido, o de un descuido mentiroso.

El lápiz, que es el punto de partida en el proceso de producción y que debería ser eliminado por sucesivas capas de color, permanece: no se olvida. De alguna manera, está revelando la idea inicial, la imagen proyectada por la artista antes de realizar la obra y que, sin embargo, quedó truncada, porque la naturaleza, al manifestarse, condujo la realidad por un camino diferente. No obstante, el deseo motor inicial no se borra. Convertido en pasado, en posibilidad abandonada, sigue formando parte del presente y de la obra actual. Como los deseos no concedidos o los que no hemos sabido realizar.

La pintura de Leticia Feduchi está repleta de pequeños matices que reclaman atención. El rastro del lápiz es sólo uno. Gran retratista –por sus pinceles han pasado destacados nombres de la sociedad española, especialmente del mundo de la cultura–, asegura que los paisajes siempre se le han resistido; aunque varias de las obras que compusieron la exposición que tuvo a finales de 2020 en La Galería de Sant Cugat la desmintieron. No le gusta hablar demasiado. Acostumbra a pintar los objetos que tiene más a mano. Si se le pregunta qué buscaba al emprender su autorretrato, contesta que una modelo que estuviera cerca y disponible y que le permitiera pintar. Sus elegantes sillas cubiertas de sedas y otros tejidos bastan, además de para evidenciar la calidad de su pintura, para crear la atmósfera del gabinete perfecto donde sentirse siempre en terreno seguro.

Pasó el confinamiento de 2020 en una casa de campo en Mallorca, un entorno muy diferente a su estudio barcelonés. La exposición que presenta ahora, durante el mes de febrero, en la Casa de Cultura de la localidad del Masnou, a unos 20 kilómetros de Barcelona, se compone de las obras que pintó entonces y algunas cerámicas. Hay muchas frutas, y flores, porque es lo que tenía más a mano y porque desde hace algún tiempo le apetece pintar flores. Además, éstas dialogan con la casa modernista que acoge la muestra.

Aunque no le gusta trabajar en series porque le aburre repetir el mismo cuadro, en esta ocasión presenta un conjunto de parejas o dobles. Ya saben, dos cuadros que son el mismo, pero sin serlo. Ni siquiera cada una de las obras de la pareja, por separado, es el cuadro que debía de ser. Eso lo delata el lápiz y las sombras que no desaparecen. Recuerden que el lápiz –contra lo que suele decirse– no se borra y que, al contrario, se convierte en cicatriz. Este fenómeno al que me refiero también lo ilustran los dibujos de William Kentridge que pueden verse hasta el 21 de febrero en el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona. El genial artista sudafricano, buscando el movimiento, dibuja sobre trazos anteriores falsamente borrados. Así, una figura nueva se forma en buena medida con el resto de la anterior, aquella que se pretende desechada.

Algo semejante sucede con los cambios que experimentamos nosotros mismos. Eso de que llegas a un sitio nuevo porque vienes de otro del que no te acabas de ir nunca. Entonces, ¿cuáles son los limites del movimiento que nos lleva de una situación a otra? ¿En qué momento exacto una imagen deja de ser la inicial para convertirse en el resultado definitivo del cambio? Emmanuel Carrère, hablando de lo que se conoce como "la forma" en tai-chi, en su última novela, Yoga, nos llega a hacer creer que el movimiento no existe: somos un continuo. No tarda en desmentirse, pero tal vez no es tan importante para el resto del mundo como lo es para él detenerse a solucionar esta paradoja. Tal vez eso sólo les importe a los que se detienen a preguntarse el significado de esa cicatriz que es el rastro de lápiz en los cuadros de Feduchi.

La cuestión es si el cuadro que no llegó a ser está realmente dentro del que efectivamente estamos viendo, o si en nuestra inmovilidad somos capaces de entender también el vértigo de los movimientos que no hacemos pero aun así nos definen: el paisaje paseado que representan las naranjas en su cuenta atrás hacia el deterioro.

Centrando de nuevo la atención en esas obras, el trazo presente del lápiz que había de apuntar el desarrollo del cuadro cuestiona también los motivos de esa evolución. Nos preguntamos entonces si realmente la pintora ha alcanzado el cuadro que había imaginado. ¿Es realmente posible realizar el deseo que nos hizo arrancar a caminar? ¿O, por el contrario, acabamos encontrando la única imagen que posibilita la realidad y que ya existía incluso antes de empezar? Entonces, ¿por qué, al repetir el mismo ejercicio, no aparece un cuadro idéntico?

