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¿Qué se debe?

Nos inclinamos a creer que las calumnias políticas y las ‘fake news’ son cosa actual, un invento reciente. Lo cierto es que fue una práctica constante a partir del siglo XVIII

Nos inclinamos a creer que las calumnias políticas y las fake news son cosa actual, un invento reciente. Lo cierto es que fue una práctica constante a partir del siglo XVIII a medida que se adensaba la nueva clase burguesa, centro y diana de todo engaño. Si ahora parece algo nuevo es tan sólo porque ha aparecido un nuevo tipo de ciudadano atontado que se cree las majaderías de internet. No es una práctica nueva, es una clase nueva.

Una de las más hermosas fake news que se pueda estudiar es la que promovió la Encyclopédie Méthodique, enorme producto de colosal influencia en todo Europa. En 1782 publicó un volumen de geografía donde apareció la maldita pregunta: “¿Qué se debe a España? Desde hace dos siglos, desde hace cuatro, desde hace seis, ¿qué ha hecho por Europa?”. Como es lógico, el texto era un amasijo de calumnias, informes tergiversados, juicios hipócritas y sobre todo falsedades. El problema es que donde más gente lo tomó al pie de la letra fue, naturalmente, en España. A partir de ese momento comienzan las dos greñas, la de los que la odian y la de quienes se creen obligados a defenderla. Así como las damas madrileñas se vistieron de Carmen (la de Mérimée) con perfecta candidez, así también aparecieron los “rancios” (defensores de España) y los “felones” (traidores afrancesados). Los dos bandos iniciaban la divisoria entre ilustrados y castizos, liberales y carlistones, las dos Españas en pugna que se dan de bastonazos hasta el día de hoy con Podemitas y Voxistas. Una plaga.

La historia entera y la aparición del primer diario insumiso español, El Censor, así como la figura sulfúrica de Forner, está en ¿Qué se debe a España?, de Francisco Uzcanga. Se lee mejor que una novela porque el autor es un literato de raza.

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14 de abril de 2021
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Me duele respirar

Álvaro Conrado fue alcanzado por el disparo de un francotirador armado de un fusil Dragunov el mediodía del viernes 20 de abril de 2018, mientras corría llevando de dos botellas de agua que quería entregar a los estudiantes que ocupaban una barricada en las inmediaciones de la Universidad de Ingeniería en Managua.

Recién había cumplido 15 años y correr era una de sus pasiones. Al día siguiente participaría en una competencia colegial en la cual esperaba ganar su cuarta medalla, y la representación de Nicaragua en un certamen centroamericano de pista y campo en Panamá.

Vestía jeans azules, zapatos deportivos, una gorra con el emblema de los Yanquis de Nueva York, y llevaba puesta una chaqueta roja que lo hizo blanco fácil para el francotirador instalado en el techo del Estadio Nacional de Beisbol, que lo cazaba a través de la mira telescópica. El disparo entró por el labio inferior, atravesó el cuello, dañando la laringe y el esófago, y fue a alojarse en el tórax.

Hay un video de 16 segundos del momento en que, tras recibir el disparo, mientras es auxiliado por estudiantes y gente de la calle no deja de decir: “Me duele respirar”. Sentado en el suelo, jadea con dificultad, la chaqueta roja remangada. Alguien parece acercarle una botella de agua. Son segundos demasiado fugaces.

Un desconocido lo llevó en su vehículo al hospital Cruz Azul, a pocas cuadras. En el trayecto, pedía que por favor no lo dejaran dormirse, tenía miedo de no volver a despertar. Se desangraba, y le seguía doliendo respirar.

“En lugar de recibirlo lo que hicieron fue cerrar apresuradamente la puerta”, dice el padre. Entonces, el mismo desconocido lo llevó al hospital Alemán Nicaragüense, donde tampoco quisieron admitirlo. En el hospital Bautista, que es privado, sí lo acogieron. Pero a las dos de la tarde murió en el quirófano.

Llevaba cuarto año de secundaria. Quería estudiar la carrera de derecho, dice su padre. Lo discutían juntos. Y después de sacar su título ya verían de conseguir una beca para un posgrado.

            Su padre se llama también Álvaro Conrado, ingeniero informático, y su madre Liseth Dávila. La familia vive en el barrio Monseñor Lezcano. Luz Marina, la abuela, vive con ellos.  “Cuando se le metía una idea en la cabeza nadie lo hacía cambiar de opinión”, dice la abuela. Y no soportaba las injusticias.

Un verdadero as con la patineta. Sus cabriolas eran preciosas, dice su padre.  Y con sus entrenamientos de atletismo, riguroso. Cuando aún no había cumplido los seis años aprendió a tocar la guitarra. Era amante del rock. También lo atraían los animes.  Soñaba con viajar a Japón.

El jueves 19 de abril del 2018, con las clases suspendidas debido a la rebelión que sacudía el país, se fue al colegio temprano de la mañana para entrenar. Esa tarde le pidió a su padre que le explicara lo que estaba pasando.  Después de escuchar con atención, dijo: “papá, ¿por qué no nos vamos a asomar?” “No, eso es muy peligroso” respondió el padre.  “Vos sos un niño todavía”.

Siguió haciendo preguntas hasta la medianoche. Antes de dormirse, le envió un mensaje a una amiga, que la madre encontró después en el teléfono: “…es Nicaragua, no es cualquier basura. Somos nicaragüenses. Somos uno solo. Contra eso no podrán nunca jamás”.

Al día siguiente se levantó inquieto. Su abuela piensa ahora que su preocupación se debía a que iban a ser ya las nueve y su papá no terminaba de irse al trabajo; lo que quería era salir cuanto antes hacia las barricadas.

