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Espacios de reconocimiento

Por 8 de marzo de 2021 Sin comentarios

Paleta de colores de la artista Leticia Feduchi

Sònia Hernández

Sabemos la cara que tenemos y el aspecto con el que nos presentamos al mundo porque los hemos visto a lo largo de los años reflejados en diferentes espejos. De la misma manera, sabemos lo que pensamos o ponemos nombres a nuestras ideas porque antes lo hemos visto o leído en alguna manifestación cultural. Porque hemos adoptado una especie de patrón que nos ha ayudado a darle forma a una masa de sensaciones. Por eso estamos tan agradecidos a esos escritores que han puesto palabras a lo que sentíamos o esos artistas plásticos que han representado alguna escena que creemos haber vivido en otra existencia o en un sueño. A ellos les debemos las metáforas con las que hemos construido nuestro universo simbólico, como tan bien ha expuesto Anne Carson en Eros dulce y amargo, publicado hace unos meses por Lumen.

Si damos con el patrón adecuado, nos reconocemos satisfechos y caminamos con pie firme. La búsqueda de ese re-conocimiento es el motor que nos empuja a la cultura, principal espacio de construcción de metáforas. A lo largo de la vida, aprendemos el nombre de las cosas y el funcionamiento de los mecanismos que hacen posible la vida en sociedad. Así adquirimos conocimiento. Sin embargo, todo ese bagaje al final tiene muy poca profundidad si no se produce el re-conocimiento que las manifestaciones culturales hacen posible.

He llegado a esta maraña de reflexiones tratando de dar respuesta a la pregunta de por qué me había impactado en el modo en que lo hizo la película Las niñas, de Pilar Palomero, flamante triunfadora de los Premios Goya.

He leído muy pocos libros, apenas ninguno, en los que se pretendía retratar a mi generación. Demasiados problemas tengo para consolidar un relato suficientemente sólido de lo que viví y cómo lo hice. Tratar de conjugar mis propias complicaciones con las de otros sería un esfuerzo muy por encima de mis posibilidades. Además, existe el riesgo de tener que acabar aceptando que los demás han interpretado mejor que una misma las propias vivencias. Bastante vértigo.

Sin embargo, no he podido evitar reconocerme en los silencios de Celia, la protagonista de Las niñas, en una interpretación excepcional de Andrea Fandos. Decir que a veces se dan silencios muy elocuentes en las manifestaciones artísticas es un lugar común. Pero no por eso se debe dejar de prestarles atención. Los silencios de la niña Celia se llenan con una cinta de casete que le graba su amiga de Barcelona. En mi adolescencia, el duende maldito que invita a soñar de la canción de Héroes del silencio me parecía realmente cargado de misterio, anunciador de prodigios que podrían suceder en un futuro o que ya le estaban pasando a los demás. Con frecuencia, la vida era lo que le pasaba a los otros, como en los libros que leía. Pero ilusionaba saber que era posible que en la noche existiera un duende misterioso. De la misma manera, reconforta saber que siempre es posible que sucedan cosas inesperadas que superan los límites más romos y predecibles de la construcción que conocemos como realidad: en la película, la educación religiosa y opresiva y las estrictas normas cotidianas de la madre de Celia.

Esa posibilidad de los prodigios se da, por ejemplo, en los talleres o estudios de los artistas plásticos. Siempre o casi siempre que he visitado alguno, he experimentado esa sensación de reconocimiento o de hallazgo, que vienen a ser dos fenómenos muy similares. La persona que lo visita pude reconocerse en el taller de Jaume Plensa, en el de Eduard Arranz-Bravo, en el de Vicente Rojo, en el de Jordi Bernadó, en el de Nuria Melero o en el de Leticia Feduchi porque allí es posible que suceda cualquier epifanía. Son los sitios de la imaginación. Y del trabajo que es la indagación en esas posibilidades. Por eso son lugares capaces de fascinar a cualquiera, porque todo el mundo espera presenciar esa suerte de big bang del que se desprenden las metáforas que darán forma y significado a lo que hasta entonces solo era misterio.

A modo de autorretrato, Jaume Plensa reprodujo una fotografía de la pared de su taller con sus herramientas en un gran muro del MACBA durante la exposición que el museo barcelonés le dedicó en 2019. En unos términos muy parecidos, Vicente Rojo tituló Autorretrato un collage de grandes dimensiones en el que colocó una infinidad de objetos que había guardado durante años en su taller. En ellos estaba su vida, más que en su propio cuerpo o en su rostro. Cualquiera puede reconocerse en los lápices consumidos, en las tijeras escolares o en los soldaditos de plomo. Reconocimiento en la vida de los otros, en lo ya vivido o en aquello a lo que todavía pueden dar vida desde su estudio.

También allí es posible encontrarse con una parte –aunque arcana– de uno mismo en la paleta de un pintor. Esa es la materia originaria por antonomasia. Materia, forma y color. De nuevo el big bang justo antes de la gran explosión. O también la semilla de la que saldrán miles de bosques, aunque de momento no habla. El silencio que precede al murmullo de la erupción y el silencio que queda cuando ya todo ha pasado. Por eso, el silencio del estudio es un silencio falso, como el de Celia. Por lo general, los talleres están repletos de objetos que hablan y, con más o menos orden, reproducen los pensamientos de la persona que los ha reunido allí. El mensaje resultante dependerá del código y la gramática que aplique cada cual para ordenar todas las metáforas escondidas en el misterio y acabar reconociéndose.

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Sònia Hernández

Sònia Hernández (Terrassa, Barcelona, 1976) es doctora en Filología Hispánica, periodista, escritora y gestora cultural. En poesía, ha publicado los poemarios La casa del mar (2006), Los nombres del tiempo (2010), La quietud de metal (2018) y Del tot inacabat (2018); en narrativa, los libros de relatos Los enfermos erróneos (2008), La propagación del silencio (2013) y Maneras de irse (2021) y las novelas La mujer de Rapallo (2010), Los Pissimboni (2015), El hombre que se creía Vicente Rojo (2017) y El lugar de la espera (2019).

En 2010 la revista Granta la incluyó en su selección de los mejores narradores jóvenes en español. Es miembro del GEXEL, Grupo de Estudios del Exilio Literario. Ha colaborado habitualmente en varias revistas y publicaciones, como Cultura|s, el suplemento literario de La Vanguardia, Ínsula, Cuadernos Hispanoamericanos o Letras Libres.

Foto: Edu Gisbert    

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