Tal vez, tener que bregar con todas estas cuestiones es lo que provoca en Leticia Feduchi su pasión por el proceso creativo en sí mismo: ahí está la vía de descubrimiento, el camino para ir encontrando el cuadro que posiblemente ya existe en algún lugar, para ir superando las contradicciones que plantean la lógica, las palabras y la pintura cuando se manifiesta.

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25 de enero de 2021
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El  hombre que lo hizo

Según Pauline Kael, el escritor Ben Hecht llamaba a Herman J. Mankiewicz “el Voltaire de Central Park West”, y  Mank de David Fincher, una producción de Netflix que se ha podido ver en cines selectos, da cumplida cuenta de la versatilidad, la cultura y el ingenio mordiente de esa figura borrosa del Hollywood de tres décadas (desde antes de 1926 a 1952), al que se le llamaba familiarmente Mank (su apellido, lo hemos sabido viendo la película, lo pronunciaban Mankiuvich). Lo primero que hay que señalar es que se trata de un excelente film de arte, a la vez que de un ejercicio de fidelidad filial de Fincher Jr., quien luchó con denuedo y paseó el guión de su padre, Jack, por los grandes estudios, que no se la produjeron en vida de aquél, hasta que lo ha hecho la plataforma citada, seguramente animada por el inesperado éxito mundial del Roma de Cuarón. Digamos de antemano que el guión de Jack Fincher es de gran calidad: bien construido, ameno sin ser fácil, libresco pero no pedante, y con algunos de los mejores diálogos de Hollywood que uno ha oído desde la época dorada de los años 30 y 40 o en los grandes títulos de Tarantino.

Si Jack Fincher fue una figura menor y frustrada a la que ahora se le rinde tributo sotto voce, el propio Mank, satisfactoriamente interpretado por Gary Oldman, es otro incomprendido impertinente al que el tratamiento “arty” del director Fincher le cae de maravilla: el blanco y negro muy elaborado, como el de 8 1/2 de Fellini o los Ingmar Bergman alegóricos e introspectivos de los últimos años 1950, los flash backs oníricos, la locuacidad hiriente y constante de ese wisecracking mordaz que en los Thirties pasaba con asombrosa facilidad desde los bares literarios de Nueva York a los platós de Los Angeles, dicho y escrito por gente del talento de George S. Kaufman, Anita Loos, S.J. Perelman, John O´Hara, Dorothy Parker, Charles MacArthur, además del ya mencionado Ben Hecht, Scott Fitzgerald y los hermanos Mankiewicz, todos presentes, en carne y hueso, en espíritu o por mención, en la película de que hablamos. Y aunque los personajes importantes o secundarios de Mank cumplen su misión en un mecanismo narrativo impecable, hay que reconocer, y quizá advertir al espectador desavisado de que el 80% de la nómina de escritores, artistas de cine y productores en su día muy conocidos, tal vez hoy esté olvidado por la mayoría. Lo cual significa que el cinéfilo con buena memoria será el espectador ideal, si esa figura existe, de este film que en un considerable número de escenas se ve poblado de magnates, estrellas y demás seres míticos de Tinsel Town.

El más mítico, y el más grande artista de todos ellos es el que menos sale, y no importa, e incluso quizá sea así mejor, o necesario. Me refiero a Orson Welles, dado que la película de Fincher es un film sobre un film, y si bien Ciudadano Kane es la fuente dramática de la historia contada, su director comparece, primero por teléfono, y brevemente en persona, hacia el final de los 130 minutos de metraje, aunque Fincher, que debe ser otro cinéfilo empedernido, le hace un homenaje o guiño de buena voluntad: Welles se comporta como un auténtico cerdo en esa escena en el interior del cuarto de Mank en el rancho, pero Fincher pone su cámara a ras de suelo, enfocando el techo de la habitación al modo wellesiano por vez primera visto en Citizen Kane. No hace falta decir, creo, que los dos Fincher, padre guionista e hijo realizador, aceptan la versión M de la enigmática leyenda, y no la opción W: siguen las directrices de Pauline Kael en su histórico artículo largo Raising Kane, publicado en el New Yorker en 1971, donde la famosa crítica salía en defensa de Mank como autor único del libreto fílmico, que el envidioso Orson quiso y logró co-firmar en los títulos de crédito, convirtiéndolo  – esto sin discusión-  en una obra esencial de la historia del cine.