“Desayunamos juntos, y eso fue lo último”, dice el padre. “Entonces pasado el mediodía recibo en mi oficina una llamada desde su propio teléfono, y cuál es mi susto cuando esa persona desconocida que lo había recogido me informa que mi hijo está entrando al quirófano del hospital Bautista. Yo corrí al hospital, pero, ya no lo alcancé a verlo vivo”.

            En la casa fue levantado una especie de altar de muertos con sus pertenencias: su último certificado de notas, sus medallas de atletismo, la guitarra en su funda, la patineta de las cabriolas que admiraban a su padre. Su carnet de colegial, sus fotos.

 El artista gráfico Juancho Tijerino le hizo un retrato estilo manga, por eso de que le gustaban los animes. El pelo abundante y revuelto, los ojos diáfanos agrandados tras sus lentes de pasta, el pecho erguido cruzado por la bandera de Nicaragua que flota por encima de su camiseta deportiva, y posado sobre su hombro izquierdo un guardabarranco, el colorido pájaro nacional. Esa figura prendió en las redes y fue impresa en pancartas que navegaron entre las multitudes en las marchas, en camisetas, calcomanías. Hasta que fue prohibida.

 El día en que Álvaro fue asesinado, otros muchachos cayeron también víctimas de los francotiradores, y muchos más seguirían cayendo en los días sucesivos. La cuenta de los muertos por la represión que empezó en ese mes de abril de hace tres años alcanzó más de trescientos.

“Mi hijo hoy cumpliera 18 años y fuera un hombrecito, estaría estudiando en alguna universidad”, dice su padre.

El sol es de incendio sobre Nicaragua en abril. Pero la hierba verde renace de los carbones, dice Ernesto Cardenal.

 

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13 de abril de 2021
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El hombre cuenta (XI): ¿Moralidad legitimada por la ciencia o ciencia como corolario de la moralidad?

Entre los problemas metafísicos por excelencia está aquel al que alude el “Génesis” en uno de los relatos mayormente configuradores de nuestra civilización: la serpiente doblega la prudencia de nuestros primeros ancestros con la promesa de plenitud que resultaría de consumir un fruto de un árbol ubicado junto al de la vida en el centro del Paraíso.

Resulta que la manzana encerraba una promesa de saber, y sabido es Aristóteles, como tantos otros de los grandes del pensamiento y del verbo, erige la exigencia de saber en marca distintiva de nuestra condición. De ahí lo pertinente de recordar (como lo hacía Javier  Echeverría en un libro titulado precisamente Ciencia de Bien y de Mal  Herder Barcelona 2007) que Eva representa el primer arquetipo de quien “prefirió el conocimiento a la sumisión”, o sea,  del filósofo.

Muy antigua es la tradición de enfrentarse a los problemas comunes a todos los hombres (es decir, los que con legitimidad pueden ser tildados de filosóficos), apelando a la modalidad de rigor que caracteriza al método geométrico. Y en tal tradición el libro de Javier Echeverría nos presenta ni más ni menos que  una ciencia del bien y del mal expuesta “more geométrico”. Todos los conceptos que operan en el libro son aquí analizados, justificados y, sobre todo, fertilizados, configurando definiciones, axiomas, postulados, teoremas... en suma: lo que de forma arquetípica,  desde Euclides al menos, se articula como texto matemático-científico. El autor indica que esta exposición  “more geométrico” será posiblemente la parte del libro vivida por el lector como más problemática y hasta “intempestiva”. Y en efecto, la moraleja del castigo y la vergüenza viene a indicar que, tratándose del bien y el mal  conocer, e incluso aspirar a ello, es lo que está esencialmente prohibido

Se computa, describe y prevé el comportamiento del átomo de hidrógeno…pero se desespera de llegar a describir, computar y hacer previsiones respecto del conjunto de variables que permitirían emitir un juicio apodíctico sobre lo moralmente fundado de la decisión del presidente George Bush de comprometer a sus país en el pantano iraquí, embarcándose en una guerra que fue origen de una cadena de desastres que aún perdura. Cabría, en suma, una ciencia de la naturaleza, pero no cabría una ciencia del bien y del mal, ante lo cual algunos se rebelan, ampliando para ello suficientemente el concepto de ciencia, y dialectizando lo que cabe entender por bien y por mal.

Pues bien: hay razones para pensar que el sujeto último de la ética no es susceptible de convertirse en objeto de la ciencia natural, y ello por la razón más general de que es imposible su mera reducción a objeto. Y desde luego, en tal posición se repudia la presentación de la ética como una suerte de aplicación de la disposición científica, afirmando con radicalidad que, en todo caso, más bien se trataría de lo contrario:

La ciencia misma sería  un resultado de la singularísima disposición que se da en el ser humano (y sólo en el ser humano) que cabe tildar de ética, es decir, de subordinación de los lazos con el entorno natural, con los demás humanos y hasta con uno mismo a exigencias que no se hallan determinadas por la darviniana lucha por la subsistencia.

Y digo que la ciencia misma es una prueba de tal disposición, entendiendo por ciencia esa tarea motivada por puras exigencias de inteligibilidad que tantas veces he  reivindicado en estas páginas.

En ocasiones, el ser humano asume la singularidad de su condición, situando la inteligibilidad de sí mismo y del entorno como motor de su comportamiento. Mas si tal comportamiento es un caso específico de actitud ética, entonces la  ética no puede ser una consecuencia más de que la inteligibilidad ha sido alcanzada; la ética no puede ser una modalidad entre otras del saber actualizado, y en definitiva: la disposición que se designa como ética no puede ser objeto de ciencia, porque en la misma reside la condición de posibilidad de la ciencia.

