Marta Rebón
Paul Bowles hizo una inteligente reflexión sobre la literatura de viajes en el ensayo Desafío a la identidad, título que ya de por sí propone una definición tan concisa como incontestable de lo que el viaje plantea al viajero. Para él, el mayor placer era «leer el relato de un escritor inteligente acerca de lo que ocurrió lejos de casa». Lo de menos era la información sobre hoteles, rutas o sugerencias de vestimenta.
Y esto es lo que encontramos en este invento editorial -inspirado tal vez en la edición de Jan Morris Travels with Virginia Woolf (1997), si bien los contenidos y su disposición divergen-, que recopila y ordena cronológicamente lo que escribió la autora de Al faro sobre sus estancias en el extranjero: en total, unas 80 semanas, de sus 59 años de vida (y sólo una vez fuera de Europa, en la parte asiática de Constantinopla, donde su Orlando cambia de sexo después de un sueño de siete días).
De viaje de Virginia Woolf. Traducción de Patricia Díaz. Ed. Nórdica.
CONTRA LA LITERATURA DE VIAJES
El material procede, sobre todo, de sus cartas y diarios, porque en su bibliografía, salvo contados ensayos para revistas, no encontramos un libro que corresponda al género de viajes. En una anotación de Woolf de 1909, desde Florencia, leemos: «La escritura descriptiva es peligrosa y tentadora. Es fácil, con un poco de esfuerzo mental, hacer algo[…] Lo que una registra de verdad es el estado de su propia mente».
La naturaleza privada de los textos seleccionados muestra una Virginia Woolf menos preocupada por el alarde literario, la repetición de tópicos o las descripciones de paisajes y edificios, y sí más espontánea y directa. «No merece gastar tinta acerca del viaje por Italia. Hacía calor, hacía frío, perdimos trenes, encontramos hoteles… y, entretanto, pasamos de una punta de Italia a la otra», resume en su diario desde Olimpia, en 1906, y de igual modo despachará otros iconos turísticos. Lo que intenta captar es ese «estado de la mente» que varía con la edad, el contexto o, si lo hay, el destinatario: cuando se dirige a su hermana, por ejemplo, se muestra más cálida y sincera, y, aun así, expresa sin tapujos lo «aburridas que son las historias de los viajeros».
Tenemos, por lo general, la imagen de una autora muy arraigada a su ciudad natal, y aquí se incluyen acertadamente impresiones de lugares ingleses que no son Londres, pues reivindicaba explorar los paisajes cercanos y no sólo, como dictaba la moda, los de Italia o la Riviera francesa. Prefería las caminatas sin compañía -«El viajero solitario tiene muy poco en qué pensar, sus deseos se satisfacen con facilidad»- y las rutinas -«Leer, escribir, maldecir y andar, todo como de costumbre», escribe desde New Forest-. Aun así, no oculta una nostalgia hiriente cuando se aleja: suspira desde Grecia que «la mera palabra Devon es mejor que un poema» o que prefiere una «húmeda calle londinense» al soleado país.
UN VIAJE IMAGINARIO
Sin embargo, Woolf también destila un disfrute tranquilo y hedonista al estar fuera, en el mundo, con el sentir propio de una mujer de su época, clase y procedencia cultural (la Inglaterra colonial), algo que exploró desde su primera novela, Viaje de ida (1915), en la que hizo embarcar a sus personajes en un trayecto por mar de Londres a Santa Rosa, en América, retomando la visión ancestral del viaje físico como metáfora del espiritual.
Antes de escribirla, Virginia, con 24 años, perdió, de resultas de una fiebre tifoidea contraída en Grecia, a su hermano y alma gemela, Thoby Stephen, a partir del cual perfiló a Percival, personificación de la muerte en Las olas. El extranjero fue desde entonces, además de un espacio donde interrogarse sobre qué es ser una mujer inglesa, un recordatorio de la fatalidad.
Woolf no corresponde al prototipo de nómada multiterreno (su predilección fueron las carreteras francesas, de hotel en hotel), pero en toda su obra importa (y mucho) la experiencia del espacio, imaginado o conocido, y cómo influye en la sensibilidad de sus protagonistas. De entre todos los proyectos literarios que no vieron la luz después de apagarse para siempre cuando se sumergió en el río Ouse, quedó sin escribir el que imaginó en 1931: «Un viaje imaginario alrededor del mundo de aventureros, cazadoresy escaladores, que cazan tigres, viajan en submarino, vuelan y cosas así. Fantástico».
Una pasión helénica
Son especialmente interesantes las impresiones de Grecia, cuya lengua y arte había estudiado. De su primer viaje dijo: «En Grecia, sientes muy a menudo que el espectáculo pasó hace mucho y has llegado demasiado tarde, e importa muy poco lo que pienses o sientas. La Grecia moderna es tan débil y frágil que se rompe en pedazos cuando se la confronta con el fragmento más tosco de la antigua».