El ensayista, narrador y músico francés Pascal Quignard, apostando a que el lenguaje tiene la capacidad de multiplicar los poros de la realidad, a fin de impregnarla de forma exhaustiva, reducirla y hacer de toda cosa palabra, pone a prueba esta convicción de la única manera posible, a saber, en la práctica literaria, de tal manera que la literatura viene a ser como el laboratorio dónde se pone a prueba una tesis filosófica. Y el autor, digamos, nos hace cómplices del método que adopta. “Yo hago lo siguiente: dejo que sea el lenguaje mismo el que pese, piense, penda, dependa” (Pascal Quignard, Las sombras errantes. Swann-Ensayo Shangrila)
En el caso de Quignard, este proceder se traduce en prodigiosos párrafos en los que la lengua francesa se hace (incluso para el lector formado en ella) temible, por irreductible a la ayuda que puede proporcionar un diccionario; párrafos en los que la lengua parece hurgar por vez primera en lo dado, no tanto intentando encontrar la palabra para el hecho, como intentando elevar este último a la categoría de palabra: “Todo sin excepción, incluso lo más ruin, una vez nombrado, incrementa su existencia, acentúa su independencia, viene a ser suntuoso”( Les solidarités mystérieuses, Gallimard Paris p.193.).
Y un personaje sirve de ocasión para ilustrar tal tesis, Juliette, a quien la condición de profesora de ciencias naturales sirve de pretexto para decir el mundo: “La escuchaba (…) hablar y nombrar de una manera tan sencilla y firme. Dios es verdaderamente el Verbo”. Obviamente no es Quignard el único escritor caracterizado por esta disposición. He aquí lo que, al respecto, escribe un grande entre los grandes:
"Ocurre algo loco, en verdad, en torno al hablar y el escribir. La auténtica conversación es un mero juego de palabras. Solo cabe asombrarse por la equivocación ridícula de la gente, que cree que habla en relación con cosas. Lo que es precisamente lo más propio del lenguaje (el hecho de que solo se ocupa de sí mismo) no lo sabe nadie. Por esta razón es un misterio tan asombroso y tan fecundo que uno, al hablar solo por hablar, enuncie precisamente las verdades más grandiosas, las más originales. En cambio, si quiere hablar de algo determinado, entonces el chistoso lenguaje le hace decir las cosas más ridículas y erradas. De aquí proviene también el odio que tienen tantas personas serias contra el lenguaje. Advierten su ligereza, pero no advierten que ese despreciable charlar es el lado infinitivamente serio del lenguaje. Si uno pudiera siquiera hacerle entender a la gente que con el lenguaje ocurre lo mismo que con las fórmulas matemáticas... Estas constituyen un mundo en sí mismas; juegan solo consigo mismas; no expresan sino su maravillosa naturaleza y precisamente por eso son tan expresivas – precisamente por eso se espeja en ellas el singular juego de relaciones de las cosas. Solo por su libertad son miembros de la naturaleza y solo en sus movimientos libres el alma del mundo se manifiesta y las hace delicada medida y modelo de las cosas. De igual modo ocurre con el lenguaje: aquel que tiene un sentimiento refinado de su digitación, de su compás, de su espíritu musical, aquel que oye en sí mismo el delicado efecto de su naturaleza interior y mueve luego la lengua o la mano, este será un profeta; por el contrario, aquel que sepa sobre él pero no tenga el oído y la percepción necesarias escribirá verdades como esta pero el lenguaje mismo le tomará el pelo y los hombres se burlarán de él como hacían los troyanos con Casandra. Aunque yo crea haber indicado con esto la naturaleza y la misión de la poesía de la manera más clara, sé, sin embargo, que no lo puede entender persona alguna y que he dicho algo muy tonto, ya que quise decirlo y ninguna poesía surge de este modo. Pero ¿cómo sería esto si yo hubiera estado forzado a hablar?; ¿si este impulso lingüístico de hablar fuera el rasgo distintivo de la inspiración del lenguaje, de la eficacia del lenguaje en mí?; ¿si mi voluntad solo quisiera aquello que yo estuviera forzado a hacer? ¿Podría, entonces, ser esto finalmente poesía sin que yo lo supiera o lo creyera?, ¿y haber hecho comprensible un misterio del lenguaje?, ¿y yo sería, entonces, un escritor competente, ya que un escritor, acaso, no es más que un poseído por el lenguaje?”
(Novalis, Monólogo, citado por Roberto Calasso, La literatura y los dioses Anagrama)
Es algo casi elemental. Si la capacidad para el lenguaje singulariza al animal humano, este será tanto más fiel a su naturaleza cuanto más permita que el lenguaje se despliegue sin cortapisas, lleve al acto sus diversas potencialidades: desde las meramente funcionales (aquellas que le acercan mayormente a un código de señales, poniéndose al servicio de causas exteriores) hasta las cognoscitivas y creativas.