Hay ciencia como consecuencia de que se da esa exigencia de lucidez  que es reflejo de la  disposición general del espíritu que denominamos ética. Cuando Einstein se esfuerza en arrancar al misterio aquello que se conocía como efecto fotoeléctrico (que al poner en entredicho la teoría ondulatoria de la luz, parecía introducir la contradicción en el seno de la física), está sentando una de las mayores revoluciones conceptuales en la historia del pensamiento…sin que haya ningún imperativo práctico que encuentre solución en dicha teoría. Así Einstein accede al Premio Nobel por haber alcanzado a explicar algo (a saber, que la luz en ocasiones funciona como si fuera un conjunto discreto de partículas) que no satisface otra cosa que la exigencia misma de explicación.

Y lo mismo cabe decir de la otra gran teoría einsteniana, la relatividad: la demolición de la tesis del carácter absoluto de tiempo y espacio, no venía a resolver ningún problema acuciante relativo a la subsistencia de los seres humanos ni al adecentamiento del marco en el que transcurren sus vidas. Venía tan sólo a dar satisfacción al deseo de transparencia y de coherencia, arrancando a la física del abismo en el que la había sometido la constatación de que los hechos, los fenómenos, no casaban con el armazón teórico a partir del cual eran interpretados.

Y el argumento se extiende a tantas y tantas teorías científicas que han enriquecido la historia de la humanidad. Cabría por ejemplo decirlo de la teoría cantoriana de los números transfinitos, recordando al respecto la sentencia de Hilbert relativa a que en ella se hallaría en juego “la dignidad misma del espíritu humano". Esta referencia a los valores en un texto matemático resulta poco sorprendente en la perspectiva considerada de que la existencia misma de la ciencia es muestra privilegiada de que se da en el ser humano una disposición ética.

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11 de abril de 2021
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Morada

El morado le sienta bien a la Semana Santa, como el luto a Electra, pero esta vez los colores han estado algo revueltos. Las vírgenes y los jesuses nazarenos, confinados, como nosotros, aunque ellos mostrando sin tapujo las lágrimas y espinas de su dolor a los fieles que iban a visitarles, sin ser exactamente convivientes suyos. Y las procesiones por dentro, que son las más angustiosas, como todos sabemos. También muy triste ver el tambor de Calanda sonando fuerte pero subido a un balcón. Ahora bien, como imagen de la semana me quedo con la del ariete rompiendo una puerta en un piso del centro de Madrid.

Es bueno que la justicia ponga coto a los excesos de la autoridad, y entrar en casa ajena a hachazos sin duda es una manera algo brusca de irrumpir. ¿Irrumpir? ¿No es el deber de la policía interrumpir una violación flagrante de la convivencia y de los horarios establecidos en una grave crisis?  Pero aquí viene el mac guffin de la calle Lagasca, por decirlo al modo del cine negro. Los vecinos sufrientes que llamaron a las fuerzas de seguridad ante el jolgorio y el amontonamiento en la madrugada (ambos prohibidos legalmente), trataban de dormir y cuidar su salud; no permitir el acceso a ese piso estruendoso era una manera de esquivar la denuncia y proseguir el delito, cuya verdadera dimensión era imposible saber a puerta cerrada; dentro había, se supo después, 14 transgresores, un número no desdeñable de los más de 10.000 sancionados y en algunos casos detenidos, por toda España, entre Jueves Santo y Domingo de Resurrección. ¿Piso turístico lleno de 14 infractores? Morada inviolable, dicen otros, tal vez los mismos que dicen que eso dice la ley. Pues que se lo digan al vecino que llevaba cinco noches soportando fiestas en el edificio, y hastiado llamó a la policía. A él y a los demás habitantes pacíficos que estaban, de verdad, pasándolas moradas.

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9 de abril de 2021
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Lecciones de los Walsh para la era de la desinformación y el odio

 

Hace cuatro años asesinaron a la periodista mexicana Miroslava Breach. El 23 de marzo de 2017 recibió ocho disparos en la cabeza en la puerta de su casa. Había denunciado las alianzas entre el crimen organizado y la política. Un año y medio más tarde, el 2 de octubre de 2018, el periodista saudí Jamal Khashoggi fue asesinado dentro del consulado de su país en Estambul, después de haber denunciado la corrupción del príncipe heredero.

Estos son casos extremos, pero todavía el peligro sigue latente para los que investigan el poder: cárcel, censura, cierre de medios y amenazas de muerte son rutina en muchos países.

Sin embargo, las cosas han mejorado en el último medio siglo. En los años setenta, en las dictaduras latinoamericanas los que levantaban la voz contra las injusticias eran secuestrados, torturados, desparecidos o marchaban al exilio; sus obras eran censuradas, sus libros quemados.

Hoy predominan las democracias y los derechos. Pero han surgido líderes autoritarios que mienten a destajo, intereses corporativos que ocultan crímenes y infantilizan los temas serios, voces poderosas que ocultan lo importante, privilegian lo banal e instalan el miedo al cambio y el odio a los distintos.

Ante los peligros actuales, me parece útil volver la vista a dos valientes textos argentinos de hace casi medio siglo que daban pistas sobre dos aspectos de la era de las dictaduras: el por qué se cometían los crímenes, y las condiciones culturales que los hicieron posibles.

Me refiero a la “Carta abierta a la Junta militar” del cronista y novelista Rodolfo Walsh y a “Desventuras en el país-jardín-de-infantes” de la poeta y cantautora María Elena Walsh, quienes compartían el mismo apellido sin ser parientes.

Para los periodistas y los intelectuales argentinos la carta abierta de Rodolfo Walsh condensa la valentía de enfrentar al poder, contar la verdad y el mal en la cara del tirano. El 25 de marzo de 1977, en el primer aniversario del golpe de Estado que instauró una dictadura militar (1976-83), Walsh salió a meter copias de su carta en distintos buzones de Buenos Aires para que llegara a los diarios porteños cuando un Grupo de Tareas de la Armada intentó secuestrarlo; él se defendió a balazos y fue abatido en plena calle.

