Joana Bonet
En 2007, un juez de familia de Murcia, Fernando Ferrín Calamita, retiró la custodia de sus hijas a una mujer por ser lesbiana, con unas argumentaciones a juego con su segundo apellido: “Es el ambiente homosexual el que perjudica a los menores y que aumenta sensiblemente el riesgo de que éstos también lo sean”. Tampoco había dejado adoptar a una niña por la pareja femenina de la madre.
Hacía dos años que en España se había legalizado el matrimonio homosexual. I will survive, de Gloria Gaynor se convirtió en la banda sonora del mismo país que, durante el franquismo los represalió. Hoy, dieciséis años después, Giorgia Meloni retrocede siguiendo la escuela Calamita con una medida que dejará a varios huérfanos civiles.
En los años ochenta surgió un nuevo arquetipo relacional: el mejor amigo gay, a quien se le suponía diversión, pluma y desparpajo. El estereotipo era muy rentable para los chistes y la fiesta, untado por esa pátina de Loco Mía que hiperbolizaba el amaneramiento. Las series de televisión se enriquecían con ese personaje de voz aguda y cantarina, que aconsejaba sobre el bolso perfecto. Pocas veces asomaban el dolor, las picaduras de la marginación e incluso de la violencia, que sí afloraba en el cine y la literatura. Los suyos seguían siendo espacios silenciados.
Y, a pesar de que el grueso de la sociedad reivindicara sus derechos, siguieron siendo expulsados de trabajos, recibiendo ofensas o palizas. No se trató la homosexualidad como una cuestión seria, estigmatizada en la sociedad aunque tolerada (en carne propia) por sus élites. “Estoy cansada de esconderme y de mentir por omisión”, declaraba la actriz Ellen Page, cuando hizo público que era lesbiana.
En Una homosexualidad propia (Destino), Inés Martín Rodrigo, una excelente periodista cultural y ganadora de un Nadal, confiesa que de niña no tuvo referentes. Nació en 1983, y en el colegio le llamaban marimacho. Según la RAE, se define así a “una mujer que en su corpulencia parece un hombre”. Esa palabra la golpeó durante años; le gustaban el balón y el Scalextrix, no tuvo Barbies, se refugió en la lectura. Y se encontró.
Recuerdo que almorcé hace un par de años con ella. Me habló de su pareja. Di por hecho que era un hombre. Actué como esos padres que, cuando se juntan con sus bebés, se dicen: a ver si son parejita de mayores. Ni por asomo piensan que pueden emparejar con alguien de su mismo sexo.
La madre de Inés murió de cáncer, cuando esta tenía catorce años: “Me pasé toda la juventud triste, hasta que fui capaz de recordarla con la misma alegría que su rostro siempre desprendía”. Admite que nunca pudo decirle: “mamá me gustan las mujeres”. Martín, una mujer discreta, dice que no es valiente, pero que en los momentos críticos hay que dar un paso al frente. “Sin miedo. Con orgullo”.
Desde el siglo XVIII, el concepto de progreso alumbró a la civilización, a derechas y a izquierdas. Hoy, el látigo populista hace ideología del cuñadismo, la que desafía el consenso y emponzoña la libertad. Especialmente, la sexual. Se arrancan banderas del arcoiris y los delitos de odio contra el colectivo se duplicaron el año pasado.
Algunos partidos anuncian el retroceso sin pestañear, dispuestos a enderezar el viejo orden del que no considera al diferente como igual. No solo es nostalgia falangista. En Polonia existen espacios libres de personas LGTBIQ. Y en Hungría pueden detenerte si pronuncias la palabra gay. La fobia se extiende y una apestosa nostalgia celebra esa moral arqueológica que persigue, como afirma Abascal: “La tontería del género”.