Víctor Gómez Pin
El ensayista, narrador y músico francés Pascal Quignard, apostando a que el lenguaje tiene la capacidad de multiplicar los poros de la realidad, a fin de impregnarla de forma exhaustiva, reducirla y hacer de toda cosa palabra, pone a prueba esta convicción de la única manera posible, a saber, en la práctica literaria, de tal manera que la literatura viene a ser como el laboratorio dónde se pone a prueba una tesis filosófica. Y el autor, digamos, nos hace cómplices del método que adopta. “Yo hago lo siguiente: dejo que sea el lenguaje mismo el que pese, piense, penda, dependa” (Pascal Quignard, Las sombras errantes. Swann-Ensayo Shangrila)
En el caso de Quignard, este proceder se traduce en prodigiosos párrafos en los que la lengua francesa se hace (incluso para el lector formado en ella) temible, por irreductible a la ayuda que puede proporcionar un diccionario; párrafos en los que la lengua parece hurgar por vez primera en lo dado, no tanto intentando encontrar la palabra para el hecho, como intentando elevar este último a la categoría de palabra: “Todo sin excepción, incluso lo más ruin, una vez nombrado, incrementa su existencia, acentúa su independencia, viene a ser suntuoso”( Les solidarités mystérieuses, Gallimard Paris p.193.).
Y un personaje sirve de ocasión para ilustrar tal tesis, Juliette, a quien la condición de profesora de ciencias naturales sirve de pretexto para decir el mundo: “La escuchaba (…) hablar y nombrar de una manera tan sencilla y firme. Dios es verdaderamente el Verbo”. Obviamente no es Quignard el único escritor caracterizado por esta disposición. He aquí lo que, al respecto, escribe un grande entre los grandes:
«Ocurre algo loco, en verdad, en torno al hablar y el escribir. La
auténtica conversación es un mero juego de palabras. Solo cabe
asombrarse por la equivocación ridícula de la gente, que cree que
habla en relación con cosas. Lo que es precisamente lo más propio del
lenguaje (el hecho de que solo se ocupa de sí mismo) no lo sabe nadie.
Por esta razón es un misterio tan asombroso y tan fecundo que uno, al
hablar solo por hablar, enuncie precisamente las verdades más
grandiosas, las más originales. En cambio, si quiere hablar de algo
determinado, entonces el chistoso lenguaje le hace decir las cosas más
ridículas y erradas. De aquí proviene también el odio que tienen
tantas personas serias contra el lenguaje. Advierten su ligereza, pero
no advierten que ese despreciable charlar es el lado infinitivamente
serio del lenguaje. Si uno pudiera siquiera hacerle entender a la
gente que con el lenguaje ocurre lo mismo que con las fórmulas
matemáticas… Estas constituyen un mundo en sí mismas; juegan solo
consigo mismas; no expresan sino su maravillosa naturaleza y
precisamente por eso son tan expresivas – precisamente por eso se
espeja en ellas el singular juego de relaciones de las cosas. Solo por
su libertad son miembros de la naturaleza y solo en sus movimientos
libres el alma del mundo se manifiesta y las hace delicada medida y
modelo de las cosas. De igual modo ocurre con el lenguaje: aquel que
tiene un sentimiento refinado de su digitación, de su compás, de su
espíritu musical, aquel que oye en sí mismo el delicado efecto de su
naturaleza interior y mueve luego la lengua o la mano, este será un
profeta; por el contrario, aquel que sepa sobre él pero no tenga el
oído y la percepción necesarias escribirá verdades como esta pero el
lenguaje mismo le tomará el pelo y los hombres se burlarán de él como
hacían los troyanos con Casandra. Aunque yo crea haber indicado con
esto la naturaleza y la misión de la poesía de la manera más clara,
sé, sin embargo, que no lo puede entender persona alguna y que he
dicho algo muy tonto, ya que quise decirlo y ninguna poesía surge de
este modo. Pero ¿cómo sería esto si yo hubiera estado forzado a
hablar?; ¿si este impulso lingüístico de hablar fuera el rasgo
distintivo de la inspiración del lenguaje, de la eficacia del lenguaje
en mí?; ¿si mi voluntad solo quisiera aquello que yo estuviera forzado
a hacer? ¿Podría, entonces, ser esto finalmente poesía sin que yo lo
supiera o lo creyera?, ¿y haber hecho comprensible un misterio del
lenguaje?, ¿y yo sería, entonces, un escritor competente, ya que un
escritor, acaso, no es más que un poseído por el lenguaje?”
(Novalis, Monólogo, citado por Roberto Calasso, La literatura y los dioses Anagrama)
Es algo casi elemental. Si la capacidad para el lenguaje singulariza al animal humano, este será tanto más fiel a su naturaleza cuanto más permita que el lenguaje se despliegue sin cortapisas, lleve al acto sus diversas potencialidades: desde las meramente funcionales (aquellas que le acercan mayormente a un código de señales, poniéndose al servicio de causas exteriores) hasta las cognoscitivas y creativas.