La historia la cuentan los autores de sus dos biógrafías, Eduardo Jozami y Michael McCaughan. Se llevaron su cuerpo agonizante, y desde entonces Walsh es uno de los miles de desaparecidos argentinos. Ningún diario publicó su carta, pero hoy se enseña en las escuelas de periodismo y se cita como ejemplo de lucidez y valentía.

El texto detalla con datos y ejemplos los miles de secuestros, las torturas y asesinatos, la maquinaria de la muerte. Presenta fuentes con la precisión y el estilo que caracteriza la obra más conocida de Walsh, la pionera novela de no ficción Operación Masacre, publicada en 1957.

Pero, cuando parecía que nada podía ser peor que el horror que estaba desvelando, es cuando comienza la lección más útil para estos tiempos.

“Estos hechos, que sacuden la conciencia del mundo civilizado, no son sin embargo los que mayores sufrimientos han traído al pueblo argentino ni las peores violaciones de los derechos humanos en que ustedes incurren”, dice el autor en su carta. Las muertes y torturas son el medio; el objetivo es la transformación económica del país para quitar derechos a los trabajadores y beneficiar a las grandes fortunas. Ese es el para qué.

Dos años después de la carta, Clarín publicó un alegato mucho menos famoso pero igual de potente, y que considero que hoy debe leerse junto con la carta de Rodolfo: se trata de “Desventuras en el país-jardín-de-infantes”, de María Elena Walsh.

Se trata de un divertido y firme argumento contra la censura de los medios, la prohibición de obras artísticas, la infantilización de todo un país. Dice María Elena Walsh en plena dictadura: “Hace tiempo que somos como niños y no podemos decir lo que pensamos o imaginamos. Cuando el censor desaparezca ¡porque alguna vez sucumbirá demolido por una autopista! estaremos decrépitos y sin saber ya qué decir”.

Y termina así: “Todos tenemos el lápiz roto y una descomunal goma de borrar ya incrustada en el cerebro. Pataleamos y lloramos hasta formar un inmenso río de mocos que va a dar a la mar de lágrimas y sangre que supimos conseguir en esta castigadora tierra”.

María Elena Walsh era la más querida autora de canciones y libros para niños del país, como cuentan las biografías de Alicia Dujovne y de Sergio Pujol. No podían desaparecerla. Pero apenas salió el artículo, sus canciones fueron prohibidas en la radio y la televisión y sus obras expurgadas de los colegios1.

Su artículo enfrenta al poder con ironía y humor, se centra en la censura cultural y denuncia la autocensura de la población, necesaria para el sostenimiento de cualquier régimen autoritario.

De estos dos textos, hoy convertidos en documentos de una época oscura, tenemos mucho que aprender y aplicar hoy: de la de Rodolfo Walsh, la importancia de investigar con denuedo y precisión los datos que el poder quiere esconder, combinar números con casos concretos que los acerquen y humanicen, y no quedarse en lo tenebroso de asesinatos y robos. Cuando el poder delinque es para obtener un fin: Walsh marcó el camino del “qué”, el “quién” y el “cómo” al “para qué”.

Los asesinatos de periodistas o de líderes ambientalistas, los pagos de empresas contratistas a políticos en paraísos fiscales, las maniobras ilegales para influir en la justicia que vemos en los diarios de hoy tienen una razón, un objetivo, una meta.

Y de la columna de María Elena Walsh, la importancia del humor inteligente, la ironía, la sutileza para hablar de la censura, la represión y el olvido de los oprimidos en su propia tragedia.

No todo es violencia explícita ni todo el mal viene de gobernantes, magnates y grupos armados: el “país-jardín-de-infantes” requiere de adultos que aceptan ser tratados como niños, y que delegan en el poder su capacidad de procesar verdades incómodas y realidades complejas, que se infantilizan poniendo una “descomunal goma de borrar” en sus propios cerebros.

El resultado de obedecer a demagogos autoritarios que simplifican la realidad se está viendo en el desastroso manejo de la pandemia y las vacunas a lo ancho del continente. Y la burla a los que piensan distinto con pueriles argumentos de matón de escuela primaria está llevando a la imposibilidad de escuchar los argumentos de los adversarios.

Las cartas de Rodolfo y de María Elena Walsh están dirigidas a nosotros, como si las estuvieran escribiendo hoy.

En la época de los crímenes sepultados por torrentes de banalidad, las fake news, el tuit facilón y el efímero influencer, hay muchos periodistas valientes y lúcidos, como Khashoggi y Breach, que enfrentan al poder, explican sus causas y sus efectos, y nos alertan, como los dos Walsh, del peligro de los países-cárcel y los países-jardín-de-infantes.

 

Este artículo fue publicado en The New York Times en español el 24 de marzo de 2021 y está en este link:

https://www.nytimes.com/es/2021/03/24/espanol/opinion/golpe-estado-argentina.html

 

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8 de abril de 2021
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Poema

Entiendo que Faulkner leía el Antiguo Testamento como si fueran narraciones de pueblos arcaicos, pero los Evangelios como poesía contemporánea

Como todos los viernes santos, también este año volví a ver la obra maestra de Nicholas Ray, Rey de reyes. Siempre la dan en un canal u otro. Es la historia de Jesús de Nazaret y, a mi entender, la mejor de todas las versiones filmadas. Es sobria, pegada al texto evangélico, poco sentimental, nada demagógica y sólo le reprocho que Jeffrey Hunter no dé, realmente, la imagen de un palestino del siglo primero.

Quiso el azar que esos días anduviera yo leyendo el estupendo tomo de entrevistas a William Faulkner (León en el jardín) que ha reeditado Javier Marías en su ineludible editorial Reino de Redonda. Uno de los presentes, un japonés, le plantea una curiosa pregunta: ¿cómo es que cita siempre el Antiguo Testamento, pero nunca los evangelios? La respuesta de Faulkner ya me había llamado la atención la primera vez que la leí, hacia 1970. Responde el escritor que el Antiguo Testamento es uno de los más robustos y hermosos relatos populares que conoce, pero el Nuevo Testamento es filosofía e ideas, algo propio de la poesía. Y añade que lee los evangelios como si oyera música. Entonces no lo entendí y pensé que era otro de los múltiples equívocos que tuvieron lugar en su experiencia japonesa. Este año, sin embargo, y gracias a Nicholas Ray, me he percatado de que llevaba toda la razón.