Mank se inicia en 1940 con el confinamiento en un rancho aislado, a 60 millas de Los Angeles, del maduro y accidentado guionista Herman J. Mankiuvich, exigido por el joven Orson y vigilado por él  -a través de un acusica John Houseman- a distancia, alternándose secuencias de excesos alcohólicos y vueltas atrás de la memoria que cubren sobre todo la década anterior, en la que destacan como hechos relevantes los flecos más sombríos del crack del 29 y las elecciones a gobernador de California en 1934, en cuyos entresijos conspiratorios no pocos de los personajes del film se ven involucrados. Mientras el propio Welles (que el actor Tom Burke encarna con notable parecido físico y asombrosa imitación vocal) no se pronuncia políticamente en estos sucesos, o al menos no lo hace en Mank, es interesante señalar que, como brillante contrapunto figurativo y moral del guión de Fincher padre, el candidato progresista (perdedor) en esas elecciones gubernativas, el escritor y agitador social Upton Sinclair, hace de sombra o conciencia de lo inalcanzable; su discurso radical y su derrota (en tanto que candidato del Partido Demócrata) permite verle de refilón en un mitin, mientras que su nombre es invocado una y más veces como otro ser legendario de esta película que tanto tiene que ver con fantasmas y desaparecidos, con monarcas y bufones, con suplantadores y explotadores, con héroes y desalmados.

La película está articulada a partir de dos contraposiciones: el huis clos alcohólico de Mank en el rancho rodeado de unas praderas deliberadamente falsas en su pictoricismo digital, y los grandes espacios, a veces agobiantes, relacionados con el poder y el dinero. Fincher se revela aquí, más que en otras películas suyas, como artífice de abigarrados set pieces; son memorables las dos fiestas en San Simeon, la mansión de Hearst (sobre todo la segunda, con disfraces, inculpaciones y expiaciones fellinianas), la noche electoral de 1934, con breve pesadilla incluida, sin olvidar el del discurso de Louis B. Mayer a sus empleados, instándoles a que se bajen el sueldo, escena precedida de un plano secuencia de gran virtuosismo en que el jefe de la MGM, al frente de un séquito de edecanes, avanza saludando por los pasillos del estudio con una velocidad en la que le acompaña la steadycam. Como espectador, sin embargo, me sentí, las dos veces que he visto el film, especialmente conmovido por tres secuencias al aire libre, que aun teniendo hechuras de set piece alcanzan su alto nivel de pathos en la intimidad del diálogo: Marion Davies (extraordinaria Amanda Seyfried) y Mank perorando de noche por los jardines de San Simeon, con su zoo feérico al fondo; la misma Marion confesándose ante su amigo el guionista mientras hacen picnic; y la conversación final junto a la barandilla del rancho de los dos hermanos Mankiuvich, en la que, de un modo sucinto pero muy revelador, se presenta su identidad europea al socaire de un chiste en francés que nadie en Hollywood entendía salvo ellos.

Del auténtico Mank se contaban anécdotas encomiásticas y chistes groseros. Habiendo sido desde el cine mudo un hombre para todo, Mank nunca condescendió a escribir westerns, y cuando, en un momento de debilidad, se vio obligado a cumplir el encargo de hacer un guión para el famoso perro Rin Tin Tin, el guionista se vengó, mostrando en la secuencia de arranque a la estrella canina amedrentada por un ratón. La agudeza y la  malicia tampoco le faltaban a Orson Welles. A partir del Oscar compartido en 1942 por el guión de Ciudadano Kane, al director se le preguntaba a menudo sobre el reparto de tareas que le correspondía a cada cual en la escritura. “Todo lo concerniente a Rosebud le pertenece [a Herman J. Mankiewicz]”, dijo Welles en referencia a la misteriosa palabra dicha por Kane al morir e inscrita en el trineo del desenlace de la película que él dirigió e interpretó, sin tal vez escribir nada sustancial para ella. Y como todo Hollywood sabía, o decía saber, que ese “botón de rosa” era el componente genital de Marion Davies que su amante William Randolph Hearst más apreciaba, Welles añadió en otra entrevista: “La treta Rosebud es lo que menos me gusta del film. Es sólo una treta, y más bien propia de un Freud barato” (dollar-book Freud). Es un comentario que indica que, sin tener antecedentes europeos, el autor de Sed de mal también sabía ser ácido a lo Voltaire.

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25 de enero de 2021
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El Boomeran(g)
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