El relato evangélico es poesía como lo son las tragedias de Sófocles o de Esquilo, cantos ardientes y sabios sobre la desdicha humana, sus miserias, su aniquilación, pero también sobre la grandeza de los héroes y su capacidad para superar el horror de la injusticia, la opresión y la muerte. Entiendo que Faulkner leía el Antiguo Testamento como si fueran narraciones de pueblos arcaicos, pero los Evangelios como poesía contemporánea. Y así ha de ser.

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7 de abril de 2021
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Reivindicación de la sensibilidad

Coinciden estas semanas en las librerías y en algunas listas de los libros más vendidos los ensayos de Joan-Carles Mèlich, La fragilidad del mundo, publicado por Tusquets, y de Josep Maria Esquirol, Humano, más humano, publicado por Acantilado. En un momento, como el actual, de tanto ruido y tanta proclama, resulta un verdadero consuelo encontrar dos voces que se sitúan en las antípodas para reivindicar la incertidumbre y el asombro como condiciones definitorias del ser humano y la existencia.

El ejercicio de leerlos casi en paralelo sorprende por las numerosas coincidencias que se dan entre los dos volúmenes. Lenitivo doble, entonces. Ya desde el propio título, Mèlich coloca ante nosotros una afirmación contundente, la de la fragilidad del mundo, que es tanto como apelar a nuestra propia vulnerabilidad; mientras que Esquirol nos señala en el subtítulo, Una antropología de la herida infinita hacia un dolor inagotable claramente identificable. «Mira, mira…», se nos dice explícitamente en algún momento para hacernos conscientes de cuánto significa tal indicación.

Quizá haya quien no lo necesite –ya sabemos, las proclamas y el ruido–, pero los autores proponen sendos ejercicios para aprender a mirar el mundo de un modo diferente, que en el fondo y en la forma ha de ser una manera de preservarlo y de cuidarlo. De hecho, el cuidado es uno de los conceptos claves en los dos ensayos. A quienes hayan leído los exitosos ensayos anteriores de Esquirol tal vez les resulte familiar este fundamento de su discurso. Sí, regresa a la acogedora casa con chimenea humeante que construyó en La resistencia íntima para recordarnos la importancia de tener un techo que nos proteja de la intemperie. Por su parte, y aunque son muchas otras las coincidencias, Mèlich nos lanza a la calle, convertida en laberinto, para decirnos que la única manera de habitar el mundo es aceptar el desarraigo, la contingencia, nuestra vulnerabilidad y la indisposición de ese mismo mundo que queremos habitar.

Dilucidar de qué manera es posible ser en el mundo es la gran cuestión de los dos ensayos. Por eso en ambos se hace referencia a la vibración que posibilita al ser humano conectar con la materia que le rodea y el suelo que pisa. Partimos con ellos de la hipótesis incuestionable de que tal vibración no sólo es un hecho sino que resume nuestra existencia. Gracias a ella nos vinculamos con el mundo en una conexión que únicamente será posible si es cordial, es decir, si parte del corazón, de la sensibilidad. Un mundo más habitable ha de ser necesariamente más cordial, más acogedor.

Mèlich y Esquirol se atreven a acercarnos a grandes conceptos mediante una filosofía de la proximidad. Aceptemos, por tanto, el corazón como metáfora, porque –como expone Mèlich– para habitar el mundo es necesario introducirse en la gramática que lo interpreta y le da significado. He aquí otro de los conceptos clave en que se encuentran los dos filósofos: la búsqueda de sentido y la importancia del lenguaje para llegar a él. No se trata sólo de construir bellas frases, sino de encontrar las palabras que nos permitan formar un discurso representativo de lo que nos hace vibrar y que nos integre en la historia del mundo. Irrumpimos en mitad del relato con nuestro nacimiento –especialmente interesante el acento que Esquirol pone en el misterio de nacer, mucho mayor que el de la muerte–, pero es importante tener en cuenta las palabras invisibles que se albergan en la memoria y el silencio.

Mèlich reivindica la razón desvalida a la que se refirió María Zambrano: esa razón que duda y titubea, pero que no es en absoluto débil. Siendo consciente de su fragilidad, de su provisionalidad, obtiene la fuerza necesaria para desmontar idolatrías, porque sabe que no se pueden erradicar la frustración ni el dolor. En la misma línea, Esquirol defiende la creación de un lenguaje consciente y responsable de las cuatro heridas que definen la condición humana: la de la vida, la de la muerte, la del tú (o la del amor) y la del mundo. Con esas heridas ejerciendo como centros de gravedad, el ser humano ha de ser capaz de construir su poética, su arte de vivir. En todas las personas cae, con el nacimiento, la responsabilidad de crear su espacio, su cosmos: la cosmogonía donde todos los elementos tiendan a la armonía, la belleza y la permanencia, donde se pueda afirmar que “todo está bien”, aunque sepamos que nunca todo estará bien.

[caption id="attachment_223881" align="alignleft" width="212"] 'Cosmogonía', grabado de Núria Melero[/caption]

Esquirol, que ya nos había mostrado que lo más imprescindible es la relación con los demás, ahora nos proporciona algunas pistas para cuidar de cada una de esas heridas insanables. También Mèlich asegura que la existencia es estructuralmente relacional. Aunque la pretenciosidad intelectual o la arrogancia puedan empujar en alguna ocasión al solipsismo. Vuelven a coincidir en la crítica hacia esa vanidad, pero es Esquirol quien vuelve a construir el aforismo iluminador al afirmar que la única finalidad de la cultura y la educación han de ser la de luchar contra la frialdad, contra la insensibilidad, es decir, contra la inhumanidad.

El diálogo propuesto resulta esclarecedor, y ambos son poseedores de una escritura tan cordial –en el sentido en que se utiliza aquí el adjetivo– y tan vibrante que en ocasiones la persona que los lee no puede por menos que sentirse arrastrada o embelesada por las palabras de quienes parecen dispuestos, incluso, a curarnos el miedo a la muerte. Mèlich nos alerta del peligro de las metafísicas, porque todas ellas se basan en una trascendencia, mientras que Esquirol reivindica el franciscanismo. Uno y otro, consiguen que el misterio y el asombro nos encandilen. Al fin y al cabo, están afirmando que esa es la zona de la que no podremos escapar. Si Mèlich se dice en desacuerdo con el consuelo de la filosofía, Esquirol repite varias veces que la función de ésta es enseñarnos a vivir y morir. Sea como sea, acudiendo a referentes de la historia de la filosofía y a obras de arte como el ángel de la historia de Paul Klee interpretado por Walter Benjamin o los relojes blandos de Dalí –presentes en los dos ensayos–, reúnen un buen número de argumentos que, desde el sosiego del superviviente que se reconoce herido, se convierten en una esclarecedora compañía para transitar territorios sombríos y siempre amenazantes.

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6 de abril de 2021
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El pintor que convirtió a su padre en una avellana

-I-

Casi siempre que se habla de la relación entre locura y creación se recurre a artistas como Hölderlin, Van Gogh y Artaud, de forma un tanto tópica, olvidándose del pintor que mejor representó las nupcias entre arte y locura: Richard Dadd, que asesinó a su padre de un machetazo en la cabeza (siguiendo un destino parecido al de Edipo) y que pasó buena parte de su vida recluido en un asilo mental, donde estuvo pintando durante nueve años su cuadro titulado El golpe maestro del leñador feérico: un lienzo de reducidas dimensiones que representa unos cuantos centímetros de hierba habitados por mínimos personajes de fábula.

El leñador del cuadro está a punto de partir con su hacha una avellana. Es fácil pensar que Dadd se está representando simbólicamente, justo en el instante en que está a punto de abatir su machete sobre la cabeza de su progenitor, y de no haber matado a su padre, esa singularísima pintura de Dadd no existiría. ¿Eso quiere decir que la locura enriqueció su arte? Juraría que no. Dadd hubiese sido un pintor con locura o sin ella, y también Van Gogh.

Artaud confesaba que ya solo podía escribir en las islas de razón que aparecían entre una y otra crisis nerviosa Lo mismo me contaba Leopoldo María Panero, y es evidente que la locura deterioró trágicamente la radiante poesía de Hölderlin.

Los vínculos entre el arte y una cierta locura controlable son evidentes ya desde la Grecia antigua, pero cuando la locura llega a su última frontera, aparece el silencio anterior al lenguaje y al concepto. Solo se puede crear desde ese ámbito intermedio que Borges llamaba, paradójicamente, “la locura razonable”.

Octavio Paz habló del cuadro de Dadd en El mono gramático. Entre otras cosas, dijo lo siguiente: “Aunque no sabemos qué esconde la avellana, adivinamos que, si el hacha la parte en dos, todo cambiará.”

No nos cabe de eso la menor duda. Si el hacha cae, no desaparecerá el maleficio que tiene paralizados a los personajes, como cree Paz, simplemente emergerá, como un sol negro y cegador, el reino de la locura. Por eso el leñador del cuadro no acaba de decidirse a dar el golpe maestro en el centro de la avellana, y lleva más de cien años conteniendo el aliento y con el hacha en alto.

No es un cuadro sobre la ausencia y la espera, como cree Paz, es un cuadro sobre el paroxismo mental que precede a un acto demente, y que hallará su destino en un golpe digno de una tragedia griega.

-II-

Dadd se detiene en el instante anterior al desastre: aún no ha matado a su padre. Esa fue su verdadera locura: regresar al lugar en el que aún la verdad no es de naturaleza sangrienta pero está a punto de serlo.

-Padre, ¿vamos a dar un paseo por el parque?

-Claro que sí, hijo mío.

El padre de Dadd no sabe que su hijo lleva un machete. Poco después lo sabrá, pero ya será demasiado tarde. Sin embargo, en el cuadro aún está vivo (si bien reducido a una avellana para que la pintura no nos parezca inhumana). Pocos cuadros han mostrado, con tan cuidada caligrafía, la locura en su más profundo centro, cuando el estallido es inminente. Detenerse en ese momento y pasar nueve años en él es de una audacia y una resistencia absolutas. La audacia y la resistencia de la locura.

-III-

Al contrario de lo que sugiere Paz, no todos los personajes de ese reino extraordinario, en el que creemos percibir diferentes clases sociales, oficios y razas, están pendientes del leñador. Un personaje sí, y mucho, pero curiosamente, tiene cara de loco. Ese personaje es también Dadd, que se ha partido en dos: el ejecutor, y el que contempla desde muy cerca la ejecución. Esas dos dimensiones de la mente de Dadd se conjugaron en la creación de la escena, despojando la imagen de patetismo trágico. Todo tiene un cierto aire de comedia, como si fuese el sueño de una noche de verano.

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6 de abril de 2021

Imagen por Díaz Wichmann para Destino

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Najat y el ardor multicultural

Tuve tiempo por primera vez a los 28 años”. ¿Cómo fue eso? “Gané un premio literario, el Ramon Llull, y con aquel dinero por fin tuve tiempo”. Habla Najat el Hachmi, escritora, ganadora del último premio Nadal con El lunes nos querrán (Destino/Edicions 62), una novela sobre el éxodo. Huir de la religión, de la cultura, del idioma natal, de un piso de techos bajos, del imán de la mez­quita del barrio, de las vecinas malignas, policías de costumbres. Y de una misma. Su libro contiene un recuento detallado del viaje que supone escapar de un marco para encajar en otro, que también aprieta. Najat gastó 28 años de tra­vesía; y cuando por fin pudo comprar tiempo, supo quién era. No me cabe mayor idea de la soledad.

“La imagen que mejor refleja la ansiedad, el frágil equilibrio, es la de una madre sola”, me dice Najat. Ella lo fue con 21 años. El padre desapareció. Y el cableado con su familia estaba demasiado arañado. Se llevaba al hijo a todas partes, transbordos y librerías. Como la pro­tagonista de su libro que relata: “Cuando la gente se daba cuenta de que no le hablaba en la lengua de mi madre se sentían decepcionados y me decían: ‘¡Qué pena perder una lengua!’. Y yo no me atrevía a contarles que para con­servar la lengua me hubiera tenido que quedar en el barrio, bien tapada. Lo único que conseguía explicarles era que las lenguas están vinculadas a las emociones, y que las mías hacía décadas que no estaban ligadas a la lengua de mi pueblo”.

A Najat la invitaban a mesas redondas como la mora integrada de la que se espera un discurso ejemplar que abrace lo mejor de los dos mundos, incluido el exotismo que nos gusta contemplar en los mercadillos ambulantes. La bien amada multiculturalidad que confieso que un día exalté con ignorancia. Pornografía étnica, en palabras de El Hachmi. Ella era la nota de color, la cuota para tranquilizar la conciencia. Nadie le preguntó qué papel quería desempeñar. Lo daban por hecho.

Es difícil manejar las intolerancias ajenas. Como las interpretaciones rigoristas del islam que obligan a las mujeres a cubrirse el pelo como forma de invisibilizarlas: abayas y burkas para borrar su silueta y cerrar el paso al demonio. Tampoco el feminismo es amigo de los tacones y el maquillaje, comentamos con Najat. “Sí, pero a nadie le dan una paliza por llevar tacones, y en cambio sí te la dan por quitarte el pañuelo”. Hoy, la palabra multiculturalidad se ha sustituido por diversidad . No solo es más amplia, sino que huye de la identificación de los términos cultura y origen . Porque la cultura no debería tener límites geográficos, y, además, siempre multiplica. Pero ocurre un fenómeno curioso: cuando se preparan especiales sobre el concepto de diversidad en los medios españoles, la suelen importar de Francia o Inglaterra, donde los autores parecen más chic que los autóctonos.

El extranjero siempre será extranjero. Queremos que adopte nuestros valores y costumbres, y a la vez que nos entretenga con su plus de singularidad. Pero lo seguimos viendo como el otro . El diálogo y la negociación de acuerdos son todavía estrategias políticas titubeantes, entorpecidas siempre por el ruido y la furia de la polémica reaccionaria. Más que preservar su cultura original , los que vienen de afuera quieren papeles, derechos como ciudadanos y un lugar donde trabajar y vivir en paz. Su libertad y su dignidad está por encima del choque cultural o por lo que entendemos por integración, que suele ser siempre sesgado. No solo ellos, también nosotros somos sujetos interactuantes en el intercambio de la diferencia.

Hay muy pocas Najat en España, y hacen falta. Ella aprendió a escribir gracias a una madre que no sabía leer pero era una gran narradora oral de la tradición bereber. Afirma que ese es el legado más importante que ha conservado de sus orígenes. Luego saltó en pértiga.

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5 de abril de 2021
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A propósito de Alphonse Allais

Prólogo a La ciencia no respeta nada, de Alphonse Allais.

La Fuga Ediciones, Barcelona, 1918.

Quizá una aproximación certera a la biografía de Charles-Alphonse Allais (1854-1905) debiera empezar diciendo que Allais fue un normando enterrado en el cementerio parisino de Saint-Ouen cuya tumba fue hecha trizas durante un rutinario bombardeo de la RAF, a finales de la segunda guerra mundial, en 1944. Un hombre hecho para la ciencia a quien su pasión irrefrenable por el absurdo condujo al terreno del humor, a la escritura de textos breves que prefiguraron movimientos fundamentales en la historia de la literatura y, en general, de todas las artes. Un joven a quien su padre farmacéutico echa de casa al descubrir que elabora y vende falsos medicamentos, y que, huido a París, participa en la creación de varias sociedades literarias de ingeniosa filosofía y sorprendentes rótulos: Los Hidrópatas, por su aversión al agua, Los Fumistas, por su condición burlona, y Los Hirsutos, broncos e inconformistas.

Inteligente, algo misógino, de aspecto bonachón, publicó, durante un cuarto de siglo, un sinnúmero de historias y artículos de actualidad, todos ellos cuajados de un humor punzante que roza a veces el humor negro. Lo moderno, los avances científicos, la religión, los pobres, el ejercicio de la medicina, el ejercicio de la abogacía, el patriotismo, los movimientos obreros, los nuevos ricos, los negros, lo exótico, la tacañería empresarial, el chovinismo, el higienismo, el consumo de alcohol, el reciclaje, los vegetarianos, los animalistas, todos son tratados con gran desparpajo y suculenta ironía. A veces, por ejemplo en “Una nueva iluminación” y “Una industria interesante”, nos parece estar ante los bizarros Inventos del TBO, del Profesor Franz de Copenhague. Otras veces, como en “La pipa olvidada” y “La agonía del papel”, despliega su dimensión precursora, casi visionaria, en una sátira inversa del abuso de nuestros teléfonos móviles y en la crítica del consumo desaforado de papel como uno de las principales causas de la deforestación.

La presente antología, titulada como el primero de los relatos recogidos, La ciencia no respeta nada, es una ecléctica nómina de sus temas favoritos. Temas, a los que el orden de aparición con que son mostrados incrementa aún más el carácter adictivo que tiene su lectura; los cuentos de Alphonse Allais enganchan por sí mismos y, aún más, cuando se benefician de una planificación rigurosa y sabia.

Pero el lugar que ocupa Allais en la historia de la literaura no es sólo el de los humoristas, Allais encaja a la perfección en el lugar de las vanguardias; su manejo del absurdo iluminó a dadaístas y surrealistas hasta el punto de ser considerado por muchos de ellos como su gran padre nutricio. Jarry y Roussel, Breton y Duchamp, aprecian en Allais muchos de los recursos que ellos desarrollan: el retruécano, el calambur, la interpelación al lector, los mecanismos destinados a derribar las convenciones burguesas, convenciones que Allais ridiculiza, a veces mediante un discurso fingidamente serio, siempre partiendo de unos postulados disparatados pero por los que camina con una lógica aplastante. Quizá su aspecto apacible, dulce casi siempre, cobija intenciones perversas, su humor es más cruel de lo que pueda parecer en una lectura precipitada.

Además, en Alphonse Allais destacan, junto a su vertiente más conocida como escritor, otras dos vertientes, la pictórica y la musical. En 1883, en el Salon des Arts Incoherents, presenta un cuadro titulado “Recolte de la tomate par des cardinaux apopletiques au bord de la Mer Rouge (Effect d’aurore boréal)» [Recolección del tomate por cardenales apopléjicos a orillas del Mar Rojo (Efecto de aurora boreal)] que, como no podía ser de otra manera, no es más que una monocromía en rojo, un experimento que repite hasta seis veces más: el color negro de “Combat de negres dans une cave pendant la nuit” [Combate de negros en una cueva durante la noche)], el blanco de “Première communion de jeunes filles chlorotiques par un temps de neige” [Primera comunión de niñas cloróticas bajo la nieve], el azul de “Stupeur de jeunes recrues apercevant pour la première fois ton azur, oh Méditerranée!” [Estupor de jóvenes reclutas percibiendo por primera vez tu azul, ¡oh Mediterráneo!], el verde de “Des souteneurs, encore dans la force de l’age et le ventre dans l’herbe, boivent de l’absinthe” [Proxenetas aún en la plenitud de la vida y el vientre sobre la hierba, beben absenta], el amarillo de “Manipulation de l’ocre par cocus ictériques” [Manipulación del ocre a cargo de cornudos ictéricos] y el gris de “Ronde de pochards dans le brouillard” [Ronda de beodos entre la niebla]. Precursor de los “cuadrados” de Malévich, de   “Cuadrado negro” (1915) y   “Cuadrado blanco sobre fondo blanco” (1918), puntos álgidos en la memoria de la Abstracción, Allais no disfrutó de la consideración que sí obtuvo el pintor ruso; Allais reinventó la literatura y las artes plásticas pero no obtuvo el reconocimiento debido, quizá, y de esto hablaremos ahora, por el tono gracioso, divertido, que otorgaba a todas sus manifestaciones.

También, Alphonse Allais es el autor de la Marcha fúnebre compuesta para los funerales de un gran hombre sordo, primera pieza minimalista de la historia de la música, que prefigura ventajosamente a Erwin Schulhoff y a John Cage. Un pentagrama en blanco, virgen, es el soporte de la epifanía perfecta del silencio. Pero su obra musical no ha trascendido, Alphonse Allais era humorista; Cage y Schulhoff, que alcanzaron la fama, eran músicos, iban en serio. ¿Es el humor la barrera infranqueable que imposibilita el acceso a la categoría de genio?

Como diría Jorge Luis Borges el humor sólo tiene sentido en su modalidad oral: el chiste. En la literatura escrita el humorismo que impregne cualquier obra la precipita en el abismo de la vulgaridad y el olvido. Así son, o mejor, así están las cosas, la comicidad está reñida con el rigor, con la calidad y, no digamos, con la excelencia. Cuentan que un destacado prenovísimo barcelonés fue entrevistado por un joven canario que años después se convertiría en un destacado postnovísimo y este, después de pasar revista a la producción del primero, soltó, de improviso, la pregunta que este más temía: ¿cómo es posible que usted utilice el humor a la hora de construir un texto, cómo es posible que escritos que aparecen en su último libro como pertenecientes al género poético tengan ese tono irónico? No sabemos qué pasó después, pero ya en 1971, queda muy claro, el humor no estaba bien visto entre los adalides de la ortodoxia literaria. Tal como pontifica el propio Alphonse Allais en el relato “El hijo de la bala”, ‘nada me entristece más que no se me tome en serio’.

Resumiendo diremos que a los ironistas como Alphonse Allais les resulta insoportable la realidad, necesitan deformarla. Los ironistas no soportan a la generalidad de los individuos, los que a lo largo de sus vidas son incapaces de crear una historia nueva, un párrafo, siquiera una frase de su propia cosecha, los que, como mucho, repiten lo que otros han creado, en una estrategia repetitiva que consideran el colmo de la genialidad; esa masa que, en la actualidad, utiliza eslóganes publicitarios, expresiones formuladas en la radio y televisión, en las conversaciones de los bares.

Así, hoy, el perfecto ironista rechaza pronunciar cualquier frase que ya haya sido pronunciada y ante la dificultad creciente de ser original, dado el creciente número de individuos que nos rodean por culpa de la explosión demográfica, recurre a gritos, mugidos y alaridos, a la hora de expresarse. Allais recurre a su inmenso ingenio para desmantelar lo convencional, lo ramplón, lo trillado; se ensaña con los simples, con los memos. Alphonse Allais combina realidad y ficción, crueldad y humor. Y, para cerrar el círculo, se burla de sí mismo.

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3 de abril de 2021
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